20

Martín se levantó del sillón, en el que llevaba esperando la última media hora, y salió al exterior sin mediar palabra. No llevaba más abrigo que un jersey. Al fin y al cabo, si caía enfermo, tenía a los médicos cerca.

Odiaba los hospitales y el de Txagorritxu, situado en el barrio del mismo nombre de la ciudad de Vitoria, no era distinto de los demás: modernizado en su totalidad hasta parecer nuevo por dentro, aséptico de tan limpio y despersonalizado por completo.

El golpe de frío que le dio la bienvenida en cuando abrió la puerta de acceso a las URGENCIAS del hospital consiguió revitalizar su cerebro. La última hora había sido la peor de su vida. Y lo seguiría siendo hasta que tuviera noticias de Luz.

Se acercó a una pareja que se había escapado de dentro del edificio. Huían, al igual que él, de la enfermedad y de los malos presagios.

—¿Tenéis un cigarro?

El chico le miró con cara de pocos amigos, sin embargo, en seguida echó mano al bolsillo delantero del pantalón, sacó un paquete de Marlboro y extrajo un cigarro.

Martín se lo agradeció con un movimiento de cabeza y se quedó esperando a que le diera fuego. El joven le pasó su propio pitillo para que lo encendiera.

—Gracias —correspondió después de exhalar el humo de la primera calada.

—¡Martín!

Dio otro par de caladas apresuradas antes de darse la vuelta. Aquello no iba a ser fácil. Nada fácil.

David y Leire se acercaban hacia él. Les acompañaba otra chica que no pudo identificar, pero que le resultaba de algún modo conocida.

Esbozó una pequeña sonrisa y descendió por la rampa hacia ellos. Acabemos lo más rápido posible.

—¿Cómo está? —preguntó Leire antes de saludarle—. ¿Qué ha sucedido? Hemos venido en cuanto nos has llamado. Se supone que ella estaba en casa porque se encontraba enferma. ¿Qué hacéis en Vitoria?

—Leire, no apabulles a Martín, deja que se explique. —David se dirigió hacia él y señaló a la joven que los acompañaba—. Perdona. Ella es Irene, la hermana de Luz.

Martín la reconoció. Aquella era la chica con la que la había visto en el restaurante el día que Luz lo había encontrado con Isabella. Así que tiene familia después de todo.

—Encantada de conocerte.

Ella esbozó una sonrisa tímida cuando él se adelantó para darle un par de besos. Martín intentó alargar el momento lo más posible. Cualquier cosa con tal de no confesar que no tenía contestación para las preguntas de Leire.

—Lo mismo digo —aseguró él mientras le rozaba la mejilla—, aunque no nos conozcamos en la mejor situación. ¿Os parece si entramos?

—Sí, estaremos más cómodos dentro —afirmó David iniciando la marcha.

El resto lo siguió en silencio. La sala de espera estaba al lado mismo de la puerta. Debía de ser porque era lunes, pero aquello estaba casi vacío. Solo quedaban el periodista, que se había empeñado en quedarse con él, y una joven que acompañaba a una mujer mucho mayor que ella, en edad y en tamaño. No hacía mucho tiempo que Javier se había ido. Martín había insistido en que no tenía ningún sentido que se quedara allí cuando no iba a poder hacer nada.

—Sentaros.

Los cuatro se acercaron a la esquina que les indicaba y tomaron asiento. Leire se desembarazó del abrigo y lo echó a un lado. A Martín le dio el tiempo justo a respirar antes de que comenzara a preguntar.

—Cuéntanos —le apremió, sin hacer caso de la mirada de reproche de su novio—. ¿Cómo está? ¿Qué ha sucedido? Cuando me llamaste, apenas te entendí.

Martín deseó que no le temblara la voz. Llevaba más de una hora dando vueltas a la forma en la que iba a contar todo aquello y todavía no estaba muy convencido de estar preparado para el interrogatorio al que sabía que le iban a someter.

—Aún no me han dicho nada. La trajeron en una ambulancia. No la he visto desde entonces.

Irene se había sentado al lado de Leire y lo escuchaban cogidas de las manos.

—Pero, algo sabrás.

—Nada —mintió. Notó la cara de disgusto—. No nos dejaron acompañarla en la ambulancia y, cuando hemos llegado, lo único que he podido hacer es dar sus datos en la ventanilla de ingresos.

—Tú estabas con ella, ¿no?

—Tiene un corte en el cuello.

Leire se irguió alarmada. David le puso una mano en la rodilla para intentar apaciguar el nerviosismo de su novia.

—¿Un corte en el cuello? —preguntó Irene alterada—. ¿Es… importante?

—Espero que no —balbuceó Martín. Carraspeó en un intento de controlar el temblor de la voz—. Ya os he dicho que estoy esperando a que alguien me diga algo.

—Pero ¿cómo ha podido suceder? —interrogó Leire agitada—. ¡Le han vuelto a robar!

Martín negó con la cabeza y tragó saliva. Había llegado el terrible momento. David pensó que parecía mayor que la última vez que lo había visto. Tenía los ojos hundidos y unas enormes ojeras moradas comenzaban a aparecer debajo de ellos. De una cosa estaba seguro: había llorado.

—He sido yo —confesó. Leire dio un brinco en el sillón, pero, al notar la presión de la mano de David sobre su pierna, se abstuvo de decir nada—. He sido yo el que la ha obligado a venir hoy a Laguardia. Yo soy el culpable de todo.

No pudo seguir. En ese mismo instante una enfermera se asomó a la sala buscando a los familiares de Luz Ramos.

Irene se levantó como impulsada por un resorte. Los demás la siguieron. No habían dado más de cinco pasos cuando un médico vestido con un pijama verde apareció a lado de la chica.

—¿La familia de Luz Ramos?

Irene asintió.

—Soy su hermana.

—No le traigo buenas noticias.

Martín no entendía por qué seguía de pie si las piernas habían dejado de sujetarle.

• • •

Un silencio sepulcral se instaló en la habitación. El doctor, Manuel López ponía en su placa identificativa, echó una mirada furtiva a las otras mujeres.

—¿Pueden acompañarme? —comentó un segundo antes de darse la vuelta.

Salieron de la sala de espera al pasillo. La enfermera desapareció al fondo del corredor.

—¿Cómo está? —logró articular Irene.

—Tiene una fractura en la muñeca. Le hemos hecho una radiografía y estamos estudiando la necesidad de intervenir. El corte en el cuello —un gemido agónico se escapó de la garganta de Martín— no es demasiado grave. —Su corazón saltó alborozado ante la noticia—. Al principio pensamos que había seccionado por completo uno de los tendones anteriores. —El hombre se echó una mano a su propia garganta para señalar dónde estaba la herida—, pero apenas lo había dañado y hemos podido suturarlo. No creemos que le queden secuelas.

—Pero… si todo ha ido bien, ¿cuáles son las malas noticias? —interpeló Leire con voz temblorosa.

—El fuerte golpe que se dio en la cabeza cuando cayó al suelo después de que el secuestrador le cercenara la garganta le ha provocado una contusión cerebral. —El doctor los miró apesadumbrado—. Aún no ha recobrado la consciencia.

—Cuando el secuestrador… —repitió Leire con voz apenas audible.

Martín vio como se tambaleaba. David le echó un brazo sobre los hombros y la ayudó a apoyarse en él.

—Vamos a proceder a realizar un escáner para ver si existe un hematoma cerebral y, en caso afirmativo, conocer el tamaño y el lugar dónde puede estar.

David fue el único de los presentes que tuvo la entereza de preguntar.

—¿Qué posibilidades hay de que se recupere pronto?

—Eso no podemos saberlo por ahora. Habrá que esperar hasta estudiar las pruebas que le hagamos.

—¿Se puede descartar que exista daño cerebral?

El médico negó con la cabeza. Martín, trastornado, estuvo a punto de saltar sobre él y zarandearlo. ¿Qué quería decir con aquel gesto? ¿Qué no se podía saber? ¿Qué no se recuperaría? No quiso ni pensarlo.

—¿Podemos verla?

—Después, les llamaremos para que suban a la UCI. No más de dos personas, y solo cinco minutos.

En cuanto el médico desapareció a la vuelta del pasillo, Martín notó que se mareaba. Un sudor frío le recorrió la espalda. Apoyó una mano en la pared y retrocedió hasta la protección de la sala de espera. Se cruzó con las mujeres que salían detrás de una enfermera. Estaban lívidas. Más malas noticias. Cuando los demás entraron en aquella habitación, se lo encontraron sentado con las piernas abiertas, los codos apoyados en las rodillas y la cabeza entre las manos.

El reportero vio al protagonista de la noticia, David a un hombre enamorado, Irene a uno desesperado y Leire a un asesino.

Se volvieron a sentar junto a él. Ninguno dijo nada durante más de cinco minutos. Al final, Leire explotó.

—¡¿Secuestrada?! ¡Nos vas a contar ahora mismo qué demonios ha sucedido!

Martín elevó la cabeza con lentitud y la miró a la cara. Imposible no hacerlo. Se había puesto de pie y estaba roja de ira. Se erguía delante de él con los brazos colgando y los puños apretados.

—Leire…

David sujetó la manga de su jersey. Ella se desembarazó de un tirón.

—David, déjalo. Tiene razón. Lo menos que puedo hacer es explicaros cómo ha sido todo.

Cristina y su hermano le habían advertido de que cuanta menos gente lo supiera mejor, pero no pudo callarse. No con Luz al otro lado de la puerta de la Unidad de Cuidados Intensivos de aquel hospital.

Se mesó el cabello, respiró profundamente, se enderezó en el asiento y comenzó a hablar con voz abatida.

Les contó cómo había convencido a su hermano de que le dejara entrar en el operativo, cómo había llevado a Luz, engañada, hasta La Rioja Alavesa, cómo en aquel viaje había localizado al tipo que después la había secuestrado y cómo había compartido sus dudas con su hermano. También les reveló, sin dar demasiados detalles, que aquella misma mañana, mientras Luz estaba en su casa, había llegado Javier diciéndole que tenían que marcharse a Laguardia con urgencia. No había querido que se quedara sola en casa y se la había llevado con ellos. Lo que ya no pudo explicarles fue cómo, si la había dejado en un bar a primera hora de la tarde, había acabado varias horas después secuestrada y malherida.

Cuando acabó el relato, se quedó callado. Esperaba un ataque verbal, e incluso físico. Se lo merecía y estaba preparado. Pero en vez de eso, se quedaron mudos, perdidos en sus propios pensamientos. El silencio se le hizo insoportable, tanto que hasta le costaba respirar. De repente, Leire se dejó caer en la silla al lado de su novio y comenzó a sollozar. David, que había permanecido sentado, se volvió hacia ella y la abrazó con ternura.

—Seguro que se pone bien, no te preocupes —le susurró intentando rebajar su grado de angustia.

—Ha sido culpa suya, ha sido culpa suya, ha sido culpa suya —repetía Leire en una salmodia.

Irene no pronunciaba un solo sonido, aunque Martín pudo ver que también lloraba. Y su silenciosa pena se le hizo una carga abrumadora. Otra más a sumar a las que ya portaba a la espalda.

Permanecieron allí toda la noche, durmieron a ratos. Todos dieron alguna cabezada en aquellas largas horas, todos menos Martín. No pegó ojo. Vio a Leire recostada sobre el hombro de David a la vez que este apoyaba la cabeza sobre la de ella. Escuchó la pausada respiración de Irene sobre Leire y saludó a todas y cada una de las personas que pasaron por allí aquella madrugada. A las seis de la mañana estaba molido, pero no había conseguido cerrar los ojos. Cada vez que lo hacía, veía el cuerpo de Luz tirado en medio de la calle y con aquel viscoso líquido granate fundiéndose con su pelo.

Se levantó para estirar las piernas. Le dolía el cuello. Lo movió hacia los lados para intentar relajar la rigidez. Todavía no se sabía el tiempo que tendrían que seguir esperando.

—¿Te vas?

David se había despertado.

—Solo hasta la máquina del café. ¿Quieres que te traiga uno?

—Te acompaño. Así me desentumezco. Me he quedado anquilosado de estar aquí sentado.

Salieron de la sala y recorrieron el pasillo. Se cruzaron con tres enfermeras que se alejaban riendo y una médico que caminaba con rapidez sujetando con ambas manos el fonendoscopio que le colgaba del cuello.

David sacó un café con leche y Martín se decidió por una Coca-cola. Necesitaba algo fresco para despejar las ideas.

—Seguro que sale de esta. Luz es de las que nunca tira la toalla —le dijo David de repente—. No te atormentes más.

Y Martín, que ni había sido consciente de que lo hacía, de que lo llevaba haciendo casi doce horas seguidas, tuvo que apoyar la espalda en la pared para evitar derrumbarse.

—¿Estás bien?

Escuchó la pregunta, abrió los ojos y se encontró con la cara de preocupación de David. Bastantes problemas tenían ya como para añadir otra a la lista. Sacó fuerzas de debajo de las piedras y se obligó a esbozar una sonrisa de agradecimiento.

—Perfectamente. Anda, vamos.

Cuando llegaban a la sala de espera, se encontraron con los otros que salían.

—Acaban de avisarnos —explicó Leire con una sonrisa—. Luz se ha despertado. Solo podemos ir nosotros. Ahora volvemos.

A Martín no le dio tiempo a decir que quería verla, que no entendía qué pintaba aquel gacetillero visitando a Luz en vez de ser él, pero antes de que pudiera balbucear una sola palabra, los tres habían desaparecido al fondo del pasillo.

• • •

—Solo cinco minutos —les avisó la enfermera que les había abierto la puerta—. Es aquella del fondo.

Leire e Irene entraron con cautela. Habían tenido que subir hasta la quinta planta para llegar hasta allí.

Algunas personas permanecían junto a sus familiares enfermos. Hablaban, pero con el ruido de los monitores, las voces no se escuchaban más allá de las cortinas que rodeaban cada una de las camas.

El sitio impresionaba. A Leire le vino a la memoria la imagen de su abuelo. El hombre también había permaneció varias semanas en un sitio como ese antes de fallecer, apenas un par de años antes. Se estremeció con el recuerdo.

Se acercaron con cautela, una al lado de la otra, con miedo de descubrir lo que había al otro lado de la cortina. Irene apartó la tela y se acercó a la cabecera. Casi se echa a llorar cuando la vio en aquel estado.

Luz estaba lívida. Tenía la cara blanca. Parecía más una estatua de cera que un ser humano. La sábana le llegaba a la altura del pecho. La mano escayolada permanecía sobre ella y la otra a un lado del cuerpo. Del brazo salía un tubo conectado a una bolsa de un líquido transparente.

Parecía una muerta. Mantenía los ojos cerrados. Solo el armonioso ritmo de la respiración indicaba que todavía había vida en aquel cuerpo.

—Luz —susurró Leire—, somos nosotras.

No hubo nada que indicara que les había escuchado. Irene miró a Leire con gesto angustiado. Esta lo intentó de nuevo.

—¿Estás despierta? —insistió apretándole la mano.

La enferma lanzó un suave gemido.

Las dos mujeres se miraron aliviadas. Aquello era una señal. Todavía no estaba claro si buena o regular, pero era indudable que era una señal.

Leire acercó la silla. Irene rodeó la cama y se puso al otro lado de la cabecera.

—Cariño, ¿cómo te encuentras?

Le apartó un mechón de pelo de la cara con delicadeza y notó el ligero aleteo de sus pestañas.

Leire echó una mirada a Irene. Esta esbozó una pequeña sonrisa.

—Luz. ¿Me escuchas?

—A…agua —consiguió pronunciar la enferma a través de los labios resecos.

Echó un vistazo al gotero que tenía conectado al brazo sano y después a la mesilla. Allí no había ninguna jarra ni ningún vaso.

—Voy a preguntarlo —dijo Irene, como si le hubiera leído el pensamiento.

Y empujó la silla hacia atrás para levantarse. Los tacos de goma de las patas rozaron el suelo produciendo un nuevo sonido que se disipó entre el resto de los ruidos.

Leire volvió a su amiga. Le desarmaba la idea de verla en aquel estado. A pesar de ser más joven que ella, siempre había sido la entusiasta, la animada, la apasionada, la vital, la dinámica. La fuerte. La que la había acompañado en los malos momentos, sobre todo en aquellos últimos años. La pérdida de su queridísimo abuelo había sido un mazazo y los problemas que había tenido con la mansión no habían hecho sino complicar su existencia. A ella era a la que había acudido cuando las deudas y los problemas amenazaban con sepultarla, ella era la que le había aconsejado qué hacer con el cuadro que había encontrado y la que le había espoleado para coger el toro por los cuernos y declararse a David cuando pensaba que lo suyo estaba acabado. Lo había compartido todo con ella, la alegría, la amistad, los días malos y, también, los horrorosos. Ella era la que le había obligado a salir con amigos más de una vez venciendo su tendencia a la soledad y la melancolía. Únicamente había una cosa que le había ocultado: lo que le había sucedido año y medio antes, en la fiesta que la empresa de David había dado en la mansión. Pero no era fácil de explicar lo que ambos habían compartido durante quince días con los últimos dueños de la casa. David y ella habían determinado que lo mantendrían en secreto.

Sin embargo, al verla allí tumbada, completamente desvalida, se arrepintió de no haberlo hecho. Sentía que le había fallado como amiga.

—Cariño, perdóname —musitó mientras le acariciaba la mejilla con el dorso de la mano.

Cuando Irene volvió, encontró a Leire limpiándose un par de lágrimas.

—Imposible —ratificó con mirada entristecida—. Me han dicho que por ahora nada de líquido, por eso le han puesto el suero. Hay que esperar a mañana.

Cuando diez minutos más tarde, una enfermera con cara de pocos amigos se acercó a decirles que la visita había concluido, Luz no había vuelto a dar señales de reconocerlas.

Al salir de aquella habitación, la pesada losa que Leire se había quitado de encima cuando el médico les había comunicado que había despertado, volvió a caer sobre ella. Y pesaba más que antes.

El periodista no se había movido de la puerta como buen perro guardián celoso de la noticia y las siguió cuando salieron.

—¿Cómo está?

Bajaron los cinco pisos en el ascensor junto a una madre y su hija pequeña.

Martín.

Dijera David lo que dijera, él era responsable de lo que había sucedido. Si no llega a ser por él, Luz habría pasado las últimas horas en la oficina, aguantando las exigencias de Julio y riéndose de él a sus espaldas, y no estaría allí tumbada y moribunda en aquel hospital.

Los encontraron en el mismo sitio en el que los habían dejado, mucho más animados. Tenían un periódico entre las manos. Según se acercaron, les pudo oír discutir sobre el Athletic de Bilbao. Luz arriba moribunda y él hablando de fútbol. Leire notó cómo el furor le subía por la cara.

—¿Y bien? —dijo Martín impaciente—. ¿Cómo está?

—Dicen que un poco mejor, pero que aún tenemos que esperar a ver qué sucede en las siguientes veinticuatro horas —respondió el periodista antes de que las chicas tuvieran tiempo de responder.

—Entonces ¿puedo…?

—No —lo cortó Leire como una ametralladora—, no quiere verte.

Leire no quiso mirar los semblantes del resto. Sabía que después de aquellas palabras tendría que enfrentar las críticas de David en las próximas horas. Pero no le importó. Ya las sortearía de la mejor manera posible. No estaba dispuesta a dejar que aquel hombre le siguiera haciendo daño. No había nada que no haría por el bien de Luz.

• • •

El hombre canoso mareaba la ensalada con el tenedor, pero, como todos los días desde hacía más de una semana, apenas probaba bocado. No es que la comida fuera mala, de hecho, el menú de aquel sitio era bastante mejor que lo que ponían en el plato algunos restaurantes de más prestigio. Sin ir más lejos, las croquetas de la noche anterior estaban deliciosas. El problema no eran los alimentos ni la cocinera, el problema era que se le había cerrado el estómago.

—Vamos a cerrar —le advirtió una voz—. ¿Desea algo más?

La chica era alta y delgada, con una melena rubia teñida, que llevaba recogida de cualquier manera bajo un gorro blanco.

—Nada, gracias —comentó mientras se levantaba para regresar a su puesto.

Cuando traspasó la puerta de la cafetería, miró la esfera de su Rolex. Se le había hecho tarde. Aceleró el paso camino del ascensor. Aquella vez subió solo. Era bastante tarde y apenas quedaba algún visitante. Un minuto más tarde, pasaba por delante de la única habitación que mantenía luz durante toda la noche. Saludó a las enfermeras. Ellas le dirigieron una sonrisa afligida. Ya le conocían. Nunca le decían nada con respecto a sus horarios de entrada ni de salida. Él ni siquiera había preguntado si podía quedarse. Lo había dado por hecho.

Tenía la mano en el picaporte de la puerta cuando escuchó el teléfono. Un mensaje. Suspiró aliviado. Mejor así. No podía con las docenas de llamadas que recibía a diario solo para preguntarle qué tal iba todo. Debería agradecerlas, y lo hacía en su fuero interno, pero no tenía el coraje suficiente para contestar. Llevaba ya tres días que no descolgaba a nadie.

Lo sacó del bolsillo del pantalón. Tiene 1 mensaje nuevo, decía la pantalla. Pulsó el botón central de su móvil. De: Andrés Levante. Lo leyó Un S. Sebastian. XIV. Perfecto estado. Entrega prevista… No siguió leyendo. Pulsó el botón Opciones y seleccionó Borrar. Lo guardó de nuevo en el bolsillo.

Abrió la puerta y se dirigió a la única cama que había en la habitación. El olor a las flores frescas, que aquella misma mañana había colocado en el jarrón sobre la mesilla, le llegó según se acercaba.

—Carmen, cariño, ya he regresado.

La mujer no contestó. No era de extrañar. Hacía más de setenta y dos horas que no respondía a los estímulos. Le habían dicho que no pasaría de aquel fin de semana.

Pero él todavía esperaba un milagro.

• • •

Miércoles, 15 de febrero, 17 h. 30 min.

Martín hacía el equipaje. Se marchaba. Se largaba. Se piraba. Desaparecía. Emigraba. Desertaba.

Las camisetas caían en montones sobre la maleta sin importarle demasiado que se arrugaran por completo. En aquel momento, no tenía ni el ánimo ni las ganas ni la voluntad de ser cuidadoso con nada que se le pusiera por delante, por muy delicado que fuera. Lo único que le gustaría era retorcerle el pescuezo a alguien.

Mejor si era Leire. O su hermano.

Escuchó la puerta de la calle al abrirse.

—¿Estás en casa?

Javier.

Mierda. Tenía que haber cerrado con llave.

Creía que después de la bronca del día anterior, le habría quedado claro que no estaba de humor para volver a mantener otra discusión.

—Sí —respondió de mala gana.

Sin dejar de rebuscar en los cajones, escuchó sus pasos subiendo por la escalera.

—Estás haciendo las maletas.

Martín no contestó y siguió con el trabajo. Se puso de puntillas y abrió la puerta superior del armario. Tenía que localizar los jerséis de cuello alto. El invierno en Nueva York no era como para tomárselo a broma.

—No te lo has replanteado.

Martín apiló tres suéteres encima de la cama y, después, fijó la mirada en su hermano.

—Ya te lo dije ayer. Me marcho.

Javier buscó un lugar donde sentarse. La cama estaba cubierta de ropa y de zapatos enfundados en bolsas. Optó por acercarse a uno de los rincones de la habitación y acomodarse en el suelo.

—¿Sabes algo?

No dijo el nombre de la persona por la que preguntaba. No hizo falta.

Martín inspiró para tranquilizarse un poco. Sería mejor mantener una conversación civilizada. No era cuestión de despedirse de la familia enfadado.

—He hablado con David. Está mucho mejor, está fuera de peligro. Lo más probable es que esta tarde la trasladen a planta.

—¿La van a dejar en Vitoria?

—Todavía no lo saben. Mañana les dirán hasta cuando prevén que tenga que permanecer en el hospital y, en función de lo que sea, solicitarán el traslado al Hospital de Basurto. Que Luz esté en Bilbao siempre será mucho más cómodo para todos —explicó mientras se dirigía al cuarto de baño.

Menos para ti, que desapareces de escena, pensó Javier decepcionado. La disputa del día anterior había sido antológica. Nunca, en su vida, se habría imaginado que Martín se pusiera tan violento. Cuando le dijo que en realidad tenía la impresión de que estaba huyendo, la vena de la frente se le hinchó hasta parecer la raíz de un árbol. Y seguía pensando lo mismo: que se estaba escabullendo. ¿De qué? No lo sabía con exactitud, pero intuía que tenía que ver con Luz.

Hizo un último intento.

—¿Vas a ir a verla?

A Martín, la pregunta le pilló desprevenido y el neceser que llevaba entre las manos aterrizó en el suelo. Se oyó ruido de cristales rotos.

—¡El frasco de colonia! —exclamó recogiendo a todo correr la bolsa y llevándola de vuelta hasta el lavabo.

Javier dio un suspiro y esperó a que su hermano regresara del baño. Tardó más de lo debido.

—¿Vas a ir a verla? —repitió cuando apareció de nuevo.

Pero, esta vez, Martín había tenido tiempo para pensar y traía la respuesta preparada.

—Ya te dije ayer que no quiere verme. Según Leire, Luz lo ha dejado muy claro. Si viene, no le dejes pasar, ha sido la respuesta. No pienso presentarme en un sitio en el que no quieren saber nada de mí.

Javier no estaba tan seguro. Él también había estado allí y había visto la navaja que aquel indeseable le había puesto al cuello. Y había sido testigo de la mirada suplicante de Luz. Y había observado hacia dónde se dirigían sus ojos. A Martín. Tenía cinco personas delante de ella, cualquiera habría podido ayudarla. Sin embargo, no había hecho amago de pedir auxilio a ninguno de los demás. Durante aquellos trágicos minutos, para ella solo existió Martín. No había nadie más. Martín. Solo Martín. Tenía la vista fija en él. Si Luz hubiera estado unos pasos más adelante, habría visto la cara de su hermano reflejada en las pupilas.

Martín consiguió hacer un hueco entre la ropa para encajar el neceser y cerró la maleta. El día anterior no había contado a su hermano toda la verdad y no lo iba a hacer ahora. Cuando le había explicado que se volvía a Nueva York y le había enumerado las razones por las que había tomado aquella decisión, le había caído el mayor rapapolvo de toda su vida. Se sintió como un crío maleducado al que han llamado al despacho del director por haberse encarado con un maestro. Así pues, había obviado contarle algunas de las cosas que Leire había puesto en boca de Luz.

Mentiroso, farsante y traidor habían sido los términos más suaves que, al parecer, había utilizado. Por mí como si desaparece para siempre, había sido otra de las finuras que le había dedicado.

Una cosa estaba clara, la recuperación había sido milagrosa. No parecía haber duda de que ya se encontraba mucho mejor. En unas pocas horas, ha vuelto a ser ella misma.

—¿Es tu última palabra? —inquirió Javier apurando el último cartucho.

Martín abrió la maleta metálica en la que transportaba el material fotográfico.

—La última —aseguró mientras cogía del suelo un trípode telescópico y lo metía dentro.