—Tus padres son encantadores —comentó Luz para romper el hielo.
—Como todos, supongo —contestó Martín mientras comprobaba la distancia que les separaba del coche que les precedía y pisaba el freno.
No como todos, se dijo ella cuando recordó a sus propios progenitores y lo poco que los echaba de menos.
Luz los acababa de conocer. Dos simpáticos viejecillos a los que la había presentado como «una amiga de trabajo». Ella habría jurado que se habían alegrado más de lo razonable cuando habían aparecido para pedirles el coche y poder llevar a Luz hasta Bilbao.
—Ha sido una suerte que tu padre acabara de llegar con su coche —insistió Luz mirándole de reojo.
—Sí, una suerte.
No te lo crees ni tú, se dijo divertida.
Ella no se había tragado la mentira de que su vehículo estaba en el taller como tampoco que su padre hubiera salido aquella tarde tan desapacible. El hombre tenía aspecto de haberse echado una buena siesta tumbado en aquel sillón.
Observó a Martín de nuevo. Otra vez con aquella fastidiosa reserva. En cuanto se habían metido en el coche, había fruncido el ceño y todavía no se había relajado. Seguro que hasta los policías mantienen una conversación más amena con los delincuentes que llevan al juzgado.
—Lo de mi coche ha sido un desastre —dijo de nuevo para obligarle a hablar.
—Sí, un desastre —contestó él ausente.
Cuando llegó la grúa al lugar del percance, ellos ya estaban allí. Sacar el coche de la cuneta no había sido muy complicado. Lo que había sido del todo imposible fue volver a ponerlo en marcha. Luz había intentado arrancar el motor durante más de diez minutos, pero en todas las ocasiones se le caló en cuanto pisaba el acelerador. Ni Martín ni el conductor de la grúa habían sido capaces de hacerlo andar. No había quedado más remedio que cargarlo sobre la plataforma y que se lo llevaran al taller para hacerle una revisión completa. El conductor había mascullado algo sobre un posible agujero en el depósito de la gasolina que ella había preferido ignorar. Ya se encargaría el lunes de llamar a Talleres Gaztelu y de asegurarse que no le cobraran un euro más de lo razonable. No en vano se había molestado en cultivar durante el año anterior una inocente amistad con Alberto, el hijo del dueño.
Volvió a posar sus ojos en el chofer. Este seguía solo pendiente de la carretera. Decidió no volver a decir palabra. Estaba harta de iniciar absurdas conversaciones que él cortaba a la primera de cambio. Se quedaría callada hasta que llegaran a Bilbao.
—Al de la grúa le faltaba una mano. ¿Te has dado cuenta?
—Sí, claro.
Luz le atestó una fuerte palmada en el brazo.
—¡Deja de hacer eso!
Pero el chillido se perdió bajo el potente claxon de un autobús de línea que circulaba en sentido contrario y contra el que se abalanzaron. Martín corrigió la dirección bruscamente.
—¿Estás loca? —le gritó sujetando el volante con todas sus fuerzas.
—¡Estás dándome la razón como a los tontos! ¡Y lo odio!
—¡Y tú vas a conseguir que nos matemos!
—¿Vas a atenderme de una vez?
Por la cara que puso, Luz estuvo segura de que, si hubiera podido, habría abierto la puerta del copiloto y la habría lanzado a la fría noche. Martín tardó más de cinco minutos en contestar. Trescientos segundos. Comprobados en el reloj del salpicadero. Eran exactamente las nueve y veintitrés cuando abrió la boca.
—De acuerdo. Te haré caso.
Martín no podía confesar que, cuando salieron de la casa de sus padres, había tomado la firme decisión de no prestarle atención. Era la manera más sencilla de alejar de la mente los turbios pensamientos que llevaban toda la tarde dándole vueltas en la cabeza y que ponían a prueba su fuerza de voluntad y la entereza acumulada durante los últimos ocho años.
—Y me contestarás a lo que te pregunte.
—Lo haré.
Lo cierto era que era casi imposible ignorar a aquella mujer.
A Luz le sorprendió la facilidad con la que lo había convencido. Como si lo hubiera estado deseando. Y ahora, que él tenía la guardia baja, no iba a desperdiciar la oportunidad.
Había llegado la hora de poner las cartas sobre la mesa.
—¿Me vas a contar por qué me has hecho venir esta tarde? Y no me repitas otra vez esa trola de la firma del contrato que guardo en el bolso. —Él la miró un instante con un gesto de… ¿Era un rayo de culpabilidad lo que le acababa de aparecer en la cara? Luz sonrió ante la sospecha de tener el boleto ganador de la rifa e hizo un gesto en dirección a la carretera—. No te despistes o acabaremos debajo de las ruedas de un camión.
Martín volvió a enfocar la vista en la moto que los precedía mientras pensaba a toda velocidad en una excusa razonable que no le hiciera quedar como un novato en el arte de ligar. Pero no se le ocurrió nada. Nothing at all.
—Para charlar —soltó con la esperanza de convencerla.
—No cuela. Prueba con otra.
Con que estamos jugando. Simuló pensar durante un rato.
—Para que tu jefe te diera la tarde libre.
—No pruebes a ganarte la vida como comercial. Mentir no es lo tuyo.
Aquello estaba siendo bastante más entretenido de lo que esperaba ahora que él había entrado en el juego. Giró el cuerpo hacia él y apoyó la rodilla en el asiento. Así estaría más cómoda.
—A ver esta. Para que me dieras tu opinión sobre la decoración de la casa —dijo simulando una seriedad que estaba lejos de sentir.
Luz hizo un gesto de duda con la cabeza.
—No vas mal. Pero ¿no se te ocurre algo mejor?
Él desvió la mirada de la carretera durante un segundo, suficiente para atrapar el brillo de aquellos ojos.
—Ayúdame tú que eres la experta.
Y Luz se dispuso a socorrerle. De muy buena gana. Ya había tomado una decisión. Llevaba media tarde con una sola idea en mente. Y era no dejarle escapar de su cama. La presa no iba a salir corriendo ahora que lo tenía tan cerca.
—A ver, a ver. Probemos a cambiar un poco la frase anterior. ¿Qué te parece esta? Para que me ayudaras a probar los muebles del piso superior —aventuró con voz sugerente.
Y a Martín no le quedó más remedio que rendirse ante aquella voz que llevaba horas intentando apartar del cerebro y que ahora le decía entre mudos susurros ¡aquí estoy!
—Me gusta la idea.
—A mí también —confesó ella mientras se aventuraba a apoyar una mano en su rodilla.
—Creo que, por el momento, no ha tenido el éxito deseado.
Como respuesta, Luz deslizó los dedos por su pierna mientras se deleitaba con la sola idea de que por fin ambos habían llegado al mismo.
—Igual lo podemos solucionar —murmuró con voz sugerente.
Su norma número dos: «no liarse nunca con un conocido», acababa de saltar por los aires.
• • •
Tardaron en encontrar aparcamiento. Después de abandonar el vehículo del padre de Martín en una esquina, tuvieron que recorrer tres calles antes de llegar a la casa de Luz. Ninguno de ellos habló, ninguno hizo amago de tocarse. Ni siquiera se miraron. Solo caminaban, uno al lado del otro, con prisa.
Cuando llegaron al portal, Luz se sintió una inútil. Apenas conseguía encajar la llave en la cerradura. ¿Tan nerviosa estaba? Era la primera vez, desde hacía mucho, pero que mucho tiempo, que estaba tan acelerada.
Comenzaron a subir las escaleras. Martín miró impaciente la placa de madera en la que se indicaba el número del piso que alcanzaban. Después de subir tres plantas, la respiración se le había hecho más pesada. Por lo que le había contado Luz, todavía faltaban dos. Se alegró de que no hubiera ascensor. Si se hubiera metido en la cabina, con ella a menos de diez centímetros, no se habría podido contener.
Aunque, pensándolo bien, aquella situación tampoco era baladí. Subir ciento ocho escaleras detrás de ella, se había convertido en un auténtico suplicio.
—Sería gracioso que ahora no pudiéramos entrar —comentó ella alterada mientras buceaba sin descanso por el fondo del bolso.
¿Quién me habrá mandado volver a meter el llavero dentro cuando lo he tenido en la mano hace unos instantes?
En otras circunstancias, Martín hubiera encontrado la gracia a la situación, pero en ese instante lo único que deseaba era que la llave apareciera de una maldita vez. Así que metió la mano en aquel saco y se puso a rebuscar junto a ella. Aunque buscar, buscar, lo que se dice buscar, no buscó mucho. Dejó de hacerlo cuando se tropezó con unos dedos calientes que se enroscaban con los suyos.
Cuando Luz sintió que las manos de Martín recorrían todos sus nervios, alzó la cabeza y clavó la vista en él.
—¿Quieres hacer el favor de estar quieto? —murmuró con ojos anhelantes.
—No —contestó él tocándola por dentro del jersey, más arriba de la muñeca.
Él se había inclinado hacia adelante y apoyaba la frente sobre su sien. Luz sintió un torrente de sangre que le fluía por las venas hasta llegar a aquel punto y su cuerpo se encendió. Por su bien, volvió a concentrarse en lo que estaba haciendo. Y, por fin, encontró lo que buscaba.
—Un segundo y estamos dentro.
—¿Luz? ¿Eres tú?
La voz de una anciana ascendía por la escalera desde el piso inferior. Martín se separó a regañadientes.
—¿María? —preguntó ella alarmada. Se acercó al pasamanos y se asomó por encima de él—. ¿Sucede algo?
Una viejilla, con el pelo azul de tan blanco, miraba hacia arriba con cara de ansiedad. Sobre la ropa, llevaba puesto la bata de guata azul, que Luz conocía tan bien.
—Solo estaba preocupada. Hace un par de días que no te veía —comentó la viejilla inquieta.
—No te preocupes, María, todo está bien. No te molestes en subir. Mañana me paso por tu casa para ver lo que necesitas —añadió amable, sin dejar de pensar en el hombre que tenía a su lado y con el que estaba a punto de que la detuvieran por escándalo público.
—Bien, entonces, me vuelvo a casa. Hasta mañana.
—Que tengas buena noche.
Luz escuchó una risita divertida.
—¿Desde cuándo ejerces de señorita de compañía de ancianitas? —le preguntó mientras jugaba con su pelo y depositaba un tierno beso en la base de la nuca.
Un escalofrío recorrió la espalda de Luz. Tengo que entrar en casa cuanto antes. Se dio la vuelta y se desprendió de su abrazo.
—Tengo muchas facetas que tú no conoces —dijo con picardía a la vez que giraba la llave y empujaba hacia dentro.
—Estoy ansioso por que me las enseñes todas —deseó Martín con voz sugerente.
Luz se alegró de haber dedicado parte de la tarde anterior a adecentar el piso. Echó un vistazo rápido. La sala estaba recogida. Pensó en el dormitorio. No recordaba haber dejado nada tirado por el suelo ni haberlo acumulado en el respaldo de la silla. Dio gracias por haber tenido la precaución de poner la lavadora. Su hermana siempre le decía que el desorden en el que vivía era su venganza particular por la manía obsesiva de su madre de tener cada cosa siempre en su sitio.
—La casa es pequeña, pero… —se excusó mientras intentaba inútilmente desabrocharse el abrigo.
Había dado un par de pasos cuando el cuerpo de Martín se interpuso en su camino. La acorraló hasta conseguir que retrocediera y se apoyara en la puerta. Le quitó el bolso de las manos, le soltó la bufanda y los dejó caer. Apartó sus manos del abrigo para continuar él mismo con la tarea. ¡Dios, pero mira que es guapo!, pensó encandilada ante aquellos ojos que la obligaban a mirarlo sin descanso.
—¿Te parece bien si pasamos del resto de la casa y me enseñas la habitación? —murmuró con voz ronca, inclinado sobre su cuello.
Un suave hormigueo le recorría la zona donde la respiración de él se detenía.
Martín le ayudó a desprenderse de la prenda y la depositó sobre una consola, al lado de la puerta.
—¿Y si te digo que la sala y mi habitación es la misma cosa?
Luz tomó conciencia de que el juego había comenzado. Y era su turno.
Lo empujó con suavidad para separarlo de sí y le bajó la cremallera de la cazadora con parsimonia. La deslizó sobre sus hombros y tiró de sus mangas para hacerla caer.
De mala gana, él despegó los ojos de ella y alzó la cabeza. Dejó vagar la mirada. Un sofá color arena, el mueble de la televisión, un par de lámparas…
—Me parece estupendo. Soy una persona que se amolda a todo —aseguró introduciendo las manos por debajo de su jersey.
El estómago de Luz dio un brinco al sentir el contacto de los dedos. Se obligó a relajarse y se dejó llevar por las sensaciones que él le provocaba, al deslizarlos por el borde de la cintura hacia su espalda.
—Creo que me está empezando a interesar tu propuesta —comentó complacida en alusión a la petición de pasar directamente al dormitorio.
Procedió a desembarazarse de la chaqueta de punto gris de Martín.
—¿Empezando? Pensaba que estabas más que interesada en aceptar este trabajo.
Sus labios se acercaron hasta su boca y la recorrió con la punta de la lengua dejando tras de sí el frescor de una mañana de invierno. Luz se estremeció con la intensidad de su propia respuesta.
—Todavía no lo sé. No me has dicho cuáles son las condiciones —aclaró mientras le atrapaba el lóbulo de la oreja y lo mordisqueaba con deleite.
Las manos de Martín habían llegado al broche del sujetador y estuvo tentado a abrirlo para notar cómo sus senos se desplegaban en sus manos, pero se contuvo. Quería alargar hasta el infinito el gozo de verla temblar entre sus dedos. Necesitaba saber que era consciente de cada una de sus caricias y agotar el tiempo de placer antes de formar parte de ella.
—Antes de nada, quisiera ver una muestra de los dotes de la candidata —añadió empujándola con sus caderas contra la puerta.
Luz se apretó contra él y posó los ojos en su boca.
—Sé besar así —aseguró a la vez que adaptaba sus labios carnosos a los de Martín.
Y, como si de un tango se tratara, bailó con ellos hasta que consiguió arrancarle un gemido.
—Umm. No sé si me interesa —declaró un Martín jadeante con la frente apoyada sobre ella.
—Puedo intentar esforzarme un poco más —sugirió traviesa acariciándole la nuca.
—Inténtalo —la retó él con ojos vidriosos.
Lo intentó. Y lo consiguió.
Sujetó su cara y se introdujo en él. Exploró toda la boca sin que interviniera. Le excitaba ser la que llevaba el control, pero cuando él decidió salir del anonimato y unirse a ella, la ligera tirantez que había sentido momentos antes debajo del ombligo se convirtió en un palpitante dolor que amenazó con extenderse a todo el cuerpo.
—¿Qué te parece?
—Esto está mucho mejor. ¿Algo más?
Cuando se separaron, Luz echó de menos el tacto de su piel sobre su vientre, sobre su pecho, sobre sus piernas. Fue como si se lo hubieran arrebatado sin tenerlo todavía. Y aquella arrolladora sensación solo se hizo soportable por el convencimiento de que lo que anhelaba con tanta fuerza aún estaba por llegar.
—También sé dar masajes —manifestó rozando sus pezones con la punta de una uña.
Él dio un respingo de placer y, antes de que se hubiera repuesto de la sorpresa, ella le obligó a alzar los brazos y le subió la camiseta hasta conseguir sacársela por la cabeza. La dejó caer a sus pies con indolencia, donde formó un montón junto a la cazadora. Por un momento, se preguntó qué habría sucedido si él hubiera llevado camiseta interior. Se le escapó una risita tonta antes de acordarse de su desafortunada relación anterior y en cómo había finalizado. Luz se obligó a olvidarse de aquello y a concentrarse en su tarea. Que era, ni más ni menos, el deleite de recorrer cada uno de los poros de su piel.
Se recostó sobre él para abarcarlo entero. Sus pezones se irguieron hirsutos, constreñidos debajo del sujetador. Pero el roce de la tela contra ellos no era suficiente.
Debió de aflojar la presión de las manos en su espalda porque él se quejó.
—Como masajista creo que no me interesas. Se necesita un poco más de fuerza.
—Puedo intentar paliarlo —sugirió mientras le clavaba las uñas en la espalda y le dejaba marcados unos profundos surcos.
—Um, puedo replanteármelo. ¿Sabes hacer alguna otra cosa?
—Sé desnudar a un hombre.
Mordió la aspereza de su barbilla y la recorrió con la lengua. Dirigió las manos al botón metálico del pantalón e hizo presión hasta que lo soltó.
—Creo que nos vamos entendiendo —confirmó Martín con voz ahogada cuando notó cómo se le aflojaba el cuarto botón de la bragueta y el pantalón se deslizaba hasta quedar colgado de las caderas.
—Y sé conseguir que al finalizar el trabajo, te marches contento con el deber cumplido.
Martín hundió las manos en la rojiza melena y la atrajo hacia sí. Exploró su boca con ansiedad. Labios, lengua, dientes y de nuevo sus labios, exigiéndole el pago de lo prometido.
—La balanza se está inclinando muy a tu favor —aseguró mientras terminaba de recorrer el perfil de sus labios con pequeños y excitantes mordiscos—. Si te sigue interesando, el puesto es tuyo.
Luz lo apartó de ella juguetona y se acercó al sofá con los brazos cruzados.
—Pues ahora, la que no está muy convencida, soy yo —dijo con voz seria. Se giró para ponerse delante de él—. Ahora es tu turno. ¿Qué es lo que me ofreces?
Martín comprendió que ahora le tocaba a ella tirar los dados y se acercó con paso perezoso.
—Te ofrezco una buena compensación en especie.
La empujó levemente. Ella dio un paso atrás, todavía con los brazos entrelazados.
—¿Y?
—Y una sesión de ejercicio. Es ideal para activar el organismo y quitarse el estrés.
Otro empujón. Otro paso atrás.
—Suena bien.
—Y tratamiento termal con masaje incluido —añadió mientras le soltaba los brazos y le sacaba el jersey por la cabeza.
—No está mal.
Luz tropezó con el brazo del sofá. Se movió a un lado, para esquivarlo y seguir retrocediendo, sin embargo, él no estaba dispuesto a dejarla escapar. La abrazó y enroscó su pierna entre las suyas. Ella aterrizó sobre las mullidas almohadas, con él encima.
—He dejado lo mejor para el final.
—¿Y es?
—Un paseo por las nubes.
Ella no pudo evitar reírse.
—¿No eres un poco engreído?
—Es para compensar lo de la otra vez.
Después del fin de semana en la casa rural, aquella era la primera referencia a lo que había sucedido entre ellos ocho años antes. Y Luz descubrió que la amnesia se había apoderado de ella y que el resentimiento que había almacenado durante todos aquellos años se había esfumado como la niebla matinal en un día de verano. Su memoria se cerró a cualquier otra cosa que no fuera el aquí y el ahora.
—Confío en que la espera haya valido la pena —comentó risueña mientras le rodeaba la cintura con las piernas.
—Yo también.
Y procedió a demostrárselo.
• • •
Quería más. Lo quería todo.
Quería volver a tenerla a su merced y que le rogara que explorara cada uno de los poros de su piel. Quería que sus pezones se inflamaran de nuevo bajo sus pellizcos y sentir cómo se le erizaba el vello cuando la rozaba. Quería volver a mirarle a los ojos cuando estuviera a punto de explotar e intuir el momento exacto en el que se escapara su consciencia. Inundar sus manos con la maraña de su pelo y tirar de él para obligarla a observarle mientras le lamía los senos. Recorrer con la lengua el descendente camino hacia su pubis y sumergirse en él. Enterrar sus dedos, palpar sus cavidades más secretas y sentir su suavidad.
Y seguir y seguir. Para no acabar nunca.
Le dieron ganas de despertarla y hacerle todo aquello que le pasaba por la mente. Quería que ella lo embrujara, igual que había hecho horas antes.
La luz de la calle entraba por la ventana. No habían bajado las persianas. Ninguno de los dos había estado para fijarse en aquellos detalles cuando entraron en el dormitorio. Tuvo que esforzase para ver las manecillas del reloj. Las cinco y diez de la mañana. Todavía quedaban unas horas antes de separarse de ella. Un escalofrío recorrió su cuerpo.
Sacó el brazo de entre la sábana y tiró hacia arriba del edredón. Depositó un beso sobre su clavícula antes de tapar sus hombros, que habían quedado al descubierto. Se sorprendió de su propia reacción. De nuevo estuvo tentado a despertarla. Decidió volver a dormirse. Se acomodó de nuevo, se amoldó a ella y se cobijó al calor que su cuerpo desprendía.
Cuando pasó un brazo por encima de su cintura, sus dedos rozaron el pezón de uno de sus senos y lo sintió reaccionar. Sonrió en la penumbra.
Hasta dormida respondía a sus caricias.
• • •
Luz abrió la puerta del baño con sigilo y depositó lo que llevaba entre las manos sobre la encimera del lavabo. Lo único que la separaba de él era la frágil cortina color lavanda. Escuchó el repiqueteo del agua sobre el plástico, la apartó un poco y entró con rapidez.
Martín abrió los ojos sobresaltado.
—¡Me has dado un susto de muerte!
—¿Acaso pensabas que estabas en el motel Bates y que Norman venía a asestarte la puñalada final? —se burló Luz desnuda delante de él.
Se llevó la taza a la boca y bebió un sorbo sin apartar la vista de aquel cuerpo mojado. Ahora que lo veía por entero y a la luz del día, reconocía que era un ejemplar magnífico. Y lo mejor era que lo tenía allí mismo, con solo alargar el brazo, disponible para ella en exclusiva.
Martín siguió sus manos y descubrió lo que sujetaba entre ellas. Los brazos tapaban su busto. Por la piel de su escote comenzaban a deslizarse las gotas que salpicaban sobre él y alcanzaban el cuerpo femenino.
—¿Te has traído el café a la ducha?
—¿Por qué no?
—Porque se está aguando entero.
—Me gusta ligero.
Martín no pudo hacer otra cosa que reírse. Con aquella mujer no se aburría. No había un solo momento que dejara de sorprenderle. Cuando parecía que las cosas se normalizaban y ella se comportaba como cualquier hijo de vecino, aparecía con alguna nueva ocurrencia y lo descolocaba otra vez.
—Estás loca.
—¿Yo? —añadió con inocencia a la vez que sacaba la mano por el hueco de la cortina para volverla a meter con otra humeante taza—. Enloquece conmigo —le susurró con voz sensual.
En cuanto Martín cogió el desayuno y lo acercó a sus labios, el café se convirtió en agua enlodada y comenzó a desbordarse. Se apartó de la cebolleta de la ducha y se pegó a Luz, que seguía de pie al otro extremo de la bañera. La sujetó con fuerza de la cintura y sus cuerpos quedaron unidos de la cintura para abajo.
—Esto es un asco.
—Tómatelo —le urgió ella mientras le dirigía el brazo hacia la boca para obligarle a dar un sorbo.
—¿No has traído magdalenas? —preguntó divertido.
—Demasiadas migas —fue la respuesta de Luz.
Martín se atragantó y comenzó a toser.
—Esto es un intento de asesinato en toda regla —la acusó cuando recobró el resuello y pudo articular palabra.
—Esto es pura necesidad. Necesitamos estar bien despiertos para lo que nos aguarda.
—Bien, pues ya me he despertado. Y ahora ¿qué?
Luz le quitó la taza y la dejó dentro del lavabo junto a la suya.
—Y ahora… esto.
Sujetó a Martín por encima de los codos y lo hizo girar para colocarlo de espaldas a ella y de cara a la pared. Él levantó la cara hacia el chorro de agua y se dispuso a disfrutar del momento.
Sintió los brazos de Luz rodearle la cintura a la vez que notaba como se adaptaba a su cuerpo. El embate que le llegó desde atrás lo obligó a sujetarse con las manos en la pared. Ella apretaba las caderas contra sus nalgas como si quisiera penetrarle y absorber todos los secretos. Él dejó escapar su voluntad y se rindió ante su asalto, dispuesto a ser el prisionero perfecto.
Se le escapó un jadeo involuntario. Que fuera ella la que tomara la iniciativa —y con semejante ímpetu—, le excitó más de lo estaba dispuesto a asumir delante de cualquiera.
Sus manos aparecieron de la nada recorriendo todo su contorno y se adherían a su ser como hojas de hiedra a una pared. Tan pronto las encontraba transitando por su pecho como las advertía visitando su abdomen o investigando los resquicios de su trasero. Había breves momentos en los que el contacto desaparecía por completo y una ansiedad desconocida le subía hasta la garganta. Pero aquella sensación desaparecía tan pronto como sus dedos lo rozaban de nuevo.
Una de las veces, la espera se le hizo interminable y pensó que todo había acabado.
Pero estaba muy equivocado.
Sentir el filo de sus uñas trazando la línea de su vello púbico fue una verdadera tortura. Los movimientos circulares de sus dedos descendiendo hacia su masculinidad no hicieron sino dar alas a todas las fantasías. Mantuvo la respiración al notar cómo avanzaba por su miembro y llegaba hasta la cumbre, donde se detuvo un instante, solo para bajar de nuevo.
Martín contuvo la frustración al notar que sus dedos se alejaban, sin embargo, no pudo evitar que se le escapara un gruñido.
—Impaciente —le acusó ella con voz voluptuosa a la vez que empuñaba sus testículos con delicadeza y los apretaba con suavidad.
Se quedó allí un rato, a su espalda, jugueteando con él, hasta que decidió que ya era suficiente. De ninguna de las maneras iba a dejar que se escapara tan pronto, sin ella. Se coló por debajo de su brazo y se puso delante de él. Martín intentó atraparla contra los azulejos, pero ella se le escurrió de nuevo entre los brazos para agacharse a sus pies. A punto estaba de mirar lo que hacía cuando la escuchó de nuevo.
—Cierra los ojos.
Él obedeció. Sintió como ella cambiaba las manos por la esponja y comenzaba a enjuagarle las piernas. Debía de haber puesto el tapón porque notó como el agua comenzaba a subirle por el empeine, y… no pudo pensar más.
Ella continuaba con las exigencias. Le obligó a levantar un pie y comenzó a lamerlo. Él quiso derretirse, fundirse con el agua y dejarse llevar. Pensar en su lengua recorriendo el resto de su piel y deteniéndose en cada uno de sus dedos, lo hizo afianzarse a su propio cuerpo y a las oleadas de placer que lo anegaban cada vez que ella lo tocaba, cada vez que ella lo acariciaba, cada vez que ella respiraba sobre él.
La sintió alzarse y colarse entre sus brazos hasta estar a su altura. Abrió los ojos y la encontró junto a él, con la boca rozando la suya mientras sus manos volvían a jugar con sus caderas y los pliegues de sus ingles.
—Espérame —susurró ella y al hacerlo una cascada de agua brotó de entre sus labios y se deslizó en el hueco de sus pechos.
Martín no estaba seguro de poder obedecerla. Todavía tenía las manos apoyadas en los azulejos. Quería abrazarla y apretarse contra ella, pero no estaba seguro de que las piernas le sujetaran si se soltaba. No con aquella sensación de languidez flotando a su alrededor.
Como si ella intuyera que estaba a punto de caer, lo sujetó por los codos y lo empujó hacia atrás con suavidad.
—Túmbate.
Y él obedeció de nuevo. El agua le cubría las piernas y dejaba al descubierto el resto de su cuerpo. Ella tardó unos segundos en seguirle. Vio cómo manipulaba los mandos y la lluvia dejó de caer.
En ese momento de impás, Martín se concentró en su figura y la echó de menos. La cogió de la mano y la incitó a descender. Luz se sentó entre sus piernas, de espaldas a él, y echó la cabeza atrás, hasta apoyarla en su hombro. Cuando Martín comenzó a morderle la curva del cuello, la enardecida iniciativa de la que había hecho gala hasta entonces desapareció de su cerebro y una incontrolable pesadez se apoderó de sus párpados.
Mientras trazaba círculos por el irregular borde de la aureola de sus pechos, Martín pensó que le encantaba la sensación de ser él la causa de su fogosidad. Sentirse dueño de la voluntad de aquella mujer le encumbraba a la euforia. Era casi tan excitante como lo que ella había provocado en él momentos antes. Y decidió que era el momento de devolverle, una a una, todas las torturas.
Sus manos se separaron para abarcar los puntos posibles de placer. Una leve presión en su feminidad fue suficiente para que Luz se arqueara y elevara las caderas. Se recostó contra él y su cuerpo se hundió aún más. Ante la sola sensación del agua lamiendo la cima de su placer estuvo a punto de dejarse llevar; a punto de echar a volar. Sin embargo, una cosa tenía clara: no se iba a marchar sola.
No, cuando aquella podía ser la última vez que veía la expresión de delirio en su cara.
Tomó una decisión. Se puso de pie, descorrió las cortinas y sacó una pierna fuera. Cuando volvió a entrar, él la miraba con cara de sorpresa.
¿Pensaba que se iba a largar?
Para acallar sus miedos, levantó la mano con un sobrecito cuadrado de plástico azul en la mano.
Él sonrió, ya más tranquilo.
—Estás preparada para todo.
—Soy una chica moderna.
—Me alegra de que lo seas.
Ponerle el condón formó parte del juego. Lo intentó primero con la boca y después lo acabó de deslizar con la mano hasta la base de su vientre. Cuando Luz, de rodillas, se sentó sobre él y bajó despacio, dejó inflamar su cerebro con las fascinantes sensaciones que enviaban todas las terminaciones nerviosas que su miembro atravesaba dentro de ella. Cabalgar sobre él fue tan refrescante como dar un trago de agua fría en una tarde calurosa de verano y tan delicioso como llevarse a la boca un dedo untado en nata, robada a hurtadillas de una pastelería. Se movió cada vez más deprisa hasta que vio como Martín se abandonaba a su propio placer y, solo entonces, se permitió unirse a él.
Un rato después, con Luz todavía descansando sobre él, Martín se revolvió incómodo.
—Ya no estoy para estos trotes. La próxima vez que sea a la manera tradicional.
¿Había dicho próxima vez? El corazón de Luz dio un brinco, que ella prefirió ignorar.
—Te advierto que como no des la talla, voy a tener que buscarme a otro —exclamó con tono travieso contra su cuello.
En respuesta, recibió un mordisco en el hombro.