—¡Qué gusto llegar a casa! —exclamó Luz dejándose caer en plancha sobre el sofá.
Leire se había empeñado en acompañarla a pesar de que ella había insistido para que la dejaran en la Plaza de Zabalburu, como hacían otras veces en las que salían juntos.
—Ya te vale. Lo primero que haces es tumbarte. Cualquiera diría que te has pasado todo el fin de semana cavando en la mina —le riñó su amiga mientras se aproximaba a la ventana para tirar de la cinta de la persiana.
La casa de Luz era un pequeño apartamento que esta había alquilado hacía ya años en el barrio de Irala. Aunque el piso no era muy lucido, el hecho de estar en la última planta de un edificio de cinco alturas hacía que fuera muy luminoso. Además, había sabido crear un ambiente muy acogedor con pocos muebles. Leire se encontraba muy a gusto en aquel pequeño espacio. Solo tenía dos pegas. La primera eran los noventa y tantos escalones que había que salvar desde la puerta del portal hasta el cómodo sofá color teja que su amiga había instalado en medio de la sala, y la segunda, que en el momento en el que se abría la puerta de la calle, los vecinos podían ver hasta lo que estabas cocinando.
—No te creas, que pasar el día tratando de molestar a los que te rodean resulta agotador —bromeó.
—Yo pensaba que eso era algo que te salía natural —comentó David desde la puerta, en un alarde de sinceridad.
—David, ¿tú no habías quedado con Íñigo para tomar algo?
La voz de Leire sonó demasiado inocente, pero David no fue lo suficiente perspicaz como para notarlo.
—No, no he hablado con él desde…
La mirada que Leire echó en dirección a Luz fue de lo más reveladora. Y, por fin, David cayó en la cuenta de que su novia le quería lejos de allí. Momento de confidencias.
—Recuerda que te llamó ayer —apuntó ella.
—¡Es cierto! Se me había olvidado —dijo a la vez que se daba una palmada en la frente de forma teatral. Decidido, abrió la puerta y salió a la escalera—. Vuelvo en…
—¿Una hora? —sugirió Leire.
—Una hora.
Leire le mandó un beso y una gran sonrisa a espaldas de su amiga. Él la miró resignado y cerró la puerta. Luz se había sentado y buscaba el mando de la tele entre los cojines. Leire se colocó a su lado.
—¡Aquí está! —exclamó con el aparato en la mano.
Pulsó el primer botón y en la televisión parpadeó la señal luminosa. La voz llegó antes que la imagen.
—¿Quieres una cerveza?
Se levantó de un salto para dirigirse a la cocina, sin atender al locutor. Leire la siguió de cerca. Sacó un taburete de debajo de la mesa mientras su amiga rebuscaba en la balda superior del frigorífico y se sentó en él.
—¿Me lo vas a contar?
Luz se dio la vuelta poco a poco con un par de latas de Estrella Damm en la mano.
—No sé de qué estás hablando —dijo cautelosa mientras colocaba las cervezas encima de la mesa.
—No te hagas la sueca. ¿Me vas a contar qué asunto te traes entre manos con Martín? —preguntó impaciente a la vez que la observaba abrir un armario y coger un par de vasos.
—¿Con Martín? Si apenas lo conozco —mintió confiando en que su amiga se diera por vencida con aquella observación.
—Claro, por eso le odiabas el otro día y por eso esta mañana lo he pillado en tu habitación mientras tú te vestías. Porque apenas lo conoces.
—Yo me he vestido en el cuarto de baño. ¡Él ha entrado sin mi permiso! —declaró molesta y dejó los vasos sobre la mesa con un golpe—. Además, yo no tengo porqué darte explicaciones sobre mi vida personal.
—¡Hombre! Esto se pone interesante. Confiesas que hay algo. Venga, suelta por esa boquita —insistió Leire a la vez que inclinaba la lata y miraba cómo la esponjosa espuma subía por el tubo de cristal—. ¿No tendrás por ahí unos cacahuetes?
Luz se alarmó. Aquello era un mal presagio. Leire no tenía intención de marcharse.
—No te vas a largar ¿no?
—No hasta que me entere de todo —la desafió—. Así que ya sabes, empieza por el principio y no acabes hasta que llegues al final.
Su amiga se rindió a la evidencia. Amigas, suspiró y empezó a contar la historia de la bella princesa y del príncipe que se convirtió en sapo.
—Érase una vez, hace más de ocho años, una chica guapísima, listísima y simpatiquísima, o sea yo, a la que le presentaron un chico feo, serio y larguirucho.
—Es decir Martín.
—El mismo que viste y calza, pero en versión acabo de salir de la adolescencia y no he roto un plato en la vida. Aunque todo era cuento chino, ¡el muy…!
—Embustero —le ayudó Leire.
—Farsante, tramposo y falso —la corrigió Luz, elevando la voz.
—No te sulfures. Ya tendrás tiempo de insultarle después. Sigue.
—La princesa, o sea yo, acababa de poner fin a una relación de varios años, de cinco años para ser más exacta.
—Vamos, que lo habías dejado con tu primer novio.
Luz se sinceró.
—El muy desgraciado llevaba liado con una de mis amigas del barrio cuatro meses y yo me acababa de enterar.
—Y, entonces, Martín apareció en tu vida.
—Un compañero de la universidad, que me debía odiar, dicho sea de paso, se empeñó en que quedara con su grupo de amigos.
—Y uno de ellos era él.
—Exacto.
Leire se acordó del comentario sobre la bragueta de Martín que su amiga había hecho la primera vez que lo había visto y sonrió con maldad.
—Y te liaste con él —conjeturó.
—No exactamente —aclaró Luz y se irguió en su silla—. Me gustó, es verdad. Era de mi edad, pero parecía un yogurín, muy tiernecito.
—Y pensaste que sería una presa fácil, como si lo viera, pero te sacó los colmillos —se rio Leire.
Luz se puso seria.
—Ahora me acusarás de ser una asaltacunas. Yo estaba hecha polvo y necesitaba que alguien me diera un poco de cariño, aunque no fuera más que por una noche, y creí que Martín podría ser esa persona. —Leire la miró con ojos risueños y la frase lo sabía grabada en ellos—. Sí, me lié con él.
—Ya me lo imaginaba.
—¡Vaya concepto tienes de mí!
—En absoluto. Pero te conozco bien. Continúa.
—Total que aquella noche acabamos en el sofá de la casa de un primo suyo. —Leire abrió la boca, pero Luz levantó una mano y la hizo callar—. No me preguntes por qué tenía las llaves de aquella casa ni dónde se suponía que estaba el primo. No tengo ni idea. —Soltó una risilla mientras recordaba la escena—. Estaba demasiado ocupada intentando desabrocharle los botones de la camisa mientras él abría la puerta.
—¿Y?
—Y nada.
Leire se quedó perpleja.
—¿Cómo que nada?
Luz se levantó y caminó hasta el fregadero con pasos nerviosos. Apoyó las manos en él y dejó pasar unos segundos. Después, se dio la vuelta y cruzó los brazos sobre el pecho antes de contestar.
—Que no pudo —aclaró ante la cara estupefacta de Leire—. Aunque él estaba un poco rígido al principio, después todo parecía ir bien, pero cuando llegó el momento… En resumen: un gatillazo.
Leire se quedó atónita.
—Lo apabullaste —sentenció antes de estallar en carcajadas—. Seguro que lo abrumaste con tu entusiasmo.
—¡Ahora resulta que la culpa fue mía! —Luz se estaba enfadando. Aquello no tenía ni pizca de gracia. Como no deje de reírse, la echo de casa—. ¿Quieres pararte de una vez? ¡Leire!
Leire intentó tranquilizarse un poco, sin embargo, volvía a estallar en risotadas cada vez que miraba a su amiga y se la encontraba enfurruñada como un perro pequinés.
—Ya me callo —aseguró cinco minutos después, más tranquila—. Pero sigo sin ver cuál es tu problema. Si él es el que tuvo el inconveniente ¿por qué eres tú la que lo odia?
Luz se acercó hasta la mesa y se sentó resignada a confesarlo todo. Ahora que había llegado a aquella parte de la historia, no iba a poder ocultar el resto por más tiempo.
—Porque la cosa no quedó ahí —explicó avergonzada.
—¿Ah, no? ¿Apareció el primo y os echó de casa desnudos? —sugirió Leire con malicia al tiempo que se inclinaba hacia delante, dispuesta a no perder detalle de lo que fuera a salir de los labios de Luz.
—No, él me pidió disculpas y dijo todas esas tonterías que los tíos repiten en estos casos: es la primera vez que me pasa…, no sé lo que me ha sucedido…, no es por tú culpa…, me gustas mucho,… Ya sabes, lo normal —Leire hizo un gesto de entendimiento—. A lo que yo, como todavía era una pipiola inocente e inexperta, contesté también quitándole hierro al asunto: no te preocupes…, le puede suceder a cualquiera…, son cosas que pasan…, será el estrés… ¡Una mierda el estrés! Si llego a saber lo que me iba a hacer al día siguiente ¡el muy ca… pullo!, lo mínimo que le hubiera dicho era que la tenía igual de grande que el mayor de mis hermanos y cuando estuviera calculando, orgulloso, los centímetros, le aclararía que mi hermano era un niño de diez años.
—Pero ¿qué es lo que se supone que te hizo? —insistió Leire.
—El muy cerdo se dedicó a contar por ahí que no solo él había cumplido como un jabato, al menos veinte veces por los rumores que me llegaron después, sino que yo, después, me empeñé en regresar al pub del que nos habíamos marchado y me largué con otros tipos. ¡Cuándo la realidad era que el segundo chico con el que me acostaba en la vida!
A Leire se le escapó un silbido.
—A eso se le llama un buen ataque. Supongo que sería por miedo a que tú fueras la primera en lanzar acusaciones en su contra.
—¡Un desgraciado, eso es lo que es! —Luz se había vuelto a levantar y recorría la cocina de arriba abajo sin descanso—. Tuve que pasarme más de un año aguantando miraditas y risitas cada vez que hablaba con cualquier estudiante o profesor y asquerosas insinuaciones de los tíos más babosos que te puedas imaginar. Sé que a mis espaldas me llamaban La Bimbo. La fresca del barrio —aclaró haciendo alusión al anuncio en cuestión—. Y todo porque a ese… canalla…, a ese… imbécil…, a ese… le explotó en la cara su ego de machito trasnochado cuando fue incapaz de acabar lo que había empezado.
—Era un mocoso y, por lo que cuentas, de lo más inseguro. Le pillaste en mal momento —le disculpó Leire.
—Mira, ¡encima tú no te pongas de su parte! ¡Es lo que me faltaba!
—Luz, creo que estás exagerando. Eso pasó hace miles de años. Ahora parece un buen tipo. Seguramente entonces también lo era. Te doy la razón en que se le fue la mano, pero creo que por pura inexperiencia. Cómo tú bien dices, erais unos críos.
Su amiga se paró en seco y se volvió.
—Inexperiencia. ¡Ja! ¡Una mierda!
Leire sabía que nada de lo que diría iba a conseguir que se tranquilizara. La dejaría sola un rato.
—Me voy al baño. —Señaló al vaso de Luz, que todavía estaba lleno—. Tómate un par de tragos y a ver si a mi regreso estás más tranquila.
Cuando Leire salió de la cocina, Luz se derrumbó en la banqueta. Aquel tema la ponía de los nervios. Por culpa de Martín había pasado dos años infernales. Los peores de su vida. Había aguantado comentarios y malas caras y, cada vez que alguien hacía alusión a su apodo, había fingido que estaba por encima de todas aquellas patochadas de niños malcriados. Había hecho creer a todo el mundo que tenía un blindaje de plomo más grueso que el de los carros antiminas. Fue entonces cuando forjó su carácter. Fue en aquellos años cuando decidió que sería una mujer independiente, que viviría sin estúpidas ataduras a necios mentecatos que clasificaban al resto de sus congéneres por el tamaño de lo que les colgaba entre las piernas y a las mujeres por el tamaño de su delantera. Fue en aquel tiempo cuando resolvió que los convencionalismos sociales le importaban un pimiento y que pasaba hasta el infinito de lo que dijeran los demás.
Una agria sonrisa acudió a sus labios. Ahora que lo pensaba, todo aquello se lo debía a una sola persona. A Martín. Después de todo, esa es una cosa que le tengo que agradecer.
Escuchó el agua de la cisterna. Leire estaba a punto de aparecer. Vació el vaso de un único trago y se levantó a por otra cerveza. Sabía que aquella conversación todavía duraría un rato más. Llenó el vaso de nuevo con rapidez, tiró el envase a la basura y volvió a sentarse.
—¿Qué? ¿Más serena? —dijo Leire desde la puerta, nada más poner un pie en la cocina.
Luz hizo un gesto afirmativo. Y era cierto, gran parte de la rabia que había acumulado desde que Martín había asomado de nuevo a su vida había desaparecido en ese preciso instante. Se había evaporado cuando le vino a la cabeza que el maremoto que había asolado su vida, en realidad había conseguido que ella se convirtiera en la mujer que ahora era.
Y si de algo estaba orgullosa, era de ser como era.
—Bien —siguió Leire mientras tomaba asiento—, pues ahora me vas a aclarar qué demonios pintaba esta mañana Martín en tu habitación.
—No vas a dejarme en paz, ¿verdad?
—No.
—¿Ni aunque te diga que en realidad soy una meretriz de lujo, que recibo en casa y que mi próximo cliente está al caer y es el presidente de un famoso club de fútbol?
—Pues dile que pase y se tome algo con nosotras. Suelta por esa boquita. Te advierto que David tiene el número de teléfono de Martín y que como no salga de aquí con una explicación que me parezca convincente, mañana mismo le llamo para saber su versión —le amenazó Leire.
—Mañana estará camino de Nueva York.
—Al otro lado del charco también conocen la tecnología. Por si no te habías percatado, los móviles también funcionan allí.
Luz suspiró. No me queda más remedio que continuar, se animó a sí misma. Ya he superado la peor parte. El resto sería tan cómodo como pasear por la playa. O eso esperaba.
—Ya te he dicho que no sé a qué ha venido esta mañana —explicó—. Yo había vuelto a la ducha después de hablar contigo. —Leire no hizo ningún comentario sobre la forma en la que le había colgado el teléfono. Lo dejaría para más adelante—. Escuché unos fuertes golpes en la puerta, pensé que eras tú y le dije que pasara. Me estaba secando el pelo cuando salí para hablar contigo y me lo encontré a él. Lo demás, ya lo sabes.
Leire meditó un instante. Algo fallaba en aquella explicación.
—Un momento. Cuando yo llegué, tú te estabas vistiendo y el pelo ya lo tenías medio seco.
Mierda. Ya sabía yo que esto no me iba a salir bien.
—Bueno sí —reconoció—. Al principio salí envuelta en una toalla. Me vestí después.
—Ya me parecía a mí que tenía que haber una razón para que los ojos estuvieran a punto de salírsele de las órbitas —afirmó con una sonrisa burlona—. Le pillé completamente anonadado. Así que te vio un trozo de pierna.
Luz asintió, pero se quedó callada como una muerta. Un trozo de pierna… y algo más.
—No me vio nada.
—Hicisteis las paces —intuyó.
—No, ni siquiera hablamos.
—No entiendo nada. Si no hablasteis del tema y no solucionasteis vuestras diferencias, entonces, ¿por qué en la iglesia de Itziar parecías una parejita en toda regla? Estabais de lo más acarameladito.
—Eso no es cierto. Solo charlamos unos minutos —contestó con el ceño fruncido.
Leire no tuvo más remedio que reírse.
—Pena de foto. ¿Vas a negar lo que yo vi con mis propios ojos? En un momento en que levanté la cabeza, os vi inclinados con la cabeza muy junta. Si hasta me pareció que te besaba el pelo.
—¡Tú ves visiones!
—Que no, Luz, que no. Pensé que era imposible que estuvieras a menos de veinte metros de él sin que le sacaras las uñas y no os quité ojo mientras nos acercábamos. Te juro que parecía que estaba a punto de deshacerse. —Luz la miraba anonadada, con la boca abierta de asombro—. Y a ti, se te caía la baba —continuó divertida—. Cuando él estaba sacando fotos en el altar, le mirabas el culo con tal avidez que hubiera jurado que sabías a la perfección qué era lo que te estabas perdiendo.
—Yo no hacía eso —se defendió.
—¿Qué no? No te viste. Parecías estar acechando una apetitosa tarta de chocolate en el escaparate de una pastelería.
El sonido del timbre interrumpió la conversación. Salvada por la campana, pensó Luz mientras Leire se acercaba hasta la puerta para abrir al visitante.
—No me gustan las tartas y, además, ya da igual porque no pienso volver a verle en mi vida —anunció en alto.
—Eso mismo dije yo una vez delante de la chica más desesperante del mundo y, ahora, ya ves —contestó David desde el umbral de la cocina, con el brazo sobre los hombros de Leire.
Este se inclinó para besar los labios de su novia, que le recibieron con ardor.
Y, por primera vez en la vida, Luz sintió como la envidia se instalaba en sus entrañas.
• • •
—¿Qué te sucede? —preguntó Javier.
—Desde hace un rato, me pita este oído —explicó Martín apretándose con fuerza la zona dónde le parecía oír aquel molesto ruido.
—Eso es que alguien está hablando mal de ti —se mofó su hermano.
Pues no hace falta echarle mucha imaginación para averiguar quién puede ser.
Los dos hermanos estaban sentados en el sofá de la casa familiar. Su padre ojeaba distraído el periódico del domingo mientras que su madre trajinaba en la cocina. El avión de Martín salía aquella misma noche para Madrid, desde donde cogería otro que le llevaría directo a Nueva York. De vuelta de la casa rural, había pasado para dar un fuerte abrazo a sus viejitos preferidos y se encontró con que Javier y su familia le estaban esperando para despedirse. Le alegró verse rodeado de todos ellos antes de volver a la soledad de su apartamento.
—¿Qué tal el fin de semana? —le preguntó Javier.
—Todo lo bien que se ha podido, si tenemos en cuenta que no conocía a la mayoría de la gente —indicó cogiendo la pelota roja de sus sobrinos que había llegado rodando hasta sus pies.
—Solo se te ocurre a ti pasar el fin de semana con unos desconocidos.
Martín se encogió de hombros.
—A veces uno descubre que tiene muchas cosas en común con gente que apenas conoce. Además, no todos eran desconocidos. Había tres amigos. Bueno, dos —se retractó.
—Pues no está el mundo como para deshacerse de los amigos —bromeó ante la rectificación.
—En realidad, al principio eran dos y al final, dos y medio —dijo al recordar la sonrisa y los dos besos fugaces que Luz le había dado en las mejillas cuando se despidió de él.
—¿Dos y medio? —preguntó Javier perplejo.
Martín hizo un gesto.
—Olvídalo. Era una tontería.
Se levantó para coger la mochila, que había dejado sobre una de las sillas de la mesa del comedor.
—He sacado las fotos que me pediste —dijo mientras abría la cremallera y sacaba una de las cámaras.
—¿Al final, dónde habéis estado?
—En Santa María de Deba, en el Santuario de Itziar y en un convento en Sasiola, a cinco kilómetros de Deba, camino de Mendaro.
—¿Había algo interesante?
Javier se había acercado hasta un enorme aparador de madera labrada y sacaba unas hojas y un bolígrafo de uno de los cajones.
—En Sasiola hay un gran retablo barroco, del siglo XVII según parece. No sé si puede ser lo bastante atractivo. Lo bueno que tiene el sitio es que está solo en medio del campo. Cualquiera se puede acercar hasta allí sin que nadie le vea. Además, la huida es perfecta porque la autopista está a dos pasos.
Javier escribía todos los detalles de lo que su hermano le estaba contando.
—Hazme un croquis de los accesos —le pidió poniéndole las hojas en las manos.
Martín le pasó la máquina con una fotografía en la pantalla. Javier la examinó y pulsó el botón de la siguiente.
—Las imágenes no son muy buenas. Solo tuve unos minutos y no pude montar el trípode.
—Pues a mí me parecen estupendas —comentó, más interesado en lo que aparecía en las fotos que en la calidad de las mismas—. ¿Y esto?
—Eso es la portada de Santa María de Deba —dijo después de mirar la imagen que su hermano le había puesto delante—. El retablo…
—Cierto. La conozco bien —le interrumpió—. Tiene un retablo también del siglo XVII.
—Pues entonces no te cuento con lo que te puedes encontrar.
—No. Además, por ahora, parece que el mercado se mueve más en torno a obras pequeñas, de siglos anteriores.
—Seguimos entonces. —Martín le quitó la cámara, pasó unas cuantas imágenes hasta que encontró la que buscaba y se la puso de nuevo en el regazo—. Esta. La Virgen de Itziar.
Javier le miró asombrado.
—¿Tú crees?
Martín asintió.
—Tú mismo dices que es perfecta. Pequeña y del siglo XIII. Cualquiera puede acceder a ella —añadió—. Estuvimos allí más de media hora y no entró nadie. Saqué más de veinte fotos y nadie dijo nada. Me podía haber largado de allí con ella en una bolsa y solo se habrían enterado los que venían conmigo.
Javier escuchaba interesado lo que le estaba contando. Señaló de nuevo los papeles.
—Dibújame también dónde está la puerta y el recorrido por las calles del pueblo hasta llegar al templo.
Martín comenzó a dibujar los bocetos que su hermano le pedía. Javier, mientras tanto, seguía revisando las fotografías.
—¿Y esto? ¿También estaba dentro de la iglesia? No tiene un aspecto muy virginal que digamos.
Martín echó un vistazo a lo que le señalaba y se encontró con unos grandes y redondos ojos oscuros que le miraban embelesados y una fina boca color cereza. Había pillado a Luz con la punta de la lengua asomando entre sus labios. Estaba adorable.
—Eso es una de las chicas del grupo —dijo quitando importancia a la imagen.
A Javier le pareció que, a pesar de su aparente tranquilidad, el pulso de su hermanito se había acelerado. Se le quedó mirando con una media sonrisa en la cara, pero, al final, optó por seguir pasando fotos sin decir palabra. En la sala solo se oía el clic de la cámara cada vez que apretaba el botón y el roce de las hojas del periódico que leía su padre.
—Por lo que puedo ver, el grupo lo formabais tú y esta chica.
—Ya te he dicho que íbamos diez personas —aclaró Martín con brusquedad, sin levantar la cabeza de lo que dibujaba.
—Pues los demás se debían esconder cada vez que te veían porque no aparecen por ningún sitio —indicó divertido.
Martín le arrancó la máquina de las manos y comenzó a pasar las imágenes hacia atrás. Javier tenía razón. Luz sentada en el jardín de la casa rural. Luz en las escaleras leyendo la guía que le había prestado. Luz sonriendo. Luz andando. Luz mirando distraída hacia el horizonte. Luz apoyada en un muro. Luz de espaldas. Luz de pie. Sus ojos. Su pelo rojo. Su sonrisa.
La mayoría las había sacado desde la ventana de la habitación sin que ella se diera cuenta. Él estaba haciendo la maleta cuando le llamó la atención alguien que paseaba por el jardín. Era ella. Siguiendo un impulso, había cogido la cámara de encima de la cama, y le había echado unas cuantas instantáneas. A decir verdad, bastantes.
Se encogió de hombros antes de contestar.
—Había más gente. Lo prometo.
—Por lo que veo, le has hecho un Book completo —le incitó Javier.
A Martín le pasó por la cabeza aquella imagen femenina, que intentaba taparse con una toalla blanca que apenas cubría cincuenta centímetros de su cuerpo.
—No, completo no, faltan algunas —masculló entre dientes.
Javier se estaba divirtiendo mucho. Nunca había sabido nada de la vida amorosa de su hermano pequeño y aquello era lo más cercano que estaba de enterarse de algo. Observó el pelo de la chica de la imagen. Desde luego era muy original y ella parecía agradable.
No se imaginaba lo equivocado que podía estar.