El mismo antro de siempre.
Martín estaba apoyado en la barra del Crobar NY. Sujetaba un gin-tonic mientras observaba el espectáculo con hastío.
Una docena de chicas ligeras de ropa bailaban desaforadas en el escenario. Sobre los hombros y las cabezas sostenían unos armazones cubiertos de plumas blancas y negras, que se bamboleaban al son de la música. Cientos de banderas, verdes y amarillas, ondeaban en el techo agitadas por los chorros de aire procedente de las rejillas de ventilación. Además, y por si alguien no se había dado cuenta de que la fiesta de aquella noche estaba dedicada a Brasil, los monstruosos altavoces escupían los atronadores compases de una samba.
—¡Así que estabas aquí escondido! —gritó una voz.
Salió de la nebulosa en la que se había sumergido.
—Katia —comentó en voz alta acodándose en el mostrador junto a ella—, no sabía que eras tú.
—Bella te anda buscando.
Él elevó una ceja en un gesto impreciso e hizo girar el contenido del vaso. Los hielos dieron varias vueltas en el líquido transparente antes de detenerse. No iba a confesar que había desaparecido en busca de tranquilidad. Isabella resultaba agotadora.
—¡He venido a por una copa y me he quedado para admirar el panorama! —mintió en un intento de buscar una excusa razonable que justificara la huida.
La hermana de Isabella volvió la cabeza y miró a las gogós que comenzaban a bajar del escenario y a mezclarse con el sudoroso público. Hizo un gesto de entendimiento. Era imposible mantener una conversación con aquel nivel de ruido.
Cuando la camarera acabó de verter el whisky que Katia había pedido agarró de la mano a Martín y lo arrastró consigo.
Este la siguió sin rechistar.
Tiempo muerto finalizado.
—Aquí estaremos más tranquilos —comentó cuando se detuvo en el túnel fosforescente que daba acceso a los baños—. No hemos tenido ocasión de hablar con tranquilidad desde que has vuelto.
Martín la miró sorprendido. Apoyó la espalda en la pared de azulejos. Algo le decía que aquella iba a ser una larga conversación. Deseó que la causa de la conversación no fuera quién se temía. Entrecerró los ojos y calculó las posibilidades que tenía de salir ileso. Ninguna.
—Nos vemos todos los días en la revista —constató con serenidad antes de llevarse de nuevo el vaso a los labios.
—No es lo mismo. Allí siempre sucede algo. O tú no apareces o te encierras en el laboratorio o yo estoy en una reunión o sino siempre está ella.
Martín no tuvo que preguntar a quién se refería. Isabella.
—Si se trata de un asunto importante, debería llamar a mi abogado para que esté presente —bromeó.
Dio otro trago a la bebida y alargó el momento todo lo que pudo. No tuvo suerte.
—¿A qué has venido?
—¿Al Crobar?
—No te hagas el gracioso conmigo, aquí, a Nueva York, a Beauty Today, a su vida.
Martín cogió aire y se pasó la mano por el pelo. Dijera lo que dijese ya estaba condenado.
—Porque tu hermana me ha hecho una oferta laboral que no he podido rechazar.
Katia cambió la bebida de mano.
—De eso estoy segura. Pero, aparte del dinero, ¿hay algo más?
Martín tardó en contestar. Sabía que detrás del ofrecimiento de Isabella había una parte que no estaba relacionada con su valía profesional. Lo sabía, tenía la absoluta certeza, y se había aprovechado de ello.
—No.
—¿Lo sabe ella?
—Nunca me lo ha preguntado.
—Ya, y tú te has cuidado de no explicarle que el vil metal ha sido el único aliciente para volver a su lado.
Aquella alusión a su falta de moral hizo que Martín se pusiera firme. Dio un paso hacia ella con aspecto hosco.
—¿Piensas que solo me muevo por dinero?
Katia intentó suavizar la situación.
—Entonces, si no ha sido por lo que te paga ni por estar con ella, ¿me puedes explicar por qué…? —No acabó la frase. Le miró a la cara y dio en el blanco a la primera—. Te estabas alejando de alguien.
Martín se quedó con la vista clavada en aquellos ojos que le reprochaban estar causando daño a uno de sus seres más queridos.
—Perdona, no quería meterme en tu vida. Solo quería asegurarme…
—… de que si me liaba con Bella, no era solo por interés.
Katia asintió, avergonzada en parte por el numerito que acaba de protagonizar. Sabía que no tenía ningún derecho a meterse en la vida privada de la gente. De hecho, como su hermana se enterara de que estaba preguntando por las intenciones de Martín con respecto a ella, tendría que aguantar su irritación.
Martín sintió la necesidad de explicarse. En realidad, estaba deseando contárselo a alguien y Katia siempre había sido una buena amiga.
—¿Tienes prisa? —comentó con más jocosidad de la necesaria—. ¿Nos ponemos cómodos?
Se sentaron en el suelo.
Y Martín se sinceró con Katia. Y con él mismo.
Era la oyente perfecta. Le escuchó muy seria, sin decir palabra. Únicamente, de vez en cuando, hacía un comentario o un ligero gesto que le animaba a continuar. Y él lo hizo. Hasta que se vació por dentro.
—Así que la dejaste tirada en aquel hospital y te largaste.
Martín volvió a ponerse a la defensiva.
—¿Por qué las mujeres siempre os sacáis la cara las unas a las otras?
—¿Has oído hablar del corporativismo femenino?
Después de aquellas palabras, la camaradería pareció romperse y el silencio se instaló de nuevo entre ellos. Estuvieron así unos minutos, hasta que ella decidió dar el primer paso. Al fin y al cabo, él acababa de sincerarse. Por primera vez en la vida, sospechó.
—¿No has hablado con ella desde entonces?
Él negó con la cabeza.
—Hace un par de semanas me llamó por teléfono. Lo vi horas después, cuando salí del laboratorio.
—¿No le devolviste la llamada? —De nuevo obtuvo una respuesta negativa—. ¿Ni siquiera para preguntarle qué tal estaba?
—Sé que está bien. Hablo de vez en cuando con el novio de su mejor amiga. Ha vuelto al trabajo.
Le habría contado que Luz había pedido el alta voluntaria, a pesar de que todavía tenía la muñeca escayolada, pero conocía hasta dónde podía llegar la curiosidad de Katia y no le apetecía darle más detalles sobre ella.
—Y con eso te basta. Eres un capullo, como la mayoría de los hombres. Pensáis que perdéis vuestra absurda hombría si alguien se entera de vuestras debilidades. Ni siquiera sois capaces de confesárselas a la persona que os hace perder el sentido.
—Se supone que eres amiga mía, no de ella —le reprochó él, molesto por sus palabras.
—Por eso lo digo, porque te aprecio, aunque no vayas a ser mi cuñado.
Otra vez aquel pesado silencio. De nuevo fue Katia la que retomó la conversación.
—¿Es guapa?
—No lo sé. Es… —recordó el día que se había excitado solo con observar sus movimientos, mientras colocaba los libros en las estanterías de la biblioteca—, es atractiva, muy atractiva.
—Más que Isabella.
Katia se arrepintió al instante de haber hecho el comentario. No tenía ningún derecho. Martín le había dejado bien claro que su hermana no tenía nada que hacer con él.
—Es distinta. Tu hermana es muy guapa, pero Luz es chispeante. En realidad, creo que la palabra que mejor la define es explosiva. —El silbido de admiración de Katia arrancó una sonrisa a Martín—. Las explosiones no suelen provocar nada bueno —añadió.
—A veces sí, fíjate en el Big Bang.
Martín estuvo a punto soltar una carcajada. Lo habría hecho si no llega a ser porque, en ese mismo instante, unos tacones de aguja retumbaron en el pasadizo dónde estaban sentados.
Isabella. Fin de la conversación.
Pero antes de que su hermana llegara hasta ellos y acabara con su camaradería, Katia se inclinó sobre él y le susurró despacio:
—La pregunta es ¿te levantas todas las mañanas pensando en ella?
• • •
El hombre aparcó el coche en el aparcamiento para visitantes que había al otro lado de la muralla y apagó el motor. Cogió la bolsa de deporte, que había encajado delante del asiento del copiloto, y la puso sobre las piernas. Pesaba bastante. No lo había visto. Ni siquiera había quitado la capa de plástico que lo recubría. Era demasiado doloroso.
Salió del vehículo y subió la cuesta de acceso al pueblo. No tuvo que ir muy lejos. La calle desembocaba en la plaza del pueblo. Y en la iglesia.
Tuvo suerte, la puerta estaba abierta. Se acercó con lentitud y traspasó el umbral con cautela. Dentro no había nadie. Recorrió el pasillo central. Depositó la bolsa debajo del primer banco y se dio la vuelta.
—¿Quiere ver la iglesia?
Quien quiera que fuera lo pilló desprevenido. Se detuvo. Se dio la vuelta y se encontró con un anciano. Relajó los nervios. Debe de estar limpiando la iglesia, supuso al verle con un guardapolvo azul sobre la ropa.
—Si no le molesta.
El viejo abandonó la escoba, que apoyó en uno de los bancos, y se acercó al altar.
—El retablo es de mediados del siglo XVIII y es de estilo barroco —comenzó a narrar—. Antes había otro más valioso de tablas pintadas, del XVI, pero que se llevaron a Vitoria…
El visitante le dejó hablar. Escuchó paciente lo que Urbano, que así se llamaba el guía, le explicó sobre el templo y sobre el pueblo. Le siguió hasta la vicaría dónde le mostró una mesa acristalada que se había mandado hacer con una tabla del XVI. Cuando el abuelo señaló una peana vacía, se puso en guardia.
—Aquí teníamos un San Sebastián. No hace ni dos meses que se lo robaron. Lo prestamos para una exposición y nunca volvió.
El hombre ejerció un férreo control sobre sus facciones.
Al volver a la iglesia, se encontraron con otras dos personas que habían entrado al ver la puerta abierta. Aquello le facilitaba la labor. Miró de reojo la bolsa que había abandonado un rato antes. Seguía en el mismo sitio. El viejo no había reparado en ella.
Esperó a que el anciano se acercara a la pareja y, en el momento en el que lo vio distraído, se alejó de allí.
Cuando salió de la iglesia, descubrió que lucía el sol. Era un bonito día de finales de abril. Antes de abandonar la plaza, miró hacia el cielo. Sabía que Carmen lo aprobaría, allá donde estuviera.
• • •
Martín tenía la cabeza como un bombo. Entreabrió los ojos y levantó la cortinilla hasta la mitad de la ventana. Nubes, nubes y más nubes. Daba igual, si no estuviera nublado sería mar, mar, mar y más mar. La volvió a bajar con un golpe seco.
No había pasado un mes desde que se fuera y ya estaba volando de vuelta. El día anterior, a mediodía, había recibido una llamada de Javier. Su madre estaba en el hospital. Al parecer, llevaba más de un mes arrastrando un catarro mal curado que había desembocado en una neumonía.
Al principio, Javier no le había explicado la gravedad del asunto, pero cuando Martín sugirió que no le resultaría fácil volver a España tan pronto, su hermano le había contado con todo lujo de detalles lo que habían dicho los médicos, las enfermeras y el resto del personal sanitario del hospital en el que estaba ingresada. Y todos opinaban que las cosas se podían complicar mucho puesto que la mujer cada día estaba más débil. Además, le había insistido mucho que le telefoneara desde Madrid cuando estuviera a punto de embarcar hacia Bilbao. Fue entonces cuando la preocupación de Martín dio paso a la alarma, ya que supuso que la razón de que Javier se empeñara en que le llamara a mitad de viaje atendía a ir poniéndole sobre aviso, poco a poco, de la situación real de su madre.
El resumen que había hecho para sí mismo era: estaba muy grave, más de lo que su hermano había dejado entrever.
Para colmo de males, su padre no parecía estar mejor. Cuando había sugerido la posibilidad de llamarle para charlar con él un rato, Javier le había desaconsejado hacerlo. Está muy afectado, le había dicho. Y había pasado a explicarle lo descentrado que se encontraba sin su mujer en casa. Por la descripción, Martín supuso que al viejo le habían caído diez años encima en el último mes.
Así que no había tenido más remedio que decir a Isabella que se cogía un fin de semana largo. A ella no le había hecho ninguna gracia que volviera a desaparecer nada más regresar. Nada de gracia. De hecho, había intentado tranquilizarle quitando gravedad al asunto, pero, ni siquiera ella, había sido capaz de negarle los días libres cuando le había contado que la situación era bastante complicada.
Había cogido el primer vuelo que había podido.
El tipo sentado a su lado se había dormido. Tenía la cabeza inclinada hacia él. Respiraba con pesadez y a veces se le escapaba un ronquido solitario.
Martín le dio la espalda. Vuelto hacia la ventana, cruzó los brazos y cerró los ojos. Le imitaría. Se echaría una cabezadita. Tenía que descansar. En cuanto llegara al aeropuerto de Bilbao, se acercaría a verla. Su intención era quedarse a la cabecera de la cama de su madre los días siguientes si hacía falta.
La idea de pasar una noche en el hospital le obligó a rememorar las dos que había pasado en Txagorritxu a la espera de que Luz se repusiera. No había pasado tanto miedo en la vida como en el tiempo que transcurrió desde que la vio caer al suelo hasta que, a la mañana siguiente, se enteró de que ya había vuelto en sí.
A partir de ese momento, ya no le importó nada más. Ni siquiera que ella no le quisiera volver a ver. Por un instante, hasta había creído que se merecía ser tratado de esa manera.
Claro que esa sensación solo le había durado unos minutos. La primera vez que Leire le había explicado que no podía entrar en su habitación había pensado que era normal que Luz no le quisiera ver, sin embargo, según fueron pasando las horas, el sentimiento de culpa había dado paso a un enfado razonable, después a una enorme indignación y había acabado siendo un cabreo furibundo que no había podido controlar.
Por eso se había marchado. Ya en Nueva York, y con un océano de por medio, había tenido tiempo y serenidad para meditar.
La conversación con Katia había sido de lo más esclarecedora. En realidad, había sido la llave que había abierto su interior. En los últimos días había dado muchas vueltas a sus comentarios y la pregunta que había dejado colgando sobre él le había torturado día y noche.
¿Te levantas todas las mañanas pensando en ella?
Su primera contestación había sido la más lógica: ¡NO!
Un par de horas más tarde, la apreciación inicial había variado un poco: No, pero…
A la mañana siguiente, se había levantado pensando en ella. Bueno, en ella no, en realidad, en la pregunta de Katia, se había justificado.
Por la tarde, había llegado a la conclusión de que rotundamente NO, no pensaba en Luz casi nunca.
Mientras se lavaba los dientes, antes de acostarse, se felicitó por no haberse vuelto a acordar de ella.
Al amanecer, y después de varias horas de insomnio en las que dio vueltas y más vueltas a aquel interrogante, ya tenía la respuesta definitiva.
La respuesta era ¡NO!
No, no pensaba en ella por las mañanas, sino que la echaba de menos todas las noches.
No, no se acordaba de su voz, aunque escuchaba su risa a cada momento.
No, no la sentía a su lado mientras comía, sin embargo, preparaba espaghettis para dos.
Había descubierto que en el baño tenía dos toallas dispuestas para usarse.
Se había comprado un enorme cuadro del color de su melena.
Si hasta había cogido la costumbre de tomarse el café mientras se duchaba.
Definitivamente, la respuesta era ¡NO!
No, no quería pasar ni un minuto más sin ella.
Y, entre ronquido y ronquido de su compañero, tomó una decisión indiscutible. En cuanto estuviera seguro de que su madre estaba bien, pasaba por la Fundación, secuestraba a Luz, la encerraba en su casa, la metía en su cama y le escribía a besos en medio de la espalda las únicas dos palabras que tenía intención de repetirle una y otra vez el resto de su vida hasta que se las hubiera grabado a fuego en el cerebro.
Te quiero.
• • •
—Por favor, salgan por la puerta delantera —se escuchó por los altavoces cuando el avión hubo parado los motores.
Estaba molido después de tanto viaje. Martín no aguardó sentado ni un segundo más y se puso en pie. A pesar de que todavía le quedaban más de diez minutos para salir de allí, abrió el maletero de encima de su cabeza y comenzó a sacar sus pertenencias.
Se colgó la mochila con el equipo fotográfico a la espalda y el abrigo negro, que se había comprado aquella misma semana, del brazo. Y se dispuso a esperar.
La fila de gente, que se había formado en el pasillo, comenzó a moverse poco a poco. Una azafata, con una gran sonrisa y una dentadura perfecta, se despidió de él muy simpática cuando se acercó a la puerta delantera. Todavía tenía un pie dentro de la nave cuando la oyó cuchichear entre risas: Es él. Por lo visto, entre el pasaje venía alguien famoso y él ni siquiera se había enterado.
Mientras recorría el pasillo acristalado que unía el avión con la terminal, buscó el teléfono en el bolsillo interior del abrigo y lo conectó. Javier ya estará esperándome en el aparcamiento. Así era como había quedado con él cuando le había llamado desde Madrid.
El aeropuerto de Bilbao era un funcional y moderno edificio construido pocos años antes y al que habían puesto el poético nombre de «La Gaviota».
Martín avanzó deprisa, adelantando a la mayoría de los viajeros. Llegó a las escaleras mecánicas, que daban acceso a la zona de recogida de equipajes, detrás de un matrimonio con dos niños.
—¡Mira, ama!
Dirigió la vista hacia donde el niño señalaba.
Y se quedó petrificado.
Enfrente de él, justo debajo de la balconada de cristales desde donde una veintena de familiares esperaba a los viajeros, había un enorme cartel con una cara y la frase ¿Ha visto usted a este hombre? en letras verdes. La imagen no dejaba lugar a duda de que ese hombre era él.
Dio un traspié cuando los escalones móviles comenzaron a esconderse en el subsuelo. Siguió caminando como un autómata sin apartar los ojos de aquella visión. Hasta que no llegó a la cinta de los equipajes, ni siquiera advirtió las miradas divertidas ni las sonrisas furtivas de todo el que pasaba a su lado.
Los minutos que transcurrieron hasta que salió la maleta se le hicieron infinitos. De espaldas a la pancarta, y lo más apartado que pudo del resto del mundo, rezó para que nadie lo reconociera. Dio igual, la sensación de que todo el aeropuerto tenía la vista fija en él le perseguía.
Recogió el equipaje y se encaminó con prisa hacia la salida. La idea era desaparecer lo más rápido posible. Pero justo antes de salir al exterior escuchó su nombre por megafonía: Rogamos a Martín Oteiza, pasajero del vuelo IB442 procedente de Madrid, pase por el mostrador de Información.
Se paró en seco. ¿Qué estaba sucediendo? Una horrible idea pasó por su mente. ¡Su madre! Sin embargo, la desechó en seguida. Javier no habría montado aquel número, le habría llamado por teléfono. A menos que… Tanteó en el abrigo hasta localizar el bolsillo interior y sacó el móvil. Lo encendió y esperó unos segundos interminables hasta que el aparato cogió cobertura. Aún aguantó todavía un par de minutos para cerciorarse de que no le entraba algún aviso de llamada perdida. Nada.
Marcaba el número de su hermano cuando volvió a escuchar el aviso por los altavoces. Mejor será acercarme y averiguar de una vez qué está sucediendo. Se encaminó hacia la salida. Tal y como estaba diseñado aquel aeropuerto, no le quedaba más remedio que pasar por la calle y volver a subir hasta el vestíbulo.
Hacía frío, pero ni lo sintió. Solo tenía ojos para notar las sonrisas, risas, gestos, guiños, muecas de complicidad y caras divertidas por donde pasaba. Se había convertido en el entretenimiento del aeropuerto.
A las nueve y media de la noche, en Información solo quedaba una chica.
—Soy Martín Oteiza.
—Sí, señor Oteiza. Han dejado una cosa para usted —comentó mientras le entregaba un abultado sobre.
Martín contuvo la ansiedad y procedió a abrirlo. Dejó caer el contenido sobre la mano. Había una nota, la tarjeta del parking y las llaves de su coche. Desdobló la nota. Era de Javier. Le decía que su madre estaba mejor, que ya se encontraba en casa, y que podía encontrar su coche en la 2º planta. Plaza 156.
Pero ¿qué era aquello? Si no hacía ni hora y media que había hablado con él y habían quedado en que iría derecho al hospital. A nadie le daban el alta a las nueve de la noche. No entendía nada.
Volvió a coger el teléfono. Seguía sin recibir ningún mensaje ni ninguna llamada perdida. Marcó el número de Javier y esperó. En vano. Ni rastro de su hermano. Llamó entonces al número fijo de su casa. Tampoco contestó nadie.
—¿Algún problema, señor?
—Ninguno, gracias.
Se dio la vuelta para marcharse, sin embargo, se lo pensó mejor.
—Perdone, ese cartel… —comentó señalando hacia dentro.
—Lo he reconocido. Ha salido muy favorecido. Lo han colocado esta tarde.
—¿Se puede saber quién lo ha hecho?
La chica se encogió de hombros.
—Yo no sé nada. Tendrá que hablar con la gerencia del aeropuerto, pero no abren hasta mañana a las nueve.
—Gracias —dijo, a la vez que calculaba la hora a la que tendría que llamar para conseguir que su cara no apareciera en el telediario.
Pero la pesadilla no acabó allí. Nada más descender de las escaleras mecánicas, se vio de nuevo. Una alfombra de papeles cubría el suelo del pasillo de acceso al parking. Y su cara aparecía en cada uno de ellos.
Se agachó para coger una de las cuartillas. La misma foto y el mismo texto. Bueno no; esta decía: ¿Ha visto usted a este hombre? Si es así, dígale que ya está más cerca.
—Más cerca ¿de qué?
Siguió caminando con el único objetivo de llegar hasta el coche y desaparecer lo más rápido posible, pero, antes de llegar a las máquinas automáticas para pagar, un grupo de jóvenes apareció de la nada.
—Mirad ¡es el tipo de los anuncios! —señalo uno de los chicos.
Risas y más risas.
—¡Chicos! —oyó decir a una mujer de mediana edad que los acompañaba.
Martín intentó aparentar tranquilidad. Cuando estuvieron a su lado, escuchó a una de las adolescentes comentar con otra:
—Debe de ser un modelo. Está muy bueno.
A Martín se le escapó una sonrisa. Empezaba a pensar que eso de la fama no estaba tan mal. Pasó a su lado con la confianza de quién se sabe admirado.
Tuvo que rebuscar en el bolsillo de su pantalón hasta encontrar las monedas para poder pagar el aparcamiento. Según el ticket, el coche llevaba dentro solo una hora y media, eso quería decir que cuando había hablado con Javier, este estaba en el aeropuerto.
¿Qué estará tramando?
Pensó en volver a llamarle. Ahora estaba seguro de que aquello lo había preparado él.
No le costó mucho localizar el vehículo. El suyo había sido uno de los últimos vuelos y apenas quedaban otros coches en el aparcamiento.
Pulsó el botón del mando y abrió la puerta del maletero.
—Pero…
Los pies se le quedaron sepultados bajo un alud de pasquines que se precipitaron al suelo en forma de cascada. Al igual que en los anteriores, aparecía su foto, aunque el texto había cambiado. En estos ponía: Ya estás más cerca de tu FELICIDAD.
• • •
—Gracias.
Martín cogió las monedas que le entregó la chica del peaje de la autopista. Puso el coche en marcha, pero antes de incorporarse a los carriles, decidió hacer un último intento. Se echó a un lado, sacó el teléfono y llamó a Javier. Obtuvo el mismo resultado que las veces anteriores. Nadie contestó. En casa de sus padres tampoco daban señales de vida. ¿Se habían confabulado para desaparecer todos a la vez?
Echó un vistazo a su propia imagen, que le miraba desde el asiento del copiloto. Había sido un triunfo conseguir meter todos los panfletos en el maletero.
—Más cerca de mi felicidad. Y ¿quién sabe dónde está mi felicidad? Si ni yo mismo estoy seguro de poder alcanzarla.
Desde el momento en el que leyó aquella frase, no podía dejar de pensar en una melena pelirroja, unos ojos juguetones y una boca apetitosa. Él se había convencido de que la felicidad, su felicidad, era una palabra de tres letras que empezaba por L. La única duda era saber si ella estaba de acuerdo.
Lo primero que hizo cuando llegó a Artea fue ir derecho a la casa familiar. Si esperaba encontrar a alguien, se equivocó. No hubo bienvenida para el hijo pródigo.
La vivienda estaba a oscuras. Hasta la lámpara del porche, que siempre dejaban encendida durante toda la noche, estaba apagada. Volvió a sentir una sensación de intranquilidad. A pesar de estar convencido de que allí no había nadie, se bajó del coche, recorrió el sendero y pulsó el timbre.
Nadie salió a abrir. Lo intentó de nuevo. Ninguna respuesta. Aporreó la puerta varias veces. No cesó hasta que el puño comenzó a dolerle.
Ninguna contestación a sus golpes.
¡Pero qué…!
Comenzaba a sentirse el protagonista de una película de terror.
Recorrió el contorno de la casa atisbando por las ventanas. Sin resultado. Su padre era una persona muy concienzuda y había corrido todas las cortinas. Ni un solo rayo de luz salía de dentro.
Regresó al coche muy preocupado. Llegaría hasta su casa y allí pensaría…, pero ¿qué? Dejó de dar vueltas al asunto y accionó la llave con decisión. En menos de dos minutos estaba delante de su hogar.
Exhaló un suspiro de alivio al abrir la puerta y estirar el brazo para buscar a tientas el interruptor. Sin embargo, el consuelo apenas fue un reflejo, porque en el mismo momento en el que la palabra refugio pasó por su mente, alguien le vendó los ojos.
El pánico se apoderó de él e intentó arrancárselo de un manotazo, pero antes de hacerlo escuchó una voz sensual junto al cuello.
—¿Has tenido buen viaje?
Más que una pregunta, fue un suspiro. Martín tuvo que concentrarse para entender lo que aquella persona, fuera quién fuese, le estaba diciendo.
—¿Quién eres?
—¿Quién crees?
Aquella voz…
Se le encogió el estómago y el corazón le dio un brinco en el pecho. El cazador, cazado. ¡Y él que pensaba raptarla y hacerle el amor hasta que le suplicara que se quedara a su lado el resto de sus días!
Sintió cómo le quitaba la mochila y el abrigo de las manos. Se dejó hacer. No tuvo que esperar demasiado antes de sentir la punta de los dedos femeninos recorriendo la línea de sus labios. Apenas era como el cosquilleo de una pluma, pero a Martín le hizo reaccionar de inmediato. Extendió las palmas para capturar aquel cuerpo que adivinaba justo delante de él, pero solo consiguió aferrarse al vacío.
Se giró a ciegas.
—¿Dónde estás?
Otra vez escuchó aquella risa maliciosa que tanto le cautivaba.
—¿Dónde crees?
Echó mano de la venda.
—No.
Los dedos de Luz se enlazaron con los suyos y lo arrastró con suavidad. Se sintió empujado y cayó sobre el sofá. Ella se sentó a horcajadas sobre él. Martín no pudo resistirse más y la abrazó.
Ocultó la cara en el hueco de su hombro y dejó que su pelo lo acariciara. La apretó contra sí, con delicadeza, como a una paloma a punto de escapar.
—Te he echado de menos —se oyó decir emocionado.
—No has sido el único —le informó ella mientras depositaba un beso en la base del cuello.
Martín deseó que no se detuviera. Como si hubiera escuchado sus pensamientos, sintió cómo le abría la cremallera del jersey y lo deslizaba por los hombros para quitárselo. La camisa corrió la misma suerte. No consiguió pensar en nada más ya que, en el preciso momento en el que sintió las yemas de sus dedos recorriéndole el pecho, su mente dejó de funcionar.
Cuando Luz le desató el nudo y la venda cayó a un lado, Martín atrapó su boca de inmediato. Sus labios se movieron a un ritmo frenético y exigieron a cambio la misma respuesta. Esta se hizo esperar.
Pero la respuesta de Luz fue tal y como deseaba; reclamaba su propiedad. Porque él era de ella, ahora lo sabía, y ella de él y no podía ser de otra manera.
Besos, labios, manos, lenguas, piel era lo único que contaba. Emociones, deseos, anhelos, pasiones era lo único que importaba. Quererse, tocarse, amarse era lo único que ambos codiciaban.
Se separaron jadeantes. Tomaron aliento solo para volver a empezar de nuevo. Martín quería apagar el ansia que reprimía desde hacía un mes. Deseaba beber de su boca, comer de su piel, devorarla por completo con besos codiciosos y exigirle el mismo trato. Anhelaba que ella se llenara de su ser. Aspiraba a ser todo para ella, que ella fuera todo para él y dejar el mundo a un lado.
Cuando Luz abrió los ojos y vio el brillo de su retina, no tuvo que preguntar nada más. Él estaba allí, con ella, y allí se iba a quedar. Para siempre. Aquella seguridad la conmovió, a pesar de que su norma número uno: «Huir de los que les gusta la palabra siempre» se había estrellado contra la pared. ¡A la mierda con las normas!
Le acarició la mejilla con el dorso de la mano. El tacto de la incipiente barba le provocó un escalofrío de excitación. Sintió el irrefrenable deseo de estar desnuda debajo de él y sentir la aspereza de su mandíbula rozando todos los poros de su piel.
—Vamos arriba.
—¿Tienes prisa? —le interrogó Martín, travieso, mientras se afanaba en desabrocharle el primer botón de la camisa.
Situó un sonoro beso entre sus pechos y fue bajando con las manos y con la boca. Luz echó la cabeza atrás mientras sentía cómo la sangre se le licuaba por dentro. Notó cómo le quitaba la blusa y percibió los dedos que luchaban por soltar el broche del sujetador. Cuando este fue solo un revoltijo a los pies del sofá, Martín atrapó uno de sus pezones y jugueteó con él. Luz adelantó las caderas y se apretó contra él. Martín se dio cuenta entonces de que le dolían las entrañas de aguantar el deseo de tenerla desnuda entre las piernas.
—Vamos arriba —susurró.
A ella se le escapó una risita maliciosa y le pagó con la misma moneda.
—¿Tienes prisa?
Él la miró con ojos profundos.
—Sí.
Y Luz se estremeció con la sedosa caricia de su voz.
Subieron las escaleras tropezando a cada peldaño y sin separarse ni un momento. Por el camino, ella intentó soltar los botones de su pantalón vaquero, pero no lo consiguió hasta que llegaron arriba.
Martín pisó el último escalón y se quedó paralizado. Luz, de espaldas a la cama, se dio la vuelta y recorrió la habitación con la mirada.
Le había quedado preciosa.
Miles de flores blancas, amarillas y rosas cubrían el suelo de madera. El techo había desaparecido; en vez de las traviesas de madera, un espectacular cielo azul, creado gracias a varios metros de raso, lucía en todo su esplendor. Un foco hacía las veces de astro luminoso desde uno de los rincones del fondo. El cuadro de la cabecera de la cama, lleno de montañas, era el marco perfecto para aquel paisaje. Estaban en la cima de un monte en una gran pradera en pleno mes de mayo.
Y, en medio de aquel campo, se encontraba la cama. Su cama. La de los dos. Esperándoles.
—¿Te gusta? —preguntó ella mientras lo instaba a aproximarse al lecho.
Él la miró arrebatado.
—Estás loca —afirmó mientras la empujaba para obligarle a tumbarse sobre las sábanas—. Y me encanta.
Luz le sujetó por los bolsillos del pantalón y tiró de él para arrastrarlo consigo.
—Enloquece conmigo.
El apasionado beso de Martín fue la respuesta perfecta.
— FIN —