—¡Irene! —Su hermana la miró extrañada—. Si te diera un euro cada vez que me estiras la manta, esta tarde habrías podido comprarte un coche nuevo. ¿Quieres hacer el favor de dejarlo? Me estás poniendo nerviosa.
Luz estaba recostada en el sofá, tapada hasta la cintura. Su hermana leía a su lado y, de vez en cuando, le colocaba la ropa como si fuera una inválida. ¡Estaba harta! Se oyó un ruido desde la cocina. María estaba de nuevo ordenándole los armarios.
Hacía ya una semana que estaba en casa y se estaba empezando a cansar del acoso al que la estaban sometiendo. Su hermana, Leire y María se habían confabulado para no dejarla sola ni un minuto ni a sol ni a sombra. Si alguien le contaba que le habían puesto un guardia de seguridad a la puerta para evitar que saliera a la calle, no le extrañaría lo más mínimo.
Llevaba siete días incomunicada. Al salir del hospital estaba demasiado cansada como para atender las numerosas llamadas de amigos interesándose por su salud y había pedido a Leire el favor de contestar al teléfono. Aquel había sido su gran error. Desde ese momento, cada vez que sonaba el maldito aparato, la que estuviera en ese momento en su casa salía como una exhalación para cogerlo. Y lo peor de todo era que se había enterado ese mismo día que le filtraban los mensajes. Lo había descubierto por casualidad cuando había contestado ella misma en un momento que Leire había salido un recado. Era un antiguo compañero. Aquella era la cuarta vez que llamaba, sin embargo, Luz era la primera noticia que tenía.
La bronca había sido monumental. Le habían entrado ganas de estrangularla. Varias veces. Cuando le contó que lo había hecho para evitar que se cansara demasiado, se había reído a su cara. ¿Cansarse, de qué? ¿De no hacer nada? Entre grito y grito había conseguido sacarle los nombres de las personas con las que no le habían permitido hablar. Se quedó impresionada. Prácticamente todos sus amigos, compañeros y ex compañeros se habían interesado por su salud. Algunos, incluso, habían llamado varias veces al día. Hasta los agentes que habían estado en Laguardia buscándola se habían preocupado por ella.
Todos menos él.
De repente, se le ocurrió una idea funesta. Levantó la cabeza y observó a su hermana con la nariz metida en el libro que estaba leyendo.
—¿Irene?
—¿Sí?
—¿Es cierto que llamó el otro día el hermano de Martín?
—Aha —respondió distraída, más interesada en saber qué ocurría en el interior de las páginas que en lo que le preguntaban.
—Me contó Leire que formaba parte del grupo que me encontró.
—Eso dijo.
Luz vio como pasaba la hoja y volvía a centrarse en el libro. María, que había acabado de organizarle la casa, entró en la sala y se sentó en el sillón que quedaba libre. Comenzó a ojear una revista.
—¿No llamaría Martín por casualidad?
Hubo unos segundos de silencio.
—No —contestó Irene al fin.
—¿Quién? ¿Ese chico tan simpático que parecía tan preocupado? —comentó María distraída—. Sí, mujer, llamó varias veces.
Ninguna fue consciente de la tempestad que se aproximaba hasta que la tuvieron encima.
—¿¡Cómo!?
Luz se enderezó en el asiento y pegó un manotazo a la novela de su hermana. Esta se cerró de golpe.
—Pero…
—¿Cómo que peros? ¿Acabas de decirme que Martín llamó y que me lo habéis estado ocultando? ¿Con qué derecho me habéis encarcelado entre estas cuatro paredes? —increpó a María.
La anciana se quedó sin habla. Irene buscaba las palabras correctas para no enervarla todavía más. Nunca la había visto tan enfadada. La conocía y sabía que en un enfrentamiento dialéctico, como el que estaba a punto de suceder, ella perdía seguro. Se esforzó en minimizar los riesgos.
—Bueno, solo llamó los primeros días. Como no pudo verte en el hospital…
Por el fuego que salió de los ojos de Luz supo que había cometido un terrible fallo. La vio respirar hondo. Irene se echó a temblar.
Luz bajó las piernas y se sentó muy derecha. Demasiado derecha. La manta se cayó al suelo formando un ovillo.
—Vas a explicar ahora mismo a tu hermana mayor qué has querido decir con eso —deletreó Luz intentando mantener la calma.
—Bueno…, pues…, es que… losmédicosdijeronquenopodíavisitartenadie —dijo de corrido.
—Tú lo hiciste.
—Yo era de la familia.
—Leire lo hizo.
—Leire es como de la familia.
—David lo hizo —y ante la posible réplica de su hermana, añadió—: ¡y no me digas que también es como de la familia!
—Lo es.
Irene comenzó a morderse los labios. Lo hacía desde pequeña cuando estaba nerviosa.
—¡Una mierda! ¡Suéltalo de una vez!
—Pero… —balbuceó María, consciente de que había sido culpa suya por haber hablado de más.
—Sabes que te lo voy a sacar en cuanto me lo proponga.
Irene lo sabía. Siempre había tenido ese poder sobre ella. No había nada que no consiguiera que le dijera. Como la relación con su madre había sido tan poco amistosa, Irene y Luz siempre se habían contado todos sus secretos. Bueno, casi todos, porque, aunque Luz se guardaba algunos para sí misma, ella se lo confesaba todo.
—Estuvo allí cuando ingresaste.
—En el hospital.
—Sí. Él fue quien llamó a Leire para avisarle de tú… de lo que te había sucedido, y allí estaba cuando llegamos. —Algo en la mirada de su hermana la hizo claudicar—. Se quedó durante toda la noche, y todo el día y la noche siguientes. El miércoles, a media mañana, se marchó.
—No le dejasteis verme.
Su hermana negó con la cabeza. Ahora se sentía avergonzada. La primera vez que Leire había dicho a Martín que Luz no quería verle no le había parecido demasiado bien, pero se había convencido de que era lo mejor para ella. Al fin y al cabo, Leire tenía razón, Martín era el culpable de que estuviera postrada en una cama de un hospital con el cuello cercenado. Si ni siquiera salen juntos, recordó haber pensado. Sin embargo, ahora no estaba tan segura. El comentario de que Martín quería verla parecía haberla alterado más de lo que suponía. Y Luz no era de las que se consternaban por cualquier cosa.
—No ha vuelto a llamar —indicó como si con aquel comentario pudiera expurgar todas sus culpas.
Luz echó la cabeza atrás, la apoyó en el sofá y cerró los ojos.
—Perdón. No sabía que… —musitó la anciana.
Irene se acercó hasta la mujer y se puso de rodillas. Le cogió las manos con ternura.
—No te preocupes, tú no tienes la culpa. La culpa es solo mía y de Leire. No debimos mentirle nunca.
—Me duele la cabeza. Me marcho a la cama.
Luz tanteó el suelo con la punta de los pies hasta que localizó las zapatillas, se levantó y salió de la habitación.
Irene no tuvo ninguna duda de que a su hermana le dolía algo, sin embargo, hubiera jurado que no se trataba de la cabeza; que lo que en realidad le dolía lo tenía situado en el centro del pecho.
• • •
Aborrecía los contestadores automáticos, mejor dicho, aborrecía los buzones de voz. Odiaba hablar con aquellos aparatos que con su lengua de lata te mandan a la mierda de la forma más fina posible. Y, si encima hablaban en inglés, los aborrecía aún más.
La operadora acababa de decir a Luz algo así como que el abonado —es decir Martín— no tenía cobertura. Aquella chica virtual había hecho añicos la minúscula esperanza que le quedaba.
Se ha vuelto a los Estados Unidos, asumió con una mezcla de desilusión y amargura.
Había pasado cinco días con sus largas noches dando vueltas en la cama, sin otra cosa en la cabeza que si debía llamarle y explicarle que ella no había tenido nada que ver con la decisión de no dejarle pasar en el hospital. Pero después del esfuerzo mental, se chocaba con dos muros infranqueables: el de la tecnología y el de los idiomas.
Le había dejado un mensaje. Benditos mensajes. Un rato más tarde, lo único que deseaba era poder llamar a algún sitio y avisar para que lo borraran. Eh… um… soy yo… ya hablaremos en otro momento no eran las palabras con las que quería haberle persuadido para que descolgara.
No sucedería. Lo sabía. No la iba a llamar. La intuición le repetía que Martín se había vuelto con la rubia exuberante.
Se acabó, c’est fini, just finish, finito. Tenía que asumirlo.
Hacía ya más de dos largas horas que había llegado a aquella conclusión y todavía daba vueltas al móvil entre las manos.
Revisó la lista de las llamadas que había recibido todos aquellos días. No le faltaba ninguna por contestar. Desde que se enteró de la censura de Luz y su hermana sobre sus amistades, se había dedicado a ponerse en contacto con todas y cada una de las personas que se habían interesado por ella. El único número que no había marcado todavía era aquel que tenía delante.
En realidad no sabía a quién pertenecía. Puede haber sido una confusión. Podría ser, pero ¿no le había dicho Irene que el hermano de Martín había preguntado por ella? aquel tenía que ser su número. Era el único para el que no había localizado propietario.
Se lo sabía de memoria de mirarlo tantas veces. No era la primera vez que lo tenía en la pantalla a punto de pulsar el botón de llamada. Tantas, como veces había estado a punto de llamar a Martín. Bien, ya se había decidido con el primero, aunque el resultado no fuera el esperado. Adelante con el segundo.
—Dígame.
—¿Hablo con el hermano de Martín Oteiza?
—Sí, ¿quién es?
—Soy Luz, una amiga. La chica que…
—Sé quién eres. ¿Cómo estás?
—Bien, muchas gracias.
—Tu amiga me contó que te estabas recuperando.
—Sí, estoy bien —respondió de forma mecánica.
—¿Ya se te han curado los puntos del cuello?
—Ya se me han caído todos. Ahora tengo que llevar la herida tapada durante una temporada.
—¿Y la mano? ¿Ya puedes moverla?
Luz miró el teléfono, incrédula.
Pero ¿qué era aquello? ¿el parte médico?
—Todavía la tengo escayolada —contestó de mala gana—. Perdona, pero yo te llamaba para saber…
—¿Te parece bien si nos vemos en algún sitio? ¿Conoces el bar El Globo, al lado del edificio de la Diputación?
—Sé donde está.
—Perfecto. Entonces quedamos mañana a las siete.
Cuando el móvil dejó de funcionar, Luz todavía no había asimilado lo sucedido. Había quedado con un tipo sin saber cómo era ni para qué.
Aquella era la conversación más extraña que había tenido nunca.
• • •
Si curiosa fue la conversación telefónica, más todavía había resultado la presentación oficial. Sobre todo teniendo en cuenta que ya se conocían.
Cuando Luz subió las escaleras del metro, al lado mismo del bar en el que habían quedado, y se encontró con el presunto jefe de la supuesta banda de ladrones esperándola en la calle no pudo evitar reírse de sí misma. Así que era su hermano mayor. Por eso siempre parecía que le hablaba con autoridad.
Él levantó la vista y fue hacia ella y, antes de darse cuenta, ya le había plantado dos besos en las mejillas.
—Me alegro de verte tan recuperada.
Luz supo que se sentiría cómoda con él.
—Sí, supongo que la última vez no estaba en mi mejor momento.
—Créeme, no lo estabas. Más bien parecía que estabas en el peor.
—Espero que sea así. No quiero volver a pasar por algo similar en lo que me queda de vida.
Una vez dentro del bar, tuvieron que abrirse camino hasta la barra. El local no era muy grande y a esas horas estaba lleno de treintañeros, que, a la salida del trabajo, charlaban con los amigos antes de que llegara la hora de retirarse a sus casas.
Una camarera, con una camisa granate y un pequeño delantal negro, se acercó hasta ellos.
—¿Qué tomas?
—Un vino.
—Dos crianzas —pidió Javier.
A Luz, ver cómo caía el líquido en las copas y escuchar el ruido sobre el cristal le pareció como volver a nacer. Tuvo que contenerse para no tomárselo de un trago.
Estoy fatal, se reprendió.
—¿Algo más? —inquirió la chica señalando las bandejas llenas de pinchos que poblaban la barra de madera.
—No, gracias.
—Nos podemos sentar —señaló Javier cuando vio levantarse a dos chicas de una de las mesas.
Una vez que se acomodaron al lado del ventanal, la situación se volvió tensa. ¿Qué decían ahora? Javier se adelantó.
—Creo que te debemos una explicación —comenzó—. Te involucramos en un lío sin que tú supieras nada y sin pedirte acuerdo. Nadie esperaba que ocurriera lo que sucedió, pero eso no nos exime de culpa. Sobre todo a mí.
—¿A ti?
Javier asintió.
—Yo sabía que Martín había estado contigo en Laguardia el fin de semana en el que os encontrasteis con José López.
—¿Así se llama el indeseable que me secuestró?
—El mismo. Tenía que haber imaginado que él también había supuesto quiénes erais. No se me ocurrió pensar que podías tener algún problema hasta el momento en el que me enteré de que habían entrado en tu casa.
—Una pregunta antes de que sigas —le interrumpió ella—, vosotros sois los buenos, ¿verdad?
Los ojos de Javier se abrieron como platos.
—¿Pensaste que…?
Se echó a reír.
Pues yo no le veo gracia.
—¿Y bien?
—Supongo que para los rateros, nosotros somos los malos, pero para la opinión pública, efectivamente, somos los buenos; somos los que atrapan a los ladrones.
Un suspiro de alivio se escapó de la boca de Luz. No era que tuviera mucha importancia en qué bando estaba Martín —al fin y al cabo se había largado a más de cinco mil kilómetros de distancia y ya no tenía nada que ver con ella—, pero así se sentía mejor.
—¿Y Martín? ¿Qué tiene que ver él con todo esto?
Javier frunció el ceño cuando escuchó el nombre de su hermano.
—Iba a hacer un reportaje fotográfico de la captura de la banda.
—¿Te parece si me lo cuentas poco a poco para ver si consigo enterarme de algo?
—Tienes razón.
Y Javier comenzó a hablar.
—Trabajo en el Servicio de Patrimonio Histórico de la Diputación de Álava y en los últimos tiempos habíamos detectado que…
A cada frase que contaba, todo aquello le parecía a Luz más interesante. Lástima no haber estado enterada de todo antes y haberse dejado pillar desprevenida en todos los sentidos.
—O sea que hay por ahí una banda de ladrones de obras de arte. ¿Cómo funciona?
Javier se rio ante su entusiasmo.
—No hay una, hay muchas. Incluso están especializadas: en épocas, en material con el que trafican… Y casi todas tienen contactos internacionales. Creemos que esta que seguimos no ha llegado a ese nivel, pero no estamos seguros del todo. Además, todo se hace muy complicado, porque junto a rateros sin demasiada importancia, como tu amigo José…
Luz se tocó el vendaje del cuello.
—Pues para ser un don nadie, tiene la mano muy larga.
Javier sonrió.
—A estas alturas ya habrá subido de categoría en el ranking de los más peligrosos —indicó con tono irónico—. Como te decía, junto a los pequeños elementos que están a pie de calle, hay muchas personas de honor intachable implicadas: conocidos marchantes que pujan en las casas de subastas más exclusivas, grandes coleccionistas muy conocidos de la alta sociedad y las grandes finanzas, funcionarios de menor y de mayor rango…
—Vamos que si hay suerte se coge al ratero, pero no a los verdaderos cabecillas.
—Exactamente.
—Y, en este caso, ni siquiera al ratero.
Javier no tuvo más remedio que darle la razón. Hasta donde él sabía no había ningún indicio de dónde podrían estar ni José López ni la mercancía robada.
—¿Te sientes desprotegida en tu casa?
—No, no. Me han dicho que los primeros días había una patrulla que hacía ronda continua por mi calle.
—¿Ya no lo hacen?
—He puesto una alarma.
Javier pareció tranquilizarse. Luz no le iba a confesar que le asqueaba la idea de que aquel tipo volviera a estar a menos de cincuenta metros de distancia de ella. Pero, era curioso, no se sentía amenazada físicamente por él —lo de la herida del cuello ya casi lo había olvidado—, sino que lo que aún le repugnaba eran las insinuaciones sexuales que le había hecho mientras la llevaba a rastras por aquellos túneles. Así que cuando Leire aconsejó que una alarma podría ser una posibilidad para vivir más tranquila, Luz no se lo pensó dos veces y la contrató.
—Me parece una idea estupenda.
Tomó nota mental. Tenía intención de informar a Martín de todo aquello. Javier estaba convencido de que lo que le sucediera a Luz le seguía interesando más de lo que confesaba.
—¿Se sabe algo más?
—¿Del tal José? Aparte de que se llevó una talla de madera del siglo XVI que representa a un San Sebastián, propiedad del municipio de Labraza, nada más.
—Supuse que lo que metió en aquella mochila era una escultura, pero estaba cubierta por un plástico y no pude descubrir qué era en realidad.
—¿Cómo te cogió?
—¿No lo sabes?
Luz se lo había descrito a un par de agentes que habían aparecido por el hospital unos días después de su ingreso, cuando ya estaba bastante recuperada.
—Recuerda que yo soy un simple civil. A mí no me cuentan más de lo necesario.
Luz le narró cómo se había metido en la iglesia y que el ladrón estaba dentro y que la había reconocido. Le explicó cómo la había obligado a descender a aquella bodega y cómo habían caminado a oscuras después de que él arrancara los cables de la luz, hasta que pudieron coger la linterna. Le reveló que se había roto la muñeca al caerse gracias a un amable empujón de su captor.
—Pasasteis a nuestro lado, pero no nos visteis.
—Debimos avanzar con más cautela y revisar los túneles a fondo. Pero estábamos convencidos de que habíais andado más deprisa. Perdimos unos minutos preciosos yendo hasta el final de la cueva.
—¿Por dónde salisteis?
—Por el mismo sitio que vosotros. Encontramos otra puerta al final, pero, cuando llegamos y vimos que estaba bloqueada, nos volvimos. Al pasar por el túnel por el que os habíais metido, notamos la corriente de aire frío que entraba del exterior y supimos que aquel era el camino bueno.
—Dejamos la puerta abierta.
—Fue un acierto. En caso contrario, no habríamos llegado antes de que hubieras desaparecido.
—¿Cómo supisteis dónde buscarme?
—Fue decisión de Cristina, la persona al mando de la Brigada del Patrimonio Histórico de la Policía Nacional —explicó—. Pensó que él intentaría huir por la puerta de la muralla más cercana, como así fue. Así que nos dirigimos directamente a la Puerta de Páganos. Y allí estabais.
Se quedaron callados. Luz rompió el incómodo silencio un rato después.
—¿Cómo localizaste mi teléfono?
—Lo confieso. Lo miré en la agenda de Martín antes de que…
Se interrumpió, pero Luz ya sabía lo que venía a continuación.
—… antes de que se volviera a Nueva York.
—¿Lo sabes?
—Lo he supuesto. La señora del buzón de voz chapurrea un inglés perfecto.
Javier comenzó a albergar alguna esperanza de que no todo estuviera perdido para el tonto de su hermano. Luz había intentado contactar con él.
—No estoy muy seguro de que en este momento tenga muy claro cuáles son sus prioridades —aventuró.
—Pues yo creo que las tiene muy claras. Además, ya es mayorcito para saber qué es lo que quiere.
Y no soy yo.
—No te engañes. Es cierto que siempre ha sido una persona muy independiente. Creo que la decisión de marcharse a Estados Unidos en cuanto acabó la universidad no solo atendía al deseo de buscar nuevas metas sino al de alejarse de nosotros y poder vivir sin las ataduras sentimentales que siempre conllevan las relaciones familiares. Pero eso no significa que no necesite lo mismo que el resto de los mortales, que es otra persona a su lado. Es solo que él se lo niega a sí mismo. Se debe de creer que si lo acepta pasará a formar parte de la masa de seres humanos dependientes que habitamos sobre la tierra.
—Sí, pero lo que necesita es una rubia con pelo largo y cutis de muñeca que le mira con ojos arrobados y no una pelirroja que la mitad de las veces no sabe lo que tiene entre manos y que gruñe a todas horas —farfulló Luz entre dientes.
—¿Perdón?
—Nada, nada —se apresuró a decir ante la mirada divertida de su interlocutor.
Luz reflexionó un instante sobre las palabras que Javier había pronunciado. Le sonaron a lección conocida. ¿No era lo que ella había hecho siempre? Su especialidad hasta entonces había sido terminar con cualquier relación que tuviera un viso de durar más de lo debido o en la que comenzara a asomar un resquicio de compromiso.
Hasta entonces había pensado. Se sorprendió de sí misma. Evitó hacer un análisis más exhaustivo. Ya tendría tiempo de descomponer sus verdaderos sentimientos con respecto a Martín.
Volvió a prestar atención a Javier. La última frase de Luz —que había entendido a la perfección— le hizo decidir lo que hacer a continuación. Por lo poco que sabía de ella, y lo que le acababa de escuchar, ella era justo lo que su hermano necesitaba: alguien que le complicara la existencia. Javier no creía que hiciera falta darle demasiada emoción a la vida de su hermano pequeño, con un pellizco de sal de vez en cuando sería suficiente. Y Luz parecía el tipo de chica capaz de volcar el salero completo si hacía falta.
—No sé si lo sabes, pero Martín estaba muy angustiado por lo que te había sucedido. Se echaba la culpa. Le afligió mucho que no quisieras verlo en el hospital. Creo que eso fue el detonante de su huida.
A Luz se le agrió la expresión. Decidido, voy a matar a Leire y a Irene.
—Yo no me enteré nunca de que estaba allí. Te aseguro que si lo llego a saber, pido que le dejen pasar. Me habría gustado hablar con él.
Y que me acunara en los brazos hasta hacerme olvidar el frío que se me había colado dentro.
La mirada de Javier se iluminó de repente. Tanto que Luz dudó por un instante si habría pronunciado las últimas palabras en voz alta.
—¿Lo sabe él?
Ella volvió a ponerse en guardia.
—Mira tú por dónde, hacerle confidencias a una señora que me habla en un idioma que apenas entiendo no está en mi agenda. —Javier la observó con detenimiento. ¿Había asomado a sus ojos una nota de tristeza?—. No te engañes. Ha tenido tiempo más que de sobra para devolverme la llamada. —Javier abrió la boca, pero Luz le detuvo con un gesto—. No te disculpes por él, déjalo —y como le viera intención de volver a hacerlo, añadió—: por favor.
A partir de ese momento, la conversación cambió de derroteros. Ambos evitaron volver a hablar sobre Martín. Luz acabó contándole los sufrimientos con su jefe y Javier terminó pidiéndole un informe completo de la situación de algunos de los pubs a los que él acudía antes de casarse, hacía más de doce años.
Ya eran más de las diez cuando Luz descubrió que se habían quedado solos en el bar.
—La camarera nos mira con odio.
—Creo que quiere que nos marchemos. La verdad es que ya va siendo hora.
—Te van a echar de casa —comentó Luz señalándole la alianza que llevaba en el dedo anular de la mano derecha.
Javier no le quiso decir que Elisa, su mujer, estaría comiéndose las uñas, a la espera de que regresara a casa y le contara cómo era Luz, y con el CD de la Marcha Nupcial de Mendelssohn preparado para ponerlo a funcionar.
• • •
Veintidós horas, cuarenta y tres minutos y quince segundos después, Luz todavía no se había podido olvidar algunas de las frases de la conversación con Javier, todas ellas referidas a Martín. Lanzó un gemido.
Le dolía la cabeza. Las seis horas, diecisiete minutos y treinta y cuatro segundos que había estado dormida no parecían haberle servido de nada.
Se levantó de la cama cuando la frase le afligió mucho que no quisieras verlo le retumbó por segunda vez en el cerebro. A ella sí que le había afectado que no hubiera aparecido por allí, recordó con amargura. Tumbada en la cama de aquel hospital habría dado todo por ver cómo aquellos ojos la miraban con ternura; por sentir cómo sus finas, pero firmes, manos le limpiaban las lágrimas que vertía a escondidas; por notar el calor de su piel. Hubiera vendido el alma por dormirse protegida, susurrándole al oído: ya pasó todo.
Se acercó a la cocina a por agua y a por un analgésico. Miró por la ventana. Aún no había amanecido y ya vagaba despierta por la casa. Abrió el grifo de la fregadera y llenó el vaso, que había dejado la noche anterior sin fregar sobre la encimera.
Cuando oyó el golpe a su espalda, brincó como un gato. Se giró al instante solo para descubrir que el calendario que colgaba en la pared, junto al frigorífico, yacía en el suelo. No supo si ponerse a reír o echarse a llorar. Estoy de los nervios. Como siga aquí encerrada, sin hacer nada, voy a volverme loca, pensó mientras se agachaba para recogerlo.
Al colgarlo, intentó pensar en qué día vivía. No supo localizarlo. Tuvo que volver la memoria hacia atrás hasta recordar que Irene había pasado con ella la tarde del domingo, y eso había sido tres días antes. Miércoles. Pasó la hoja y contó las semanas que hacía que aquello había sucedido. Y, de repente, pensó que estaba harta, cansada de quedarse en casa lamiéndose las heridas.
Después de veintidós días, once horas y cincuenta y ocho segundos, ya era hora de retomar las riendas de su vida. Lo acababa de decidir. Volvía a trabajar. Ya se las arreglaría para escribir con la muñeca escayolada. Volvía a salir. Aquella misma tarde haría algunas llamadas. Tenía ganas de ver a los amigos. Regresaba al mundo real. Volvía a ser ella misma.
Y, con respeto a Martín… Eso ya lo pensaré camino del trabajo. Tenía tiempo para hacerlo. En realidad, todo el tiempo del mundo.