5

Martín, irritado, observaba al gorila de la puerta del Crobar NY que tenía plantado delante y que le miraba como si fuera uno de los cinco terroristas más buscados por la C.I.A. Había tenido que llamar a Isabella para que saliera a rescatarle de las garras de aquel energúmeno lleno de tatuajes y con más piercing que un faquir.

La puerta se abrió de repente y apareció la cara de su ángel de la guarda particular.

—Viene conmigo —explicó ella escueta.

Nada más poner un pie en aquella caverna, un potente estruendo se apoderó de sus oídos. Tardó unos segundos en acostumbrarse al ruido y a los vertiginosos haces de luces que rasgaban aquel aire irrespirable.

Isabella no se percató de que él se detenía y siguió adelante, abriéndose paso a empujones entre la desenfrenada multitud. Cuerpos de todos los colores brincaban al unísono en la pista de baile. Martín hizo un esfuerzo por volver a localizar a su guía y paseó la vista por los enfebrecidos cuerpos que tenía ante sí. La divisó un poco más adelante. Miraba hacia atrás, buscándolo. Ella esperó a que se pusiera a su altura.

—No te detengas —gritó para hacerse oír por encima de la música a la vez que le ofrecía la mano.

Él asintió y le premió con una sonrisa de agradecimiento.

Isabella ostentaba el cargo de Subdirectora Adjunta de Beauty Today Magazine, sin embargo, y a pesar del sub, en la práctica, era la persona que tomaba todas las decisiones en la revista. Martín había estado a sus órdenes durante varios años y, aunque hacía ya un par de ellos que había decidido trabajar por su cuenta, lo cierto era que una parte muy importante de los encargos que le llegaban eran por iniciativa de Isabella. Sabía que ella lo consideraba su descubrimiento, que se enorgullecía de ello ante otras revistas y varias agencias de modelos, y él dejaba que alardeara de ello. Era su forma de pago por los favores recibidos. No olvidaba que, cuando aún era un novato, aquella mujer había confiado en él lo suficiente como para encargarle tres de los reportajes de moda más significativos en los especiales de verano y navidad del año 1999. A él. A un principiante. No fue hasta meses después, cuando se metió de lleno en aquel mundo, que fue consciente de que ella se había jugado su propia reputación a su favor, que había tomado aquella decisión a riesgo de ser despedida si las ventas no resultaban como se esperaba.

Martín regresó a la mujer que lo remolcaba entre el caos. Con la melena rubia y aquel ceñido vestido blanco refulgía entre las luces azules de la discoteca. No pudo distinguir sus pies en el mar de piernas, pero estaba convencido de que no serían unas deportivas lo que llevaba puesto.

Atravesaron toda la pista de baile a empujones y llegaron a una zona menos ruidosa. Martín estaba seguro de que la intención de los dueños del garito no había sido crear un rincón tranquilo, pero, para beneficio de todos, aquel sitio estaba detrás de los miles de vatios que expelían cuatro desmesurados altavoces colocados con la única idea de que retumbara toda la ciudad.

Isabella se paró al lado de un grupo que estaba sentado.

—Ya lo tengo. Lo he rescatado.

Seis personas se apiñaban en unos sofás color naranja en torno a una pequeña mesita blanca cuya superficie apenas se veía debajo de los vasos con restos de bebidas de diferentes colores.

—¿Qué hay, tío? —le saludó Malcom, uno de los reporteros de la revista, a la vez que se levantaba para dejarles sitio.

—Pensábamos que no venías —comentó Katia.

La chica tuvo que hablar a voces, a pesar de la escasa distancia que los separaba.

Katia era la hermana de Isabella y actual responsable del Departamento de Comunicación de Beauty Today Magazine. Aunque también era una mujer muy guapa, el parecido con su hermana mayor era innegable, siempre era menos. Menos alta, menos rubia, con el pelo más corto y bastante menos atractiva que aquella. Lo peor de todo era que ella misma se empeñaba en vivir a la sombra de Isabella.

—Si me lo había prometido, ¿cómo no iba a venir? —voceó Isabella convencida de su poder de convocatoria—. Malcom, cariño, ¿puedes pedirnos un Manhattan para mí y un gin-tonic para Martín? —dijo señalando con el dedo a una guapa camarera.

La chica, que lucía una generosa sonrisa y una escueta falda, se aproximaba hacia ellos con la esperanza de que aquella noche aumentara la recaudación del club y su cuenta particular.

Martín observó el gesto de burla de Malcom ante la solicitud a Isabella. Sabía que pedir un gin-tonic en uno de los clubs más en boga del momento era como pedir una copa de Don Simón en el restaurante del Ritz, pero era algo a lo que no había conseguido renunciar. Aquella era la única reminiscencia que le quedaba del pasado, a pesar de que algunas de las noches de su juventud regadas con ginebra no habían sido las mejores de su vida. Para muestra un botón, se dijo cuando recordó a una jovenzuela morena que ocho años antes había disculpado hasta la saciedad su falta de concentración.

Notó la mano de Isabella sobre su rodilla. La reina reclamaba su atención.

—Sí, es cierto, lo había prometido —confirmó dirigiéndose a ella—. Hoy he tenido una sesión con Robin Elwes. Después, he llevado las fotos al laboratorio y he perdido la noción del tiempo.

No añadió que había pasado parte de la tarde hablando con la jovencísima modelo sobre el trabajo. Ella hacía solo un año que había desembarcado en el mundo de la moda y todavía flotaba emocionada a dos metros sobre el suelo. Aquello era lo máximo a lo que podía aspirar una chiquilla de dieciséis años recién cumplidos. Por lo que le contó, salir del control paterno había sido un sueño en sí mismo, pero despertarse cada mañana y ver a sus pies cualquier cosa que se le ocurriera, era más de lo que nunca hubiera imaginado. Una vida en la que el lujo, las fiestas y verse en la portada de las revistas más prestigiosas del mundo era lo que desayunaba todos los días. Para ella aquello había sido como subirse en una nave camino del paraíso. Pero Martín sabía que para sobrevivir en aquel universo tan competitivo había que tener la cabeza en su sitio y contar con muchos apoyos personales y, por desgracia, Robin aún era demasiado joven para lo primero y, además, estaba sola. De todas maneras, le había parecido una adolescente encantadora, un poco cabeza loca y bastante inocente, pero una magnífica chiquilla que podía lograr cualquier cosa que se propusiera.

En aquel momento, la camarera apareció con sus copas, que depositó sobre la mesa junto al resto de los vasos.

Isabella dio un trago apresurado a su coctel color caramelo y se levantó.

—Vamos a bailar.

Martín no se movió. Siempre que salía con Isabella, le sucedía lo mismo.

—Sabes que…

—Hoy no me vas a decir que no ¿verdad?

Martín no entendía aquella costumbre americana de bailar en pareja fuera cual fuera la música que se estuviera oyendo.

—No tengo ni idea de cómo se mueve uno con esto. Solo vas a conseguir que te pise.

Ella le tiró de la mano como respuesta. Y Martín no tuvo más remedio que dejarse llevar. Al fin y al cabo, era su jefa.

Veinte minutos después ya se había arrepentido. Le dolían los pies, sudaba como si le hubieran abandonado en medio del Sáhara a mediodía y notaba los pulmones como si estuviera a las puertas de la muerte. No tenía que estar allí bailando, no tenía que haber ido, no tenía que haber atendido la llamada de Isabella aquella tarde. Debería irse a casa. Pero en vez de ello, estaba agitándose como un poseído rodeado de desconocidos. Se paró en seco. Le palpitaba la cabeza.

—Ahora vuelvo —dijo en alto para asegurarse de que Isabella le entendía.

Se encaminó mareado hacia los servicios, empujado por miles de brazos, piernas y cuerpos. Cuando llegó al túnel que separaba los baños del resto de la sala, la claridad azul que reflejaban los azulejos le provocó una gélida sensación y se estremeció. En el centro, se cruzó con una pareja que a Martín le pareció que iban a desaparecer uno en los brazos del otro, fundidos entre sí como acero líquido. Sin embargo, no se atrevió a fijarse demasiado para no parecer grosero. Absurdo, cuando a ellos no parece importarles ser parte del espectáculo.

Recorrió el resto del camino y empujó la puerta abatible con tal fuerza que casi manda a Malcom al otro lado del baño. Este, agachado sobre la encimera del lavabo, preparaba un par de rayas de cocaína para disfrute personal.

—¿Quieres? —le ofreció—. Aprovecha que la de hoy es de calidad.

—No, gracias —contestó Martín con gesto trivial y se metió en una de las cabinas.

No solía rechazar un porro cuando se lo ofrecían, mejor si era de marihuana, pero lo de la coca era algo que prefería no tocar. Y menos en un lugar público. No tenía ninguna intención de acabar la noche en cualquier sitio y al cuidado de cualquier colgado.

Cuando salió, Malcom y el polvo blanco habían desaparecido y Martín se había despejado un poco. Meter la cabeza debajo del grifo siempre le había resultado un buen remedio.

Abandonó el cuarto de baño justo en el mismo instante en el que Isabella lo hacía de la puerta de al lado.

—¡Estás aquí! Te estaba buscando —confesó y le empujó de nuevo hacia la pista de baile—. No van a ser los demás los únicos que se lo pasen bien —dijo guiñándole un ojo en dirección a una pareja que se devoraban el uno al otro en un rincón.

Solo cuando pasó a su lado se dio cuenta de que aquel que zambullía las manos dentro del trasero de Katia e insertaba la lengua dentro de su boca, era su amigo.

• • •

Era la una del mediodía cuando por fin abrió los ojos. Y los volvió a cerrar un segundo después. La poca luz que se colaba por la ventana de la cocina fue suficiente para que le palpitara la cabeza. Se sentía como si un troglodita se hubiera pasado toda la noche golpeándole con su porra en medio de la frente. Gimió cuando se giró para cambiar de postura. Lo único en lo que podía pensar era en la caja de analgésicos que le esperaba en uno de los cajones del cuarto de baño. Imposible llegar hasta ellos en aquel momento.

¿Cuántas copas se había tomado? ¿Cinco, seis, siete? Se llevó un brazo a la frente. Hacía mucho tiempo que no llevaba ese ritmo. No era de extrañar que se sintiera como un trapo sucio, y lleno de agujeros. ¿Cómo habría llegado hasta su casa? No tenía ni la más remota idea. Habrá sido la buena de Isabella, pensó. A través de las pestañas, le pareció entrever el vestido blanco de su jefa apoyado en el respaldo de la silla de su habitación. Sí, ha sido ella. Ahí está su…

Se incorporó de golpe. Y la sangre se le subió al cerebro de repente. Gimió otra vez antes de cerrar los ojos de nuevo. Se dejó caer lentamente y concentró toda la energía en poner un poco de raciocinio en sus pensamientos.

Nunca se había acostado con Isabella y esperaba que aquella no hubiera sido la primera vez. Claro que nunca había estado tan borracho como para intentarlo o para que ella lo intentara. Tenía novio o al menos eso parecía la última vez que la vio con un afroamericano impresionante, jugador de baloncesto para más señas. Isabella vivía con su hermana, seguro que no dejó sola a Katia. Se acordó de Malcom y de a lo que se dedicaba la última vez que lo vio. ¿Y si…?

Aquello no estaba dando el resultado que esperaba. No conseguía llegar a ninguna conclusión válida. Dejó de pensar y se limitó a escuchar. Un minuto, dos, tres y ni un solo ruido. Le entró el pánico ¿Y si la tenía a su lado y ni se había enterado? Palpó la superficie de la cama con temor. Estaba vacía. Abrió de nuevo los ojos. La puerta del baño estaba abierta y la luz apagada. Respiró tranquilo. Estaba solo. Aquella no era la mejor época de su vida para complicarse la existencia.

Pero la tranquilidad le duró poco porque, en ese momento, comenzó a sonar la alarma del despertador. Un nuevo pinchazo en las sienes volvió a recordarle que empezaba a estar mayor para salir de juerga. Con lentitud, se movió al borde la cama y estiró el brazo hasta que logró pulsar el botón y consiguió que desapareciera aquel ruido infernal. Exhalando un suspiro, conectó la radio. Tener algo ligero en lo que concentrarse le vendría bien para lograr que su cerebro volviera a la vida.

A continuación, pique las espinacas en trozos medianos. Mientras tanto, en otro recipiente vaya echando la carne picada con un poco de tomate…

La sola mención de la comida le revolvió el estómago. Apagó el aparato de inmediato y volvió a apoyar la cabeza en la almohada con pesadez, con la esperanza de que mantenerse inmóvil apaciguara su maltrecha digestión.

Tardó veinte minutos en volver a coger fuerzas y decidir que ya era hora de hacer algo provechoso con su vida. No podía pasarse todo el domingo en la cama. Estaría más entretenido tumbado en el sofá delante de la televisión. Con sorpresa, descubrió que las náuseas hacía tiempo que habían desaparecido y habían sido reemplazadas por una sensación de vacío en el estómago. Empezó a pensar que comer algo era lo que necesitaba para apaciguar la serpiente que se movía en el interior de su estómago.

De menú: Un plato de spaghetti y una tortilla de analgésicos.

Salió de la cama lo más despacio que pudo para evitar que la cabeza le retumbara y se acercó a la cocina en calzoncillos. Pondría el agua a calentar y, mientras tanto, se daría una ducha para intentar que su yo real se apoderara del despojo que tenía por cuerpo.

Salió de la ducha, con la toalla sujeta a la cintura, transformado en otra persona. Martín Oteiza había regresado. Más o menos.

Al llegar a la puerta de la cocina, escuchó el chisporroteo del agua de la cazuela cayendo sobre la placa vitrocerámica. Era el momento de meter los spaghetti.

Hacer un plato de pasta con carne era fácil, por eso era casi lo único que cocinaba los fines de semana. El resto de los días se alimentaba de cereales, sandwiches, fruta, huevos y ensaladas. Y café. Mucho café. Toneladas de café. Café para despertarse por la mañana, café como acompañamiento con las comidas, café para engañar al estómago por las tardes y, por las noches, café para mantenerse despierto mientras seleccionaba las fotografías de las sesiones del día. Eso sí, al estilo americano, pura agua. La cafetera italiana, importada directamente del establecimiento que Guerra San Martín tenía en la calle Rodríguez Arias de Bilbao, la reservaba para el sábado y el domingo. Y, esta tarde voy a hacer mucho uso de ella, pensó mientras medía la cantidad de pasta a echar a la cazuela.

Un rato después, Martín se quitaba las chancletas y se tumbaba en el sofá, vencido. Ni siquiera se había molestado en ponerse más que unos boxer limpios y una vieja camiseta negra. Sabía que tenía la tarde perdida. No iba a ser capaz de levantarse de allí en las próximas horas. Buscó el mando del televisor entre los cojines y localizó los canales de la parabólica. El canal 40. Noticias de casa.

La EiTB[3] internacional no era su cadena preferida, pero de vez en cuando le entraba la nostalgia y se pasaba unas horas entre campeonatos de cesta punta, concursos de deporte rural y noticias locales.

Se colocó dos almohadas debajo de la cabeza, otra más en los pies, cruzó las manos sobre el esternón y se dispuso a disfrutar con la entrevista a una diseñadora de joyas, que, dicho sea de paso, no le interesaba en absoluto.

No fue consciente de que se había dormido, sin embargo, cuando abrió los ojos, habían cambiado a la invitada por el presentador del informativo. Martín no oyó la noticia completa, pero las imágenes que pasaban por la pantalla detrás de locutor le llamaron la atención. Eran muy parecidas a las que había hecho él unas semanas antes. Prácticamente iguales. Subió el volumen del televisor.

«… un intento de robo en el Santuario de Itziar. El párroco ha sido quien ha dado el aviso, alertado por unos extraños ruidos procedentes de la sacristía cuando el templo estaba cerrado a los visitantes. Los supuestos ladrones han conseguido huir sin ser vistos. En este momento se está procediendo a…». Al lado del reportero, un pequeño hombrecillo con sotana negra y alzacuellos esperaba a que le dieran paso dentro del noticiero.

Se quedó perplejo. Su hermano no le había mencionado nada de que el golpe fuera a darse tan pronto. Creía que aquel asunto iba más despacio y que se estaba hablando de establecer la operación dos o tres meses más tarde.

Tengo que llamarle, se dijo. Y fue entonces cuando intuyó el resplandor. Se giró alarmado y descubrió un humo negro que salía de la cocina a la vez que le llegaba un espeso olor a aceite quemado.

Se plantó en la puerta de un salto, pero no pudo pasar adentro. El pánico se apoderó de él mientras se volvía buscando algo que ponerse sobre la boca. Corrió hasta el baño para coger una toalla, que empapó en el grifo de la bañera, y se la anudó de cualquier manera. Pero acceder a la cocina fue imposible. La sucia nube le cegó la visión. Le escocían los ojos y no conseguía tenerlos abiertos más que un instante. Retrocedió hasta el salón mientras descartaba el lienzo mojado. Cogió el teléfono interno y llamó al conserje del edificio. Un pitido, dos pitidos, tres pitidos. Venga, venga, le apremió. Cuatro pitidos. Colgó con furia y se volvió a la habitación en busca del móvil. Rebuscó entre los bolsillos del pantalón tirado sobre la silla. Una pantalla vacía hizo aparición ante sus ojos. Sin batería. Lo arrojó desesperado sobre las sábanas revueltas y, sin pensar en nada más que no fuera su propia seguridad, se precipitó hacia la puerta de la casa y salió al descansillo.

Aquello era otro mundo. La paz total. Nadie diría que, detrás de él, las llamas amenazaran con tragarse todo lo que pillaran a su paso.

Martín se abalanzó sobre el apartamento número 63.

—¡Señora O’Connor! —gritó aporreando con los puños la madera—. ¡Ábrame! ¡Señora O’Connor! ¡Sé que siempre está en casa! ¡Abra, por favor!

Nadie salió, nadie abrió.

Martín corrió hasta la siguiente puerta, la de una pareja recién casados. No tenía ni idea de cómo se llamaban.

—¡Por favor, abran! ¡Ayúdenme! ¡Es urgente!

Al no obtener respuesta, corrió hasta los otros apartamentos. Era consciente de que toda aquella gente no iba a ser de mucho apoyo, pero al menos tenía que conseguir que desalojaran el edificio.

Las golpeó todas sin dejar de chillar, cada vez más alarmado.

—¡Deje de gritar o llamo a la policía! —le amenazó una voz desde dentro de uno de los pisos.

Golpeó con más fuerza.

—¡Ábrame, señor! ¿Es que no me ha oído?

—¡Lárguese! —replicó la voz, con muy mal talante, desde dentro—. ¡Si tiene algún problema llame al 991!

Martín se quedó paralizado.

Los bomberos. ¿Cómo no había pensado antes en ello? Tenía que tranquilizarse y pensar con sensatez. El extintor de las escaleras. Se precipitó hasta el acceso a las escaleras, que se encontraba al lado de su piso. La puerta de su apartamento seguía abierta, tal y como la había dejado unos minutos antes. Miró hacia dentro. El humo ya se había extendido hasta el salón y flotaba por él. Le sorprendió que las llamas no lo hubieran arrasado. Recapacitó. De hecho, no las había visto en ningún momento. Se armó de valor, inspiró profundamente y atravesó el umbral sin pensar en que se encaminaba a una muerte segura. Nada más entrar, tropezó con algo. La toalla seguía en el suelo. La alcanzó y se la volvió a llevar a la boca. Se aproximó a la cocina con paso vacilante. La nube de humo era ahora menos densa que antes. Titubeó un instante. Miró hacia la ventana de la sala. La abriría antes de enfrentarse con lo que fuera que hubiera sucedido allí dentro. Solo cuando notó entrar el frío de la calle, se acercó a la zona afectada y asomó la cabeza. Ahora que la tóxica nube había encontrado una salida, el aire enrarecido se había aclarado un poco. No había ni rastro de fuego. Sin embargo, parte de la pared y la campana extractora estaban completamente negras, aunque parecían intactas. En aquel momento, se alegró de haber seguido el consejo de Isabella cuando le persuadió de que las cocinas con aspecto industrial eran de lo más chic. Sus ojos se detuvieron sobre la cazuela con los spaghettis. Adiós comida. A su lado, fusionado con la vitrocerámica descubrió una masa informe, todavía humeante. No entendía lo que podía haber sucedido. Se aproximó para estudiarlo. Un tapón verde abandonado sobre la encimera y un trozo de tela quemada le dieron la clave. ¿Cómo se había podido caer un trapo de la balda superior sobre la botella de aceite que había dejado a un lado?

En ese momento, le entró vértigo. La sensación de que en vez de un desafortunado incidente podía haber sido una auténtica desgracia le obligó a apoyarse en la pared. Las manos le empezaron a temblar y se sintió como si una roca de trescientos kilos le hubiera caído encima. Se deslizó hasta el suelo y enterró la cabeza entre las rodillas.

Y cuando escuchó al conserje preguntándole a través del intercomunicador para qué le estaba buscando, no fue capaz de contener el sollozo que se escapó de su pecho.

• • •

Cling, cling, cling, cling.

Luz golpeaba con una cucharita de postre su copa medio llena de vino.

—¿Os podéis callar de una vez?

Cling, cling, cling, cling, volvió a sonar.

—¿Queréis hacerme caso de una vez? ¿Es que todavía no os habéis puesto al día de todos los cotilleos que circulan por la oficina?

Depositó los inútiles objetos sobre la mesa y esperó unos segundos. Pero como nada de lo que esperaba sucedió, se puso las manos a los costados de la boca, a modo de bocina.

—¡Atención, señores pasajeros, el avión está a punto de despegar! Les rogamos se pongan los cinturones de seguridad y mantengan la mesa plegada hasta nuevo aviso —exclamó con voz engolada.

Se escucharon unas risillas entre los comensales, a la vez que todas las cabezas se volvieron hacia ella. Cuando tuvo toda la atención, se quedó más de un minuto sin decir palabra.

—¿Y? —le animó la secretaria del Responsable de Marketing.

—¿Estamos ya todos atentos?

—Sí, señorita profesora —dijeron al unísono Hernández y Fernández, los graciosillos oficiales del piso cuarto.

—Bien, pues ahora que estamos juntos quiero daros una buena noticia —dijo con voz solemne—. Voy a…

—Vas a tener un hijo —se anticipó Fernández— y el padre es…

—¡Brad Pitt! —exclamó una voz.

—¡Demasiado ocupado! —dijo otra.

—¡Javier Bardem! —saltó una tercera.

—¡Demasiado feo! —afirmó la segunda.

—¡Eduardo Noriega! —rugió una cuarta.

—¡Demasiado guapo! —declaró la segunda.

Luz miraba a uno y otro lado de la mesa, como si se estuviera jugando un partido de ping-pong. Que era en realidad lo que estaba sucediendo. Sí, pero con mi cabeza.

—¡Toni Cantó!

—¡Hugo Silva!

—¡Alejandro Tous!

—¿Y quién es ese? —preguntó Hernández con cara de sorpresa.

—El de Bea la fea —explicó Luci, la operadora de la empresa.

—¡Ese no vale, que solo le conoce su madre!

—El sesenta por ciento del españolito de a pie sabe quién es. ¡Inculto!

Luz echó una mirada de advertencia a Luci, pero ella no se dio por enterada. Media empresa sabía que la telefonista guardaba en el bolso un televisor del tamaño de un transistor con el que se veía todos los culebrones que pasaban por las tardes, y que, además, era la socia 9356 del club de fans del actor.

—Dirás mejor el sesenta por ciento de la españolita de a pie que no tiene otra cosa que hacer más que pasar la tarde viendo telenovelas.

Aquello se estaba poniendo feo. A Luci se le empezaba a notar la vena de la sien. Si no puedes ganarles, únete a ellos, decidió Luz antes de que aquel enfrentamiento se convirtiera en una guerra sin cuartel.

—Jesús Vázquez —comunicó muy seria—. El padre de la criatura es Jesús Vázquez.

Y consiguió que todo el mundo se callara. Es más, se quedaron mudos. Todos. Menos Fernández, que estaba fascinado con la noticia.

—¡No jodas!

—Sí, no lo hemos comunicado antes porque es un poco difícil de explicar. Ya sabéis, por su condición sexual —explicó con un guiño—. Además, él quería contárselo primero a la familia y después a la prensa —añadió controlándose hasta el infinito para no soltar una risotada—, pero me ha llamado hace un rato para decirme que esta misma noche David Cantero lo dice en el telediario de la Primera.

Un clamor salió de las gargantas de todos los presentes, incluyendo de las de un par de parejas que comían en las mesas contiguas a la de su grupo.

—¡Es una trola!

Luz dio rienda suelta a su diversión y estalló en carcajadas.

—¡Pues claro! Y ahora, ¿queréis hacer el favor de prestarme un poquito de atención?

Y, para su sorpresa, esa vez su petición surtió efecto.

—¡Eso, eso!

Luz se volvió y se encontró con uno de los camareros que se había detenido a su lado en espera de que el dilema se resolviera.

—Gracias —dijo muy educada con un gesto de cabeza y se dio la vuelta para continuar con sus compañeros—. ¿Atentos? —Y cuando pareció que todos mantenían la respiración, anunció con voz solemne—: Me marcho.

Y se dejó caer en el asiento.

—¿Qué has dicho? —preguntó Luci, incrédula.

Luz se inclinó hacia delante. Juntó las manos y apoyó los antebrazos sobre la mesa.

—Que me marcho de la empresa. Tengo otro trabajo. Uno mejor. Mejor pagado, con más vacaciones y, sobre todo, uno en el que solo tendré que aguantar los malos días de un único jefe y no de tres, como ahora. —Como no parecía que las caras que le miraban se hubieran enterado, añadió—: ¿Entendéis? Que me piro, que me esfumo, que desaparezco, que me largo, que me…

—Que se cambia de trabajo —le ayudó el camarero.

—¡Qué suerte! —se oyó al fondo una voz con un deje de envidia—. ¿Y a dónde vas, si puede saberse?

—Se puede, se puede. A la oficina de la fundación cultural que Leire Eguía tiene en su casa.

Todo el mundo en Consultores Azuaga sabía la historia puesto que Leire había trabajado con ellos durante varios años. Año y medio atrás, su amiga había encontrado, en una casona que había heredado, un cuadro de un reconocido pintor vasco de principios del siglo XX. La fundación de un popular banco se había interesado por él y por la casa, tanto que al final había establecido una de las sedes en ella. Unos meses después del acuerdo, Leire había dejado la empresa para trabajar en dicha organización. Y, al parecer, ahora habían llamado a su amiga.

—¿Y para cuando es la feliz noticia? —inquirió Hernández siguiendo con la broma anterior.

—No os preocupéis. Todavía tendréis la suerte de contar con mi presencia dos meses más. Bueno, en realidad un mesecillo —aclaró— porque después pienso embarcarme en un acogedor crucero por el Caribe y dejarme agasajar por un par de fornidos camareros mulatos.

—Ya traerás algo para las demás —pidió María, su compañera de despacho.

—Solo si me tratáis bien de aquí a entonces. Bastará con un café y un bollo cada mañana a las 11:00 —dijo con su mejor sonrisa.

• • •

El teléfono del laboratorio volvió a sonar. Martín lo miró con desgana, pero, al igual que había hecho las cuatro veces anteriores, no lo cogió. Sabía que en menos de diez minutos Isabella mandaría a alguien a buscarle. Justo el tiempo que necesitaba para terminar.

Encendió la luz del habitáculo y examinó la mojada fotografía que acababa de ampliar. Demasiado oscura, decidió. Irritado, la rasgó en cuatro trozos y la arrojó a la papelera con gesto impaciente. Apagó la luz de nuevo y regresó a la ampliadora. Haría otra y esta vez esperaría menos tiempo antes de meterla en el baño de paro.

Ocho minutos más tarde tenía entre sus manos la imagen de una exótica modelo, morena, con el pelo muy corto y con un vestido muy urbano. Subida en una oxidada grúa amarilla de los muelles de Nueva York, miraba a la cámara como si retara al mundo a obligarla a bajar de allí. Una agresiva imagen cuyos colores apagados simulaban que había sido tomada casi treinta años atrás. Le quedó un minuto para enorgullecerse en silencio de su propio trabajo antes de que llamaran a la puerta.

—Martin, ¿se puede pasar?

—Entra Patrick —contestó mientras cogía una pinza y sujetaba su nueva obra de arte a una fina cuerda que atravesaba una de las paredes laterales.

—Isabella…

—Está esperando las fotos. Lo sé. Ahí las tienes —indicó a la vez que señalaba un montón de papeles, al lado de las cubetas del revelado—. Espera un par de minutos a que se seque esa y te las puedes llevar.

En realidad no hacía falta que le diera instrucciones. Después de un año, Patrick sabía casi mejor que él como tenía que tratar el material.

Salió de la habitación y se acercó hasta el portátil que había dejado sobre la mesa que Isabella le cedía cada vez que trabajaba para ella. Presionó una de las teclas y esperó. El ordenador no reaccionó. No lo recordaba, pero debía de haberlo apagado en algún momento a lo largo de la mañana.

Despacio, bajó la tapa hasta que escuchó el clic de cierre. Desconectó todos los cables y comenzó a enrollarlos sobre sí mismos. Era consciente de que el futuro de la profesión estaba en aquellos aparatos. Sabía que la mayoría de sus compañeros ya habían olvidado lo que era tener las manos húmedas y no poder quitarse aquel fuerte olor a vinagre, pero él no acababa de decidirse. El trabajo que acababa de realizar no lo habría podido hacer en una de aquellas cajas tontas. Controlar las tonalidades a base de milésimas de segundos era complicado, sin embargo, retocar colores con un simple ratón y una paleta de colores virtual, era, a su modo de ver, imposible por completo.

—¿Te marchas?

La corta melena de Katia asomaba por la puerta del despacho. Llevaba una taza entre las manos.

—Sí, ya he terminado. No creo que me necesitéis por aquí mientras vosotras os volvéis locas por acabar de fijar los contenidos y la maquetación del especial de navidad. Solo molestaría.

Ella le echó una sonrisa comprensiva.

—Será mejor que te marches antes de que Bella te corte la cabeza por no haber entregado las fotos a tiempo. La última vez que la he visto bufaba como un dragón y estaba a punto de echar humo por las fosas nasales.

—¿Vas hacia allá? —preguntó Martín y se pasó un dedo de lado a lado de su cuello.

Katia rió.

—¿Hacia la sala de torturas? ¡Ajá! Me he escapado. Necesitaba un café para poder enfrentarme a las continuas discusiones de las próximas cinco horas. Por cierto, en la cafetería estaban Charles y Alec. Me han preguntado por ti.

—¿Todavía siguen allí? Me acerco a saludarles.

Katia se despidió de él con un beso en la mejilla y Martín la vio desaparecer al fondo del pasillo. Se encaminó en sentido contrario.

La cafetería era un pequeño espacio habilitado en un rincón dónde, además de una máquina con las bebidas calientes y otra con agua, refrescos y algunos sándwiches, también habían colocado un par de mesas altas para que los empleados tuvieran dos minutos de relax.

Sus amigos habían depositado los vasos en una de las mesas y charlaban con tranquilidad.

—¡Hombre! ¡Dichosos los ojos! —comentó Alec cuando lo vio acercarse—. ¡Si Don Ocupado se ha dignado a venir a visitarnos!

—No seas tan rencoroso —le recriminó Martín con una fuerte palmada en la espalda y un apretón de manos—. La última vez que estuve, eras tú el que no podía salir a saludar.

—Sí, pero tú no hiciste amago alguno de esperar a que yo acabara la reunión —le reprochó.

—Tenía prisa —se defendió mientras metía una moneda en la máquina y seleccionaba el botón con el cartel café amargo.

—Excusas, solo excusas. Para ver a la jefa bien que haces un hueco en tu calendario —dijo guiñándole un ojo a Charles, que escuchaba sonriente como sus dos compañeros se tiraban los trastos a la cabeza.

—No sé por qué lo dices —comentó desconcertado.

Martín depositó el vaso al lado del de sus amigos y se volvía para recoger la cucharilla de plástico que se le había caído cuando se tropezó con una joven.

—Perdón.

La chica que le había empujado le echó una sonrisa y se apartó para dejarlo pasar.

Martín se quedó observando a las muchachas. Debían de ser dos de las nuevas modelos de la revista. Estaba claro que venían de una sesión de peluquería porque se paseaban por el edificio con el pelo lleno de tubos de colores.

—Un pajarito me ha dicho que te ves con la jefa de noche y no en las mejores condiciones.

—¡Ah! Aquel día. Lo dices porque ella me acompañó a casa en un taxi y me ayudó a subir hasta el apartamento —mencionó sin darle importancia.

Lo único que le faltaba, después de tantos años, era ser el protagonista de los canales extraoficiales que circulaban por las mesas y los chats de Beauty Today. Aunque a decir verdad, mejor ahora que hace unos años, cuando pasaba allí todo el día y parte de la noche. Apuró la bebida y se giró para tirar el vaso a la papelera.

—Perdón —se excusó.

Había golpeado a una de las chicas con el codo, justo en el momento en el que esta se llevaba el vaso a la boca.

Ella hizo un gesto con la cabeza para indicarle que no se preocupara y continuó hablando con su amiga sin que ninguna de las dos se preocupara de la mancha marrón que se extendía sobre la mesa. Al parecer su conversación era mucho más interesante que limpiar aquello.

—Es lo único que sé —oyó Martín que decía la amiga con gesto apesadumbrado.

—Parece imposible. Yo misma la vi ayer por la tarde y me dijo que no iría a la fiesta de Mafalda porque estaba cansada.

—Pues al final fue. Al parecer llegó a la casa sobre las ocho y ya no salió de allí. Nadie se dio cuenta de lo que había sucedido hasta que esta mañana la asistenta la encontró en el suelo de uno de los cuartos de baño —contó en voz baja—. Dicen que se le fue la mano con los barbitúricos y el alcohol.

—Pobre Robin. Era una chica estupenda. Pero todavía no había aprendido hasta dónde puede uno llegar. A mí no me sucede. Yo sé a la perfección qué puedo mezclar y cuándo tengo que parar de beber —fue lo último que escuchó mientras se alejaban.

Martín nunca supo cómo había hecho para acabar la conversación que mantenía con sus amigos y llegar hasta casa cuando la única la imagen que tenía tatuada en su retina era la dulce y sonriente cara de Robin Elwes, tal y como la había visto el día que había pasado media tarde charlando con ella.

Ya en su hogar, se acercó a su dormitorio y arrojó las llaves, la cámara y la chaqueta vaquera, con la que había salido a la calle aquella mañana, sobre la cama. Con largos pasos se acercó hasta la cocina y sacó una botella de vino del armario. Necesitaba una copa.

Un rato más tarde, parado delante de la ventana, descubrió que su mente parecía haberse despejado y que era capaz de pensar en otras cosas que no fuera en aquella risueña cara en la que el brillo de querer comerse el mundo sobresalía sobre todo lo demás. Apuró la segunda copa. Se volvió cuando un ruido en el pasillo, fuera de su casa, llamó su atención. El estudiante del apartamento 68 ya ha vuelto a organizar una fiesta, pensó con fastidio. No tenía ánimo para aguantar músicas innombrables. Alguno de los chicos dijo algo divertido que hizo reír a sus acompañantes. Entre todas las voces, se alzó una risa cantarina.

No pudo reprimir la furia que llevaba conteniendo toda la tarde y arrojó lo que llevaba en la mano contra la pared. Los cristales y las gotas de vino salieron despedidos hacia todas partes, salpicándole en la cara.