Los profetas anteriores a ti y a mí, ya desde antiguo profetizaron a muchos países y a poderosos reinos, guerra, hambre y peste. Pero el profeta que profetiza paz, sólo si se cumple su palabra será reconocido como verdadero profeta, enviado por Yahvéh.
Jeremías 28:8,9
La plaza principal de Jerusalén que, subiendo por medio de muchos peldaños, conduce al atrio de columnas del castillo de Sión, al palacio real (a la derecha) y al templo contiguo (en el centro). Del otro lado, la amplia plaza queda delimitada por casas y callejuelas. Aquellas parecen, frente a la construcción monumental, acurrucadas y bajas. Las puertas del palacio están adornadas con guirnaldas y magníficos artesonados de cedro. En el atrio hay una fuente artística y al fondo relumbra oscuro el portón de hierro forjado del templo.
Delante del pórtico del palacio, en la escalinata y en la plaza, una abigarrada multitud de hombres, mujeres y niños, agitada por expectación unánime. La multitud se manifiesta en diversas voces que en los instantes álgidos se unen a veces en un solo grito, aunque en el resto del tiempo se oponen mutuamente, con apasionamiento. Al levantarse el telón, todos miran hacia las callejuelas y se apiñan en impaciente espera.
VOCES.— El guardián ya dio la señal desde la torre… No, todavía no… Sí, oí el cuerno… Yo también… Y yo también… Han de estar próximos… ¿De qué lado vienen?… ¿Los veremos?
OTRAS VOCES.— Vienen desde la Puerta Moriá… Tienen que pasar por aquí… Van al palacio… ¡Despejen el camino!… Sí… sí… Queremos verlos… ¡Atrás!… ¡Paso!… ¡Paso a los egipcios!
UNA VOZ.— Pero ¿es seguro que vendrán?
OTRA VOZ.— Yo hablé con el mensajero que se les adelantó.
VOCES.— Habló con el mensajero… ¡Cuenta!… ¿Cuántos son?… ¿Traen regalos?… ¿Quién es su jefe?… ¿Qué traen?… ¡Cuenta, Isacar!
(Se forma un grupo alrededor de Isacar).
ISACAR.— Sólo puedo decirles lo que me contó el mensajero, mi cuñado. El faraón nos envió los mejores guerreros de Egipto, acompañados de muchos esclavos que llevan regalos en literas y en andas. Desde los días de Salomón nada parecido se ha enviado a Sión.
VOCES.— ¡Viva el faraón!… ¡Sea alabado su gobierno!… ¡Gloria a Egipto!
UNA VOZ.— Dicen que también viaja con ellos una hija del faraón para ser desposada con Sedecías. ¿Es verdad eso, Isacar?
ISACAR.— Es verdad. Acompañan a una hija del faraón. Es la más bella de sus hijas, y él la destinó a Sedecías.
VOCES.— ¡Gloria al faraón!… ¡Viva Sedecías!… ¿La veremos nosotros?… ¡Salve Egipto!
ANCIANO.— Siempre ha venido desgracia sobre Israel a causa de las mujeres extranjeras de los reyes.
VOCES.— Es verdad, pervierten el espíritu de los justos… ¡Fuera con ellas!… ¿Por qué injurias a Egipto?… Sí, ¿qué pretenden?… ¿Qué significa esa embajada? ¿Desde cuándo reina amistad entre Egipto e Israel?… ¿Qué quieren?
UNA VOZ.— El faraón Necao ofrece una alianza contra Nabucodonosor. Lo sé por Abimélek.
VOCES.— ¡Viva Abimélek, nuestro jefe!… No queremos alianzas… ¡Nada de alianzas con Egipto!… ¿Contra quién va dirigida esa alianza?
ISACAR.— ¿Por qué no habríamos de aliarnos con ellos? Son poderosos, y unidos seremos fuertes en la lucha contra nuestro opresor. Diez mil carros blindados puede el faraón Necao enviar al campo de batalla, y sus arqueros y jinetes son innúmeros. Quiere alzarse contra Asur, nuestro verdugo, y reclama nuestro apoyo.
EL ANCIANO.— ¡Nada de alianzas con Egipto! ¡Nuestra lucha no es la suya!
ISACAR.— Nuestra desgracia es la suya; no quieren ser esclavos de los caldeos.
VOCES.— Ni nosotros… Nosotros tampoco… ¡Abajo Asur!… ¡Rompamos el yugo!… ¡Estemos alerta!
BARUC (un adolescente, extático).— Encadenados pasan nuestros días, y cargados de siclos de oro marchan nuestros mensajeros rumbo a Babel cada vez que se renueva la luna. ¿Hasta cuándo lo toleraremos?
ZABULÓN (padre de Baruc).— Calla. No es a ti a quien cuadra hablar. Benigna servidumbre es el yugo de Caldea.
VOCES.— No queremos ser siervos por más tiempo… ¡Ha llegado la hora de la libertad!… ¡Abajo Asur!… ¡Unámonos a los egipcios!
ZABULÓN.— Jamás nos vino bien alguno de Egipto. Hay que probar y pesar, hay que desconfiar y aguardar.
VOCES.— Hay que rescatar los enseres del templo… Baal no debe gozarlos por más tiempo… ¡Mueran los saqueadores del templo!… Ha llegado la hora.
OTRAS VOCES (desde el fondo de la callejuela).— ¡Ahí vienen!… Ya vienen.
VOCES (jubilosas, desde todas partes).— ¡Vienen!… ¡Apártense!… ¡Vía libre!… ¡Aquí están!… Aquí puedes verlos.
(El pueblo toma las escaleras por asalto y forma una vía por la que la embajada de Egipto puede dirigirse hacia el palacio. Al principio sólo se ven las puntas de las lanzas de los guerreros, que relumbran por encima del vaivén de la multitud rumorosa).
VOCES.— ¡Qué paso tan altanero!… ¿Quién es su jefe?… Araxes… Los regalos… las literas… Vean a ésta, va envuelta… debe ser la hija del faraón. ¡Salve Araxes!… ¡Gloria a Egipto!… ¡Cuánto les pesan las arcas!… ¡Deben contener oro! Nosotros tendremos que pagarlo, con nuestra sangre… Las espadas, véanlas, tan cortas… Deben ser guerreros poderosos. ¡Salve!… ¡Dios castigue a Asur!… ¡Salve Araxes!… ¡Viva Necao!… ¡Bendito sea el faraón!… ¡Santificada nuestra alianza!… ¡Gloria! ¡Bienvenidos!
(La multitud rodea al cortejo de los egipcios prorrumpiendo en gritos frenéticos de júbilo. Los egipcios, ricamente ataviados, pasan orgullosos y graves por entre la doble hilera. Entrechocan sus espadas y agradecen altaneros los saludos).
BARUC (desde la escalinata).— ¡El rey les colme sus deseos! ¡Qué selle la alianza!
VOCES.— Sí… sí… ¡Marchemos contra Asur!… ¡Rompamos el yugo!… ¡Salve Necao!… ¡Bendita sea su llegada!… ¡Venganza para Sión!
OTRAS VOCES.— ¡Al palacio!… ¡Acompáñenlos al palacio!… ¡Al rey!… ¡Qué celebre la alianza!… ¡Viva Araxes!… ¡La bendición sobre Sedecías, nuestro rey!… ¡Un rey de esclavos!… No… No… ¡Libertad!… ¡Al palacio!
(Los egipcios han subido por la escalinata hacia el palacio y penetrado en el pórtico. Les sigue la multitud, agolpándose. Algunos grupos se disuelven, retirándose por las callejuelas. En la escalinata sólo quedan pequeños grupos de gente anciana, en tanto los soldados y las mujeres, ávidos de espectáculos, corren detrás de los egipcios, rodeando las literas y desapareciendo en el pórtico, a la zaga del cortejo).
BARUC (después de haberlos saludado extático con las manos).— Tengo que ir con ellos.
ZABULÓN.— Tú te quedas aquí.
BARUC.— Quiero ver, quiero ser testigo de cómo Israel se levanta contra sus verdugos. Mi alma se consume ansiosa de ver lo grandioso, y he aquí que ha llegado la hora.
ZABULÓN.— Te quedas. Dios pesa sus horas, y no nosotros. La decisión corresponde al rey.
BARUC.— ¡Cómo prorrumpen en júbilo! Permíteme estar con ellos, padre mío, a fin de que sea testigo.
ZABULÓN.— ¡Tantas y tantas veces serás testigo! Porque el pueblo siempre aplaude jubilosamente las palabras proferidas en alta voz, siempre corre en pos de la pompa.
OTRO.— ¿Por qué le niegas el placer? ¿No ha llegado el día de nuestros anhelos? Han surgido amigos de Israel.
ZABULÓN.— Nunca Egipto fue amiga de Israel.
BARUC.— Nuestro oprobio es el suyo, la desgracia de Israel es la de Egipto.
ZABULÓN.— Nada tenemos en común con los demás pueblos. La soledad es nuestra fuerza.
EL OTRO.— Pero ellos quieren luchar con nosotros.
ZABULÓN.— Quieren luchar en favor de ellos. Cada pueblo lucha sólo para sí mismo.
BARUC.— ¿Hemos de continuar, pues, siendo siervos, ha de ser Sedecías un rey de esclavos, y Sión, tributaria de Caldea? Oh, que demuestre ser rey, Sedecías.
ZABULÓN.— ¡Calla, te lo ordeno! No cuadra a los niños juzgar a los reyes.
BARUC.— Joven soy, ciertamente, pero ¿qué es Jerusalén, sino la juventud? No fueron los circunspectos quienes la edificaron. David, de joven, la levantó y la hizo grande entre los pueblos.
ZABULÓN.— Calla, no has de tomar tú la palabra en el mercado.
BARUC.— ¿No deben hablar sino los discretos, no deben deliberar más que los ancianos para que Israel envejezca antes de tiempo y se pudra la palabra de Dios en nuestros corazones? Nuestra es la hora, y nuestra la venganza. Ustedes se han doblado, nosotros queremos proceder; ustedes tenían la paz, nosotros queremos la guerra.
ZABULÓN.— ¿Qué sabes tú de la guerra, petulante? Nosotros, los padres, la hemos conocido. En los libros es grandiosa, pero en verdad ella estrangula y profana la vida.
BARUC.— No la temo. ¡Qué se acabe la esclavitud!
UNA VOZ.— Un juramento de paz prestó Sedecías.
VOCES.— Es nulo tal juramento… Que quiebre la promesa… Los paganos no dan valor a juramentos.
VOCES (jubilosas, llegando del fondo de la callejuela).— ¡Abimélek!… ¡Salve Abimélek!… ¡Abimélek, nuestro jefe!… ¡Gloria a Abimélek!
(Los grupos rodean a Abimélek, el jefe guerrero, y lo aclaman).
VOCES.— Abimélek, ¿es verdad que Egipto ofrece una alianza?… ¡Desnuda tu espada!… ¡Marcha contra Asur!… ¡Despierta la fuerza de Israel!… ¡Estamos prontos!
ABIMÉLEK (desde lo alto de la escalinata, dirigiéndose al pueblo).— ¡Alerta, pueblo de Jerusalén, pues está próxima la hora de tu libertad! (La multitud prorrumpe en gritos de júbilo). El faraón Necao nos ha tendido su mano armada. Quiere acompañarnos, para que unidos aniquilemos el poder de Asur, ¡y así haremos, mi pueblo de Jerusalén! Listos están tus guerreros, armados esperan tus luchadores, los carros permanecen enganchados, tus arcos tendidos, y ahora, pueblo de Jerusalén, ¡fortalece tu corazón!
LA MULTITUD (con voces de júbilo).— ¡A las armas contra Asur!… ¡Guerra a los caldeos!… ¡Viva Abimélek!
UN SOLDADO.— Los arreamos como borregos. Se han debilitado en las casas de vicio, y su rey jamás ciñó una armadura guerrera.
UNA VOZ.— Esto no es cierto.
EL SOLDADO.— ¿Quién dice que no es cierto?
UNA VOZ.— Lo digo yo. He estado en Babel y he visto a Nabucodonosor. Es poderoso, y sus tropas no tienen tacha.
VOCES. —Miserable, ¿vienes a alabar a nuestros enemigos?… Es un vendido… su mujer es de Caldea y fornicó con todos los criados de Babel… ¡Traidor!
EL SOLDADO (acercándose al grupo de los que discuten).— ¿Quieres decir que nosotros no lograremos vencerlos?
LA VOZ.— Digo que los caldeos son poderosos.
EL SOLDADO (instándole).— Mira mi puño, míralo, y vuelve a decir que son mejores que Israel.
VOCES.— ¡Dilo de nuevo!… ¡Despedácenlo!… ¡Traidor!… ¡Traidor!
LA VOZ (atemorizada).— No es eso lo que dije. Quería decir que me parece grande su número.
ABIMÉLEK.— Siempre ha sido grande el número de nuestros enemigos, y siempre los hemos derrotado.
VOCES.— ¿Quién puede contra nosotros?… Hemos derrotado a todos… Hemos aniquilado a Moab y Amón… a Senaquerib con sus mil veces mil… a los filisteos y a Amalec… ¿Quién puede resistirnos?… ¡La muerte sobre el que nos insulta!
(Varios mensajeros salen corriendo del palacio).
LA MULTITUD (los rodea).— ¿Adónde van tan de prisa? ¿Qué llevan? ¿A quién buscan? ¿Qué hay?
UN MENSAJERO.— El rey convoca al consejo.
VOCES.— ¡Guerra!… ¡Se decide por la guerra!… ¡Guerra!
ABIMÉLEK.— ¿A quién mandó llamar?
EL MENSAJERO.— A Imre, el más anciano; a Nahum, el administrador; y a ti también te alcanza su llamado.
ABIMÉLEK.— Me junta con hombres que titubean y discuten, que pesan las palabras y se estremecen ante la acción, pero yo llevo mi espada, y la tiraré si no me dejan desnudarla y esgrimirla contra Asur. Tuya es la hora, pueblo de Jerusalén, y por ella lucharé.
LA MULTITUD.— ¡Viva Abimélek!… ¡Salve Abimélek!… ¡Salve, luchador de Dios!… ¡Salve!
(Abimélek se dirige rápidamente al palacio).
BARUC.— ¡Síganlo! El rey debe oír nuestra voz; ¡que oiga tronar el clamor de nuestra voluntad frente a su palacio!
ZABULÓN.— Te repudiaré si no te callas. El rey desea celebrar consejo, y es preciso que impere el silencio en torno mientras ellos resuelven.
BARUC.— ¡Que no busque consejo! ¡Que se decida! ¡Que se determine por la guerra! ¡Todos queremos la guerra!
VOCES.— Sí, todos… todos nosotros. Eleven su clamor hasta él.
UNA VOZ.— No, yo no quiero la guerra… No quiero guerra alguna.
VOCES.— Calla… traidor… otro vendido más… ¿quién eres tú?… abajo… ¿quién eres tú?
UNA VOZ.— Un labrador soy, y sólo en la paz florecen mis campos. Mas la guerra pisotea mis sembrados y tritura mi suelo. No deseo la guerra, no. No la quiero.
BARUC (furioso).— ¡Vergüenza sobre ti! ¡Vergüenza sobre ti! ¡Qué te pudras en tu campo y te ahogues entre tus frutos! ¡Malditos los que miden su valor en las ganancias, y el destino de su país en su propia vida! Israel es nuestro agro y queremos abonarlo con mucha sangre, pues bienaventuranza es, hermanos, morir por el Dios uno y todo.
LA VOZ.— ¡Muere tú, entonces, y déjame vivir! Amo la tierra, que ella es también de Dios, y Él me la dio por propiedad.
BARUC.— Nada nos fue dado en propiedad. Todo es feudo que Dios vivo nos presta para que se lo devolvamos a su llamado. Y he aquí que ha retumbado su llamado a fin de que lo percibamos. Cumplidos están los signos. Oh, ¿adónde están los que son de su espíritu para que inflamen a los indolentes y hagan oír a los sordos? ¿Adónde están los sacerdotes, adónde los profetas? ¿Por qué calla su voz en esta hora en Jerusalén?
VOCES.— Sí… los profetas… ¿adónde están los sacerdotes? Despiértenlos… Dejan pasar en vano la hora… ¿Adónde está Ananías?
BARUC.— ¡Suban al templo! Que nada suceda sin la palabra de Dios. ¡Que decidan los hombres de Dios!
VOCES.— Sí… ¿adónde están nuestros pastores?… En ellos vive la verdad… Ananías… Pasur… ¿Adónde están?… Abran el templo… Abran las puertas… Ananías… Pasur…
(Algunos han subido por la escalinata y golpean la puerta metálica. Ésta se abre y aparece Pasur, en su ornato de ceremonia).
PASUR (el sumo sacerdote).— ¿Cuál es tu deseo, pueblo de Jerusalén?
BARUC.— Se ha cumplido la promesa, levantado está el pueblo. No vaciles, pues. Pronuncia el anatema sobre nuestros enemigos, ahora que el instante de la libertad hace señas a tu pueblo.
VOCES.— Abre las puertas del templo a fin de que Dios sea con nosotros… llama al profeta, a fin de que nos diga la verdad… Lee las profecías de los libros… Habla al rey y al pueblo.
PASUR.— ¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué se enardecen de repente?
BARUC.— Una alianza ofrece Egipto contra Asur, y el rey titubea. Mercaderes y sirvientes son sus confidentes. Mas el pueblo reclama tu voz.
VOCES.— Llama a los profetas para que nos enseñen la sabiduría… Ananías… Ananías… ¿cuándo había menester de las palabras sagradas si no en esta hora?… Que ellas resuelvan… Ananías…
PASUR.— ¿Qué es lo que quieren los profetas?
BARUC.— Que su palabra descienda sobre nuestro corazón, que bendiga a Israel, que maldiga a Nabucodonosor y sus huestes. Que su verbo venga sobre nosotros como fuego a fin de que nos enardezcamos. Llama a Ananías, lo reclama la hora, lo exige Dios.
LA MULTITUD.— Ananías… ¿Adónde está nuestro profeta?… Dios lo reclama. Que venga… Estamos sedientos de su palabra… Ananías… Ananías…
(Ananías sale de la puerta del templo).
(Al reconocerlo, la multitud prorrumpe en salvajes gritos de júbilo).
BARUC (dirigiéndose a Ananías).— Ananías, enviado de Dios, mira, tu pueblo está sediento de su palabra. Vuelca sobre él la ola de tu verbo, para que rebote fuerzas, fructifica nuestra ira y encamina nuestro furor. En tus manos está el destino de Jerusalén.
LA MULTITUD.— Vierte sobre nosotros la palabra divina… Anuncia la promesa… Di si debemos ponernos en marcha… Haznos saber la voluntad de Dios… Enseña a tu pueblo, tú, mensajero del Señor, instruye al rey… Oh, di la palabra de la promisión… Mira nuestro titubeo… Despierta nuestro corazón.
ANANÍAS (adelantándose hasta el umbral del templo, en tono patético).— Bendita tú pregunta, bienaventurada tu voz, bendito tú mismo, pueblo de Jerusalén, porque al fin la elevas al grito. El sueño había caído sobre ti, desvanecido yaciste en los pretales de la esclavitud, Jerusalén, y los países han pasado por sobre ti como sobre un beodo, han escupido tu vestido y han escarnecido tu desnudez. Pero un llamado ha sido dirigido a los dormidos, un mensaje a los soñadores, y yo se los quiero transmitir ahora que Dios los despertó.
LA MULTITUD (con frenéticos gritos de alborozo).— ¡Escúchenlo! Hemos sido despiertos… Es verdad, hemos estado como dormidos… Dinos, maestro, ¿es tiempo?… Dinos, ¿ha llegado la hora?
ANANÍAS.— ¿Cuánto tiempo más quieren postergar la acción luego de que Dios los despertó? ¿Hasta cuándo permanecerán tranquilos, después de que Dios los llamó? Dios está sediento, pues sus ánforas están vacías; Dios está hambriento, pues sus altares están rotos; Dios siente frío, pues fue robado el adorno de sus azulejos; Dios sufre, pues hacen burla de Él los sacerdotes de Baal y los siervos de Astarot. De ustedes espera que lo liberen, y han estado tendidos como durmiendo; les hace señas, mas no se mueven bajo el yugo. ¡Líbrense, pues, del yugo, arranquen las cadenas, dejen resonar las trompetas y entrechocar el bronce mortal; Dios los despertó con su llamado, luchen, pues, por Él!
BARUC.— ¡Suena, oh, suena, trompeta divina! ¡Arriba, Israel, arriba, Jerusalén, quiebra el yugo divino!
LA MULTITUD.— Rompamos el yugo… Adelante, contra Asur. Luchemos contra Nabucodonosor… A las armas… Desplieguen la bandera… Di, ¿ha llegado la hora de marchar?… Guerra contra Asur… Di, ¿los venceremos?
ANANÍAS.— La voz del Señor retumba en mis adentros, como un mar agólpase tormentosa, espumante en mi boca, y así sueña y habla: Levántate, Israel, ciñe tus caderas, toma alegre el escudo y la lanza, adelante, pica a tus corceles, pues Asur es tu caza y Babel, tu presa. Disponte, poderoso, a correr tus opresores, que yo coloqué flechas en tu carcaj, flechas que no yerran, y preparé lanzas que no se astillan. Puse a Asur en tus manos, cierra ahora el puño, Israel, y tritura sus huesos. Pisa los talones que te oprimían, repatría mis bienes, libérame tal como yo te liberé. ¡Arroja lejos de ti a los que te aconsejan lo contrario, extermina a los que te retienen, no atiendas a los cobardes, sólo da oídos a mi mensajero! ¡Oye, Israel, óyelo!
JEREMÍAS (gritando despavorido en medio de la multitud).— ¡No lo escuchen! ¡No le presten atención! ¡No lo escuchen!
(La multitud se aparta tumultuosamente, Jeremías aparece visible en medio de la masa. Asciende con dificultad las gradas hasta el lugar desde el cual habla Ananías).
VOCES.— ¡Qué hable!… ¿Quién es ese?… qué palabras… ¿qué dice?… ¿Quién es?
JEREMÍAS.— ¡No presten oídos, no escuchen a los que hablan para agradarlos, descorran los nudos de sus palabras! ¡No atiendan a los hipócritas, que los empujan hacia lo escurridizo, no caigan en las trampas de los pajareros, no escuches, Jerusalén a los seductores de la guerra!
PASUR (irguiéndose).— ¿Quién habla en la multitud?
ANANÍAS.— ¿Quién levanta la voz contra el Señor? ¡Que salga de la penumbra!
JEREMÍAS (abriéndose camino a codazos).— Habla el miedo y grita el temor por Jerusalén, el horror abre su boca. Por Israel hablo y por la vida de Israel.
VOCES.— ¿Quién es?… no lo conozco… no es ninguno de los profetas… no lo conozco… ¿Quién es?
UNA VOZ.— Es Jeremías, el de los sacerdotes de Anatot.
VOCES.— ¿Quién es Jeremías?… ¿quién es?… ¿qué quieren los de Anatot en Jerusalén?… Es el hijo de Helcías… ¿quién es?… ¿qué pretende?
PASUR (a Jeremías que termina de ascender a las gradas).— ¡Retírate de las gradas del templo! Únicamente a los enviados de Yahvéh, a los hombres de Dios y a los profetas les es permitido hollar el umbral sagrado. Sólo a nosotros corresponde anunciar la voluntad de Dios.
JEREMÍAS.— ¿Quién es a tal punto temerario de pretender que el Señor sólo a él le hubiera concedido la sabiduría y el secreto de su voluntad? Dios habla a los hombres únicamente a través de los sueños, y a mí también envióme sueños. De espanto colmó mis noches y me despertó para la hora, una boca me dio para que hablara, y una voz para gritar. Hundió en mí el pavor para que lo tienda sobre ustedes como un paño ardiente, y quiero dar lenguas a mi temor por Jerusalén, quiero gritar mi grito ante el pueblo, quiero proclamar mis sueños…
BARUC.— ¡Afuera los soñadores y los intérpretes de sueños! ¡Vigilia reclama la hora!
ANANÍAS.— ¿A quién no fueran dados sueños? El animal se revuelca durmiendo, y lleno de visiones está el sueño de los esclavos. ¿Quién te ungió para que hables desde el templo?
VOCES.— No… que hable… queremos oírlo… es un demente… que manifieste sus sueños… ¡cuenta!… Abierto está el mercado, abierta la casa de Dios, ¡habla, Jeremías!
PASUR.— Desde el umbral del templo, ¡no! Ante el recinto del templo, ¡no!
ANANÍAS.— Yo soy el profeta de Dios y nadie más en Israel. A mí deben escucharme y no a los charlatanes de la calle. ¡Fuera del mercado, los soñadores!
BARUC.— Es un cobarde, escapado a sus temores.
VOCES.— Que hable… queremos oírlo… no, que hable Ananías… Tal vez es un enviado de Dios… ¡Habla Jeremías!… ¿por qué no oírlo?… ¿qué soñó?… los sueños a menudo contienen aviso… déjalo hablar, Ananías… hay que pesar las palabras de uno y de otro. ¡Habla, Jeremías!
JEREMÍAS (se ha encumbrado).— Hermanos en Israel, hermanos en Jerusalén, en sueños escuché una tormenta que azotaba a Sión, y vi gente guerrera arremeter contra nuestras murallas, y derribar el maderamen y se desplomaron las almenas. Fuego estaba sentado sobre los tejados como fiera bermeja y devoró nuestras moradas. No quedó una piedra sobre la otra, y desierto de piedra fue la callejuela; vi tantos muertos acumulados como basura que mi corazón se retorció en el cuerpo y rompieron en el sueño los sellos, de mi boca…
PASUR.— La locura se desgañita desde los estrados del templo.
ANANÍAS.— La epilepsia lo atormenta y él nos atormenta a nosotros.
BARUC.— ¡Que se vaya, abajo!
VOCES.— No, queremos escuchar el relato de sus sueños… ¿qué significan?… es un demente… está loco… fuera… ¡fuera!…
JEREMÍAS.— Mas, cuando me levanté despierto en el sudor de mi cuerpo, hermanos, hice escarnio a mí mismo, tal como éstos aquí me escarmientan. Pues ¿no reinaba la paz en el país, hermanos, y no posaba la calma sobre las murallas a las que no tocaba viento alguno? Salí de casa y me avergoncé de mis pavores y fui hasta el mercado para disfrutar la paz. Oí entonces gritos de júbilo, y el corazón se despedazó en mi pecho, pues era salutación jubilosa de la guerra. Hermanos míos, mi alma se tornó amarga como la hiel, y la palabra se agolpó en mi boca contra mi voluntad, pues en verdad, hermanos, digan ¿es la guerra cosa tan preciosa, puesto que la ensalzan? ¿Es tan bondadosa, como para anhelarla, tan benéfica como para que la saluden con el fervor de su corazón? Mas yo te digo, pueblo de Jerusalén, animal perverso y voraz es la guerra, engulle la carne de los fuertes y sorbe la médula de los poderosos, tritura las ciudades entre sus maxilares y con sus cascos pisotea el país. No puede adormecerla quien la despierte, y el que desnuda la espada, fácil es que caiga atravesado él mismo por ella. Ay de la petulancia que inicia la querella sin necesidad, porque por una ruta saldrá, mas retornará huyendo por siete caminos distintos; ay de los que asesinan la paz mediante la palabra. ¡Cuídate de ellos, guárdate, pueblo de Jerusalén!
BARUC.— ¡De los cobardes, guárdate, pueblo de Jerusalén, de los vendidos y traidores!
ANANÍAS.— ¿Adónde está su profecía? ¿Adónde la palabra divina? Habla a favor de Babel y de Bel.
VOCES.— No, habla bien… mucho tiene de verdad su palabra… dejen que termine de hablar… los sueños… ¿qué suerte de anunciación?… déjenlo… a él también queremos oírlo…
JEREMÍAS.— ¿Por qué despiertan a la fiera salvaje con su júbilo, por qué llaman a nuestra ciudad al rey de Medianoche, por qué hacen votos de guerra, hombres de Jerusalén? ¿Engendraron a sus hijos para la guerra y para la ignominia a sus hijas? ¿Levantaron para el fuego sus viviendas y para el ariete las murallas? ¡Reflexiona, Israel, detente, Jerusalén, antes de correr hacia la penumbra! ¿Es tan dura tu esclavitud, tan ardiente tu sufrimiento? Mira, mira en torno de ti: el sol de Dios se levanta sobre tu país, y tus vides florecen en paz, dichosas marchan las novias a la vera de los elegidos, ingenuamente juegan los niños, y la luna brilla suave sobre el sueño de Jerusalén. El fuego tiene su hogar, y el agua, su sitio; los almacenes su abundancia; y Dios su vasta casa. Di, Israel, di, ¿no se está bien entre los muros de Sión, no es grato estar en los valles de Sarón, no se es bienaventurado junto a la pendiente azul del Jordán? ¡Oh, confórmate con vivir en paz, retenla con fuerza entre tus murallas, pueblo de Jerusalén, conserva la paz!
ZABULÓN.— Habla con acierto. ¡Viva! Como oro es su discurso.
PASUR.— Como oro caldeo.
VOCES.— Sí, es un vendido… no, tiene razón… paz… queremos la paz… es un traidor… un asalariado de Asur… déjenlo hablar… no, Ananías dice la verdad… Ananías sólo…
ANANÍAS.— ¡Fuera de aquí, afuera! Ve a hablar en Samaría adonde hay esclavos, habla así a Moab o a los incircuncisos, mas no a Israel que es el elegido de Dios entre los pueblos.
BARUC (abordando a Jeremías).— Habla, responde aquí, a la faz del pueblo, dilo para que lo oigan: ¿ha de continuar nuestra servidumbre, debemos seguir oblando oro a Caldea? ¡Contesta, traidor!
VOCES.— Sí… sí… habla… contesta… ¿debemos seguir pagando?… responde…
JEREMÍAS.— En voz alta lo digo ante el pueblo: más vale pagar el tributo de oro al enemigo, que el tributo de sangre a la guerra. Más vale ser sabio, que fuerte, siervo de Dios que amo de los hombres.
ANANÍAS.— Oh, tú, obediente y siervo, esclavo de Caldea, ¿pretendes negar la palabra divina que reclama la guerra contra los opresores?, ¿pretendes negar la Sagrada Escritura?
JEREMÍAS.— Está escrito en ella, sin embargo: «Si permanecéis tranquilos, tendréis ayuda; mediante ese permanecer tranquilos y ese esperar seréis fuertes».
VOCES.— Sí, así está escrito… dice verdad… sí, así reza la Sagrada Escritura… es sabia su palabra… no, la tergiversa y la acomoda a su propósito.
ANANÍAS.— Está dicho para la guerra no santa, para la querella entre las tribus de Israel. ¡Pero ésta es una guerra santa, una guerra de Dios, Jerusalén, por amor de tu nombre eterno, una guerra divina, una guerra de Dios!
JEREMÍAS.— Aparta el nombre de Dios de la guerra, pues no es Dios quien hace la guerra, sino los hombres. Ninguna guerra es santa, no es santa muerte alguna, sólo es santa la vida.
BARUC.— ¡Mientes! ¡Mientes! La vida sólo nos es dada para que la sacrifiquemos a Dios y a su espíritu. Yo quiero sacrificarme en su ara, yo quiero sucumbir ante sus enemigos, quiero morir por Israel y por su dominio sobre la Tierra. Israel jamás caerá vencido si todos son de mi sentir.
ANANÍAS.— No estará vencido nunca, mientras las estrellas centellean ante Dios, pero dentro de tres lunas, Babel caerá en nuestras manos, si salimos a luchar junto con Egipto.
VOCES (de júbilo).— Dentro de tres meses… Salve, Ananías… óiganlo, dentro de tres lunas…
ANANÍAS.— Israel será victorioso contra miles y miles.
BARUC.— Siembra temor tal como ellos derramaron oro delante de él.
VOCES.— ¡Israel por encima de los pueblos… a la lucha contra Asur!… guerra… guerra… no, paz… paz para Israel… guerra… guerra… habla a favor de Asur… un traidor… ¿sólo son sinceros los que gritan guerra?… está vendido… ¡no se precipiten!
BARUC.— ¡A la casa de las mujeres con el cobarde! ¡A la casa de las mujeres!
UNA MUJER (escupiendo a Jeremías).— Sería una vergüenza para nosotras. Toma, esto para el hombre que se esconde y que nos deshonra. ¡Guerra, guerra contra Asur!
JEREMÍAS (encolerizado).— ¿Quién eres tú, tan en celo y ardiente de sangre? ¿Abriste tus senos para la tumba y amamantaste tus hijos para la fosa? Maldición sobre el hombre que vocifera a favor de la guerra, pero siete veces maldita sea la mujer que está anhelante de guerra, pues devorará el fruto de sus entrañas, y los esclavos de Asur se jugarán a los dados tal mujer y sus vestidos. Lloronas serán y con las uñas se rasguñarán las mejillas, gritos estridentes romperán entre sus dientes que escupieron a mí y a la paz…
VOCES (de mujeres).— ¡Ay… ay…! ¡Oigan la maldición!… nuestros hijos… ay… ay es terrible… ay…
BARUC.— Atemorizas a las mujeres, pusilánime, mas no así a los hombres. ¡Baja, fuera de aquí!
ALGUNOS GUERREROS.— ¡Baja de aquí! ¡Háganlo correr por las calles!
ANANÍAS.— ¡Tápenle la boca!
VOCES.— ¡Fuera!… Confunde a las mujeres… fuera… bastante desgracia predijo ya… un frío penetró hasta en mis huesos cuando hablaba… que se calle… que se calle…
JEREMÍAS.— No me callo, no me callo, pues dentro de mí grita Jerusalén. Las murallas de Jerusalén se levantan en mi alma y no quieren desplomarse; los campos de Israel florecen en mi corazón, y yo quiero protegerlos. Tu propia sangre grita desde mis adentros, Jerusalén, para que no sea vertida; tu semilla, para que no sea esparcida, tus piedras para que no se desmoronen, y tu nombre, para que no perezca. ¡Mantente firme, indeciso, recoge tus hijos, Jerusalén, oye, oye la voz del que te advierte, mi temor amante, óyelo! Óyelos, Sión, fuerte de Dios, y conserva la paz, conserva la paz…
VOCES (ahora en plena discordia).— Sí… la paz divina sobre Israel… traidor… vendido… la paz de Dios sobre nosotros… quiero conservar mis hijos… guerra… guerra contra Asur… que se decida el rey… un traidor… queremos vivir en paz… es un cobarde… vendido… guerra… paz… Ananías dice la verdad… no, Jeremías… le creemos… habla bien… guerra… no… rompan el yugo… guerra… paz… (Por el lado del palacio real se inicia un tumulto; se acerca un grupo de personas, en cuyo centro marcha Abimélek, quien salió precipitado, sin espada, del atrio de columnas).
LAS VOCES DE LOS QUE SE ACERCAN.— Traición… traición… traición en Israel.
(La multitud cesa en la lucha en torno a Jeremías).
VOCES.— ¿Qué ocurrió?… Abimélek… ¿qué le sucedió?… viene del rey… Abimélek… La ira sombrea sus ojos… ¿Qué pasó?
ABIMÉLEK (en lo alto de las escalinatas, al lado de Jeremías).— Israel ha sido vencido por los afeminados, ha sido mercado por los tenderos. Imre y Nahum vencieron en el consejo; hablaron contra Egipto, y el rey les prestó oídos.
VOCES.— ¡Abajo Nahum!… ¡Traición!… Imre, el anciano… Traidor… ¿Qué se ha resuelto?… ¿Qué dijo el rey?… ¡Paz, viva la paz!… Justicia divina…
ABIMÉLEK.— Su corazón titubea, pues teme la guerra. Quiere discutir y reflexionar antes de tomar una resolución.
JEREMÍAS.— Gloria a Sedecías, ceñido de sabiduría.
ABIMÉLEK.— Le rodea la debilidad; la vejez y el miedo son sus consejeros. Pero yo tiré la espada, pues no quiero volver a ceñirla mientras Sión sea tributaria de Asur. Sirvo a su fama, pero no a la esclavitud.
BARUC (extático).— ¡Oh, magnífico, luchador de Dios, sagrada es tu espada que llamea por Israel!
PASUR.— Bendición sobre ti, quien no te hermanas con los mercaderes y traficantes.
ANANÍAS.— ¿Debemos titubear aún? ¿De quién es la hora? ¿Es ésta la hora de Nahum, el mercader, y de Imre, el anciano, o es tuya, pueblo de Jerusalén? Ha llegado la hora de Dios, ¡acéptala! ¡Al palacio, al rey, para que nos oiga, para que nos vea! ¡Adelante, Jerusalén, levanta tu voz, expele el aliento de tu ira, pisotea al canalla del palacio, adelante, Israel, al palacio!
VOCES.— ¡Adelante!… al palacio… al rey… abajo los viejos… al palacio… marcha tú con nosotros, Abimélek… ¡al palacio!
PASUR.— ¡Al rey, para que te vea, pueblo de Jerusalén! ¡Al rey y a la victoria! ¡Dios lo quiere! ¡Dios lo quiere!
VOCES.— ¡Adelante… al palacio… al rey… al triunfo!
JEREMÍAS (corriendo hacia la entrada del pórtico).— ¡Deténganse… conserven la paz!… Están asesinando a Jerusalén.
VOCES.— Fuera… paso… al palacio… ¿Qué está gritando?…
BARUC (desenvainando la espada).— ¡Mi espada sobre aquel que aún habla de paz!
ANANÍAS.— ¡Derríbalo, abátelo!
PASUR.— ¡Muera el traidor!
JEREMÍAS.— ¡A mí, a mí, amigos de Dios, salven, salven a Jerusalén!
PASUR.— ¡Derríbalo! Pretende provocar una revuelta.
JEREMÍAS.— ¡A mí, amantes de la paz, no cedan ante la fuerza, salven, salven a Jerusalén!
PASUR.— ¡Háganlo callar, háganlo tragar sus dientes!
BARUC.— ¡Por mi furia, márchate del mercado!
JEREMÍAS.— Aquí me quedo, no me aparto; lucho por la paz, por la vida de Jerusalén. ¡Apártate locura! Oigan, oigan…
LA MULTITUD (tomando las escalinatas, subiéndolas como hervor).— Adelante… ¿por qué titubeas?… ¿quién impide la entrada?… afuera… ¡al palacio!
BARUC.— ¡Fuera! ¡Por última vez! ¡Apártate del camino!
JEREMÍAS.— ¡Mi cuerpo contra la guerra, mi vida por la paz!
ANANÍAS.— ¡Derríbalo, abátelo! Harás obra divina.
BARUC.— ¡Por última vez! ¡Abre paso hacia el rey! (Trata de apartar a Jeremías por la fuerza).
JEREMÍAS (desasiéndose, con voz tronante).— No daré un solo paso por la necedad. ¡Paz! ¡La paz de Dios sobre Israel!
(Baruc ha desnudado la espada y lo derriba).
(Jeremías cae, sangrando, escaleras abajo).
LA MULTITUD (dispersándose espantada).— Asesinato… han matado a alguien… crimen… ¿quién es?… Jeremías… lo han asesinado… ay, ¿por qué emplean la fuerza?… ¿por qué golpean al profeta?… bien hecho, por mentiroso… al rey… ¡al rey!…
(Baruc permanece inmóvil, perplejo, con la espada en la mano).
ANANÍAS (gritando extático).— ¡Qué terminen así todos los pusilánimes, todos los asalariados de Asur, todos los siervos de Caldea! ¡Adelante, al palacio, al rey! ¡Rediman a Israel, salven a Jerusalén!
ABIMÉLEK.— ¡Mueran los traidores! ¡Venguémonos en Asur!
PASUR.— ¡Dios lo abatió!
ANANÍAS.— Dios lo abatió. Su centella ha caído sobre el embustero.
LA MULTITUD (vuelve, luego de breve espanto, a invadir la escalinata y penetra en el pórtico).— Al rey… Israel sobre todos los pueblos… guerra… guerra a Asur… abajo los traidores… al rey… Dios con nosotros… abajo Asur… libertad… libertad…
(La multitud inunda jubilosa el atrio).
(Jeremías yace desmayado al borde de la escalinata, sin que persona alguna le preste atención. La tempestad de la multitud pasa por encima de él. Cuando se pierde la oleada del pueblo, Jeremías queda como un pedazo de vida arrojado entre las piedras).
(Baruc, quien por un instante fue arrastrado por la multitud y arrojado de su espanto, se libra trabajosamente de la corriente. Como obligado por un poder interior, se acerca poco a poco al desvanecido, se inclina sobre él y vigila su respiración).
BARUC.— Jeremías… habla, Jeremías… si aún hay vida en ti.
(Baruc levanta al desfallecido a medias, sobre la escalinata).
JEREMÍAS (con los ojos cerrados, desde la sordidez de sus sentidos).— La nube de fuego se precipitó… quema… arde… fuego sobre la ciudad… nos incendian… ay… ay…
BARUC.— Quédate tranquilo, a fin de que enjugue la sangre de tus ojos… quieto…
JEREMÍAS (abriendo los ojos).— ¿Adónde… adónde estoy?, ¿quién… quién eres tú?
BARUC.— No te muevas y deja que te cuide…
JEREMÍAS.— ¿Quién eres tú?
BARUC.— No te esfuerces, deja que restañe la sangre…
JEREMÍAS.— Déjame… déjame… conozco tu rostro… de tu voz emanó ira contra mí… tus ojos me abrasaron… te conozco… ¿no fuiste tú el que…?
BARUC.— Yo fui quien en su furia te golpeó, mas mi espada te alcanzó de plano, y lo celebro, pues había luchado contra un desarmado. Vengo a ofrecer expiación por tu sangre, permíteme que la detenga.
JEREMÍAS.— Déjala correr, déjala correr… oh, Dios quisiera que sólo la mía corriera en Jerusalén… (Enderezándose). ¿Adónde… adónde están los demás… el pueblo, adónde?… Desierta está la plaza, desierto el mercado… ah… ya están en el palacio… junto al rey, para obligarlo a… ¿adónde, adónde están?…
BARUC.— Sosiégate…
JEREMÍAS.— Se fueron… demasiado tarde es… Maldición sobre ti, maldito eres por haberme derribado… por haber doblado mi rodilla… Oh, más asesino que si me hubieras matado… no asesinaste mi sangre sino la de todos en Israel… no me diste muerte a mí, pero asestaste un golpe fatal a Sión… destruiste a Sión… asesinaste al vigía, y ya despotrican en el santuario del Señor… ¡arriba… adelante… déjame… vete, asesino de Israel!…
BARUC.— ¿Qué quieres?
JEREMÍAS (febril).— Arriba… ayúdame… tú me derribaste, ahora ayúdame, pues, a alzarme… arriba… levántame… quizás esté a tiempo todavía…
(Gritos de júbilo desde lejos, en dirección del palacio).
JEREMÍAS (exclamando a gritos).— Ah… ah… su júbilo es muerte, su alegría, destrucción… está pasando la hora propicia… debo… tengo que advertir… arriba, por amor de Jerusalén… sostenme, debo llegar hasta él… me llaman… algo me llama.
BARUC (perplejo).— Pero ¿qué pretendes? Aún tiemblan tus rodillas…
JEREMÍAS.— Contra Ananías, contra Pasur, contra los reclamos de la guerra, contra el pueblo… ayúdame… debo gritar la palabra de paz, debo gritarla para que penetre aguda en los oídos de los ensordecidos… arriba… arriba…
BARUC (asombrado).— ¿Tú quieres otra vez… otra vez, tú solo contra el pueblo?… Te precipitas en tu muerte.
JEREMÍAS.— Y si tuviera siete vidas, siete veces la daría por Jerusalén y por la paz divina… ayúdame, pues… ayúdame por mi sangre derramada… aún están nublados mis sentidos… ayúdame, está en juego Jerusalén…
BARUC (estremecido).— ¿Tú quieres otra vez… una vez más, tú solo contra todos?… grandiosa es la fuerza que te impele, Jeremías… te he visto bajo mi espada, y tu mirada fue clara… Jeremías… te insulté, llamándote ante el pueblo un cobarde y un blando… pero veo que eres fuerte en tu voluntad contra la muerte… Jeremías… algo grandioso me anuncias…
JEREMÍAS.— Si me respetas, ayúdame… vamos, sostenme para que marche contra ellos… para que salve a Sión de su ruina.
BARUC (sosteniéndolo).— Yo… te ayudo… Jeremías… contra mi voluntad y mi fe… pues hay un poder en ti que me obliga… cómo arde tu ojo en la voluntad… Hombre débil y temeroso te creí, por eso te fui adverso; estuve contra ti porque maldecías la acción y reclamabas la dulce paz.
JEREMÍAS.— ¿No crees tú que la paz es acción, y la acción de todas las acciones? Día a día debes arrancarla de la boca de los mentirosos y del corazón de los hombres; solo y aislado debes enfrentar a todos, pues siempre está el tumulto con la mayoría, y las palabras de parte de la mentira. Fuertes deben ser los mansos, y los que quieren la paz se hallan en lucha perenne. Oh, yo sé que me encamino hacia la maldición y me arrojarán a la muerte, mas no recelo, pues debo hacer obra divina, y el que quiere realizar obra de Dios, no debe ser timorato ante el odio de los hombres.
BARUC.— No vayas… no vayas solo… nada puedes contra ellos.
JEREMÍAS.— Iré, iré a fin de que mis palabras no se tornen viento. Porque la palabra de aquel que no responde de ella con su vida, tal palabra es humo y se dispersa. Arriba… he de verter mis visiones y gritar al rey mi advertencia… vamos… ayúdame a proseguir…
BARUC.— Permíteme… deja que te acompañe… que haga lo que tú haces… porque siento que ha de ser grandioso lo que emprendas.
JEREMÍAS.— ¿Quieres acompañarme?… Pero ¿no había sido adversa tu voluntad a la mía, no habías levantado la espada contra mí?
BARUC.— Demasiado fuerte eras cuando yo estaba contra ti… estaré, pues, contigo. Hechizaste mi corazón con tu sangre, y haré lo que tú hagas, pues te creo, Jeremías.
JEREMÍAS (deteniéndose, como azorado).— ¿Tú crees mis palabras?
BARUC.— Yo… yo creo en ti… porque clara vi tu mirada bajo mi espada.
JEREMÍAS.— ¿Tú… tú crees en mí… contra los sacerdotes y profetas que me reniegan, contra el pueblo y la ciudad?
BARUC.— Creo en ti… porque te vi dar tu sangre por tu palabra.
JEREMÍAS.— ¿Tú crees en mí… antes que yo mismo termine por creer en mis sueños… hablas verdad, mancebo?
BARUC.— Te creo, porque te veo erguido contra la muerte. Entrego mi voluntad a la tuya.
JEREMÍAS (conmovido).— Tú crees en mí… muchacho… ¿quién eres? Hiciste brotar la sangre de mi cuerpo, lanzaste tu voluntad a la mía… el primero eres que me cree… y aún ignoro tu nombre.
BARUC.— Baruc soy, hijo de Zabulón de Galaad.
JEREMÍAS.— No serás hijo de nadie ya, si en mí confías; serás expulsado, si me sigues, odiado y repudiado, porque tiene que arder en llamas el que quiere irradiar en el verbo. ¡Cuídate, Baruc, mancebo! Tú me quitaste la sangre, ¿debo por ello tomar yo la tuya? (Asiéndolo enternecido). ¡Déjame ver tus ojos! Aún brilla matinal su niña, ¿debo nublarla con mis sueños? Pura resplandece tu frente, ¿debo surcarla con mis pesares? Claros se redondean tus labios, ¿he de amargarlos con mi palabra? No, niño, vete, aléjate de mí a quien ciñe el espanto, no eches en lejía tu corazón, apártate de mí por amor de tu vida.
BARUC.— No quiero mi vida. Que tu camino sea el mío, pues creo en ti, Jeremías, y esa fe será de aquí en adelante mi vida.
JEREMÍAS (conmovido).— El primogénito eres de mi fe y el primer hijo de mi temor… con mi sangre te engendré y entre mis tormentos te alumbré… ¿puedo en verdad aceptarte en mi amargura?
BARUC.— Llévame contigo… llévame contigo… por amor de Jerusalén…
JEREMÍAS (haciéndose fuerte).— ¡Por amor de Jerusalén! Oh; la confusa ha menester de quien le ayude en esta hora… Ven, pues, Baruc, engendrado por mi palabra, ven, apóyame, a fin de que marchemos contra ellos. Arrojaré mi temor contra el rey, y lanzaré mi angustia en el seno de sus corazones, ven sostenme, ayúdame contra ellos.
BARUC.— Iré contigo… te acompaño…
(Gritos de júbilo desde cerca).
JEREMÍAS.— Ay… ay… cuando el pueblo prorrumpe en júbilo, está activa la desgracia.
BARUC.— Vienen… mira… llegan desde el palacio.
JEREMÍAS.— ¡Al encuentro de ellos!… apóyame, aún me oscurecen los sentidos…
BARUC.— El rey… el rey está en medio de ellos… lleva la espada desnuda entre las manos… marcha hacia el templo.
JEREMÍAS.— Condúceme, arrástrame más… ha llegado la hora.
BARUC.— En los recintos retumba su griterío. Ananías baila al frente de ellos como David ante el arca… han triunfado… es demasiado tarde… apártate de ellos, escóndete… es demasiado tarde…
JEREMÍAS.— Nunca es demasiado tarde… déjame ir a su encuentro.
BARUC.— ¿Qué piensas hacer?… Deja que lo haga yo… soy joven y fuerte.
JEREMÍAS.— Esgrimir la palabra contra ellos como una espada… hacer cambiar el ánimo del rey… debo abrirme paso hasta él… ¡a él!
(Entre tanto, la multitud ha salido en masa del palacio con tumulto y griterío, cantos y ruidos, baja como espuma las escalinatas y sube las que conducen al templo. El pueblo entero llamea en un solo éxtasis. Se concentran todos los gritos de antes).
VOCES.— ¡Viva Sedecías!… Israel sobre todos los pueblos… guerra contra Asur… el yugo se quebró… viva Egipto… guerra a Caldea… exterminio a Nabucodonosor… al triunfo… a la victoria… viva la alianza con Egipto… viva Sedecías… viva Abimélek… ¡triunfo!…
ANANÍAS (adelántase corriendo como un beodo hacia el templo, a gritos).— ¡Abran las puertas del templo! ¡Abran las puertas! Ante el ara jura el rey la alianza contra Asur.
VOCES.— ¡Loor a la alianza… oh, día de la promisión… oh, fin de la esclavitud… abajo Asur… viva Sedecías… viva… triunfo… victoria… Israel sobre todos… Dios está con Israel!…
(El rey Sedecías ha salido del palacio, seguido por los enviados egipcios. Lleva la espada desnuda en ambas manos. Su rostro es severo y sereno: en medio del júbilo camina como bajo la opresión de pensamientos, se inclina apenas para responder a los gritos y vivas, y sube a pasos lentos hasta el templo).
(La multitud lo sigue apretujada, gritando y jubilosa, y de repente resuena desde su medio, un grito penetrante).
JEREMÍAS.— ¡Sedecías! ¡Sedecías! ¡Despójate de la espada!
(La multitud rompe en tumulto, los gritos menudean).
(El rey se detiene en la escalinata y se da vuelta).
JEREMÍAS (levantando grandiosamente la voz).— ¡Depón la espada, Sedecías! Salvarás Jerusalén. ¡Procura la paz a Israel! ¡La paz de Dios!
LA MULTITUD (hirviendo en desaforada confusión).— Guerra, guerra… guerra contra Asur… ¿quién habla?… un vendido… mueran los traidores… guerra… guerra… mátenlo… Israel sobre todas las cosas… guerra… guerra…
(El grito de Jeremías se ha perdido rápidamente entre el tumulto que se ha producido, él mismo ha sido arrastrado y a duras penas, Baruc consigue protegerlo. La multitud extasiada está enardecida y grita con redoblado ímpetu de sus voces, saludando al rey. El rey se ha detenido, escuchando, y parece buscar el grito que se ha perdido en el tumulto. Ha bajado por un instante la espada y mira hacia todos lados, como buscando ayuda. En torno a él retumban como truenos los gritos fanáticos del pueblo, y se abren de par en par las puertas del templo. Titubea aún un momento, pero luego alza la espada y asciende firme y grave los últimos peldaños).