Luz echó una mirada hosca a los cinco hombres que charlaban animadamente sentados en la enorme mesa de la cocina de la casa rural.
¿Por qué siempre pasa lo mismo? Los tíos llegan, se sientan y nosotras nos ponemos a currar como si fuéramos sus criadas.
Soltó el cuchillo y la patata que tenía en las manos y se limpió en un gastado trapo que alguien había dejado sobre la cocina.
—Paso. Si quieren cenar, que trabajen ellos —dijo dirigiéndose a Cristina, que lloraba como una magdalena mientras picaba una cebolla.
Las otras tres chicas, que se afanaban con el resto de las patatas, la miraron un instante, sin embargo, siguieron con el trabajo sin inmutarse. Estaban acostumbradas a que su amiga, la alocada, nunca hiciera lo que debía en cada momento.
Luz cogió un vaso del armario y abrió el frigorífico. El barril de cerveza que habían metido aquella mañana ya debía de estar frío. Se sirvió una generosa cantidad. Los trabajadores tenemos derecho a tener cubiertas nuestras necesidades. Se quedó apoyada en la pared mientras tomaba el primer sorbo. Aunque los hay que reciben las gratificaciones antes del trabajo. Por encima del vaso, echó una ojeada a los hombres que ya habían vaciado la botella de vino que tenían sobre la mesa.
Su enfado no se debía solo a que ellos no hubieran hecho nada en toda la tarde. Llevaba un día entero intentando evitar a Martín. Y lo había conseguido de momento. Era cierto que para ello había tenido que sentarse la noche anterior en el suelo del salón, a pesar de haber un hueco libre a su lado en el sofá; había tenido que comer en una esquina del banco de la cocina, aunque había sillas libres; que dormir en la habitación del fondo y que contaba con el baño más pequeño, aunque podía haber elegido otra mejor. Sin embargo, no le había echado una mirada furtiva ni siquiera cuando se lo encontró aquella misma mañana en mitad del pasillo, recién duchado y oliendo a gel de baño. Definitivamente, estaba orgullosa de su control.
Aunque no podía negar que le había costado.
Porque tenía que reconocer que era el tipo más atractivo con el que se había cruzado en los últimos tiempos. Ya no quedaba nada de aquel chico flacucho de veintitantos años que había conocido antaño. Ahora era un madurito con un cuerpo de infarto, el cerebro de un Australopitecus y el ego de una estrella de futbol.
—En realidad soy free lance —le oyó decir—. He estado mucho tiempo trabajando en exclusiva para una revista de moda, pero en estos últimos tiempos intento hacer otro tipo de trabajos.
Luz, pendiente de lo que se decía alrededor de la mesa, disimulaba con la vista fija en lo que hacía Cristina en la cocina.
—¡Tú sí que sabes! ¿Qué puede ser mejor que tener delante a una mujer a menos de un metro de ti todo el día y que encima te paguen por ello?
Martín no entró en ese juego y siguió hablando.
—Por encargo de una editorial, he realizado las imágenes de un libro sobre un arquitecto americano y las de un catálogo de una exposición de muebles antiguos.
Leire y David entraban en ese momento en la cocina.
—Y ahora va a hacer un folleto turístico de Euskadi —acabó de explicar David cuando escuchó lo que Martín contaba.
—Bueno, bueno, eso si todo sale bien —aclaró el interesado—. Por de pronto, el lunes me vuelvo a Nueva York sin firmar nada. Me temo que todavía tendré que esperar una buena temporada hasta que se tome la decisión definitiva.
David cogió otra botella de vino del aparador donde las habían colocado cuando llegaron, la abrió y sirvió dos vasos; uno para Leire y otro para él mismo. Cuando Luz vio que su amiga y su novio acercaban unas sillas hasta la mesa, decidió que ya estaba harta de disimular que estar de pie era lo más cómodo del mundo y decidió unirse al grupo. Se sentó al otro lado de la mesa, lo más lejos de Martín que pudo.
—Ha llamado Marta —explicó Leire—. Después de todo el lío que ha montado para cambiar el turno en el hospital, resulta que la compañera se ha puesto enferma y se tiene que quedar.
—Yo creo que en el fondo no le apetecía demasiado y no sabía cómo decírnoslo —indicó una de las chicas desde el fregadero—. Seguro que no es más que una excusa para pasar la noche tumbada en el sofá delante de la tele.
—Igual se ha buscado un noviete de fin de semana —apuntó otra.
—Mira tú por donde, Luz podía haberse traído el suyo y ocupar otra habitación con una cama más grande —sugirió uno de los chicos guiñándole un ojo.
—No, hombre, que Luz se ha vuelto muy formal desde que la dejó ese novio que quiso echarle el lazo y atarla a la pata de la cama para siempre —se burló Arturo.
—Lo dirás por ti que en el último año te he visto del brazo de tres niñas distintas —intervino Luz—. Que cambias de acompañante más que de ropa interior.
—Eso es porque ninguna es lo bastante buena para mí.
—¡O tú no les dabas lo que ellas necesitaban! —le espetó esta—. Ten en cuenta que tú, con tus más de treinta y tantos, ya eres un hombre con muchos fallos y ellas unas pollitas en plena juventud.
—Debió de ser por eso por lo que a ti te dejó el de la clase de inglés —respondió dolido—. ¡Por tu edad!
El altercado subía de tono por momentos, sin embargo, el resto de los amigos, incluida Leire, se mantenían al margen. Estaban acostumbrados a que aquellos dos se despellejaran a gusto. Pero Martín, que le resultaba muy violento estar allí escuchando cómo se tiraban los trastos a la cabeza, tuvo la torpeza de intervenir.
—Dicen que los hombres alcanzan su plenitud sexual entre los veinte y los treinta y que después su apetito decae —comentó en un intento de desviar la conversación y apaciguar los ánimos.
Luz y Arturo le miraron como si hubiera interrumpido la negociación de la compra de una multinacional.
—¿Y eso lo dices por propia experiencia? —le espetó Luz agresiva.
Martín se había quedado mudo y eso le dio pie a su enemiga para utilizar toda la artillería pesada que llevaba a cuestas, cargada al completo.
—Seguro que en tus años de universidad siempre dejaste satisfechas a todas las mujeres con las que te acostaste.
—No creo que mi vida sexual sea un tema de conversación adecuado en este momento —contestó él, incrédulo ante la dirección que estaba tomando aquello.
—Pues yo, en cambio —anunció ella insolente—, creo que es excelente, estoy convencida de que eres de esos gallitos que se pavonean delante de los amigos haciendo referencia a su potencia sexual. Sobre todo si lo único de lo que has sido capaz de hacer con una mujer es disculparte por no llegar al final.
Nada más pronunciar la última palabra, Luz sintió una fuerte patada en el tobillo. Leire la miraba desde el otro lado de la mesa con ganas de asesinarla.
—Y yo creo que te envenenarás si alguna vez te muerdes la lengua —farfulló Martín.
• • •
—¿Echando un cigarro? —preguntó David mientras se acercaba con cautela.
No estaba seguro de ser bien recibido. Martín había cenado en silencio desde el altercado con Luz. No había abierto la boca ni para pedir que le pasaran el pan.
Estaba sentado en un banco del jardín observando las luces nocturnas, más allá del horizonte.
—Ya ves, uno que es débil y se deja vencer por el vicio —contestó encogiéndose de hombros.
David echó una mirada al pitillo que su amigo sostenía entre los dedos con apatía.
—Pues no te he visto fumar en todo el día.
Martín hizo un gesto burlón. A David le dio la impresión de que se reía de sí mismo.
—Lo suelo controlar bastante bien, pero hay veces que me gana la ansiedad —confirmó, rendido ante la evidencia—. Lo utilizo para relajarme.
El novio de Leire apoyó un pie sobre un viejo tronco y metió las manos en los bolsillos. Se quedaron en silencio con los ojos puestos en la única línea luminosa que se veía desde allí. Las luces de la casa se habían encendido detrás de ellos, pero a sus pies se extendía una larga y oscura pendiente que bajaba directa en dirección al mar.
—Un día complicado —comentó David como por casualidad.
Oyó como entraba el aire en los pulmones de Martín a la vez que vio cómo se avivaba la brasa de su cigarro. Tuvo que esperar para oír la respuesta.
—Los he tenido mejores.
Mucho mejores. Pasar un día entero intentando acercarse a una mujer para solucionar el problema que había entre ambos y ver cómo esta se escabulle de todas no es lo más adecuado para pasar un día relajado. Y ya, si uno se descubre con las manos atadas a la espalda y delante de un pelotón de fusilamiento, como le había sucedido hacía un rato, el resultado final era un día malo, rematadamente malo. Pésimo.
Había salido fuera a pensar un rato en lo que iba a hacer —¿qué necesidad tenía de quedarse aguantando los malos humos de una rencorosa que lo único que tenía en mente cuando le veía era fastidiarle la vida y dejarle en ridículo delante de los demás?—. Pero se lo había pensado bien y había vencido la tentación de coger el coche y largarse de allí. El resto del grupo le caía bien. No se marcharía. Haría frente a la situación. Encontraría el momento adecuado y aclararía las cosas con ella.
David no interrumpió sus pensamientos y durante diez minutos no hubo ningún comentario.
—¿Vamos adentro? —sugirió David.
Y, sin mediar palabra, se incorporaron y se encaminaron hacia la casa.
Al abrir la pesada puerta de madera, unos gritos entusiastas les llegaron desde la cocina.
—¡Tramposo! ¡Haz el favor de meter esa ficha de nuevo en casa!
—Ten piedad. Llevo un buen rato sin poder salir de aquí —rogó Pedro con cara de cordero degollado.
En medio de la mesa grande habían desplegado un enorme tablero de colores, y Cristina, Pedro, Arturo y Luz tiraban los dados y movían las fichas del parchís con frenesí, como si su futuro dependiera de ello.
—¡Otro seis! —Luz cogió la última de sus fichas rojas y contó—. Uno, dos, tres, cuatro, cinco y ¡seis! —Alzó los brazos en señal de victoria, se levantó y comenzó a gritar—. ¡Gané otra vez!
Arturo dejó caer los dados con desidia sobre la tabla.
—Paso de volver a jugar contigo. —Miró hacia las cuatro personas que estaban sentadas alrededor de ellos y que los miraban con envidia—. Os cedo el sitio.
Cristina se levantó en el mismo instante en el que Martín se dejaba caer en la silla más próxima a Leire.
—Yo me animo. Vengo dispuesto a romper la racha de la vencedora —amenazó guasón mientras alineaba las fichas verdes en el cuadrado que le correspondía.
Martín vio aparecer en los ojos de Luz un brillo especial ante el desafío.
—Ni lo sueñes —contestó con una sonrisa en la boca y tono amenazante en la voz.
Leire, que se había sentado y leía una revista distraída, levantó la vista y miró en dirección a su amiga.
—Es una buena chica —susurró solo para que él la oyera—. Un poco escandalosa. No sabe pasar desapercibida, pero es una persona excelente. De las que ya no quedan.
—Pues lo disimula muy bien.
En las dos horas siguientes, Luz ganó un par de partidas más y, después, comenzó a perder. A perder y a reírse. A reírse a carcajadas.
A Martín le sorprendió lo bien que se tomaba cada una de sus derrotas. Dada la forma en la que se había burlado de los vencidos hasta entonces, habría jurado que sería una pésima perdedora. Pero sucedió todo lo contrario. Se metía continuamente con los que iban por delante de ella, sin embargo, eran comentarios jocosos y divertidos que animaban a sus contrincantes.
—Gana Cristina otra vez —oyó a Luz que decía.
Martín miró el reloj. Pasaba la media noche. Llevaban más de dos horas jugando al parchís. La observó de nuevo. Parecía cansada y eso le daba una apariencia mucho más vulnerable.
Igual hasta puedo conseguir que nos tratemos con cordialidad, y seamos amigos. Rectificó, igual hasta puedo conseguir que nos tratemos con cordialidad. Volvió a posar los ojos sobre ella y a Martín le entró la sensatez. Igual hasta puedo conseguir que nos tratemos.
—Me retiro —anunció ella—. Dejo la revancha para otro momento. Estoy muerta. Hasta mañana. Que durmáis como bebés —les deseó mientras se encaminaba hacia su habitación.
—Yo también me voy a acostar —murmuró Martín y abandonó la estancia detrás de ella.
El cuarto de Luz era el último de todos y quedaba separado del resto de las habitaciones por una vuelta del pasillo. Caminaba unos pasos por delante de él; estaba a punto de girar. Se le escabullía de nuevo.
—Luz —susurró en voz baja para que el resto del grupo no se enterara de que la había seguido.
¿Era solo una impresión o se había detenido un segundo? En ese momento, desapareció de su vista. Martín aceleró el paso y giró cuando llegó al fondo.
—Luz —volvió a repetir cuando la descubrió parada ante la habitación.
Ella no hizo amago alguno de haberle oído.
—Luz —llamó de nuevo.
Pero no había acabado aún de pronunciar su nombre cuando ella entró en su cuarto y cerró la puerta.
¿Pensará que se puede librar de mí tan fácilmente?
Levantó el puño en el aire y, cuando estaba a punto de golpear la madera con sus nudillos, escuchó el ruido del pestillo al cerrarse.
Ya tenía la contestación a la pregunta. Y le había quedado igual de claro que si se la hubiera gritado a la cara.
• • •
—¿Eres tú? —Luz habló al teléfono móvil, que estaba sobre la cama—. Que sepas que me has hecho salir de la ducha. Tengo el pelo lleno de jabón y estoy empapando la alfombra. —Detrás de mí hay un reguero de agua que parece el Amazonas en pleno deshielo.
—Ya no hace falta que te pregunte nada. Me acabas de contestar —dijo la voz de Leire desde el otro lado de la línea.
—¿Tienes la amabilidad de decirme cuál era la consulta?
—¿No estarás lista, por casualidad?
Le pareció que la voz de su amiga sonaba un poco… bastante… demasiado… ¿sarcástica?
—¡Hombre! Que se ha levantado la chiquilla con ganas de fastidiar al personal —gruñó mientras observaba el charco a sus pies.
Luz cortó la comunicación sin esperar respuesta. Graciosilla, murmuró con un gesto de burla antes de volar desnuda al refugio, lleno de vapor, que acababa de abandonar.
Pero cuando puso un pie sobre el primer azulejo, sus pies tomaron vida propia. Lo malo fue que decidieron que no querían seguir juntos. Para no caerse cuán larga era y destrozarse la espalda, echó mano a lo que tenía más cerca: un elegante lavabo color piedra contra el que hizo papilla el codo de su brazo derecho. Habría visto las estrellas que daban vueltas a su alrededor si no llega a ser porque no fue capaz de abrir los ojos cuando estos estaban inundados.
Fue bueno que se quedara sin respiración, de esa manera no pudo llorar y se dedicó a lo único que le indicaba su instinto: resoplar. Unas doscientas veces seguidas.
—¡Cuándo la pille, la mato! —chilló cuando consiguió ponerse en pie y volver a entrar en la ducha.
Cerró la mampara de cristal de un golpe con el brazo bueno y volvió a meterse debajo de la cascada de agua.
—¡Ah! —gimió de placer cuando sintió como se le calentaba de nuevo la piel—. Tenía que estar prohibido salir de casa por las mañanas sin este tratamiento. Sería la medicina ideal para los malos humores y… para los malos olores —se rio de su propia gracia.
Veinte minutos más tarde todavía no se había dignado a cerrar el grifo. Como se enteren los ecologistas, me matan. Prefería no pensarlo. Al fin y al cabo, un día era un día. Y ella aquella mañana se había levantado exultante. Estaba dispuesta a disfrutar de lo que quedaba del fin de semana.
Cerró el grifo con rapidez, cogió una toalla de la percha más cercana y salió de la bañera. Cuando le pareció que ya había dejado de gotear, se frotó el pelo con energía.
—¡Pasa! —gritó para acallar los golpes que escuchaba desde el otro lado de la puerta de la habitación—. ¡Pasa! —rugió de nuevo ante la insistencia de los porrazos.
Y salió del cuarto de baño dispuesta a ponerle los puntos sobre las íes a Leire.
—¿Sabes que te has vuelto muy pesada? ¿Es que no tienes otra cosa que hacer esta mañana que tocarme las narices?
Luz continuó con lo que estaba haciendo. Se masajeó los mechones de pelo con la toalla para quitar toda la humedad cuando la puerta se abrió.
—¡Qué pasa! ¿No puedes desayunar si no es en mi compañía? Tenía la esperanza de que ahora que te habías echado un novio en condiciones, tuvieras una relación romántico-pegajosa y no te separaras de él ni para ir al baño, pero, por lo que veo, no puedes vivir sin mí.
Le extrañó el silencio de su amiga. Elevó la vista lo que pudo. Poco, teniendo en cuenta la postura. Y se encontró con unos pies enfundados en unos zapatos relucientes. No era de extrañar que Leire no contestara.
Como que no era ella.
—¡Mierda! —fue la única palabra que articuló.
Se quitó la toalla de la cabeza y se la puso por delante de los pechos. Y rezó para que le llegara al menos veinte centímetros por debajo del pubis.
Solo después, abrió los ojos. Y se olvidó de la intención de que aquel fuera uno de los mejores días de su vida. Imposible, después de ver aquellos ojos a punto de salirse de sus órbitas y la sonrisa socarrona pintada en aquella boca. Imposible, después de mirar a Martín a la cara y darse cuenta de que la había pillado en inferioridad de condiciones.
—Hola —dijo él, inmóvil.
Porque Martín se había quedado paralizado.
¿Hola? Esta es la segunda vez que hablo con ella después de ocho años ¿y es lo único que se me ocurre decirle? Estaba con una mujer desnuda y mojada en una habitación con una cama enorme y ¿no podía pensar en otra cosa que no fuera en saludar?
—¿Qué haces aquí? —le interrogó Luz, aferrando el borde del escaso lienzo por encima de su pecho.
Ahora resulta que es un depravado y se tira encima de mí. Yo intento gritar, pero no me sale la voz y nadie me escucha, y va este energúmeno y me viola.
—No me tendrás miedo, ¿no?
—¿Ahora te dedicas a entrar en las habitaciones de la gente sin pedir permiso?
—He llamado antes. Tú misma me has dicho que pasara.
—Sí, pero yo pensaba que eras…
—… otra persona. —Luz asintió. Martín dio dos pasos adelante—. Pues parece que has tenido la desgracia de abrir la puerta a un vendedor de enciclopedias y que se te instale en casa.
—¿Perdón?
Retrocedió. ¿Le estaba diciendo que no se pensaba marchar? No, probablemente no había entendido bien.
—Te tengo atrapada. Esta vez no te escapas sin hablar conmigo, como hiciste anoche.
Él dio otro par de pasos, muy despacio. Luz se sintió como si estuviera delante de un león acorralando a su presa. Y la presa era ella.
—¿Anoche?
—Eres una actriz estupenda, pero no me engañas. Sabías que estaba ahí fuera —insistió mientras señalaba hacia la puerta.
Luz se rindió a la evidencia. Inspiró aire y lo expiró con lentitud. Esta vez no le iba a quedar más remedio que dar la cara. No tenía escapatoria posible.
—Si no te importa, prefiero ponerme algo encima —pidió y comenzó a caminar hacia un lado con mucho cuidado para que no se le moviera la tela con la que se cubría. Poco a poco, se fue acercando hacia el cuarto de baño.
Cuando cerró la puerta del servicio y vio su ropa plegada sobre el bidé dio gracias a Dios por tener la costumbre de vestirse en el baño. No se imaginaba qué hubiera sucedido si hubiera tenido que sacar los vaqueros del armario, la camiseta de la maleta y las bragas y el sujetador de la mesilla. Estaba claro que Martín se hubiera dado un buen festín a su costa. Se apoyó en la puerta y lanzó un fuerte suspiro.
Primera prueba superada.
—Hay unas bonitas vistas desde aquí.
La voz de Martín le llegó ahogada desde el otro lado de la pared.
¿Qué le importaba a ella el paisaje? Tenía muchos problemas de los que preocuparse y saber si brillaba el sol o si pastaban las ovejitas en el campo no ocupaba el primer puesto de la lista de prioridades.
—Muy bonita —comentó abstraída mientras soltaba la improvisada vestimenta.
Apoyó las manos en la encimera e intentó tranquilizarse.
El espejo le devolvió el reflejo y deseó convertirse en Alicia para pasarse al otro lado del cristal y salir corriendo lo más rápido que las piernas le permitieran. Soltó una risita cuando imaginó la cara de lelo que se le quedaría a Martín si la fantasía se hacía realidad y desaparecía.
—¡Bluf! —sopló al cristal.
—¿Decías algo? —preguntó la voz de fuera.
Ella volvió la cabeza hacia el sonido.
—No, nada. Hablaba sola.
—¿Tan pronto? Todavía eres joven.
¿Se estaba riendo de ella? Encima nos ha salido graciosillo.
—Deben de ser los disgustos, que avejentan mucho —comentó en alto mientras echaba mano a la ropa interior.
No merecía la pena atrasarlo más. Tardar más en vestirse no iba a hacer desaparecer a aquel asaltador que la tenía secuestrada.
Estaba abrochándose el cierre del sujetador negro cuando, a lo lejos, le pareció escuchar el canto del ruiseñor. Salvada.
Se metió la camiseta por la cabeza a todo correr y cogió los pantalones. Solo se había metido una pernera y ya avanzaba hacia la puerta.
—He venido para ver si acababas de una vez —comentó una Leire estupefacta que no hacía más que mirar a Martín y después a Luz.
—Ya salía —contestó Luz resplandeciente echando una mirada altiva y retadora a su carcelero.
Se ató el último botón de los vaqueros y metió con rapidez los pies en las pantuflas que usaba para pisar por la habitación. Se colgó del brazo de su amiga, emocionada. Cuando abrió la puerta, miró hacia atrás con desdén.
—No olvides cerrar la puerta al salir.
El cazador cazado, solo le había faltado llamarle Sebastián y dejarle una propina.
• • •
Martín aparcó el coche al lado de la pared lateral del Santuario de Itziar. Elevó la vista y atisbó por el parabrisas. Un enorme muro gris cubierto de musgo se alzaba en medio de un pequeño barrio, que apenas contaba con una veintena de casas. Más que una iglesia parecía una auténtica fortaleza.
—Ya hemos llegado —anunció a los otros tres ocupantes del vehículo por el espejo retrovisor.
Cuando descendieron, descubrieron que los otros dos coches a los que acompañaban, y que se les habían adelantado, y el resto del grupo ya deambulaba por el exterior del templo.
—¿Otra iglesia? —se quejó Pedro cuando se acercaron—. Pero si acabáis de ver la de Deba. Y, vista una, vistas todas. ¿Quién viene a refrescarse un poco a esa bonita taberna de la esquina? —sugirió deseoso de que alguien se le uniera.
Luz se separó del grupo.
—Yo no tengo calor. Y, además, después de que hemos venido hasta aquí, no nos vamos a quedar fuera. Yo voy a entrar —aseguró y se acercó con paso resuelto a la única entrada que parecía abierta.
La puerta, coronada por un frontón renacentista, no iba en consonancia con la sobria apariencia del resto del edificio.
Otras cinco personas la siguieron: Cristina, Arturo, Martín, David y Leire. El resto decidió que tomar el aperitivo era mucho más atractivo que visitar un edificio viejo, húmedo y oscuro.
Los goznes de la puerta chirriaron cuando Luz la empujó. Uno a uno, cruzaron el umbral en silencio. No había nadie, ellos eran los únicos visitantes. El día no estaba claro y la luz que irradiaban las lámparas era demasiado tenue como para iluminar los rincones del edificio.
Se desperdigaron por el interior. Luz y Leire se pasearon por los laterales para examinar las capillas y, poco a poco, se fueron acercando hacia el ábside. Un hermoso retablo dorado, que ocupaba gran parte del mismo, se erguía delante de ellas. En la zona superior, una reproducción de un barco antiguo amenazaba con caerse en cualquier momento encima de quién tuviera la osadía de permanecer debajo.
Luz quería ver con detenimiento la talla femenina de la virgen que ocupaba el centro del retablo, pero dudaba si sería correcto subir hasta el altar. Antes de que pudiera decidirse, sintió una presencia a su lado.
—«La Virgen de Itziar, patrona de los navegantes, es una de las imágenes más veneradas del País Vasco» —leyó Martín en la guía turística que tenía entre las manos. Luz estiró el cuello para ver cuál era el libro que leía, pero Martín hizo un pequeño movimiento y se acercó—. «La talla románica, de pequeño tamaño y situada en el centro de un magnífico retablo plateresco, data del siglo XIII y es considerada una de las representaciones de la virgen más bellas de la iconografía vasca. El Niño, que está en el centro del regazo…».
Cuando finalizó la lectura, cerró el volumen y se lo ofreció con una sonrisa.
Ella dio un respingo y se giró sorprendida. ¿Cuándo habían enterrado el hacha de guerra? Buscó a Leire y la vio al fondo de la nave central, hablando con David y con Arturo. Respiró más tranquila. Nadie les miraba. La lectura apenas había durado un minuto y nadie les había visto.
—¿Subimos? —murmuró Martín a dos centímetros de su oído.
Su tono de voz era suave como el terciopelo y chispeante como una botella de champán recién abierta. Y a ella le encantaban las burbujas.
—Sí —obedeció, hipnotizada por aquellos ojos brillantes.
Martín comenzó a subir la escalera que los separaba del retablo. Luz lo siguió. Salvaron los tres escalones y rodearon el altar. Él metió una moneda en un cajetín de la pared izquierda. Ella oyó un sonido metálico y dos enormes focos iluminaron el retablo. De cerca, era mucho más impresionante que desde abajo. Paseó la mirada por las imágenes hasta que tropezó con la Virgen. Y en cuanto la miró, se quedó prendada de ella y de la expresión de su cara. La virgen y el niño sonreían a quien los observaba, como si quisieran transmitir parte de la paz de su espíritu.
Luz tuvo que reprimirse para no cogerla, metérsela en el bolso y desaparecer con ella sin que nadie se diera cuenta.
Cuando descubrió que estaba pensando en qué lugar de su casa la podría colocar, decidió que sería mejor para todos, incluida la virgen, alejarse un poco. O haré saltar todas las alarmas.
Retrocedió unos pasos, bajó las escaleras, se aproximó al primero de los bancos y se sentó en él.
Luz no se consideraba, ni por asomo, una persona religiosa ni siquiera, como bien sabía su hermana, sensible al arte, pero los templos la atraían. Mejor dicho, la fascinaban. Aquella penumbra, la casi total oscuridad, le parecía relajante. Disfrutaba de su aparente decadencia, de la humedad que subía por las paredes y las cubría con un manto verde. Le encantaba sentirse inundada por el intenso olor a cerrado, del aroma de la cera y del humo que flotaba en el aire. Le hechizaban los rayos que entraban por las vitrinas y creaban otro astro en mitad del suelo mientras dejaban el resto de su alrededor en total oscuridad. Gozaba cuando las motas de polvo ascendían hacia aquellos haces de luz como sopladas por ángeles imaginarios. Se embelesaba recorriendo con los ojos la dureza de las inmensas columnas que se elevaban para explotar en enormes palmeras. Se deleitaba al examinar las violentas escenas de los capiteles románicos y la elegancia de la naturaleza tallada en los góticos. Le impresionaba la magnitud de los muros, que le sugería imágenes de sangrientas batallas. Y se encandilaba con las tallas, como la que tenía delante. Casi siempre era vírgenes solitarias o madres abnegadas, que sostenían al niño en el regazo. Eran simples trozos de madera, pero que irradiaban una serenidad que a veces envidiaba.
No, no era una persona religiosa, pero le gustaba sentarse en un banco y escuchar. Escucharse a sí misma en medio de aquella quietud.
Y resultaba que uno de sus pecados inconfesables era que le gustaba entrar en las iglesias. Nadie lo sabía, nunca lo había declarado.
Cuando se encendió de nuevo la iluminación, Luz salió de sus pensamientos. Martín había instalado detrás del altar un pequeño trípode al que había acoplado una cámara que disparaba sin cesar. El pequeño ruido del diafragma al cerrarse se escuchaba a la perfección desde donde ella estaba. Tiró una tanda, movió el soporte y volvió a empezar desde otro ángulo.
Lo observó hacer su trabajo. Martín apartó el trípode a un lado y se colgó la cámara del cuello. Miraba por el visor sin descanso y, para solaz de Luz, se agachaba, se inclinaba, se arrodillaba, se ponía de nuevo de pie, y todos esos gestos con aquellos gastados vaqueros puestos, con aquella camiseta gris claro que marcaba sus movimientos como si de un guante se tratara. Y todo ello con aquellos labios que se humedecía con la punta de la lengua a cada momento, en un gesto involuntario.
Luz no conseguía apartar los ojos de él, hasta que la pilló desprevenida cuando, como atendiendo una llamada, Martín se dio la vuelta, la enfocó y le sacó una foto.
Luz supo que la había sacado en su peor momento: embelesada.