—¿La sala de exposiciones? —preguntó una voz masculina desde el pasillo.
—La puerta del fondo —contestó Luz sin levantar la cabeza.
Llevaba hora y media repasando aquella hoja de cálculo que contenía la lista de los gastos de la sede de la fundación en la que trabajaba y ya se había perdido tres veces y había tenido que volver a empezar. No tenía ninguna intención de que le sucediera de nuevo. Así pues, cuando escuchó los pasos de quien entraba, no levantó la vista. De ninguna manera quería volver a equivocarse.
—Gracias —contestó el visitante.
—De nada —respondió ella de forma mecánica.
—¿La biblioteca? —interpeló la misma voz un rato más tarde.
A Luz se le escapó un profundo suspiro.
¿Para qué creerá la gente que son los carteles que hay al lado de las puertas? ¿Para que haga bonito?
—Entre por la puerta que está debajo de las escaleras de la sala de exposiciones —explicó lo más brusca que pudo.
—Gracias —volvió a contestar el recién llegado.
Línea 1153, 1154 y 1155. La tortura había finalizado.
Y en el instante en el que pinchó el icono de salir de la hoja de cálculo, le dio la escalofriante impresión de que alguien la observaba con detenimiento. Levantó la vista y se encontró cara a cara con el enemigo público número uno. Apoyado en el quicio de la puerta con los brazos cruzados, Martín sonreía relajado, como si esperara a que terminara su jornada laboral para invitarla a un café.
—Supongo que no tienes otra cosa que hacer más que quedarte como un pasmarote observando cómo los demás se ganan las lentejas.
—Yo también estoy encantado de verte después de tanto tiempo.
—¡Ah! Pero ¿ha pasado el tiempo? —preguntó ella hiriente.
—Más de tres meses diría yo —contestó él con toda la tranquilidad del mundo haciendo caso omiso a su tono de voz.
—Pues se conoce que me quedé ahíta de tu persona entonces porque me parece que fue ayer cuando casi pongo una denuncia por acoso sexual —comentó haciendo referencia a su intrusión en la habitación de la casa rural.
—No me pareció que estuvieras muy asustada. Más bien… ¿sorprendida?
—Si no te importa, hay gente que tiene que trabajar —anunció con la esperanza de que se largara.
Pero su argucia no dio el resultado esperado. Martín abandonó la postura relajada que había adoptado, se acercó hasta ella y apoyó las manos sobre la mesa. Luz le echó una mirada retadora.
—Buenos días. Es la primera vez que vengo y necesito información sobre el funcionamiento del centro.
Está claro que es masoquista.
Ella se esforzó por encontrar la expresión más ceñuda, aquella que reservaba los sábados de madrugada para los babosos de discoteca, sin embargo, no fue capaz de localizarla. Aunque no lo confesaría nunca, en el fondo le divertía que él le siguiera el juego.
—Para llegar a la biblioteca entre en la sala de exposiciones y pase por la puerta en la que pone BIBLIOTECA. Nadie se pierde, incluso los más tontos llegan hasta ella. —Colocó una hoja entre las manos de Martín—. Estas son las condiciones del préstamo. Para la solicitud del carné tendrá que traer una fotocopia de su DNI y rellenar un impreso indicando el interés que le ha traído hasta aquí. Si quiere sacar algún libro del edificio tendrá que pasarse por este mostrador para que yo lo apunte. ¿Le ha quedado claro al nuevo visitante?
—¿Puede repetirme esta última parte? —se burló él.
Solo quería hacérselo recitar otra vez. Se estaba divirtiendo de lo lindo viendo como Luz se contenía cuando lo que en realidad quería era mandarle a la mierda en todos los idiomas que sabía.
—Está todo apuntado en la hoja informativa. ¿Sabe o no sabe leer? —se le encaró ella.
—¿No podría acompañarme? Soy muy malo para orientarme.
A Luz se le escapó un suspiro desesperado y bajó la vista para seguir con su trabajo, haciendo como si no hubiera escuchado la última pregunta.
—Encantada de haberle sido útil —comentó sin despegar los ojos de la pantalla del ordenador.
—Gracias, señorita Rencorosa.
Luz tuvo que sujetarse a la silla para no arañarle cuando le escuchó pronunciar la última palabra. Le miró con firmeza y Martín estuvo seguro de que lo siguiente sería sentir cómo se desintegraba poco a poco bajo aquella mirada incendiaria.
Pero se equivocó. Ella estaba decidida a que aquel engreído estúpido, que además se creía gracioso, no la sacara de sus casillas.
—Vuelva cuando quiera —añadió muy despacio.
—No lo dude —contestó él con un guiño.
Cuando Martín desapareció de su vista, suspiró más tranquila. Pero ¿este tipo no se había marchado a su país? ¿Qué demonios hace aquí otra vez?
En ese instante, Leire se asomó a la puerta de su despacho.
—¿Has llenado la cafetera? —preguntó mientras se dirigía a un mueble que había debajo de la ventana.
—No he tenido tiempo. Llevo todo el día revisando unos datos que me ha pasado Julio —contestó a la vez que hacía amago de levantarse.
—No te muevas. Ya la lleno yo.
En eso habían ganado con el cambio de trabajo. Habían desterrado los horripilantes cafés de máquina tomados en vasos de plástico y ahora bebía hogareños cafés servidos en tazas de porcelana.
—Hoy es un día tranquilo. No he visto a nadie en toda la tarde.
—Sí, muy tranquilo —contestó Luz vacilante.
¿Le contaba o no le contaba que Martín andaba por ahí? A Leire aquel tipo le caía bien y sabía que, si se lo decía, iba a tener que tragar con él el resto de la tarde y parte de la noche. Aunque tenía que reconocer que el día de Itziar hasta acabó por parecerle un buen tipo. Recordó haber pensado que a él le debía haber contribuido a reforzar su propia personalidad, pero de ahí a olvidarse de un plumazo toda la animadversión que había acumulado en su contra durante aquellos años había un largo trecho.
No, no se lo diría, decidió justo en el momento en el que un fuerte olor a café inundaba la oficina.
Leire se bebió la mitad del tazón en su despacho y, después, se marchó. Tenía muchas cosas que hacer.
—Eso, ponte a trabajar y deja de haraganear —la despidió Luz.
En buena hora. Un segundo más tarde, volvió escuchar sus pasos apresurados. Regresaba. Se le habrá olvidado algo.
—¡Mira con quién me he encontrado!
Luz levantó la vista. Se hacía una idea más que aproximada a quién le traía.
—¡Qué ilusión! —dijo con expresión de haberse tragado una guindilla.
—¡A que sí!
No hizo amago de levantarse a saludar. Sabía que su amiga estaba intentando forzar la situación. Ella no era tonta ni Leire la ingenua que hacía ver.
—¿Vas a quedarte por aquí mucho tiempo? —preguntó Leire a Martín.
—Todavía me llevará un rato lo que he venido a hacer —dijo echando a Luz una mirada provocadora.
Esta miró el reloj.
—¡Estupendo! Entonces terminamos unas cosas y lo dejamos por hoy.
—Yo he quedado con… —Luz miró a su alrededor buscando una salida y sus ojos se posaron en las hojas del calendario—. Con Domingo para ir al cine.
—Domingo, ¿qué Domingo?
—Un amigo. No le conoces.
—No me habías dicho nada —comentó Leire perpleja.
—Se me habrá olvidado comentártelo.
—Bueno, pues en ese caso, no contamos contigo. —Se giró hacia Martín—. Dejo unas cosas acabadas y te busco. David está a punto de llegar. Podemos ir a cenar algo al puerto deportivo.
—Perfecto —afirmó él. Se volvió hacia Luz para despedirse—. Que lo pases bien en el cine y suerte con… ¿se llamaba Sábado?
Luz hubiera preferido revolcarse desnuda en un campo de ortigas antes que ver aquella irritante sonrisa bailando en medio de su cara.
• • •
—Tenías que haber venido. Lo pasamos francamente bien. Martín tiene una conversación muy entretenida —contaba mientras recorrían el jardín que separaba la casita de Leire de la mansión que alojaba la sede de la Fundación.
Luz comenzaba a pensar que tenía razón. Tenía que haber ido, de esa manera se habría ahorrado comenzar el día escuchando alabanzas sobre él.
—Ya me lo imagino. Os habrá contado con pelos y señales la glamurosa vida que llevaba en New York —masculló Luz— y la cantidad de chicas que pasaban por su cama todas las noches.
Su amiga la sujetó del brazo e hizo que se detuviera. Se le iluminaron los ojos.
—Estás celosa —afirmó.
—¿Estás loca? —exclamó Luz a la vez que daba un tirón para soltarse—. ¿Celosa yo de ese pretencioso cargante?
—Martín no es ni pretencioso ni cargante. Y lo sabes.
Pero Luz no escuchaba.
—Además, ¿por qué iba yo a estar celosa de un tipo que no tiene nada que ver conmigo? —añadió molesta y echó a andar con el bolso apretado contra su pecho, sin esperar contestación.
¡Celosa!
—Y además tienes envidia de que él haya recorrido medio mundo mientras que tú, al igual que yo, no hayas ido más allá de lo que se tarda en gastar el depósito de la gasolina de un coche —le gritó Leire desde el lugar donde la había dejado.
Luz no le hizo ni caso y siguió adelante con la pose más digna que pudo poner.
¡Celosa!, se repitió al pisar cada uno de los escalones de acceso a la casona. ¡Celosa!, volvió a pensar cuando metió la llave en la cerradura de la puerta principal y desactivaba la alarma. ¡Celosa yo!
Tenía muy claro dos cosas. Una, que no tenía el más mínimo interés por semejante individuo, y dos, que a su amiga cumplir años le sentaba fatal.
¡Celosa!
Y se hubiera pasado toda la mañana dándole vueltas al tema si no llega a ser porque dos minutos después de sentarse en la silla y colocar los pies sobre el reposapiés que tenía debajo de la mesa, su jefe apareció por la puerta.
—¿Tienes un momento?
Cuando aquel hombre, calvo y con una incipiente barriga, pronunciaba aquellas tres palabras, el momento se solía convertir en muchos minutos y varios encargos a realizar en un breve plazo de tiempo.
Luz evitó un suspiro. Resignada, cogió la libreta que tenía en el primer cajón del escritorio y se puso en pie.
—¿Prefieres que suba al despacho?
—No —comentó él mientras se sentaba en una de las sillas dispuestas para los visitantes en busca de información—. Voy con prisa. Tengo que acercarme a la oficina de Bilbao a presentar el informe mensual —añadió señalando el maletín en el que llevaba el ordenador portátil.
—Tú dirás —le alentó ella mientras regresaba a su sitio y se disponía a escribir.
—Acabo de mandarte un correo electrónico con los datos de un nuevo colaborador de la Fundación. Va a ayudarnos con el diseño de parte de la nueva documentación interna y los folletos. Necesito que prepares su contrato. He indicado que te manden un correo con un modelo —indicó.
Luz levantó la cabeza.
—Perdona, Julio, pero ¿por qué hacemos nosotros esto? Ese es trabajo de la Central.
—Al parecer el hombre prefiere acercarse aquí ya que no va a pasar por Bilbao para nada. Así que me han pedido que nosotros nos hagamos cargo. —Hizo un gesto de desdén—. Supongo que se cree uno de esos genios snobs.
—Y ahora me marcho que llego tarde —indicó mientras se levantaba con rapidez.
—¿Nada más? —se extrañó ella.
—Sí, encima de mi mesa he dejado un par de carpetas con varios asuntos. Échales un vistazo. Te he enviado un correo con las instrucciones. Síguelas —le ordenó—. Lo necesito todo para esta misma mañana —añadió antes de salir.
Para esta mañana. ¿Y por qué no mejor para anteayer? Ya me parecía a mí que hoy no me iba a ir de rositas.
Luz lo observó desaparecer e hizo una mueca burlona.
Todos los jefes eran iguales. Unos incapaces para organizar su propio trabajo y unos linces a la hora de desorganizar el de los demás solo con decir las palabras mágicas: Lo quiero para ya.
Pulsó el botón de encendido del ordenador y esperó a que saliera la ventanita de colores y la pantalla de identificación. luz.ramos escribió cuando le pidió su nombre de usuario. ¡Pero qué poco originales son estos informáticos! Menos mal que ella paliaba semejante despliegue de imaginación con contraseñas apropiadas como meimportaunbledo, estoyhastaelmoño y yupivacaciones que alternaba de vez en cuando, tal y como marcaba la normativa oficial que le habían entregado el primer día de trabajo.
Al fin, apareció en la pantalla el logo corporativo. Una gran F azul y gris. Más triste que pegar a un padre. Nada de fotos de paisajes ni mucho menos del hijo o del sobrino bañándose en la piscina.
Pinchó el icono que abría el correo electrónico. El reloj de arena comenzó a dar vueltas y vueltas y vueltas y vueltas y vueltas y vueltas y más vueltas. Y siguió dando vueltas y vueltas.
—Odio estos cacharros —dijo en voz alta.
Pero se contuvo para no darle una patada, no fuera que su primer sueldo se redujera a la mitad para pagar el arreglo de aquel chisme.
Apretó el botón de encendido con saña y se levantó irritada. Subiría a buscar los papeles que Julio le había indicado mientras a aquel trasto arrancaba de una vez.
Se entretuvo en el piso de arriba más de lo debido y no bajó hasta un cuarto de hora más tarde. Llevaba las manos ocupadas con las dos supuestas carpetas, que se habían convertido como por encantamiento en cinco grandes portafolios, y cuando entró en su despacho descubrió que tenía un visitante.
—¿No tienes casa? —comentó con desdén mientras pasaba junto a él.
Martín ni se inmutó.
—Buenos días —contestó él con amabilidad.
Luz depositó las carpetas sobre la mesa con un golpe y se dejó caer en la silla con gesto de fastidio. Aunque su intención era que pareciera que su presencia le resultaba totalmente indiferente, los nervios la traicionaron. Miró hacia arriba con idea de intimidarlo, pero la que se quedó pasmada fue ella cuando lo vio en toda su plenitud. Vestido de negro de arriba abajo resultaba un magnífico ejemplar de la condición masculina. En eso tenía que darle la razón a Leire. Aquel hombre estaba como un tren.
—Creo que tienes algo para mí —comentó él.
Su voz la devolvió a la realidad.
—¿Yo? Creo que te equivocas.
Martín se había sentado delante de ella y, a su misma altura, ya no le pareció tan imponente. Aprovechó para recuperar su serenidad.
—Pues a mí me han dicho que pase por aquí para firmar un contrato.
Luz lo entendió todo. ¿Con qué esas tenemos? Tenía delante al supuesto excéntrico que no quería tener nada que ver con la oficina central. Pues si se pensaba que se iba a divertir a su costa, iba apañado.
—Espera un momento —le dijo.
Y comenzó con la tarea de volver a encender el ordenador. Esta vez no le dio problemas. Menos mal. Odiaría tener apuros técnicos delante de él. Seguro que además es de esos manitas que se llevan con la tecnología como si fueran de la familia. Leyó el correo electrónico que Julio le había enviado con las indicaciones de lo que tenía que hacer con respecto al nuevo contrato. Revisó el resto de las líneas. El modelo enviado por la oficina central no había llegado. Se va a enterar este, se dijo mientras abría el procesador de textos y comenzaba a escribir.
Por momentos, levantaba los ojos del teclado para estudiar lo que estaba haciendo Martín. La primera vez, descubrió que él no le quitaba la vista de encima. De hecho, exhibía una absurda sonrisa en la boca. ¿Pero es que a ese tipo nada le borra la diversión de la cara? La segunda vez, paseaba la mirada por los cuadros colgados de las paredes. La tercera, se había levantado y revisaba los folletos colocados al lado de la puerta en un revistero, y la cuarta, lo encontró detrás de ella, mirando por encima de su hombro.
—¿Haces el favor de quedarte sentado? —le preguntó enfadada mientras se esforzaba por tapar las letras de la pantalla.
—¿Te pongo nervioso? —susurró él demasiado cerca de su oído.
—No —aseguró Luz.
Martín dejó escapar una risa ahogada, pero, por fortuna, le hizo caso y regresó a su sitio.
Cuando tuvo el documento listo, seleccionó la impresora y pulsó la tecla de Aceptar. Y se dispuso a ver la cara que se le quedaba cuando leyera el maravilloso acuerdo que estaba a punto de firmar.
Su jefe hizo su aparición en el mismo instante en el que Luz cogía las hojas de la impresora.
—He tenido que volver porque se me ha olvidado… —se interrumpió al ver a Martín—. Usted debe ser Martín Oteiza. Encantado de conocerle. Supongo que mi secretaria le estará preparando su contrato. ¿Es este? —dijo acelerado al tiempo que le quitaba los papeles de las manos y comenzaba a leer—. En Getxo, a 16 de enero de 2005, se acuerda entre la Fundación… con domicilio en la calle bla, bla, bla y el Sr. Batman con domicilio en Cueva de los murciélagos… —agitó los folios delante de su cara—. Pero ¿qué broma es esta?
¿Era su imaginación o Julio se estaba poniendo verde por momentos? ¡Ay, madre! ¡La que se va a armar!
—Esto no es más que una tontería que le he pedido yo a la señorita que me imprima —intervino Martín muy serio mientras tiraba del contrato con firmeza. Luz observó con alegría cómo lo hacía pedazos—. Siento el malentendido y espero no haber puesto a la señorita en un aprieto. Ella solo atendía la solicitud que yo le había formulado —se disculpó con gesto de arrepentimiento—. Ahora mismo iba a proceder a la redacción del contrato real.
Mientras tanto, Luz seguía sentada en la silla. Se había quedado paralizada. Incapaz de articular palabra, lo único que esperaba era que Martín fuera lo bastante convincente y que Julio no diera demasiada importancia a aquella broma tonta. La mala noticia era que su jefe tenía el mismo sentido del humor que una mofeta y ella hacía solo un mes que había colocado su taza para el café encima de aquella mesa.
El responsable paseó su desconfiada mirada desde Martín a Luz una y otra vez, sin saber qué pensar. Y, mientras Martín lucía su mejor sonrisa, Luz se frotaba las manos que mantenía escondidas en el regazo.
—Está bien. Subo a coger unas cosas y me vuelvo a marchar.
Cuando el hombre desapareció por el vano de la puerta, Luz se acodó sobre la mesa y apoyó la frente en las manos a la vez que exhalaba un profundo suspiro. Se había librado por los pelos. Martín acercó una de las sillas y la observó interesado.
—Tengo una curiosidad. —Ella levantó la cabeza temerosa. Ya había tenido demasiados sobresaltos para ser las diez menos veinte de la mañana de un martes—. Si llego a venir de rojo ¿qué hubiera sido: Superman o Spiderman?
Se quedó tan estupefacta que tardó dos largos minutos en soltar la carcajada que aquel comentario merecía.
—¿Qué te parece Flash? —preguntó sin poder dejar de reír.
—No sé si las alitas de la cabeza me favorecerían demasiado.
Cuando Leire salió de su despacho media hora más tarde a por su dosis de cafeína, le pareció escuchar risas desde lo alto de la escalera.
• • •
Luz se dirigía hacia la biblioteca con varios de los libros en préstamo que le habían devuelto entre los brazos y, cuando pasaba por la sala de exposiciones, se le cayó el que transportaba encima. El sonido retumbó por toda la estancia. Las cinco personas que estaban contemplando los cuadros se dieron la vuelta y miraron en su dirección. Se disculpó entre dientes, se agachó y, a duras penas, consiguió volver a ponerlo encima de los otros. Ninguna de aquellas amables y educadas personas acudió en su ayuda. Nada, majos, vosotros seguid a lo vuestro.
Continuó su camino trastabillando bajo el peso de los volúmenes. Solo hacía un mes que trabajaba en la Fundación, y ya estaba a punto de colgarse un cartel del cuello en el que pusiera «Chica para todo». Al igual que el Carrefour, ella ofrecía tres productos por el precio de uno. A saber, secretaria, bibliotecaria y señora de la limpieza en un mismo pack. Voy a tener que pedir un aumento de sueldo en breve.
La Fundación había habilitado una pequeña colección, especializada en arte que contaba con unos tres mil libros, situados en la misma estancia en la que había estado la antigua biblioteca de la casa. Al tener tan pocos fondos todo era muy familiar. Y esa familiaridad se traducía en que nadie había considerado la necesidad de poner a una persona que gestionara los documentos. Con llevar un pequeño registro de los que se consultan, ya vale, le había dicho su jefe. No le llevará mucho tiempo. Pero, por supuesto, no le había informado que, aparte de apuntar quién se llevaba cada libro, había que organizarlos, colocarlos, consignarlos como recibidos, pedirlos, mandarlos a forrar cuando eran obras importantes, reclamar aquellos que no hubieran devuelto los lectores, ordenarlos y pasarles la bayeta cuando se llenaban de polvo.
Y todo ese trabajo había recaído en ella.
Abrió la puerta con cuidado y vio nueve o diez personas dentro. Al fondo había una mesa con un ordenador para que los investigadores tomaran algún apunte o consultaran alguna fuente especializada. En la mayoría de los casos, los libros se los llevaban a casa, sin embargo, había bastantes ocasiones en las que los hojeaban allí mismo, sentados con toda comodidad en los ocho sillones dispuestos para ello.
Echó un vistazo rápido por encima de los reposacabezas de los asientos. Todos los sitios estaban ocupados. Ella sospechaba que algunos de aquellos estudiosos habían adoptado aquella habitación como refugio y no tenían nada mejor que hacer.
Colocó la pila de libros sobre la mesa, con cuidado para no hacer demasiado ruido. Con el primero en la mano, se acercó hasta la última de las estanterías, al lado de los ventanales, e hizo deslizar la escalera hasta el sitio adecuado. Si ella, con su apenas metro sesenta y dos, era incapaz de llegar a la tercera balda no iba a soñar con colocar nada en la quinta sin ayuda.
Martín, con disimulo, movió el sillón en el que estaba sentado para mejorar su perspectiva de la habitación. Cuando había entrado en la mansión, Luz no estaba en su mesa y se había sentido decepcionado al no encontrarla. Debía de estar volviéndose un poco masoquista porque tenía que reconocer que pasar un rato con ella le estimulaba mucho más de lo que quería reconocer. Era gracioso pensar que había tenido que volver a su ciudad natal para encontrar el aliciente que faltaba a su vida. Los alicientes, se dijo cuando recordó el negocio que tenía a medias con su hermano.
Luz regresaba con el segundo ejemplar cuando Martín descubrió sus torneadas piernas enfundadas en aquellas medias negras con rayas rojas. Y decidió que abandonaba el mundo de los pensamientos para pasar a algo más terrenal. Cerró el libro que tenía entre las manos, y que había estado hojeando durante la última hora, y se lo colocó sobre el regazo. «Escultura románica alavesa» aparecía en la portada, pero cualquier interés que hubiera tenido en la escultura, en el románico y, por supuesto, en Álava se acababa de desvanecer como el humo.
La mirada de Martín recorrió el camino por el que Luz avanzaba siguiendo su rítmica cadencia. Andaba de puntillas para evitar hacer demasiado ruido. Como siempre, disimulaba su escasa altura subida en unos zapatos negros de cuña que la elevaban de suelo más de lo razonable. Por esta vez, no hace malabarismos sobre un tacón más fino que un lapicero. Sus pies llegaron al pie de la escalera y se detuvieron un instante antes de comenzar a subir. Uno, dos, tres escalones, contó Martín según elevaba la vista detrás de las torneadas pantorrillas y los finos tobillos. Luz dejó de ascender, sin embargo, los ojos de Martín continuaron recorriendo las piernas hacia arriba, hasta que la oscuridad reinante debajo de la falda negra los detuvo. Se quedó con la vista clavada en aquel punto incierto a la espera de que algo sucediera. Notó como ella se ponía de puntillas y la piel expuesta aumentaba unos milímetros. Comenzó a ponerse nervioso. Se sentía como un niño de diez años que espía los movimientos de la compañera de clase con la intención de verle las bragas, pero no le importó. Echó un vistazo a su alrededor. Nadie, excepto él, atendía a los movimientos de aquella inquietante pelirroja. Un segundo más tarde, Luz inició el descenso, sin embargo, él continuó con la mirada fija en el mismo punto. Volvió a ver aparecer el borde de la falda y, poco a poco, captó las redondeces de las nalgas. La tela de algodón se adhería a sus glúteos más de lo debido y a Martín le llegó la imagen de aquella mujer con un triángulo de tela por delante y una fina cinta por detrás. Y tuvo que hacer varias respiraciones profundas para calmar el desasosiego que acababa de desatarse en su interior.
Se centró, entonces, en su espalda. El borde del jersey negro que llevaba puesto apenas rozaba la cintura de la prenda y Martín supo que había perdido la oportunidad de deleitarse ante un trozo de su piel. Cuando sus ojos se posaron en su pelo, a la altura de la nuca, se le hizo insoportable quedarse allí sentado cuando lo único en que deseaba era tenerla desnuda debajo de él y recorrer con su lengua aquella columna vertebral, lo más despacio posible.
Al llegar al suelo, ella se giró y se encaminó de nuevo hacia la mesa. Otro paso, otro libro, pasó por su mente y un alarmante calor comenzó a bajar desde el centro del cuerpo de Martín hacia la entrepierna al presentir que iba a presenciar la misma escena una y otra vez. Se sentía como si aquella mujer estuviera a punto de bailar para él mientras se escuchaba de fondo la rasgada voz de Joe Cocker cantando «You can leave your hat on».
Y verla de perfil mientras caminaba no era más tranquilizador que observar sus posaderas. De nuevo se deslizaba sobre la tarima para no armar alboroto, pero lo único que conseguía era llamar más su atención y que no fuera capaz de apartar la vista de sus turgentes pechos.
La tortura se prolongó durante veinte largos minutos en los que Martín fue incapaz de hacer otra cosa más que mantener los ojos pegados a la figura femenina. Y cuando ella se marchó, él se quedó allí, sentado, sujetando con fuerza el libro sobre las piernas y esperando a que llegara el momento en el que levantarse no fuera causa de comentarios jocosos entre sus compañeros de estudio.
• • •
Había tenido que dejar pasar media mañana y una larga visita a la cafetería, con lectura del periódico incluida, para armarse de valor y acercarse a la oficina de información. Y ni aún así estaba muy convencido de su propia reacción cuando la viera de nuevo. Él mismo estaba sorprendido de lo que le había sucedido. Excitarse con solo mirar a una mujer vestida no dejaba en muy buen lugar su grado de madurez mental. No le había sucedido nada semejante desde que era un chaval.
Cuando llegó a la altura del rótulo INFORMACIÓN, se puso derecho, inspiró para sosegarse e intentó poner la mente en blanco. Valor y al toro, se animó antes de entrar.
Ella estaba inclinada sobre el teclado del ordenador, pero cuando notó que alguien se acercaba, elevó la vista y sonrió al verle.
—¡Hombre! Mi superhéroe favorito.
Martín contuvo las ganas de tumbarla sobre la mesa y hacerle el amor allí mismo y se quedó de pie con semblante severo. Necesitaba controlar la ansiedad.
—Vengo a ver si ya ha llegado la copia del contrato —dijo con tono formal.
Luz tenía los ojos brillantes.
—Todavía no lo tengo. Me acaban de avisar de Recursos Humanos que al parecer hay un problema de forma y tengo que corregirlo y volver a enviárselo.
Él forzó un gesto de fastidio.
—Entonces, el que firmé el otro día no vale para nada.
Luz elevó una ceja y frunció el ceño. Le molestaba que se comportase como un extraño después del rato tan divertido que habían pasado el día anterior.
—Al parecer no. Cuando lo tenga, te llamo para que te vuelvas a pasar.
—Esperaba que las cosas se solucionaran con más rapidez. Si lo llego a saber, lo gestiono con la oficina de Bilbao directamente.
Ella lo miró indignada. ¿A qué venía ese comentario?
—Pues mira, sí. Igual habría sido mejor que hubieras hablado directamente con ellos, así yo hubiera tenido menos trabajo —espetó cerrando de golpe la carpeta con los expedientes de las empresas de transporte y montaje de exposiciones que había estado actualizando—. Y ahora, si no te importa, tengo mucho que hacer.
—Necesito otra cosa.
Ella hizo como si no le hubiera oído.
—Me llevo este —indicó tendiéndole el volumen que había estado ojeando cuando ella entró en la biblioteca aquella mañana.
Su voz sonaba distante y Luz se lo imaginó diciendo Bond, James Bond.
Le arrancó el libro de las manos y tomó nota del título y la fecha del día. En la casilla correspondiente para poner el nombre del lector, escribió Agente 007 (alias Martín, el Duro).
—Tienes cinco días para traerlo —anunció con la mano para devolvérselo.
—Lo sé.
—¿Necesita algo más el señor? —preguntó con mirada desafiante.
—Sí, que me pidas dos libros a otras bibliotecas. Uno al Museo de Bellas Artes y el otro al Guggenheim.
—¿Cómo? Ni hablar. Vas tú allí y los coges, que Bilbao no está tan lejos y, además, te pilla de camino.
—En el papel que me diste el otro día ponía que gestionabais solicitudes de petición de documentos a otros centros.
Sabía que se estaba portando como un cerdo y que Luz no se merecía que la tratara como si fuera una criada. Sin embargo, con ella las cosas nunca eran sencillas. Lo que empezaba como una conversación normal podía acabar como una juerga en toda regla o en batalla campal, según y como tuviera el día. Todo era blanco o negro. Los matices de gris no existían en su vida. Y a él, a veces, le sacaba de sus casillas.
Ella dudó un instante entre mandarle a la mierda o hacer el trabajo para el que le habían contratado. Al final, las cuatro cifras que aparecían en la parte inferior de su nómina todos los meses decidieron la batalla.
—Me anotas el autor y el título y esta tarde les llamo para que los envíen —dijo mientras le ponía un folio en blanco y un bolígrafo en esquina de la mesa.
Él se inclinó y apuntó lo que necesitaba. Tenía una bonita letra, firme y rotunda, inclinada hacia la derecha, más grande de lo normal.
Luz cogió el papel y lo leyó. Los dos libros eran sobre arte románico en Euskadi.
—¿Este no tiene autor? —preguntó señalando al segundo.
Quería asegurarse de que los datos estaban correctos, no fuera que le mandaran otro libro. No tenía ninguna intención de atenderle de nuevo por aquel asunto.
—No, por eso te he puesto la editorial y el año.
Ella asintió sin decir una palabra más y siguió con su trabajo ignorándole por completo.