8

Menos mal que es viernes, pensó Luz mientras dejaba el bolso encima de la silla y soltaba el nudo de la bufanda. Aún no había comenzado el día y ya estaba ansiosa por que llegara la hora de salir. Necesitaba olvidarse de todo aquello. No había sido su mejor semana, sin embargo, el sábado y el domingo se iba a compensar con creces de los problemas de aquellos días. La perspectiva de tener por delante sesenta horas solo para dedicarlas a sí misma le resultó de lo más estimulante. Y las iba a emplear en exclusiva a dormir y a divertirse.

Colgó el abrigo del perchero, metió el bolso en el primero de los cajones del escritorio y se dejó caer en la silla. Meditaba si comenzar con una buena taza de café cuando Leire abrió la puerta del edificio y asomó la cabeza por el despacho.

—¡Buenos días! —la saludó animada.

—Nos hemos levantado contentos ¿eh?

—Pues sí. Hoy es el último día —dijo Leire mientras se desabrochaba los grandes botones de su abrigo marrón.

—Menos mal. ¡Tengo unas ganas de que den las seis de la tarde para marcharme a mi casa! ¿Hacéis algo este fin de semana?

—Nada de nada. Nos dedicaremos a haraganear en el sofá y a tragarnos cualquier bodrio que den en la televisión.

—Si yo tuviera una chimenea y un hombre para mí sola también me quedaría en casa, pero no para ver la tele precisamente —añadió risueña y se levantó del asiento—. Y, no mientas, seguro que vosotros tampoco. Ya me imagino la escenita. Cenaréis en el suelo, sobre una manta de cuadros rojos. David te untará unas tostadas de foie y salsa de arándanos y te lo acercará a la boca. Tú le darás un mordisco sensual y exhalarás un suspiro cada vez que él se aproxime a ti. Y os iréis quitando la ropa, el uno al otro, poco a poco. Después, cuando ya estés ahíta, él descorchará una botella de cava que os tomaréis desnudos al resplandor de las llamas y haréis el amor como desesperados. Será el polvo del año. Y todo sin salir de casa, oye, de lo más cómodo —añadió cambiando el tono de voz.

—Eres una peliculera —rio Leire.

—¿No me digas que no hay algo de verdad en todo lo que he dicho? Y, si no la hay, es porque eres más tonta de lo que creo. Yo lo haría realidad cada sábado si tuviera una casa encantadora y un hombre como el tuyo a mi disposición —dijo con envidia—, pero lo mío es imposible. Por un lado, si enciendo dos fuegos de la cocina a la vez, provoco un incendio, y por el otro, creo que la sequía que sufro en los últimos tiempos no es un problema solo de agua.

Leire no pudo evitar reírse.

—Mira que eres exagerada. Conociéndote, seguro que tú tienes un plan mucho más interesante que el mío.

Luz llevaba más de una década saliendo por la noche sin fallar un solo fin de semana. Se conocía todos los antros de Bilbao y alrededores. En verano, se movía de fiesta en fiesta por todos los pueblos de la costa. Empezaba en junio, por los sanjuanes de Barrika, y acababa en septiembre, en los gansos de Lekeitio, por San Antolín. Pero en invierno se quedaba en la ciudad. A priori no tenia problemas en salir sola de casa y acabar acompañada, pero hacia ya un tiempo que hasta eso le daba pereza. En los meses que había estado con su último novio, había descubierto la placidez de estar solos en determinadas ocasiones y, no lo confesaba, pero Leire le daba envidia. Desde que David había entrado en su vida, era otra persona. Entre ellos había algo especial, aunque no lograba adivinar qué era. Era como si ambos guardaran un bonito secreto que solo compartían entre los dos, dejando al resto del mundo fuera de su relación. Cada vez que Luz pensaba en ellos, se volvía codiciosa y, en su fuero interno, reconocía que deseaba tener a su lado una persona con la que compartir lo mismo de lo que disfrutaban sus amigos.

—Sí, ¡un planazo! Salir, hablar, bailar y beber hasta reventar. Y al día siguiente, maldeciré a todo lo que se me ponga delante, empezando por el sol y acabando por las farmacias por no estar abiertas un domingo a las cuatro de la tarde.

—¿Por qué no te vienes a cenar a casa mañana por la noche?

—¿Y estropearos vuestro maravilloso y lujurioso plan? No, gracias.

—Sabes que puedes acercarte cuando quieras. De hecho, hace tiempo que no pasas una tarde con nosotros. Podría ser una buena oportunidad para que charlemos con tranquilidad.

Y para que me mate David si le estropeo la noche.

—Pues si lo que quieres es hablar, te vienes el domingo a mi casa, a las seis de la tarde, con una caja de aspirinas. Te invito a un té de jazmín mientras yo me las tomo con un café con sal para recuperarme.

Julio apareció de repente por la puerta de entrada y las pilló charlando relajadas.

—Señoritas —saludó con voz árida y siguió adelante camino de su despacho.

Nada más pasar de largo, Luz le sacó la lengua en un gesto infantil.

—Estas como una cabra —le acusó Leire con ojos divertidos.

—Eso es porque casi me despide el otro día.

—No creo que fuera para tanto.

—Tú no le viste la cara que puso cuando leyó lo que había escrito en el contrato. Si llega a ser por él, me pulveriza con un rayo hiper-mega-fulminante. —Y volvió a sacarle la lengua, aunque Luz sabía que a esas alturas ya estaría sentado detrás de su mesa, atendiendo a la tercera llamada de la mañana.

—Gracias a que estaba Martín y te salvó de la furia de la bestia —comentó Leire cuando recordó la metedura de pata de su amiga.

—Sí, menos mal —contestó Luz absorta en cómo le había salvado el cuello.

—¿Qué vas a hacer a la hora de comer? Te invito a casa. Ayer, David hizo paella de pescado para dos sin darse cuenta de que hoy no llegaría a comer porque tienen la reunión general del trimestre. No podrá escaparse hasta tarde.

—Lo tuyo sí que es chollo: alto, guapo, se muere por tus huesitos y, además, cocina.

A pesar de que la casa de Leire estaba al lado mismo de la Fundación, ya que se encontraba en el jardín de esta, Luz no solía acompañarla para comer. David comía en casa y a Luz le daba apuro estar siempre en medio de su amiga y su pareja. Cuando comenzó a trabajar allí, Leire se había puesto muy pesada para convencerla de que lo hiciera, pero ella se había plantado desde el principio. Si algo tenía claro era que de ninguna manera iba a ser la que sobraba en aquella relación.

—Vale —aceptó y levantó un dedo como advertencia—. Solo hoy. Pero que conste que lo hago para que no te deprimas comiendo sola.

—¡Cobarde! —se burló su amiga mientras Luz atendía el teléfono que había comenzado a sonar.

—Es Julio —dijo en un susurro después de mirar la pantalla del receptor.

Leire se calló al instante y observó cómo contestaba a la llamada.

—Sí. ¿Qué si he venido en coche a trabajar? Sí, ¿por qué? ¿Esta tarde? Pero si hoy es… Sí, claro, como no. Espera que coja la dirección —respondió a la vez que sacaba un rotulador azul del bote que tenía sobre la mesa y comenzaba a garabatear sobre la parte trasera de una hoja usada—. Y esto ¿dónde se supone que está? Bueno, lo buscaré en un mapa. Gracias.

Luz echó una mirada de odio al auricular que sujetaba y colgó el teléfono de golpe.

Leire estaba intrigada, no había entendido nada.

—¿Qué pasa? —preguntó alarmada al ver que Luz se había quedado con las manos apoyadas sobre la mesa y hacía ímprobos esfuerzos por controlar su furia.

—¿No quería arroz?, pues toma dos tazas. Eso es lo que pasa —masculló con la cabeza gacha.

—Pero ¿qué te ha dicho?

Estaba claro que, fuera lo que fuese lo que había hablado con Julio, no había sido nada agradable.

—¿Que qué me ha dicho? Que el señorito Martín Oteiza no puede venir a firmar el puñetero contrato y ha solicitado que…, como si fuera el Marqués de… de… El señor se ha quedado sin coche y quiere que se lo llevemos a su casa esta misma tarde. Y ¿quién se lo tiene que llevar? La tonta del bote, la pringada, o sea yo.

—¿Adónde tienes que ir si puede saberse?

—Al fin del mundo, creo. ¿Tú sabes dónde está Artea?

—¿El Centro Comercial? En Lejona.

—No, ese no. El pueblo, el pueblo de Artea.

—No.

—Pues ya somos dos, pero como que no me suena que esté a la vuelta de la esquina.

—Vamos a buscarlo.

Leire dio la vuelta a la mesa y se sentó en la silla, delante del ordenador. Buscó en Google Maps Artea Vizcaya y los tejados de un pueblecillo aparecieron ante ellas. Se enteraron entonces de que estaba a cuarenta y cinco kilómetros de Bilbao, camino de Álava, y a Luz se le acabó de estropear el día.

—Y todo para que un soberbio haga un garabato al final de una hoja de papel.

—Mujer, búscale el lado bueno. Recorres mundo y sales de entre estas cuatro paredes.

—Si tanto te gusta, vete tú.

—Tengo otros planes. Alguien me ha dado una buena idea de cómo pasar la tarde —se burló guiñándole un ojo antes de salir.

• • •

Acababa de poner el motor en marcha cuando una fina lluvia comenzó a caer. Lo que me faltaba. Encendió las luces.

Tardó más de tres cuartos de hora en salvar los catorce kilómetros que la separaban de Bilbao y, para entonces, la ligera lluvia se había convertido en un aguacero en toda regla. El incesante movimiento de los limpiaparabrisas apenas desplazaba el agua que le impedía ver el coche que la precedía.

Y todavía le quedaban treinta kilómetros. Miró la hora en la pantalla de su Citroen C3. Eran las cuatro menos cuarto. Se tenía que dar prisa si quería estar de vuelta antes de las seis de la tarde. Claro que para conseguirlo también tendrán que colaborar las decenas de coches que llevo delante. Pero, al parecer, los propietarios de los otros vehículos no estaban por la labor de echarle una mano aquella tarde y para cuando se metió en el túnel de Malmasín ya había pasado otro cuarto de hora. Y otro más hasta que llegó a Galdácano. Las cinco y cuarto, se dijo, enfadada con su jefe y con el mundo. Y todo por el antojo de un tipo insufrible y por tener un jefe arrastrado.

Subió la temperatura del climatizador y dirigió las salidas hacia las manos. Encima se estaba quedando helada.

Conectó la radio en busca de un poco de compañía. Radio 5 apareció en la pantalla luminosa. No, esa no. Pulsó de nuevo el botón y la cantarina voz una locutora llenó el habitáculo. Pero Luz no tenía ganas de escuchar hablar sobre los enormes problemas que tenían que afrontar las universidades españolas y apretó otra vez el mando. «Os dejamos ahora con uno de los éxitos de los ochenta. A-HA y su Take on me».

Esto está mejor, pensó más animada. Y comenzó a cantar a grito pelado. Aquella era una de sus formas preferidas para exorcizar sus enfados. Cantar le subía la moral.

Bedia, Ibarra, Lemoa, Urkizu. Los carteles con los nombres de los pueblos por los que pasaba desaparecían con la misma rapidez con la que había desterrado su mal humor.

Cuando llegó a Artea detuvo los limpias. Había dejado de llover y se había hecho de noche.

Paró el vehículo a la entrada del pueblo. Encendió la luz interior y echó un vistazo al papel en el que había apuntado la dirección de Martín y que había dejado encima de su bolso, sobre el asiento del copiloto. Solo ponía: Martín Oteiza, el número de un móvil y como dirección Barrio Errotabarri. Artea. Así, sin más.

¿Cómo voy a encontrar esto?

Decidió dar un par de vueltas por si encontraba a alguien que le pudiera indicar hacia dónde se tenía que dirigir. Todo fue en vano. Las calles estaban completamente desiertas y de siempre acababa fuera de la población, en medio de la oscuridad más absoluta.

Aquí no viven más de quinientas personas. No me extraña que esté pirado. Cambiar Nueva York por esto trastorna a cualquiera.

Al final, optó por hacer lo que tenía que haber hecho desde el principio. Se metió en el bar.

—Buenas tardes —anunció en voz alta cuando cerró la pesada puerta de madera.

Inmediatamente, las cabezas se volvieron hacia ella. No todos los días llegaba una joven como aquella. Aquella chica, vestida con un apretado pantalón vaquero y un jersey negro con un enorme cuadrado rosa en el pecho y una melena que parecía haberla metido en una tina de vino tinto, era lo más llamativo que se había visto por Artea en mucho tiempo. Los cuatro ancianos que jugaban a las cartas en una de las mesas dejaron de prestar atención a su pasatiempo habitual y los tres jóvenes que tomaban una cerveza en la barra se olvidaron de la conversación. Solo el camarero continuó con su labor y siguió secando vasos.

Luz recorrió con la mirada todo el recinto y, después, se acercó al mostrador.

—¿Se ha perdido? —preguntó el dueño sin levantar la vista de la faena.

—Pues sí.

—¿Adónde va?

—Busco a Martín Oteiza. Vive en el barrio de Errotabarri, pero no tengo ni idea de por dónde se va.

El hombre se dio la vuelta y colocó la copa reluciente en una de las baldas a su espalda.

—¿Al padre o al hijo?

—¿Perdón?

Se giró contrariado.

—Que si busca al padre o al hijo.

—Al… al hijo, supongo. Tiene unos treinta años.

—El hijo entonces. ¡Julen! —gritó a uno de los jóvenes—. La chica busca a Oteiza, el americano.

El tal Julen se acercó hasta ella.

—Le indico cómo llegar hasta allí.

—Vaya con el americano. No tiene mal gusto —escuchó antes de que la puerta se cerrara tras ella.

Imbéciles.

Estuvo a punto de volver a entrar y soltarles una grosería. Decidió que no merecía la pena. En menos de un cuarto de hora se habría largado de allí y no volvería a verles el pelo nunca más.

Julen la esperaba junto al coche. ¿Pretendía acompañarla?

—¿Por dónde se va?

—Gire aquí mismo y métase por esa calle —le indicó señalando una entrada a su espalda—. La salida a la carretera general está un poco más adelante, cójala y, como a unos trescientos metros, verá un cartel con el nombre del barrio que le mandará a la izquierda. La casa de los Oteiza es la segunda, su hijo vive un poco más adelante.

Esperó a que él estuviera lo bastante lejos para abrir la puerta del automóvil y meterse dentro de un salto.

Siguió la ruta que el chico le había indicado. No se cruzó con ningún coche. Aquel era, sin duda, un pueblo fantasma. Se incorporó a la N-240 en dirección a Vitoria. Condujo despacio para poder leer todos los carteles con los que se encontraba. A pesar de la precaución, casi se pasa el desvío. Tuvo que girar el volante con rapidez para meterse por un estrecho y oscuro camino.

Las farolas brillaban por su ausencia. Al parecer, solo tenían derecho a iluminación los habitantes del núcleo urbano. La carretera era muy estrecha y Luz conducía con la mente fija en el centro del asfalto. Había avanzado unos doscientos metros cuando detrás de una curva vio un resplandor. La primera de las casas, pensó. Ya queda menos.

Pero se equivocaba por completo. No se dio cuenta de lo que sucedía hasta que tuvo encima dos enormes faros y sintió como si la enorme boca de un dragón fuera a engullirla de un bocado. Los metros que recorrió, desde que se quedó con el pie pegado al acelerador hasta que pegó el volantazo, transcurrieron a cámara lenta. Sus ojos quedaron cegados por un fogonazo, que la envolvió durante un tiempo indefinido.

Después, solo la oscuridad más absoluta.

• • •

Estoy muerta, era la frase que le martilleaba en el cerebro.

La repitió una veintena de veces antes de darse cuenta de que aquella hipótesis era totalmente falsa.

No puedo respirar. Me estoy ahogando, fue lo siguiente que le vino a la cabeza. Intentó llevarse las manos al pecho y se encontró con un globo viscoso que se interponía entre ella y el volante. El airbag había saltado.

Poco a poco, su corazón se tranquilizó y el latido de su cerebro bajó de intensidad. Con temor, movió las piernas, después, los brazos y, por último, el cuello. Al girar la cabeza hacia la derecha, un pinchazo le recorrió la nuca. Se llevó la mano a la zona afectada y la presionó con prudencia. No parece grave. La peor parte se la había llevado la pierna derecha. Se había clavado la palanca de cambios en el muslo. Mañana tendré un moratón del tamaño de un puño.

Fue entonces cuando descubrió que el coche estaba inclinado hacia ese lado. Se había metido en una zanja. Y el hijo de p… del camionero ni siquiera se ha molestado en parar. ¡Se va a enterar! Le voy a poner una denuncia que se le va a caer el pelo.

Pero antes tenía que conseguir salir de allí.

Apartó como pudo el airbag, movió la palanca para ponerla en punto muerto y volvió a encender el contacto. El motor rugió. Luz exhaló un suspiro. No parecía estar estropeado. Lo sacaría de la cuneta y, cuando llegara a donde fuera que viviera aquel individuo, examinaría los daños.

Al meter primera y comenzar a acelerar, supo que aquello no iba a ser tan fácil como se había imaginado. Por más que pisaba el pedal, el vehículo no se movía ni un solo milímetro. Las ruedas patinaban en donde quiera que se hubieran metido. Lo intentó varias veces, negándose a creer que había llegado al final del viaje. Le tenía que pasar a ella, que lo único que sabía de coches era dónde estaba el agujero por dónde se metía la manguera de la gasolina.

Saldría fuera para ver qué demonios estaba sucediendo. Probablemente una de las ruedas patinaba. Buscaría una piedra para meterla debajo y así poder volver a la carretera de una maldita vez.

En la guantera debía de tener una linterna. Se estiró hacia el asiento del copiloto, pero sin éxito. De ninguna de las maneras conseguía llegar al compartimento. Con esfuerzo, se pasó al asiento de al lado. Tengo que volver a plantearme lo de ir al gimnasio, pensó masajeándose los riñones. En el suelo, contra la puerta, vio el bolso, pero ni se molestó en recogerlo. Encontrar la lámpara y volver a su asiento fue otro logro, y otro más abrir la puerta. Cuando salió al exterior, una heladora sensación le hizo recordar que estaban en pleno febrero y que ella no llevaba más que un jersey. Enfocó la luz hacia el inexistente arcén. Esto es un lodazal.

Rodeó el capó y se agachó. Tal y como había imaginado, la rueda delantera estaba cubierta de agua hasta media altura. Supuso que a la trasera le sucedería lo mismo. Aquello no tenía remedio. Nada de lo que pudiera encontrar tendría la suficiente envergadura como para ser un apoyo en condiciones.

El coche no saldría de allí a menos que lo sacara una grúa.

Y, de repente, hablar con el seguro, contestar a un número infinito de preguntas e intentar describir cómo llegar hasta allí, se le hizo tan costoso como subir a la luna de un salto.

Volvió a meterse en el coche y volvió a pasarse al otro asiento. Asió el bulto rosa que estaba en el suelo y comenzó a rebuscar en el fondo. Aquello era lo malo de llevar una alforja en vez de bolso. Cabe de todo, pero a la hora de la verdad no se encuentra nada.

Al fin, sus dedos localizaron lo que buscaba. Abrió la tapa del teléfono móvil solo para descubrir que no sabía dónde tenía que llamar. Mierda, el papel. Enfocó con la linterna, pero no lo vio. Rebuscó en el bolso y tampoco apareció. Después de agacharse varias veces para intentar localizarlo debajo del asiento, lo encontró en el bolsillo lateral de la puerta.

Pulsó con ansiedad los nueve números que había garabateado en la hoja y esperó. Se oyeron varios tonos antes de que una voz femenina le dijera que dejara un mensaje. Miró al aparato, incrédula. Empezaba a sentirse la víctima de un maleficio. Tranquilízate, Luz. Te está esperando, lo más probable es que lo haya dejado olvidado en el bolsillo de la chaqueta y no haya llegado a tiempo, se animó a sí misma antes de pulsar el botón de rellamada.

—Dígame.

Era él, era su voz. Soltó la respiración que había estado conteniendo.

—Soy Luz.

—¿Dónde te has metido? Llevo toda la tarde esperándote —gruñó.

—Estaba de camino.

—¡Ya te ha costado! Julio me había dicho que llegarías sobre las cuatro y son más de las seis.

¡Será capullo! Todavía voy a tener que aguantar que me monte una bronca cuando él es el culpable de que me encuentre en semejante situación.

—Me he parado un rato a charlar con tus vecinos. Es una gente muy maja y me han invitado a merendar.

Silencio absoluto.

—Es broma —escuchó al otro lado de la línea.

Y, por primera vez en lo que llevaba de día, a Luz se le escapó la risa. Lo había dejado mudo. Bien. A ver si ahora me escucha de una buena vez.

—¿Te has dado cuenta tú solo o te han tenido que ayudar? —No esperó a que le contestara y siguió hablando—. Estoy cerca de tu casa —confesó—. Un camión me ha sacado de la carretera.

—¿Estás bien? ¿Te ha ocurrido algo?

Era deseo de Luz o ¿eso que notaba en su voz era un deje de temor? Le entraron ganas de torturarle un poco más, de asegurarle que una barra de frío metal sobresalía de su omoplato y suplicarle que la sacara de entre los hierros retorcidos de su coche, pero se contuvo en el último momento. Ella no era de las que tiran piedras a su propio tejado y, en ese momento, su prioridad era llegar a una casa con calefacción antes de que empezaran a colgar carámbanos de su nariz.

—No ha sido nada —aseguró—. El problema es que me he salido de la carretera y no puedo volver a ella.

—¿Dónde estás con exactitud?

—No tengo la más remota idea. Si te sirve de referencia, se supone que he cogido el desvío hacia tu barrio. Esto es un camino de no más de seis metros de ancho. El arcén brilla por su ausencia. Y las casas también.

—Espera un momento. No te muevas de ahí. No te separes del coche —insistió alterado—. Llego enseguida.

—¿Dónde quieres que me vaya?

Pero Martín ya había interrumpido la comunicación.

Los minutos que pasaron antes de que una luz alumbrara su cara, se le hicieron eternos. Se había vuelto a meter en el coche y había conectado la calefacción para ver si conseguía no congelarse antes de que su supuesto salvador apareciera, pero cuando Martín llegó, solo podía mover uno de los dedos del pie izquierdo. Tendrán que amputármelos todos y me pasaré el resto de la vida pegada a una silla de ruedas como si fuera una inválida.

Él abrió la puerta de un tirón.

—¿Estás bien? —dijo angustiado, repitiendo la misma pregunta que le había formulado hacía un rato.

Ella elevó la vista y pensó en alargar el tormento un poco más, pero no tuvo valor.

—Estás a punto de cargar sobre tu conciencia una muerte por congelación.

• • •

—Déjame entrar —insistió él con cara de alivio.

¿Las facciones se le habían relajado cuando la escuchó hablar?

Luz volvió a ejercer sus dotes de contorsionista y se pasó al asiento del copiloto sin bajar del vehículo. Él entró, encendió el motor y probó a arrancar. Y tuvo el mismo resultado que Luz un rato antes. No pasó nada. Nada de nada. Cuando se cercioró de que de ese modo no iba a conseguir sacar el automóvil de donde estaba metido, se bajó y revisó la zona. Igual que había hecho Luz.

Mientras él se paseaba examinando el terreno, como si una mera presencia masculina fuera a hacer desaparecer el barro y el agua alrededor del coche, ella esperaba enervada a que finalizara la inspección.

—Tiene mala pinta. Hay que pedir ayuda. No creo que lo podamos sacar de aquí ni aunque yo traiga mi coche y tire de él.

—¿Tu coche?

¿No se suponía que lo tenía en el taller? Él no pareció notar la irritación en la voz de Luz.

—Puedo pedir a alguien que traiga el tractor.

—Ni se te ocurra traer un monstruo de esos para hacer algo a mi coche —anunció con voz fría—. Me está costando una millonada y no pienso dejar que nadie se acerque a menos de cincuenta metros de él sin un carné de mecánico autorizado.

Martín la miró como si fuera la primera vez que la veía en aquella húmeda y gélida tarde. Luz se dispuso a contraatacar el comentario mordaz que iba a salir de sus labios. Pero él hizo lo que ella menos se esperaba.

Le apartó con cuidado un mechón de pelo de la cara mientras la observaba, en silencio, a través de la penumbra.

—Pareces una fierecilla. No me quiero imaginar qué es lo que harías si lo que estuviera en juego fuera otra cosa en vez de unas chapas de metal mal ensambladas —susurró.

Y, ahora, la que se quedó muda fue ella. Muda y paralizada. No podía apartar la vista de sus ojos. Le brillaban tanto que le recordaron los de un lobo a punto de saltar sobre su presa. Solo que la presa era ella y que no le habría importado que se abalanzara sobre ella y la descuartizara.

Sintió cómo le subían los colores. No recordaba cuando había sido la última vez que se había ruborizado delante de alguien.

—¿Tienes los papeles del seguro a mano?

—S-í. Creo que están por aquí.

Se enfrascó en examinar el libro que le habían entregado junto con la póliza del seguro. Pasaba las hojas, buscando, sin ver, el número de teléfono al que llamar en caso de accidente.

—Debe de ser esta pegatina que tienes ahí —le apuntó Martín la tercera vez que abría la primera hoja.

—Es verdad. Qué tonta —se le escapó antes de sentirse absurdamente boba por ponerse nerviosa solo con oír su voz—. Voy a llamar.

No fue fácil que la chica del otro lado de la línea se enterara de lo que le había sucedido. En un momento dado, cuando estaba intentando explicar dónde se encontraba, Martín le arrebató el teléfono y siguió dando las explicaciones.

—Se lo repito otra vez; tienen que coger el desvío hacia Errotabarri y en unos cincuenta metros se lo encontrarán. Dígale al de la grúa que llame al teléfono que le doy a continuación. Yo me presentaré en un par de minutos.

—¿Por qué no le has dado mi número? —preguntó molesta después de que hubo colgado.

El coche era suyo y la gestión, también.

—Me ha parecido que te estabas quedando sin batería —se excusó—. Y supongo que en el fondo de esa alforja que tienes ahí —señaló al bulto rosa que tenía entre los pies—, no traerás el cargador.

—Pues no.

Se quedaron con los ojos trabados unos instantes, hasta que él rompió el momento.

—Vamos —la apremió mientras abría la puerta—. Todavía tardarán un buen rato. Al parecer, la única grúa de la zona está cubriendo otro percance.

Luz salió de nuevo por la puerta del conductor con el abrigo en la mano y la carpeta del contrato, que había alcanzado a recoger del asiento trasero, en la otra. Hacía más frío que antes. Se puso la prenda lo más rápido que pudo y apretó el portafolios contra sí. Llevaba la bufanda desabrochada y, cuando Martín se dio la vuelta para animarla a seguirle, se encontró cara a cara con un pollito desvalido.

¿Qué tenía aquella mujer para parecer un peligro en un momento y desvalida un instante después? No lo sabía. Lo único de lo que era consciente cuando estaba con ella era que unas veces le entraban ganas de estrangularla y otras, de acunarla entre sus brazos. Y de que siempre, tuviera la actitud que tuviese, lo único que le pasaba por la mente era tumbarla en el suelo y hacerle el amor, sin importarle el sitio ni el momento.

—¿Adónde vamos?

Martín se aproximó a ella, le anudó la bufanda con delicadeza y le subió el cuello del abrigo.

—A un sitio donde nunca es invierno —murmuró junto a su oído pasando un brazo por encima del hombro y empujándola con suavidad.

• • •

Luz se encontraba delante de la puerta de una casita minúscula que más que una vivienda parecía una caseta de jardín que se usara para guardar utensilios de labranza.

La había podido observar desde lejos. Tan pronto atravesaron una pequeña valla, dos enormes faroles colgados de la fachada se habían encendido como por arte de magia.

—Detectores de presencia —explicó Martín ante su desconcierto.

El paseo no había sido largo, sin embargo, a Luz se le había hecho eterno. Caminar junto a él, y sentir las cálidas yemas de sus dedos al lado del cuello, era una de las cosas más costosas que había tenido que soportar en los últimos tiempos. Pero había mantenido el tipo y se había comportado como si fuera de piedra.

Estaba más que acostumbrada a la presencia física de la gente. De hecho, ella misma era una persona muy sobona. Le gustaba abrazar a la gente a la que quería. Pero no eran más que simples caricias para demostrarles el cariño que les tenía. Sin embargo, el casual gesto de Martín le había parecido algo muy íntimo y había tenido que resistirse a la tentación de deslizar el brazo por debajo de la cazadora de cuero marrón y colgar el pulgar en el bolsillo trasero de sus desgastados vaqueros.

Nada más imaginar la escena, se enfadó consigo misma. Se suponía que no estaba interesada en aquel tipo. Se suponía que lo odiaba. Se suponía que no se liaría con él ni aunque fuera el último hombre sobre la tierra. Y, en vez de ponerle entre las manos los papeles que le había llevado y pedir un taxi de inmediato para largarse de allí cuanto antes, estaba deseando tocarle el culo.

Colocó la carpeta bajo el brazo y hundió las manos, enfundadas en sus guantes de piel, en el fondo de los bolsillos de su abrigo nuevo. Tenía que evitar como fuera hacer realidad sus delirios.

Escuchó el ruido de la puerta al cerrarse y se preguntó si las luces de fuera se apagarían en ese momento o aguantarían otro rato encendidas.

Divagaba de nuevo.

—Es una bonita casa —alabó mientras observaba lo que la rodeaba.

En realidad era poco más grande que un apartamento. Un moderno apartamento. Desde donde estaba, alcanzaba a ver unos muebles de cocina granates y un gran sofá color crudo, cuya chaise longe convertiría sus siestas de cada fin de semana en un paraíso. Al fondo, una escalera de caracol le indicó que el resto de la casa seguía tres metros más arriba.

—Es pequeña —se disculpó Martín mientras se desprendía de la cazadora y la tiraba sobre el respaldo del sofá de cualquier manera.

—Ya quisiera mucha gente tener un piso como este. Solo le veo un inconveniente —comentó misteriosa a la vez que se soltaba el nudo de la bufanda rosa que Martín había anudado con tanto cuidado.

Él se dirigió a la cocina.

—¿Cuál?

—El sitio. Odio vivir lejos de la panadería y salir a la calle y no encontrarme con la señora Paca de turno.

Él se giró y miró a su alrededor antes de contestar.

—Pues esto es justo lo que yo buscaba No le puedo pedir más.

Ella frunció el ceño. Otra cosa más para apuntar en la columna Desventajas de la lista. La palabra rural iba directamente debajo de mentiroso, cruel y carácter variable. Ya iba cuatro contra dos. Claro que las palabras guapo y divertido siempre habían tenido mucho peso en su diccionario particular. Intentó cambiar de tema. Lo último que deseaba ahora era ponerse a discutir sobre los beneficios de vivir en el campo.

—Lo tienes muy bien decorado.

—Todavía le faltan muchos detalles —comentó haciendo un gesto en dirección a las paredes desnudas—. Quería mudarme cuanto antes y he puesto solo lo imprescindible.

Luz se fijó en la lámpara de acero colocada entre la pared y el sofá, en la televisión, en la alfombra negra con dibujos blancos que se extendía a sus pies. Y no le cupo duda de que para decorar todo aquello había visitado algunas de las tiendas más «in» de Bilbao. La lámpara, sin ir más lejos, la había visto ella pocos días antes en el escaparate del establecimiento que «Luz Bilbao» tenía en la calle Rodríguez Árias. La impoluta vitrocerámica estaba sin estrenar y parecía recién sacada de una exposición. No tenía muchos muebles, pero la línea color crudo que cubría las puertas de los armarios hacía perfecto juego con la tapicería del sofá.

—Por lo que veo, tenemos distinta concepción sobre lo que es imprescindible en esta vida. Cuando yo me fui a vivir a mi casa, hace cinco años, veía la tele sentada en un taburete que trasladaba para cada ocasión desde la cocina.

Él se imaginó a aquella mujer en chándal, con el pelo sujeto de cualquier manera en una coleta, sentada en una banqueta en medio de una habitación solitaria y le entraron ganas de abrazarla. Ganas que se sumaron a las que había ido acumulando durante todo el día desde el momento en el que, obedeciendo a un impulso incontrolable, había llamado a la Fundación para solicitar que fuera ella en persona la que acercara el contrato hasta su casa. Lo había dejado muy claro: nada de mensajeros. Y la treta le había salido bien. Julio González no le había puesto ningún inconveniente a pesar de la molestia y a pesar de la hora. Si en algún momento había tenido alguna duda, aquella mañana se le había despejado. El jefe de Luz era un gusano.

Posó la vista en la mujer que tenía delante.

—¿No te quitas la ropa?

Aquello era ir directo al grano.

Solo el gesto de los ojos de Luz le reveló el malentendido.

—El abrigo. Que te quites el abrigo —pidió con una sonrisa burlona bailando en la boca—. Solo el abrigo.

Con que se le puede coger por sorpresa.

Luz soltó las manos con brusquedad y se desprendió de la prenda con rapidez. Se controló para que los colores no se le subieran a la cara. Se estaba comportando como una puritana que hubiera entrado por error en un burdel.

—Sí, claro. Ya te había entendido.

—Estás un poco alterada ¿no? —dijo sarcástico y añadió con un gesto—: Déjalo sobre el sofá.

¿Alterada? ¿Cómo no iba a estarlo si la miraba con ojos de ir a devorarla en cualquier momento? Y lo peor de todo era que estaba deseando que se le echara encima, aunque en el juego del gato y el ratón ella siempre había preferido ser el gato. Siempre, excepto ahora.

—Son los nervios por lo del coche.

Martín no tuvo duda de que aquello era una mentira.

—¿Qué quieres tomar? —Alzó una botella—. ¿Vino? ¿Café?

—Un poco de vino estará bien.

Cuando se dio la vuelta para coger un par de vasos, Luz se estiró el jersey y se puso derecha. Con una fuerte inspiración, recuperó la entereza. Luz, la profesional, había vuelto.

Cogió el archivador del respaldo del sofá y se acercó hasta él. Lo colocó con más ímpetu del necesario sobre la barra que servía de mesa y de separador de ambientes.

—Aquí tienes los papeles.

Él los apartó a un lado.

—Hasta que llegue la grúa, tenemos tiempo para lo que queramos —dijo con voz tremendamente sensual.

Y las rodillas de Luz se convirtieron en plastilina.

• • •

¿Cómo podía quedarse allí parada, mirándole como daba vueltas a un sacacorchos, sin echarle los brazos al cuello y dejarlo sin aliento?

El sonido del líquido al precipitarse sobre el cristal no hizo sino empeorar la sensación de vértigo de su estómago.

—Creo que por aquí tengo algo para picar —comentó Martín mientras se agachaba.

¿Había algo más sexy que unos buenos Levi’s desgastados y apretados sobre un buen trasero masculino? Con tus huesitos tendré suficiente, estuvo a punto de decir.

—Buena idea —fue lo que su boca pronunció, para su tranquilidad mental.

—¿Nos sentamos? —invitó él.

¡Ay, Dios! ¿En el sofá? ¡No, en el sofá, no! No iba a poder controlarse con aquellas piernas a menos de diez centímetros de ella.

Y, mientras lo seguía temblorosa, comenzó a pensar en la pésima idea que sería acostarse con él.

Incumpliría su norma número dos. A saber, «no liarse nunca con un conocido». Una medida que solo se había saltado una vez: con su anterior novio. Este había sido un compañero de clase de inglés, aunque todo había sucedido el último día de academia, cuando había muchas posibilidades de no volver a encontrarlo por la calle. Un rollito de una noche, había pensado. Aunque la noche había durado casi seis meses. Hasta que el pobre se topó con la norma número uno: «Huir de los que les gusta la palabra siempre».

—A ver si el de la grúa llega pronto —comentó Martín cuando se sentaron en el asiento. Bebió un sorbo de vino y se quedó esperando a que ella dijera algo.

Del todo imposible porque Luz se había quedado muda.

Cuando le observó sacar la punta de la lengua para capturar una gota que se le había quedado colgando del labio inferior, ella se olvidó de todo lo demás. Se extasió viéndola desaparecer con lentitud dentro de su boca. Y quiso ser una intrépida aventurera para adentrarse en aquella cueva desconocida y perderse entre sus simas.

—Si llego a saber lo que me aguardaba, yo misma hubiera pinchado las ruedas —masculló con un hilo de voz.

—¿Decías?

Luz se dio cuenta entonces de que había pronunciado aquellas palabras. ¿Estaba loca? Aquello iba en contra de la norma número tres: «que ellos no se enteren nunca de lo que realmente estás pensando». Necesitaba serenarse un poco o iba a dinamitar en una tarde todo su catálogo vital, que tantos años le había costado redactar.

—¿El cuarto de baño? —preguntó intentando no parecer aturullada.

—Arriba —indicó él.

Mientras subía la escalera, su cerebro giraba en todas direcciones. Estaba desconcertada consigo misma. Se suponía que no estaba interesada en aquel tipo, y entonces ¿por qué cada vez que posaba los ojos en cualquier parte de su anatomía sentía un cosquilleo alrededor de los pezones y se le aceleraba el pulso? No quería imaginar lo que sucedería si él se acercaba lo suficiente para hacerle notar el calor de su respiración en la garganta.

Soy una persona adulta y puedo controlar mis instintos, se repetía cada vez que ponía un pie en un peldaño camino del piso superior.

Pero Luz no estaba preparada para lo que encontró cuando llegó arriba. Fue como si el panel luminoso de bienvenida a Las Vegas se le cayera encima.

Delante de ella, tenía la cama más grande que había visto nunca. Un enorme cuadrado de al menos dos metros de lado. Blanco. Inmaculado. Un prado cubierto de nieve. Un campo alfombrado de margaritas. Una esponjosa nube que invitaba a tumbarse sobre ella y que se extendía a los pies de una descomunal fotografía aérea de una larga cadena de montañas cuajadas de árboles por completo.

Luz se sintió volar y no pudo resistir la tentación de experimentar la emoción de estar en el cielo.

Se acercó y se sentó en el borde con cuidado y, cuando comprobó que del colchón no iba a salir ni un solo crujido que la delatara, se dejó caer hacia atrás. La sensación de ingravidez aumentó aún más cuando vio en el techo un enorme ventanal que dejaba ver un gran pedazo de cielo.

No pudo imaginar un placer mayor que despertarse en aquella cama, después de una noche de delirio, y sentir el calor del cuerpo desnudo de Martín junto a ella mientras miraba las nubes pasar delante de los ojos.

Rectificó su opinión sobre el sitio. Renunciaría a hablar con la vecina del quinto a cambio de dormir siempre en aquel lugar.

Un crujido apenas imperceptible procedente de algún sitio, la sobresaltó y se levantó de repente. Esperó unos segundos con el corazón acelerado intentando localizar de dónde había venido aquel ruido. No, no ha sido nada.

Se coló en el servicio con rapidez y cerró la puerta con mucho cuidado. No quería que él se enterara de que había estado en su habitación más tiempo del razonable.

Martín tragaba saliva mientras descendía los últimos escalones. No había podido resistir la tentación de seguirla cuando la había visto ascendiendo hacia el dormitorio. Él también pensaba que aquel cuarto era impresionante. Nadie, ni siquiera Javier, sabía cómo lo había decorado y no había podido evitar espiarla para ver su reacción.

Pero había sido un error. Cuando la vio acostada sobre la colcha, con los brazos extendidos, se había tenido que contener para no llegar hasta arriba y tumbarse sobre ella. Deseaba, con urgencia, tenerla debajo y que le rodeara la cintura con sus piernas y rodar unido a ella por el colchón. Quería sentir la suavidad de su piel sobre la suya y que ella sintiera el latido de su deseo. Y soñaba con ordenarle, con la voz enronquecida, que se desnudara y se dejara las botas puestas.

No tenía que haber subido, pensó al notar una intensa presión en la entrepierna. Había sido un error. Un grave error.

Luz se entretuvo en el servicio más de lo debido y tiró de la cadena en dos ocasiones para que quedara claro dónde se encontraba. Y para cuando puso el pie en el piso inferior, Martín había desaparecido. ¿Dónde se habrá metido? Le llegó un chorro de aire frío que se colaba por la abertura de la puerta. ¿Habrá salido?

Se asomó a la luz de los dos faroles del exterior. A primera vista no parecía haber nadie. Escuchó atenta, pero solo alcanzó a oír el regular golpeteo de la lluvia sobre el tejado del porche. Salió un poco más. Se abrazó para intentar mantener su calor corporal por encima del punto de congelación. Cuando se acercó a la esquina izquierda de la casa, lo oyó hablar.

La voz llegaba de la parte posterior de la vivienda. Al girar en la esquina, descubrió un coqueto puente de madera y pasó sobre él en dirección a donde procedían las palabras que arrastraba el aire.

—Entonces nos vemos mañana por la tarde. ¿En tu casa? ¿Con Elisa y los niños? No me gusta. ¡Ah, vale! Si se van a casa de tus suegros, perfecto.

Luz llegó hasta una puerta que había detrás de la casa y, cuando miró dentro, Martín la descubrió y le indicó que entrara.

En el rincón más próximo a la puerta, se veían unos cuantos muebles apoyados en la pared. Pudo apreciar un somier, un colchón y un tablero que supuso sería el cabecero de la cama. Lo que vio en el resto de la estancia la dejó estupefacta.

De todas las paredes colgaban unas finas cuerdas, que iban de lado a lado, llenas de fotografías sujetas por una de las esquinas con pinzas de madera de tender la ropa.

Las identificó en seguida. Martín las había sacado el fin de semana que habían pasado en la casa rural. Se paró delante de la que tenía más cerca. La playa de Deba. Se movió con lentitud hasta la siguiente. La iglesia de Santa María. Un pórtico precioso. El puerto de Mutriku. Parecen barquitos de juguete. Un primer plano de la virgen de Itziar. Un segundo plano de la virgen de Itziar. El perfil de la virgen de Itziar. El recorrido continuaba en la siguiente pared. Martín seguía sus movimientos, interesado por su reacción ante lo que vería a continuación.

Luz intentó adivinar qué era aquella maraña roja que tenía delante. No era lana, no eran hilos, era… ¡Era una imagen de su pelo! Sin ser consciente, dirigió una mano a su melena y se apartó un mechón que le caía por la frente. No se atrevió a darse la vuelta y mirar a Martín. Se le había acelerado la respiración. Otra mirada un poco más allá le indicó que aquello no había hecho más que empezar. La segunda imagen era una toma de su cara. La tercera, una de cuerpo entero. La cuarta, un primer plano de sus ojos y, en la siguiente, la mitad de sus labios y el pequeño lunar que tenía a la izquierda de la boca y, la última, una instantánea de sus manos mientras hacía girar el anillo de plata que siempre llevaba en la mano derecha.

No tuvo que darse la vuelta para saber que él estaba detrás de ella. Lo sentía a un palmo de su cuerpo. El vello de la nuca se le erizó. Deseó recostarse sobre su pecho, cerrar los ojos y que él la rodeara con los brazos, pero no se atrevió. Dudó en formular la pregunta que bailaba en su mente desde el momento en el que había descubierto que ella era el tema principal de aquella exposición.

—¿Por qué? —murmuró al fin, con la vista fija en la pared repleta de imágenes propias.

—Porque estabas allí —fue la sencilla respuesta.

Aquella era la contestación natural. Al fin y al cabo, él era un fotógrafo profesional y aquello era lo que hacía: tirar fotos a diestro y siniestro sin importar qué o quién estuviera en el centro del objetivo. Pero algo le decía que no era cierto, que aquellas tres palabras, aparentemente tan creíbles, no mostraban la realidad. Y ella no iba a dejar escapar la oportunidad de saber la verdad. Se giró con rapidez y le miró a los ojos.

—Mentiroso —le provocó.

Él la observaba muy serio. Dejó pasar los segundos en silencio y, cuando Luz comenzaba a pensar que había estropeado el momento de intimidad, sus labios se curvaron en una sonrisa sugerente. Sonrisa que se paralizó de repente para ser sustituida por unas arrugas que aparecieron en medio de la frente.

Le vio meter la mano en el bolsillo trasero del pantalón y sacar el teléfono.

—La grúa —anunció justo antes de descolgar.