Llámame, y te responderé; te mostraré cosas grandes y ocultas que tú no conoces.
Jeremías 33:3
El tejado de la casa de Jeremías, cuyos azulejos resplandecen a la luz de la luna. Al fondo, Jerusalén, con sus flores y techos, dormida. Todo está tranquilo, y solamente el viento de la madrugada interrumpe de vez en cuando con su rumor el silencioso ambiente. De pronto se oyen pasos nerviosos y recios. Alguien sube por la escalera. Se presenta Jeremías, con la vestimenta descuidada, el pecho desnudo, jadeante como un hombre al que se estrangula.
JEREMÍAS.— ¡Cierren los portones! ¡Corran los cerrojos! ¡A la muralla! ¡A la muralla! ¡Oh, guardas, malos guardianes! Vienen, ¡aquí están! ¡Fuego sobre nosotros! ¡El templo encendido! ¡Socorro! ¡Socorro! Cae la muralla, ¡la muralla!
(Jeremías corre hasta el borde del tejado y se detiene repentinamente. Su grito estalla contra el silencio albo. Se espanta; le sobreviene un despertar. Su mirada, como la de un ebrio, vaga sobre la ciudad; sus brazos, alzados en gesto de espanto, vuelven a caer lentamente; cansado, pasa una mano sobre los ojos abiertos).
¡Ilusión! Otra vez, engaño y pesadilla horrible. ¡Oh, sueños, sueños, sueños, cuán llena de ellos está la casa! (Se inclina sobre el borde de la baranda y mira hacia abajo). La ciudad, llena de paz, en paz el país; sólo dentro de mí ese ardor, sólo mi pecho convertido en fuego. Oh, ¡cuán venturosa descansa la ciudad en el brazo del Señor, abrigada por el sueño, bajo bóveda de paz, un rocío de luna sobre cada casa y sueño, dulce sueño en la frente de cada morada! Sólo yo, yo ardo noche tras noche, me desplomo con todas las torres, perezco en llamaradas, huyo en fuga, sólo yo, sólo yo me levanto tambaleante, con las entrañas revueltas, del lecho a la luna a fin de que me refresque. Sólo a mí las pesadillas me despedazan el sueño, sólo yo soy devorado por estremecimiento ardiente, la oscuridad delante de los ojos. ¡Oh, martirio de esa visión, oh, desvarío de sueños, que engañosos se coagulan en la sangre y se derriten luego débilmente bajo la luna despierta! ¡Y siempre igual ese sueño, siempre igual la visión, noche tras noche y noche, el mismo espanto siempre metiéndose en la carne, idéntico sueño enardeciéndose en igual tormento! ¿Quién hundió eso en mi sangre, ese veneno de los sueños, quién me persigue así con espanto? ¿Quién tiene hambre de mi descanso y lo devora arrancándolo de mi cuerpo, quién, quién me atormenta así? Luna, noche, estrellas, testigos fríos, ustedes díganme ¿quién me martiriza, y para quién, por quién estoy despierto? ¡Oh, respuesta, contestación! ¿Quién eres tú, ser invisible, que desde la penumbra apunta a mí con flechas del espanto, quién eres tú, terror, que de noche se acuesta conmigo hasta quedar yo grávido de ti y retorcerme en dolores? ¿Por qué ese pavor sobre mí, solamente sobre mí, en esta ciudad llena de descanso y olvido?
(Ausculta el silencio. Cada vez más febril).
Oh, silencio, silencio, siempre silencio y por adentro tumulto todavía y noche revuelta. Con garras ardientes engánchase en mí, y sin embargo, no puedo asirlas; con imágenes me azota, y sin embargo, no sé quién me aguijonea; en el vacío caen mis gritos. ¿Adónde adónde huir? Oh, confuso secreto de tal cacería, a la que sucumbo, sin saber de quién soy blanco y presa. Ábrete, red y embrollo, manifiesta tú el sentido de ese dolor, invisible, o déjame; no puedo más, no puedo más. ¡Déjame, cazador, o agárrame; llámame en vigilia y no en sueños, habla con palabras y no ardas en imágenes; ábrete tú, que me encierras, dime el sentido de tanto tormento, el sentido, el sentido!
UNA VOZ (llamando quedamente desde la penumbra. Parece proceder de profundidades o alturas, misteriosas en su lejanía).— ¡Jeremías!
JEREMÍAS (tambaleante, como alcanzado por una pedrada).— ¿Quién? Mi nombre, ¿no fue mi nombre eso? ¿Me llamó desde las estrellas, llamome desde mi sueño?
(Aguza el oído. Todo está de nuevo en silencio).
JEREMÍAS.— ¿Eres tú, ser invisible, que me persigue y atormenta? ¿Soy yo mismo, es mi sangre impetuosa que suena? Habla de nuevo, voz, a fin de que te reconozca. Llámame de nuevo. Una vez más, una vez más, habla.
LA VOZ (desde más cerca).— ¡Jeremías!
JEREMÍAS (cayendo de rodillas, anonadado).— ¡Aquí estoy, Señor! Tu esclavo escucha. (Escucha, reteniendo la respiración. Nada se mueve en torno).
JEREMÍAS (temblando de pasión).— ¡Habla, Señor, a tu esclavo! Invocaste mi nombre, pues dame también tu mensaje a fin de que mis sentidos lo comprendan. Despierto estoy para tu palabra y abierto a tu discurso. (Nuevamente escucha atento. Silencio profundo).
JEREMÍAS.— Es temeridad el que te desee. Un ignorante soy y un esclavo insignificante, una partícula de polvo de tu tierra, pero tuya es toda elección. Tú, quien elige reyes entre los pastores, y a veces rompe el sello de la boca de un niño para que luego arda en tu palabra, tú escoges de acuerdo con signos distintos. Aquel a quien tú tocas, Señor, está elegido; el que ha sido elegido por ti, Señor, está llamado. Si el llamamiento que me llegó fue tuyo, oh, mira, lo percibí; si eres tú, Señor, quien me persigues, mira, no te huyo. Ase tu presa, Señor, agarra tu caza o sigue haciéndome correr hasta la meta. Pero dame a saber a fin de que te interprete, abre los cielos de tu palabra para que te reconozca tu esclavo.
LA VOZ (más cercana, insistente).— ¡Jeremías!
JEREMÍAS (enardeciéndose).— ¡Oigo, Señor, escucho! Con toda el alma te escucho. Las fuentes de mi sangre están abiertas y corren, cada fibra de mi cuerpo está tendida para recibirte, abierto estoy, un recipiente indigno para tu mensaje. Dime tus palabras, impárteme tus órdenes, tuyo soy con la carne y con lo entrañable de mi alma. Me formaré en tu voluntad y pereceré con tu mandamiento. Abandonaré a los que quiero por amor a ti y me separaré de mis amigos, renunciaré a la dulzura de la mujer y a la morada de los hombres, viviré en ti sólo y recorreré tus caminos. No quiero oír voz alguna, ya que oí la tuya, y quedar sordo al hablar de los hombres. A ti sólo me prometo, Señor, a ti sólo, pues sedienta de tu servicio es mi alma. Abierto estoy a tu palabra y a la espera de tus señales.
LA VOZ DE LA MADRE (muy cercana y reconocible).— ¡Jeremías!
JEREMÍAS (extasiado).— ¡Penetra en mí, Señor, ya mi corazón estalla del estremecimiento de tu proximidad! Viértete, tormenta venturosa; revuélveme para que lleve tu siembra, fecunda mi tierra, embaraza mis labios, márcame con el sello de tu pertenencia. Échame tu yugo, mira, ya está inclinada mi nuca. Tuyo soy, tuyo para siempre. ¡Pero conóceme, Señor, tal como yo te reconozco! ¡Déjame ver tu esplendor tal como tú ves en la oscuridad mi pequeñez! ¡Enséñame el camino de tu voluntad, Señor, enséñalo a tu siervo eterno!
LA MADRE (ha subido la escalera en su busca. Su mirada revela preocupación temerosa, su voz, ternura).— ¡Oh, aquí, aquí estás, hijo mío!
JEREMÍAS (levantándose de un salto, lleno de sorpresa e indignación).— Vete, anda. Oh, apagada la voz, deshecho el camino, oculto, oculto para siempre.
LA MADRE.— Ay, cómo estás aquí, apenas vestido, junto al frío de la pared. Ven, baja, hijo mío, que de mañana llegan hasta aquí las fiebres de los pantanos.
JEREMÍAS (muy enfadado).— ¿Por qué me sigues, por qué me persigues? Oh, persecución sin fin, acecho siempre de frente y de espalda, en vigilia y en sueño.
LA MADRE.— Jeremías, ¿cómo he de entenderte? Estaba abajo dormida, cuando de pronto me pareció oír un diálogo en el tejado.
JEREMÍAS (acercándose a la madre).— ¿Tú oíste? ¿Tú también? Por amor de la verdad eterna, ¿tú lo oíste hablar, percibiste el llamado?
LA MADRE.— ¿A quién te refieres? No veo a nadie contigo.
JEREMÍAS (asiéndola).— Madre, te imploro, dime. Muerte o bienaventuranza me trae tu palabra. Tú oíste una voz, con los sentidos despiertos, la oíste.
LA MADRE.— Una voz oí en el tejado, y a tientas te busqué para despertarte. Pero el lienzo estaba frío, y vacío tu lecho. Entonces sentí temor, y te llamé por tu nombre.
JEREMÍAS (casi tambaleando).— Tú llamaste, tú me llamaste por mi nombre.
LA MADRE.— Por tres veces lo grité. Pero ¿por qué?
JEREMÍAS.— ¿Tres veces? Madre, ¿estás segura de ello?
LA MADRE.— Tres veces te llamé.
JEREMÍAS (con voz desfalleciente).— ¡Exterminio y escarnio! Engaño por doquier, afuera y adentro. Por miedo me llamaron, y mi espanto creyó oír a Dios.
LA MADRE.— ¡Cuán extraño estás! No creí haber cometido un agravio. Y puesto que nadie me contestó, subí yo misma hasta aquí a ver si había alguien, pero no había nadie.
JEREMÍAS.— ¡Oh, sí! Un enfurecido, un cegado. ¡Oh, martirio de los sueños! ¡Oh, torpe de mí, víctima de mis ilusiones!
LA MADRE.— Pero ¿qué dices? ¿Qué te inquieta?
JEREMÍAS.— Nada, madre, nada. No repares en mis palabras.
LA MADRE.— No, Jeremías, me fijo en ellas, pero no entiendo lo que significan. Jeremías, un espíritu extraño vino sobre ti; extraños y adversos se han tornado tus sentidos. ¿Qué te ocurrió, hijo mío, qué te preocupa, qué te atormenta?
JEREMÍAS.— No me atormenta nada, madre. Me sofocaba en el lecho. Vine aquí para sorber el fresco.
LA MADRE.— No, tú te recoges ante mi alma. ¿Crees que ignoro cómo desde hace meses das vueltas, noche tras noche; crees que no percibo los gemidos de tu sueño y tus gritos de espanto cuando te adormeces? Oh, con los ojos abiertos te oigo en la oscuridad ambular sin descanso por la casa, te oigo vagar, paso a paso, y paso a paso te acompaña mi corazón. ¿Qué es lo que te atormenta? Sincérate, retraído, tú, no escondas tu pena a mi cuidado.
JEREMÍAS.— No tengas penas, madre, no te preocupes.
LA MADRE.— ¿Cómo no he de estar azorada por ti? ¿No eres tú la luz de mis días y la oración de mis noches? Has crecido y salido de mis manos que te llevaron; más aún, mi alma te circunda para vigilar tu vida. Oh, yo lo sabía antes, antes de saberlo tú mismo; lo vi antes, antes de verlo tú, desde hace meses lo sé; una sombra cayó sobre tu rostro y una pena penetró en tu corazón. Te alejaste de tus amigos y te separas de los alegres, huyes el mercado y la morada de los hombres. Te enquistas en pensamientos y te olvidas de la vida. Acuérdate, Jeremías, que para ser sacerdote has sido educado, y te aguarda la vestimenta de tu padre para que alabes al Señor con salterios y cantos. Levanta tu cara de la sombra a la luz, es hora de que estructures tu vida y comiences tu obra.
JEREMÍAS.— No es ésta la hora para empezar. Demasiado cerca está el fin.
LA MADRE.— ¡Es la hora, es la hora! Casadero eres desde hace tiempo, y este hogar requiere mujer y niños a fin de que resucite la figura de tu padre.
JEREMÍAS (con colérico dolor).— ¿Conducir una mujer al páramo? ¿Engendrar niños para el estrangulador? ¡Es verdad, la hora no se acerca con aire nupcial!
LA MADRE.— No te comprendo.
JEREMÍAS.— ¿He de levantar una casa sobre el abismo y formar mi vida sobre cimientos de muerte? ¿Debo sembrar para la putrefacción y elogiar el desastre? Te digo, madre, bendito aquel que no entrega ahora su corazón a la vida, pues quienquiera que respira este día, ya sorbe su muerte.
LA MADRE.— ¿Qué desvarío ha hecho presa de ti? ¿Cuándo fueron más dulces los días, cuándo reposaba en más honda paz este país?
JEREMÍAS.— No, madre, ellos, los necios, hablan de tranquilidad y de paz, pero no sólo por esto hay paz, y se acuestan y creen dormir, los inocentes, y ya cierran los ojos para el descanso eterno. Madre, una época está próxima como nunca hubo otra en Israel, y una guerra como nunca otra igual se desencadenó sobre la Tierra. Un tiempo en que, por la paz, los vivos envidiarán a los muertos en su tumba, y los videntes a los ciegos, por sus tinieblas. Aún no lo ven los tontos, aún no lo sospechan los soñadores, mas yo, yo lo he visto, noche tras noche. Se levanta cada vez más el incendio, se acerca cada vez más el enemigo, ya está aquí el día del tumulto y del aplastamiento, ya se alza sobre la noche la bermeja estrella de la guerra.
LA MADRE.— ¡Horror! ¿De dónde habrías de saberlo tú?
JEREMÍAS.— Una palabra, una palabra secreta me sobrevino mientras contemplaba visiones, de noche y erraba en sueños. Terror y recelo cayeron sobre mí, cual carraca temblaban mis huesos, y como muralla rajada derrumbose mi corazón. Madre, yo he visto cosas que si estuviesen escritas harían estremecer a los hombres y caer, cual ceniza, el sueño de sus rostros.
LA MADRE.— ¡Jeremías! ¿Qué te ocurre?
JEREMÍAS.— El fin se acerca, el fin. Amenazante parte de Medianoche, fuego es su carro, degüello su vuelo. Ya zumban horror los cielos sagrados, ya tiembla la tierra de truenos y cascos.
LA MADRE (espantada).— ¡Jeremías!
JEREMÍAS (asiéndola, escuchando atento).— ¿Oyes? ¿Oyes, tú? Zumba, retumba desde cerca ya.
LA MADRE.— No oigo nada. Amanece. Flautas pastoriles despiertan en el valle, un suave vientecillo juguetea en derredor del tejado.
JEREMÍAS.— ¿Un poco de viento? Ay, ay, con terrible ruido va creciendo viento tempestuoso de Dios. De los abismos de Medianoche se levanta, ¡siembra terror sobre la ciudad! Madre, madre, ¿no oyes? Espadas resuenan en el viento, ruedas hace rodar la ola ruidosa. Lanzas y arneses refulgen en la noche, guerreros y más guerreros, infinitas tropas vierte el vendaval sobre el país.
LA MADRE.— ¡Locura de sueños! ¡Desvarío y engaño!
JEREMÍAS.— Viene, se acerca, gente extraña, poderosa y vieja del este de la Tierra, multitud inacabable llega tumultuosa. Cuan rayos vuelan sus flechas aladas, sus caballos están herrados con prisa, sus carros son blindados, inconmovibles como rocas. Y en su medio avanza con corona ensangrentada el destructor de ciudades, el incendiario de incendios, el tirano de los pueblos, el rey, el rey de Medianoche.
LA MADRE.— El rey de Medianoche, tú sueñas. ¿El rey de Medianoche?
JEREMÍAS.— El despertado por Él, elegido por Él como ejecutor severo de severísimo fallo, para que señale con latigazos al pueblo por todas sus faltas, para que demuela los muros y haga hender las torres, para que apague las luces y las risas de las casas, para que borre la ciudad y el templo de la Tierra y are las calles de Jerusalén.
LA MADRE.— ¡Desvarío y pecado! ¡Eternamente vive Jerusalén!
JEREMÍAS.— Caerá. Lo que Dios ataca no resiste. Desde abajo se secarán sus raíces, y desde lo alto será cortada su fruta. Con hacha y fuego desmontarán los guerreros los montes de Israel y la campiña de Sión.
LA MADRE (fuera de sí).— ¡No es verdad! ¡Mientes! ¡Mientes! ¡Nunca cernirá enemigo alguno a esta ciudad, nunca Sión temblará, nunca caerá el fuerte de David! Y si el adversario viniese de los confines del mundo, eternamente permanecerán los muros erguidos, eternamente los corazones de Israel, siempre, siempre perdurará Jerusalén.
JEREMÍAS.— ¡Se derrumba! La suerte está fallada y la hora fijada. El fin se acerca, ¡el fin de Israel!
LA MADRE.— ¡Ateo! ¡Apóstata! Somos elegidos del Señor y perduraremos a través de todos los tiempos. ¡Nunca perecerá Jerusalén!
JEREMÍAS.— Lo he visto en mis sueños, me fue revelado en mis visiones.
LA MADRE.— Pecador es quien así sueña, y siete veces pecador quien en tales sueños cree. Ay, ay, que yo tenga que sufrir que mi propia sangre teme por Sión y dude del Señor. Jeremías, Jeremías, ¿quieres tú que se torne abominación mi regazo?
JEREMÍAS.— El espanto me sobrevino contra mi voluntad; no puedo combatir las visiones.
LA MADRE.— Mantente despierto y alerta contra ellas en la oración, y su falacia se estrellará contra el nombre de Dios. ¡Recuerda, Jeremías, hijo eres de un ungido y llamado estás a tu vez para que tu voz cante loas al Señor, eleve los corazones de los indecisos y vierta valor en los sentidos de los azorados!
JEREMÍAS.— ¡Cómo pudiera hacerlo! Yo mismo soy el más azorado de todos. ¡Déjame, madre, déjame!
LA MADRE.— No te dejo a ti, no abandono tu alma a la duda. Jeremías, mi hijo único, ¡escúchame! Algo secreto te manifiesto por primera vez a fin de que despierte tu corazón. Escúchame, que te hablo desde mi desgracia. Yo también he estado, otrora, desanimada, pues por espacio de diez años el Señor mantuvo estéril mi seno. Fui burla de mis compañeras y risa de las mancebas. Sufrida lo soporté diez años y ya desesperaba, pero en el undécimo año se inflamó mi corazón, y fui a la casa de Dios para rogar que diera fruto mi regazo.
JEREMÍAS.— Por primera vez lo divulgas, por primera vez.
LA MADRE.— Y me eché al suelo y lo empapé con mis lágrimas y prometí que, de serme dado un hijo, lo dedicaría a Dios. Prometí callar y no dejar salir de mi boca una sola palabra en mi hora grave, a fin de que en su tiempo el hijo dispusiera de abundante verbo para alabar a Dios.
JEREMÍAS.— Me comprometiste, madre. ¡Tú también! ¡Tú también!
LA MADRE.— Ese mismo día me reconoció tu padre y quedé bendecida contigo. Jeremías, escucha, Jeremías, durante nueve meses reprimí fielmente la palabra en mi cuerpo, a fin de que fuera tuya la abundancia del verbo y fueras tú quien difundiera la alabanza de Dios eterno. Así cumplí mi promesa, y te educamos, aprendiste el texto sagrado, y cuán grata sonaba tu voz con el salterio. Ahora lo sabes, Jeremías, desde el comienzo estabas destinado al sacerdocio y al loor de Dios. Desgarra la red de tus sueños y penetra en la realidad.
JEREMÍAS.— ¡Oh, doble promesa, madre, doble testimonio de esta noche! Por segunda vez me despertaste a la vida y sabedor me tornó tu palabra, pues, cosa milagrosa, grité mi pregunta a Dios y Él te envió a ti para que respondieras. Ah, misterio de este camino, oh, aguijón de los sueños sobresaltados, oh, seducción de las imágenes que me despertaron, oh, cazador certero que nunca falla. Ahora sé quién golpeó la tapia de mi sueño, hasta que me levanté del adormecimiento de mi vida, ahora sé quién hostigaba mi morosidad, ahora sé quién me reclamaba.
LA MADRE.— ¿Qué te ocurrió? Hablas como embriagado.
JEREMÍAS.— Sí, embriagado estoy ahora de la certeza de su voluntad, y tan saturado de palabra que me angustia el aliento en mis adentros. Se han roto los sellos de mi boca y mis labios arden en el deseo del anuncio.
LA MADRE.— ¡Ay si divulgas tus sueños, los malditos! No eres mi hijo si prefieres tal locura.
JEREMÍAS.— ¿Tu hijo, madre? ¡Oh, y tanto que lo soy, hijo tuyo, igual a ti por los hechos! ¿Sabes? Yo también he sido estéril, y Él engendró en mí una palabra y un secreto. Renové, madre, tu promesa, y a mi vez me prometí a Él.
LA MADRE.— ¡Entonces, penetra en su casa para ofrendar sacrificio a quien te despertó y para alabar su nombre!
JEREMÍAS.— No, madre, no opté por el servicio del que ofrenda el sacrificio. Yo mismo quiero ser el sacrificio. La sangre de mis venas corre hacia Él, para Él arde mi carne, para Él está en llamas mi alma. Quiero servirle como nunca nadie lo sirvió, y desde ahora sus caminos serán mis caminos. Oh, mira, ya amanece en el valle, y en mí también elévase el día sobre las tinieblas. Su cielo arde en fuegos, y enardecióse también mi corazón. Oh, carro de Elías, subiendo en fuego, arrastra mi palabra a fin de que se precipite como trueno sobre el día de los hombres. Ay, ya arde mi labio, debo marchar, salir.
LA MADRE.— ¿Adónde quieres ir antes de clarear el día?
JEREMÍAS.— Yo no lo sé. Lo sabe Dios.
LA MADRE.— Pero di, ¿qué propósitos tienes?
JEREMÍAS.— No sé, no sé. ¡Suyo es mi corazón, suya la acción!
LA MADRE.— Jeremías, no te dejo, a menos que me jures que callarás tus sueños…
JEREMÍAS.— No juro nada. Sólo estoy juramentado con Él.
LA MADRE.—… y no anunciarás desgracias al pueblo.
JEREMÍAS.— Suyo es el aviso, mío no es más que el labio.
LA MADRE.— Ay, ay, tú esquivas mi palabra. Oye, pues, y sabe: el que parte para sembrar la duda en Israel, no entra más en mi casa.
JEREMÍAS.— Suya es mi palabra, suya mi morada.
LA MADRE.— El que no confía en Sión, no es hijo mío por más tiempo.
JEREMÍAS.— Sólo pertenezco a quien me hundió en tus entrañas.
LA MADRE.— ¿Te apartas, pues? Pero antes escucha, Jeremías, oye antes de que separes los labios delante del pueblo: por el ímpetu de mi alma maldigo a quien arroje tormento sobre Israel, maldigo…
JEREMÍAS (estremecido).— ¡No maldigas, madre, no maldigas!
LA MADRE.— Abomino al que prediga derrumbe de los muros y devastación de las callejas, maldigo a quien grite muerte sobre Israel. Que su cuerpo caiga al fuego, y su alma, en el puño de Dios vivo.
JEREMÍAS.— No pronuncies abominación, madre, quizás Él me arroje a la maldición.
LA MADRE.— Reniego de quien dude, de quien más confíe en sueños que en la misericordia divina. Maldigo, maldigo al que niega a Dios, así sea hijo mío. Por última vez, Jeremías, ¡elige!
JEREMÍAS.— Yo voy por mi camino. (Comienza a andar, el paso grave, hacia la escalinata).
LA MADRE.— Jeremías, eres mi hijo único y el consuelo de mi vejez. Escapa a mi maldición, porque Dios la oirá, así como atendió mi promesa.
JEREMÍAS.— Yo también me ofrecí a Él y Él también me escuchó. ¡Con Dios! (Desciende el primer escalón).
LA MADRE (gritando).— ¡Jeremías! Tu paso es paso por encima de mí. ¡Pisoteas mi corazón!
JEREMÍAS.— Ignoro el camino por el que marcho. No siento las piedras que piso. Sólo percibo un llamado, una voz que me llama, y sigo ese llamamiento. (Desciende pausadamente la escalinata, con el rostro sereno y retraído, los ojos fijos en el cielo).
LA MADRE (precipitándose hacia la escalinata, desesperada).— ¡Jeremías! ¡Jeremías! ¡Jeremías!
(No recibe contestación. El grito se pierde, convertido en lamento primero, y sumiéndose luego, poco a poco, en el silencio. Solitaria permanece la figura de la madre, que se dobla, ante el cielo inmenso sobre el que va alzándose una aurora trágica como reflejo de fuego y sangre).