—¿Tienes un momento?
Isabella levantó la cabeza del informe sobre el que estaba inclinada. Le irritaba que la interrumpieran mientras estaba trabajando, sin embargo, cuando vio que era Martín el que había ido a buscarla, una sonrisa iluminó su cara.
—Pasa, pasa —le indicó con gesto amable—. Estaba deseando hacer un descanso.
Se levantó y se dirigió hasta una mesita que tenía a su espalda.
—¿Un café?
Martín asintió, nervioso. Sabía que lo que había venido a contarle no iba a gustarle en absoluto, pero ya lo había resuelto. Se había pasado toda la noche dando vueltas en la cama y sopesando los pros y los contras de aquella decisión.
Las opciones estaban claras: era su vida profesional contra su vida personal.
Aquella era la situación más difícil con la que se había enfrentado. Ahora se daba cuenta de que hasta entonces se había dejado llevar por los acontecimientos y que su única aportación había consistido en seguir el camino de baldosas amarillas que alguien había puesto delante de él. Se había limitado a continuar andando sin pensar en para qué lo hacía ni hacia dónde se dirigía. Y había llegado el momento de que fuera él quien eligiera el sendero por el que continuar en el futuro.
Aunque a veces pensar las cosas es más fácil que hacerlas, se dijo cuando cogió la taza que Isabella le ofrecía.
Descubrió que le temblaban las manos al ver cómo oscilaba el líquido marrón. Hizo un esfuerzo por conservar el pulso firme. Tenía que seguir manteniendo la imagen de seguridad que había visto en el espejo aquella mañana al afeitarse.
—Tú dirás —lo animó ella, después de dar un sorbo a la infusión.
Se había sentado en un costado de la mesa de trabajo; una formidable encimera de cristal apoyada sobre unos modernos caballetes blancos, diseño exclusivo de la mujer que tenía delante. Mecía sus largas piernas con gesto distendido. Parecía relajada y Martín pensó que siempre le había visto con aquella actitud, como si las situaciones con las que se enfrentaba no fueran más que pequeños obstáculos que podía apartar con un solo movimiento del menor de los esfuerzos.
Tomó aire antes de hablar. Cuanto antes empieces antes acabarás, se animó.
—Me marcho —dijo con rapidez.
Ella levantó los ojos, risueña.
—Me parece perfecto. Lo esperaba desde hace tiempo.
Martín la miró desconcertado. ¿Había dicho aquella mujer lo que él había escuchado? Nunca hubiera imaginado que se lo tomaría tan bien.
—¿Sí?
¿Estaba decepcionado? Ni un mal gesto ni una sensación de contrariedad ni un solo comentario sobre lo que iba a hacer la revista sin él ni siquiera una mínima indicación de que aquello le afectara.
—Pues claro. ¿Cuándo te marchas?
—No lo he decidido todavía —contestó aliviado mientras dejaba la taza vacía sobre la mesita—. Quería hablar contigo antes.
Isabella dejó la suya sobre el carísimo vidrio y dio un pequeño salto para bajar. Parecía aún más animada que cuando Martín había llegado. Se aproximó a él con lentitud.
—Estoy pensando que igual sigo tu ejemplo y me cojo unas vacaciones.
¿Vacaciones? Ahora sí que la había liado. Tenía que aclarar las cosas cuanto antes.
Se giró para mirar por la ventana. Si observaba el edificio de cristales que el BBVA tenía en la Gran Manzana, en vez de la cara de la persona a la que le debía gran parte de su éxito profesional, la tentación de arrepentirse de lo que estaba a punto de hacer sería menor. Se tomó un instante para ordenar la mente antes de responder.
—No estoy hablando de marcharme de vacaciones. Me vuelvo a mi país.
Martín escuchó un leve respingo a su espalda. El aplastante silencio que vino después hizo que se replanteara la forma en la que estaba enfocando todo aquel asunto. Se volvió para dar la cara, aunque no tuvo que decir nada. La expresión de la mujer que tenía delante dejó claro que acababa de entenderlo todo. Él consiguió volver a respirar. Se acabó. Ya lo sabe.
—¿Me estás diciendo que vas a dejarnos? Tienes una oferta de una agencia y te quiere en exclusiva —aseguró enfadada, con los brazos cruzados sobre el pecho—. ¿Cómo no me lo habías dicho antes? No sé lo que te ofrecen, pero la mejoro. No tienes más que poner un precio.
La tranquilidad le había durado poco. Aquella conversación no solo no había terminado sino que aún estaba por empezar. Aquello iba a resultarle mucho más difícil de lo que había calculado en un principio. Cuando entró en aquel despacho, sabía que Isabella no comprendería su decisión, pero en ninguna de sus pesadillas había imaginado que intentaría retenerlo.
Ahora que ella se había vuelto a sentar detrás de a mesa, le resultaba aún más difícil contarle cuáles eran las causas del cambio de orientación que iba a dar a su vida. Verla recostada en el sillón de cuero y con las manos unidas sobre el pecho hizo que la compañera de todos aquellos años se evaporara para ser sustituida por la jefa, como todo el mundo la llamaba.
—No, no me has entendido bien —intentó explicarse.
—¡Ahora lo comprendo! —lo interrumpió ella—. Quieres cambiar de aires. Chicago será el sitio perfecto. Llamaré a Tracy Paules y le diré que te trasladas allí una temporada, que te haga un hueco en la oficina.
Alargó la mano hacia el teléfono que tenía a su lado y pulsó uno de los botones para coger línea.
Martín hizo un gesto de exasperación. Le arrebató el auricular y cortó la señal luminosa del aparato. Él siempre había pensado que aquella mujer era la persona más inteligente que conocía, pero comenzaba a tener sus dudas. Como siguiera así nunca saldría de aquel atolladero.
Apoyó las dos manos sobre la mesa y la miró directamente a los ojos.
—Isabella, escúchame —dijo con el tono más suave que encontró—. No tiene nada que ver con el sitio. Bueno, en parte sí. —Ella hizo un gesto como para decir algo, pero se quedó callada, mirándolo con interés—. Creo que he finalizado un periodo de mi vida. Necesito dedicarme a otras cosas. Estoy cansado del trabajo que hago y del tipo de vida que llevo.
¿Te ha quedado claro?, le hubiera gustado añadir.
—Eso te pasa porque ya te encaminas hacia los cuarenta —aseguró ella con una sonrisa tranquilizadora. Se puso en pie para acercarse hasta él—. Lo que necesitas es una temporada de descanso.
A Martín le exasperó su tono condescendiente. ¿Era una sensación suya o le estaba hablando como cuando se dirigía a los becarios recién salidos de la universidad?
Se irguió y se cruzó de brazos. Ya había pasado el tiempo en el que lo trataban como si fuera un chiquillo y él se quedaba con la cabeza inclinada, en espera de la reprimenda.
—Claro. Y tú sabes con exactitud lo que yo preciso —respondió con brusquedad.
Isabella no pareció notar su mordaz comentario.
—Vete a alguna isla del Caribe a tomar un poco el sol. Ya verás como dentro de quince días te sientes como nuevo —le aconsejó.
—No estoy cansado. Lo que sucede es que no estoy a gusto en el mundo de la moda —declaró. Ahora que había empezado a ser sincero, le resultaba más fácil pronunciar las palabras apropiadas—. Lo encuentro de lo más frío, vano, vacío y fútil. No trabajo con comodidad, no consigo concentrarme en las sesiones de trabajo, no me hace ilusión levantarme por las mañanas para salir a trabajar.
Ella le echó una mirada comprensiva antes de interrumpirlo.
—¡Ah! Todo esto es por lo que le ha sucedido a Robin Elwes.
—Sí —confesó—. Sí y no. Es por eso y por mucho más. Por todo lo que te he contado antes, pero sobre todo es por mí; porque tengo ganas de tener tiempo para pensar, para leer y para ir al cine; porque quiero acostarme pronto, levantarme al alba y pasearme por la playa en invierno; porque necesito ver a mis padres, a mi hermano y a mis sobrinos y tomarme un vino en una taberna cualquiera de un pueblo desconocido. Es por todo lo que ya no hago. Es porque deseo llegar de la calle con las bolsas del supermercado y que cuando meta la llave en la cerradura sienta que estoy en casa.
Una vez que lo hubo dicho, se sintió mejor. Aquello era lo que llevaba intentando averiguar desde hacía tanto tiempo y ahora, sin meditarlo, lo había descubierto de repente.
La voz de Isabella lo devolvió a la realidad. Martín la miró mientras ella abría un estuche negro que tenía sobre la mesa y sacaba un bolígrafo dorado.
—¿Y qué es lo que has pensado hacer? ¿Cuáles son tus planes?
El brillo de sus ojos reveló a Martín que la mujer de negocios que se escondía debajo de aquel traje de chaqueta blanco acababa de salir. Y, a partir de ese momento, su única preocupación sería intentar buscar una solución al problema que él había arrojado sobre su mesa.
Tenía que buscar un sustituto.
—No te preocupes —la tranquilizó él adelantándose a sus pensamientos—. No voy a salir por la puerta en este instante. Puedes localizar a alguien sin prisa. Si quieres te echo una mano con la selección. Yo mantendré todos los compromisos que ya tengo con Beauty Today, aunque te agradecería que dejaras de contar conmigo para los nuevos proyectos que surjan a partir de ahora.
—Bien, bien —aceptó ella mientras observaba con interés el kilim de seda azul que cubría el suelo y que ella misma había traído de Turquía en uno de sus viajes—. Dame dos meses de plazo y después eres libre para volar como un pájaro —le dijo con voz cortante.
No ha ido tan mal, pensó Martín cuando escuchó el clic de la puerta del despacho al cerrarse. Sabía que la noticia de su partida caería como una bomba y que pronto correría como la pólvora por todo el edificio. Sobre todo cuando se sepa que Isabella está buscando quién me reemplace.
Sacó el teléfono móvil del bolsillo derecho de sus pantalones y marcó el número de la casa de Javier. Le pillaría. Era la hora de cenar. Esperaba que pudiera hablar sin nadie a su alrededor.
—Ha ido bien, aunque ha sido más complicado de lo previsto. Ya puedes comenzar a prepararlo todo. —Martín sonrió a las personas que estaban dentro del ascensor cuando este abrió sus puertas—. No, no te preocupes. Llámame a la hora que sea. Yo estoy contigo en esto. No voy a permitir que seas tú el que se encargue de todo.
• • •
El hombre del pelo blanco llegó a la esquina de la calle y comprobó la placa. Calle Paz. Allí era adónde se dirigía. Se subió el cuello de la cazadora de ante marrón para resguardarse del viento helado y comenzó a subir la cuesta sin dejar de comprobar ambos lados de la acera. Un poco más arriba la vía se ensanchaba. Teatro Albéniz, leyó. En uno de los cristales de las puertas de acceso había un enorme cartel anunciando el Festival de Otoño. Si hubiera venido a Madrid con Carmen, la habría llevado a ver algún espectáculo. Pero aquel era un viaje que tenía que hacer solo. No podía correr el riesgo de que ella descubriera lo que estaba a punto de hacer.
Se paró delante de un escaparate. Viuda de Ruipérez e Hijos. Arte religioso, leyó en voz alta. Había encontrado el sitio. Había sido fácil seguir las indicaciones que le había dado el extraño con el que había hablado por teléfono aquella misma mañana. Le sorprendió que todo fuera tan sencillo. Había esperado que el lugar de reunión fuera un tenebroso piso al que se accediera desde una oscura escalera y no una tienda en pleno centro de la capital, al lado mismo de la Puerta del Sol.
Empujó la puerta del comercio y entró. Las campanillas todavía tintineaban cuando apareció un joven moreno al fondo del establecimiento. Este sorteó una enorme imagen de un monaguillo de madera y una robusta mesa torneada, mayor que la que el hombre había visto en una ocasión en la sacristía de la catedral de Murcia.
—¿Qué se le ofrece? —le preguntó con una ampulosidad poco acorde con su informal aspecto.
—Quiero hacer un regalo —recitó, tal y como le habían indicado aquella mañana que hiciera.
—Busca algo especial. Pase y seguro que encuentra algo que agrade a su tía —contestó el dependiente.
Aquella era la señal. Si le quedaba alguna duda, un gesto afirmativo de la persona que tenía delante le confirmó que había llegado al sitio correcto. El tendero se acercó hasta la entrada y giró la llave para cerrar el establecimiento a la vez que daba vuelta al cartel que había colgado del cristal. Volvemos en diez minutos vería cualquiera que pasara por la acera aquella fría tarde de noviembre.
—Sígame.
Entraron en una pequeña oficina. Apenas había muebles. Una mesa de despacho destartalada con un anticuado ordenador, un teléfono, un par de sillas y unas baldas eran lo único que decoraba la estancia.
El hombre no se desabrochó la pelliza. Tenía la sensación de que no estaría mucho tiempo allí. Aquello no era precisamente una elegante sala de exposiciones. Claro que el encargo que estaba dispuesto a hacer tampoco era una proposición digna de una galería de arte con representación en ARCO. Le había costado decidirse a dar aquel paso, pero su amigo le había hablado muy bien de la eficacia de aquella gente y él sabía que a Carmen le haría muchísima ilusión.
—Como comprenderá, el almacén lo tenemos en otro sitio más discreto —se disculpó el joven—. Este es un barrio un poco conflictivo por las noches —dijo como si aquello justificara el hecho de tener parte de la mercancía a buen recaudo.
—Esta mañana… —comenzó diciendo el visitante.
—Me comentaba que estaba interesado en una imagen —le cortó—. ¿Qué tipo de imagen?
—En realidad no tengo preferencias. Como le he dicho, es un regalo para una persona muy interesada en el arte. Podría ser una imagen de un santo, de una santa, porque… supongo que conseguir una virgen será bastante complicado.
El vendedor hizo un gesto que el hombre no supo interpretar.
—Se podría intentar, pero lo más probable es que sea imposible encontrar algo en buen estado. Y, por lo que me ha explicado por teléfono, esa es una de las condiciones.
—Sí. Tal y como le he dicho esta mañana, lo que busco es algo entre el siglo XII y el XVII. Que sea pequeño, no más de cuarenta centímetros, en perfecto estado y, por supuesto, con los papeles de propiedad en regla.
—No se preocupe por eso. Cuando su amigo lo reciba, todo será legal.
—Eso es lo que me han comentado de ustedes.
—Supongo que también le han indicado la forma de realizar el pago. La mitad será en el momento del encargo y el resto a la entrega.
—Estoy informado.
—¿Plazos?
—No hay prisa. Los regalos de navidad ya los tengo comprados —dijo el hombre con intención de que aquel diálogo no sonara como una conversación entre delincuentes.
—¿Lugar de entrega?
—Digamos que… en algún sitio de la costa levantina.
—Entiendo. Cuando tengamos la mercancía, nos pondremos en contacto con usted —afirmó a la vez que se levantaba.
La conversación había finalizado. El cliente no había tenido tiempo ni siquiera de entrar en calor.
No volvieron a pronunciar palabra hasta que llegaron a la puerta del establecimiento.
—El pedido se hará efectivo cuando recibamos la cantidad que le indiqué esta mañana en la cuenta bancaria que su amigo le proporcionará. Esté atento a los mensajes que le lleguen al móvil firmados por… Andrés Levante —dijo antes de indicarle que se marchara.
Ya en la calle, el hombre se subió el cuello del chaquetón y comenzó a bajar hacia el centro de la ciudad.
• • •
Martín traspasó las puertas del edificio que el Gobierno Vasco tenía en la Gran Vía de Bilbao y salió a la calle. Llevaba allí una semana y todavía no había dejado de llover, pero no le importó. Se abrochó los botones del abrigo y dudó un instante antes de decidirse a poner un pie en la acera.
Y ahora a por el otro asunto, se dijo mientras se apartaba un mechón de pelo húmedo de la frente.
Un rato más tarde, estaba sentado delante de una joven que se esforzaba en localizar algo que le convenciera.
Y yo que pensaba que esto sería más sencillo.
Al principio, había encargado a Javier que hiciera el favor de buscarle un sitio dónde vivir. No pedía mucho: un dormitorio, un salón donde le entrara un sofá y el televisor, un baño, una cocina y otro cuarto más para montar el laboratorio y, lo más importante, no tener vecinos. Pero había resultado misión imposible. Su hermano no había encontrado nada que le pareciera razonable. Además, el hecho de que Martín no quisiera que sus padres se enteraran aún de que se volvía a España, había complicado las cosas mucho más. Al final, había optado por alojarse durante un par de semanas en un hostal y buscar su nuevo hogar por su cuenta.
Llevaba dentro de la inmobiliaria más de una hora revisando fichas de casas, adosados, pareados, caseríos, muros derruidos y hasta una casa torre y no había encontrado nada que le interesara.
—Creo que este es perfecto —dijo la mujer—. Sopelana. 3 habitaciones, gran salón, 3 baños, garaje y txoko. 420.000€ —y le mostró una bonita casa, pegada pared con pared con otras veinte.
Martín observó a la chica, irritado. Una fila entera de adosados no era lo que él entendía por «no tener vecinos».
—La encuentro demasiado… urbana.
—¿Y esta otra? Barrika. Chalet pareado. 4 dormitorios dobles, 3 baños, parcela de 673 metros cuadrados. 662.000€
Martín la miró asustado. Estaba empezando a pensar que aquella mujer había perdido el juicio en el rato que llevaba atendiéndole.
—Esta es demasiado… ¿cara?
—Sí, claro. No me había fijado —dijo retirando las fotos que había sacado del expediente—. Espere un momento que creo que puede haber alguna más. —Hizo amago de levantarse, pero Martín se lo impidió con un gesto.
—No se preocupe. Creo que por hoy es suficiente.
Salió de la inmobiliaria de mal humor. Aquel contratiempo había echado a perder el día. Había pensado que no sería complicado localizar un lugar agradable en el que instalarse. Necesitaba tranquilidad. No le apetecía lo más mínimo meterse en un piso en medio de Bilbao. No por el momento. Quería disfrutar de un poco de intimidad y tener la posibilidad de respirar aire puro durante una buena temporada.
Cuando pasó por la plaza de Egillor, camino del aparcamiento de la calle Maximo Agirre, la lluvia volvió a arreciar y no tuvo más remedio que meterse en la cafetería Lepanto a esperar a que pasara la tormenta. Solo a él se le ocurría dejar el coche en un parking de la otra punta de la ciudad cuando, desde que existían las zonas de aparcamientos regulados, no había problema de estacionamiento. Solo a él. Una persona que, por el momento, se sentía más extraña en su ciudad natal que un pingüino en medio de la selva amazónica.
A aquella hora de un día laborable apenas había nadie. Se sacudió el abrigo con las manos para quitarle el agua que lo empapaba y pateó el suelo antes de acercarse a la barra. Bandejas y platos llenos de pinchos le dieron la bienvenida. Esto sí que es un lujo.
—Un vino, por favor —pidió al camarero sin dejar de pensar cuál de todos aquellos pequeños manjares le apetecía más.
—¿De qué tipo?
—Ah, perdone. Un vino tinto —comentó distraído mientras paseaba su mirada ansiosa por los exquisitos bocados repartidos a lo largo del mostrador.
El hombre no se movió del sitio. Martín volvió a dirigirle la mirada.
—Un tinto —repitió dudando de que lo hubiera dicho antes.
El camarero suspiró, resignado.
—¿Qué tipo de vino quiere? Navarro, Rioja, Ribera de Duero, Somontano, de año, crianza, reserva…
Martín se sintió estúpido. Solo a él se le ocurría estar en una tierra en la que pedir vino en un bar era como entrar en una carnicería y pedir carne.
No, definitivamente, hoy no es mi día.
—Un crianza de Rioja —pronunció despacio, poniendo toda la atención en lo que estaba diciendo.
Un segundo después, se le hacía la boca agua delante de una copa de la que salía un penetrante aroma a ¿fruta madura? cada vez que se la acercaba a la nariz y de una bandeja con una degustación de las delicias que había elegido.
A punto estaba de dar el primer mordisco a un trozo de bacalao al pil-pil montado sobre un trozo de pan cuando alguien le dio una fuerte palmada en el hombro.
—¡Martín!
Era Ricardo, vecino y amigo de sus padres, a más señas. Devolvió a su sitio el bocado a regañadientes y se volvió hacia el anciano ofreciéndole la mano con sincera alegría.
—¡Ricardo!
—¿Cómo tú por aquí? Tus padres no me han dicho nada de que hubieras venido.
—Porque en realidad no lo saben. He tenido unos asuntos que atender y no he pasado todavía por su casa. Quiero darles una sorpresa —enfatizó en un intento de que las noticias de su vuelta no llegaran a la casa familiar antes que él.
—No te preocupes. —El anciano se pasó los dedos por los labios como si estuviera cerrando una cremallera—. Soy una tumba. Y qué, ¿a pasar las navidades con la familia?
Por el momento, solo Javier sabía que el proyecto con el Gobierno Vasco se había cerrado y que había vuelto para quedarse. Y, curiosamente, aquel hombre, a quien hacía varios años que no veía, iba a ser el primero en enterarse del giro que había dado su vida.
—Pues no. He regresado para quedarme.
Y fue en el instante en el que Ricardo lo felicitaba por la decisión que había tomado cuando Martín se dio cuenta de que aquello no tenía marcha atrás. Y no le importó.
Como no le importó quedarse solo y poder darse el festín que le esperaba en el plato desde hacía rato.
—¿La cuenta? —preguntó el camarero cuando se dirigió a él de nuevo.
—No. Póngame otro de cada de uno de estos —dijo señalando el resto de los pinchos que había descartado— y otro vino. Perdón, otro crianza, Rioja —añadió divertido.
Un segundo más tarde, Martín descubrió que una de las mesas de la cristalera se quedaba vacía y se apresuró a acercarse a ella con el abrigo colgando de un brazo, la copa en una mano y el plato en la otra.
Ver llover desde el otro lado de un cristal, sintiéndose resguardado, era una de las mayores delicias de este mundo. Y él tenía butaca de patio. Lástima que la obra no sea más entretenida, pensó mirando a los pocos transeúntes que atravesaban la plaza con prisa, debajo de los paraguas.
De repente, algo llamó su atención. Desde la esquina de la calle Elcano con Rodríguez Árias un chupa-chups acelerado asomaba por la explanada. De fresa. No, más bien de cereza. Imposible no verla con aquel color de pelo, aquel abrigo de rayas blancas y negras y sus botas de vertiginosos tacones. ¿De dónde sacará esos espantosos bolsos?, se burló en silencio, sin poder quitar la vista de una masa color rosa chicle que Luz sujetaba con firmeza por encima de la cabeza.
Martín no pudo evitar una sonrisa maliciosa. Su nueva vida podía llegar a ser bastante divertida a poco que se esforzara.
• • •
Agencias, internet, anuncios en el periódico, números apuntados con prisa en la agenda del móvil, llamadas, visitas, buenas caras a pesar del desencanto, retretes compartidos, habitaciones sin luz, moqueta en el cuarto de baño, paredes descascarilladas, trasteros, sótanos inmundos, precios de espanto. Las últimas dos semanas había pasado un infierno. Y todo para que, al final, le hubiera buscado casa su padre. Como antiguamente.
La secuencia había sido la siguiente: Su padre-Ricardo, Ricardo-cuñado, cuñado-compañero de mús. Y así, sin quererlo ni beberlo, había acabado viviendo a menos de doscientos metros de su familia. Como antiguamente.
Y después de aquel periplo de ida y vuelta, y tras una reunión en el bar del pueblo, un sincero apretón de manos y una más que jugosa transferencia bancaria, Martín había conseguido una casa. Y estaba encantado.
El pequeño edificio era todo lo que había estado buscando.
Llevaba más de una hora sentado en el murete que rodeaba el edificio y lo separaba del terreno que había a su alrededor sin acabar de creérselo. De mi terreno, pensó. Se rio en voz alta. Hacía poco más de un mes se hubiera desternillado de cualquiera que le dijera que su sino era ser terrateniente de poco más de mil metros cuadrados. Y ahora los tenía delante. Llenos de zarzas y con una necesidad imperiosa de que alguien metiera una podadora, pero eran todos suyos.
La casa era un antiguo y pequeño molino de agua construido en piedra y con un porche en la parte delantera. Hacía más de un siglo que había quedado inservible, cuando el río había sido desviado monte arriba con el propósito de que finalizara en el depósito del pueblo. Desde entonces, solo se había usado como almacén de los productos de la huerta y para guardar los aperos de labranza. Sin embargo, los dueños anteriores lo habían arreglado, tejado incluido, hacía menos de cinco años. Para que les hiciera juego con la casa nueva, había comentado Ricardo con desdén, antes de añadir: Total, para que después lo vendan los hijos a la primera de cambio.
A Martín le daba lo mismo cuál hubiera sido la causa de tamaña estupidez, pero el caso es que a él le había parecido maná caído del cielo. Era justo lo que necesitaba.
Miró el reloj. Llevaba más de una hora allí sentado. Se le estaba echando la tarde encima y todavía no había hecho nada. Ya es hora de que haga una inspección a mi nueva casa. Se bajó del muro e hizo bailar las llaves en la mano mientras se acercaba a la puerta.
La planta baja era un espacio que convertiría en salón-comedor-cocina, todo en uno. El baño lo instalaría en el piso superior, junto al dormitorio. Subió las escaleras y asomó la cabeza a la habitación. Solo ver las enormes vigas que coronaban la techumbre le dio alas para imaginar cómo podía quedar lo que había pensado instalar allí.
Tardó un buen rato en decidir bajar y examinar el resto de sus posesiones. Descendió de nuevo, salió de la casa y rodeó el edificio. Hasta tiene un sitio perfecto para instalar el laboratorio. En la parte trasera había otra puerta que comunicaba con un pequeño hueco, no más grande que el vestíbulo del caserío paterno, y que a él le venía de perlas para montar su estudio. Pasó por encima del puente de madera que sobrevolaba el lecho seco. Aunque a cualquiera le hubiera parecido una incomodidad tener que salir de la casa para llegar a aquel habitáculo, a Martín le parecía perfecto. Nunca le había gustado trabajar en su lugar de residencia.
Llevaba menos de un minuto allí dentro cuando comenzó a estornudar. Tenía que ponerse a limpiar. Tomó una decisión: empezaría por allí. Fue a buscar una de las escobas, que había comprado en el Carrefour de Galdakao y que había dejado apiladas al lado de la puerta principal, y comenzó con la tarea de adecentar su nuevo lugar de trabajo.
—¿Hay alguien ahí? —Javier metió la cabeza por el hueco de la puerta, pero se la encontró vacía—. ¿No hay nadie?
Su hermano tenía que estar por algún sitio. Miró el cubo, la fregona, la mopa, el plumero atrapapolvo, los trapos y las dos botellas de jabón líquido. Venir había venido y, por lo que se veía, con ganas de trabajar. Además, la casa estaba abierta, así que no andaría demasiado lejos.
—No te esperaba —le recibió la voz de Martín desde la esquina de la fachada.
—A ver si te pensabas que me iba a perder ver a mi hermanito menor haciendo la limpieza —se burló, apoyado en el puente de madera.
Martín levantó una ceja sin dejar de pasar la escoba.
—Y yo que creía que venías a echarme una mano —dijo con tono de súplica.
El mayor de los hermanos soltó una carcajada.
—Yo las manos se las echo solo a mi señora —contestó con voz cínica—. Me lo tiene prohibido usarlas en otra parte.
—Ja, ja, ja. Te creerás muy gracioso.
—Pues no, la verdad —confesó mientras cambiaba el brazo con el que se acodaba en la barandilla—. Te aconsejo que te busques una ayuda para organizar todo esto.
—Por ahora, solo voy a usar este cuarto. El resto no merece la pena que nadie lo toque. El lunes llegan los albañiles a montar la cocina y el baño.
—Al final, ¿has contratado a los que proponía el padre?
Martín se encogió de hombros, resignado.
—¿A quién si no? Era eso o aguantar durante el resto de la vida, cada vez que entre en el bar, que la mitad de la población de Artea me mire como si hubiera asesinado a mi madre, hubiera metido a mi abuela en un asilo y, además, hubiera maltratado al perro.
—Sí, claro. Es lo que tienen los pueblos pequeños, que todo queda en casa. ¿Y qué vas a hacer hasta que tengas esto en condiciones?
Martín detuvo la tarea y se apoyó en el palo del cepillo.
—Hacer lo que vosotros habéis hecho todos estos años en mi ausencia. Aprovecharme de los viejos —explicó metiéndose con su hermano y su costumbre de comer todos los fines de semana en la casa paterna.
—Pues ándate con cuidado y mete prisa a los operarios porque si no tu madre no te dejará salir de su casa. Empezará por hacer una lista de todos los beneficios hogareños de los que disfrutarás al vivir con ella y, al final, sucumbirás sin remedio. ¿Quién se resiste a la oferta de que te planchen las camisas gratis el resto de la vida?
—Tú lo hiciste.
—Pero solo porque Elisa me aseguró que, además de planchármelas, les pondría almidón en el cuello. Y al final me salió rana, porque, ahora, en mi casa, el que plancha soy yo.
—Es lo que tiene casarse con una mujer trabajadora: que hay que apechugar en las labores del hogar.
Javier se había acercado para ver el cuarto que Martín estaba arreglando.
—Así que vas a trabajar aquí.
—Ajá —dijo Martín desde el suelo, donde se había agachado para recoger la porquería que había arrinconado—. Hablando de trabajos. ¿Te has enterado de si puedo formar parte de la operación?
Su hermano se puso rígido.
—Martín, yo no lo veo nada claro. Creo que deberías replanteártelo —dijo preocupado.
—¿Lo has preguntado?
A Javier le costó contestar.
—Sí —dijo ceñudo.
—¿Y qué han dicho?
—Está bien, aceptan que participes en ella, pero con condiciones.
—Tú dirás.
—Eres un mero peón —informó—. Acatarás todas las órdenes sin cuestionarlas y te mantendrás siempre en un segundo plano.
Martín asintió. Obedecería lo que fuera. No le quedaba más remedio si quería participar en aquello.
—Diles que acepto.
—No me gusta que tú también te involucres en esto. Al final, acabaremos todos de mierda hasta el cuello.
—Es una oportunidad que no se puede dejar pasar. Lo sabes perfectamente.
—Sí, pero hubiera preferido quedarme en la sombra atendiendo asuntos de poca monta que pasar a ser el responsable de enormes golpes.
—Pues esto es el único remedio —comentó Martín envalentonado—. No tienes marcha atrás. Sabes que no te lo van a permitir.
Javier hizo un gesto de obligada aceptación y lo miró con aspecto resignado.