2

Martín apagó el motor del coche y se quedó allí sentado, disfrutando del momento. El aire fresco que entraba por la ventanilla abierta reavivó su ánimo y la visión de los prados y de los bosques de pinos que ascendían por las lejanas montañas alegró su interior. Parecía mentira que apenas una semana antes estuviera atrapado en un taxi, en medio del cruce entre la calle 75 y Madison Avenue, rodeado por todas partes por monstruosos edificios y sin escuchar más que el atronador sonido de los cláxones.

Y ahora había llegado a otro mundo. Ya era finales de septiembre. El calor del verano había dejado de apretar y la lluvia de los últimos días había conseguido reverdecer la hierba que se extendía a su alrededor.

Miró hacia lo alto de la colina que se elevaba ante él. Habían pintado la casa aquel mismo verano. La última vez que había estado en aquel lugar, la navidad pasada, su madre no paraba de insistir en que no pasaba de aquel año que adecentaban la fachada. Para ser un antiguo caserío reformado, no era demasiado grande. En la parte baja se había mantenido la piedra original, pero la primera planta había tenido que ser rehecha por completo, tal era el estado en el que se hallaba cuando lo compraron. Unos listones de madera pintados de azul oscuro, que simulaban antiguas vigas vistas, destacaban sobre el blanco inmaculado de la pared. El resultado era muy bueno. Nadie habría imaginado que no era un caserío de trescientos años de antigüedad. Pero lo que a él más le gustaba era el enorme portal en el que la familia pasaba las horas protegida del sol y de la lluvia.

Martín hizo un esfuerzo por vencer la melancolía y tomó una decisión. Sacó las llaves del contacto y salió del coche.

Empujó con fuerza y la verja metálica se abrió con un chirrido. Dos niños rubios, con los ojos muy azules y el pelo cortado a cepillo, abandonaron sobre el césped el balón con el que estaban jugando y miraron a aquel desconocido desconcertados. El más bajito, un mocoso de no más de seis años, ladeó la cabeza con interés mientras que el otro, un par de años mayor, se quedó inmóvil.

—¿No vais a saludar a vuestro tío? —saludó Martín con una gran sonrisa.

Se agachó y abrió los brazos para animar a los chiquillos a acercarse. El más pequeño salió disparado cuando se dio cuenta de quién era.

—¡Tío Martín! —exclamó mientras se abalanzaba sobre él.

El ímpetu con el que el niño se echó en sus brazos hizo que ambos acabaran por el suelo.

Asier, su sobrino, le miraba con deleite agarrado a su cuello. Aquel era su tío preferido. El que jugaba al fútbol cuando los demás estaban tumbados en el sofá, el que le dejaba sacar fotos sin gruñirle para que tuviera cuidado y el que le hacía cosquillas a todas horas y se tumbaba en la tierra sin preocuparse de no mancharse la ropa.

Martín se levantó con Asier en brazos y se acercó hasta Markel.

—¿Y tú qué? ¿No vas a decirme nada? —le animó mientras le revolvía el escaso pelo que le quedaba—. Pues sí que os ha pegado vuestra madre una buena rapada —murmuró—. Vamos a ver a la amama[1]

Y echó a andar hacia la casa con un niño en los brazos y el otro cogido de la mano.

—Haciendo la comida —cotorreó Asier cuando se acercaron a la puerta.

—Ya me lo imagino. Por eso he venido a esta hora, para que me invite a comer. ¿O creías que era para jugar contigo, pillastre? —rio mientras le hacía cosquillas en el estómago. Entre carcajadas, el niño se retorció como una anguila y Martín tuvo que apretarle contra él para evitar que se le escurriera entre los brazos.

Se detuvo antes de entrar en la casa. Hacía solo cinco años que sus padres se habían mudado allí, pero desde la primera vez que había puesto un pie en aquel vestíbulo había pensado que era el sitio más acogedor del mundo.

La hoja superior de la puerta estaba abierta. Como siempre. Metió la mano por el hueco y descorrió el cerrojo que sujetaba la parte inferior.

El vestíbulo estaba en penumbra. El gris y el beis de las piedras de las paredes mezclados con el ocre de la pintura; el marrón oscuro con el que se habían pintado las vigas del techo y el castaño del suelo. Cerró los ojos. Olía a resina, a polvo y a humo. Por su cabeza cruzó la idea de que el acero inoxidable y el cristal de los muebles desperdigados por su apartamento no tenían ningún aroma. Abrió los ojos y echó un último vistazo a las escaleras. Ya tendría tiempo después de husmear por las habitaciones de arriba. Nunca se marchaba sin haber abierto todas las puertas de aquel viejo edificio. Lo primero era lo primero.

Dejó en el suelo a su sobrino menor y se agachó para ponerse a la altura de los mas pequeños de la casa.

—Y ahora vamos a dar una sorpresa a la amama.

—Aita[2] está con ella —aclaró Markel.

—Mejor. La sorpresa será aún más grande —prometió bajando la voz todo lo que podía—. Tenemos que ir despacio, sin hacer ruido, para que no nos oigan.

Y, cogidos de la mano, avanzaron los tres silenciosos por el salón hacia la cocina.

En la puerta de la misma, Martín hizo un gesto Asier para que la abriera. El niño obedeció, excitado.

Una mujer, bajita y rechoncha, freía croquetas en una gran sartén colocada sobre el fuego. Llevaba un oscuro delantal fabricado con una vieja camisa de su marido. Martín sonrió. No cambiará nunca. Javier, el hermano mayor de Martín y padre de los chiquillos, se afanaba en pasar por huevo y pan rallado otra tanda de bolitas antes de que su madre sacara del aceite las que se freían dentro.

La dueña de la casa sintió una corriente de aire que entraba por la puerta y se giró dispuesta a chillar al que la hubiera provocado. Se quedó paralizada, espumadera en mano, al ver a su hijo.

—¡Hijo!

Martín vio como las mejillas de aquella viejecita se llenaban de lágrimas.

• • •

Javier hizo un gesto hacia el suelo.

—¿Qué tal las botas?

—Bien, con los dos pares de calcetines que me he puesto, las llevo cómodas —contestó un Martín jadeante.

Cuando su hermano le había propuesto salir a caminar por el monte, no le había quedado más remedio que calzarse unas botas viejas de su padre. A esas alturas, los dos hombres llevaban más de hora y media andando y Martín ya no veía el momento de llegar hasta la cima.

—Vas ahogado —atestiguó Javier al ver la cara de su hermano.

Se estaba poniendo rojo por momentos y respiraba como un perro siberiano al que hubieran abandonado en el desierto del Gobi en pleno verano.

—Voy bien.

Javier le miró de soslayo y escondió una sonrisa.

—Sigues tan mentiroso como siempre —dijo muy serio—. Si te vieras en un espejo, no dirías lo mismo. Estás sofocado por completo.

Tenía razón. Y Martín lo sabía. Había salido de casa de sus padres con una camiseta y una sudadera prestadas. El jersey le había durado encima apenas diez minutos y la camiseta cinco más. Y, a pesar de ello y de la refrescante brisa que soplaba, seguía sudando como un pollo asándose en su propio jugo. Por el calor que notaba en la cara debía de tener la cara como un farolillo.

—Está bien… No puedo con mi alma —confesó derrotado.

Se detuvo en medio del sendero y se inclinó hacia adelante. Apoyó las manos en las rodillas y comenzó a respirar con agitación. Javier se paró junto a él y esperó un par de minutos, hasta que vio que el movimiento de su cuerpo se hizo más pausado.

—Siéntate ahí —le aconsejó mientras le señalaba un montículo de tierra, al borde del camino.

Martín dio unos pasos y se dejó caer sobre una cama de pinochas. Las hojas de los pinos se le clavaron en la espalda, pero le dio igual. Tenía cosas más graves de las que preocuparse en aquel momento. Y no morirse ahogado era una de ellas.

—Pásame el agua —pidió cuando recobró el resuello lo suficiente como para poder hablar.

Javier, que se había sentado a su lado, sacó del bolsillo lateral del pantalón una botella llena y se la dio. Se quedó estupefacto cuando, en vez de beberla, se la derramó por la cara. Sonrió al desecho en el que se había convertido su hermano menor.

—Estás cascado —constató divertido.

—Solo es falta de entrenamiento. Espera que me ponga a tono. Un par de semanas subiendo al monte y te reto a una carrera por el Gorbea.

Las carcajadas de Javier se escucharon desde el otro lado del valle.

—Siempre has sido un fanfarrón —se burló—. Cállate que se te va la fuerza por la boca. —Le palmeó la tripa—. No sé cuándo te vas a entrenar si no vienes más que cuatro días al año. No creo que pasarte la vida en fiestas con supermodelos y sortear el tráfico por la Quinta Avenida sea la preparación que necesitas para que la próxima vez no te deje a la altura del barro.

Martín echó una mirada intensa a su hermano. Este no lo sabía, pero acababa de tocar una fibra sensible.

Y ya era la segunda vez en aquel día que se le encogía el estómago.

—Es cierto. No hago ejercicio, aunque tengo un banco de gimnasia en casa. Pero por uno u otro motivo llevo bastante tiempo sin usarlo.

Javier echó un vistazo divertido a la curva que se le empezaba a formar en la cintura.

—Ya veo. Tú sigue con esa vida y en cuatro años te vas a parecer al muñeco de Michelín.

En cuatro años, se repitió Martín. Demasiado tiempo.

Y regresaron a su mente las dudas que en los últimos meses le atormentaban de vez en cuando. Habían comenzado el marzo pasado, el mismo día en el que le avisaron que su padre estaba hospitalizado. Al final, todo se quedó en un susto y a los pocos días el viejo estaba de nuevo sentado en el sofá, delante de la chimenea. Pero, desde entonces, reflexionaba a menudo sobre la importancia de las cosas que llenaban su vida.

Miró a su sonriente hermano y decidió que no era el momento de pensar. Prefería gastar los días que le restaban antes de volver a Nueva York en ponerse al día de lo que sucedía en su familia.

—¿Y tú qué? —preguntó cambiando de tema—. ¿Todo bien en casa? ¿Pasará Elisa hoy por aquí?

—Bien —contestó Javier desconcertado ante el giro que acababa de dar la conversación—. No, no vendrá. Hoy llegará tarde. Tiene que hacer inventario en la tienda.

—Es que tu mujer tiene un horario de personas. No como tú que eres funcionario y sales a las tres todos los días.

Javier se puso en pie de un salto y alargó un brazo para ayudar a Martín a levantarse. Si el pequeño de la casa se iba a meter con él, no se iba a ir de rositas. Todavía les quedaba un rato antes de llegar a la cima.

—¡A ver si te piensas que yo vivo como un rey! —exclamó tirando con fuerza de él—. Yo, como todo hijo de vecino, me gano el sueldo con el sudor de la frente.

Comenzaron a andar de nuevo por el sendero ascendente.

—En serio. ¿Cómo va el trabajo? —insistió Martín.

—Vamos tirando. Ahora estamos con un tema que nos tiene de cabeza. —Martín arqueó las cejas interesado—. Un asunto de expolio del patrimonio histórico —explicó mientras recogía del suelo un palo para usarlo de bastón.

—No sabía que también os dedicabais a eso. Pensaba que lo vuestro solo era firmar permisos para ceder las obras de arte a exposiciones.

—Es la primera vez que estoy en una cosa así. Es un asunto delicado, y secreto. Al parecer se mueven maletines repletos de billetes por las mesas de algunos despachos.

—Y vais a lavar los trapos sucios dentro de casa.

—Eso parece.

—Es difícil. Acabará trascendiendo.

—Eso creo yo. Lo cierto es que no sé hasta qué nivel habrán alcanzado los sobornos, pero, según me cuentan, más arriba de lo que se creía —declaró—. Se trata de una operación conjunta de las diputaciones vascas. Por lo visto han desaparecido objetos en las tres provincias, pero Álava es la que se lleva la peor parte.

—Y ¿para qué son los pagos?

—¿No lo imaginas? Para conseguir permisos. Buscan papeles para sacar del país las obras que limpian, salvoconductos de salida o falsos documentos de propiedad para poder venderlas sin problemas. —Se quedó callado durante un momento—. Hay voces que dicen que eso es lo mejor para las obras de arte, que, al menos, así se garantiza que no se las coman las polillas o las ratas.

—¿Y tú qué piensas?

Como buen amante del arte, Javier siempre había abogado por su universalización. Siempre había sido un firme partidario de permitir el acceso a la cultura a todos los ciudadanos. Así pues, la respuesta le sorprendió.

—Yo, aunque esté mal decirlo, estoy de acuerdo con ellos —confesó sin reparo—. Las iglesias de este país están llenas de cuadros expuestos a la humedad, al frío y al humo de las velas; de imágenes a las que les falta un trozo, que se sustituye remendándolos con burda escayola, y de obras de arte guardadas en cuartos húmedos y malolientes o almacenadas en campanarios azotados por el viento y la lluvia y llenándose de los excrementos de las palomas.

Martín no salía de su asombro. Aquella era la primera vez que veía a su hermano pensar siquiera en algo que no fuera correcto.

—Pero… de esa manera, todas esas obras pasan a manos privadas y quedan lejos del conocimiento del resto de la población.

—Lo sé, pero la mayoría de las veces nadie les hace caso. Ningún museo ni institución tiene el menor interés por ellas. Mucho menos por arreglarlas y por mantenerlas. Al final, he llegado a la conclusión de que están mejor en un sitio en el que, por lo menos, alguien las vela y las disfruta —confesó mientras daba un fuerte golpe con el palo a un terrón de tierra que tenía delante de los pies. La tierra se esparció hacia todas direcciones.

—Sí, pero de esa manera los únicos que se benefician son los ladrones, que ganan dinero a espuertas, y los que las adquieren. Y todo ello a costa de la ignorancia del resto de la población.

Martín repitió los argumentos que tantas veces había escuchado a su hermano. Javier esbozó una mueca.

—Eres un ingenuo, hermanito. La mitad de las veces son vendidas por el propio párroco o por el abad del convento o del monasterio para conseguir financiación para mantener en pie el resto de las paredes del edificio. Todo es un despropósito: luchamos contra los ladrones para evitar que las roben y solo conseguimos destruirlas —musitó.

Martín iba a replicar cuando de repente miró hacia adelante y se encontró en un balcón natural. Ya habían llegado a la cima.

—¡Lo has conseguido! —exclamó Javier al tiempo que daba una fuerte palmada en el hombro de Martín.

Este cubrió con el brazo los hombros de su hermano, orgulloso de la hazaña que acaba de realizar. Después dirigió la vista hacia el fondo del valle, pero sus ojos chocaron contra un mar de nubes que cubrían la vista por completo.

—Vaya decepción. Hemos subido hasta aquí para nada.

—Bienvenido al mundo real —dijo Javier con escepticismo—. Las cosas no siempre son lo que parecen ni salen como queremos.

• • •

—Y allí estaba yo, al lado de aquella mala copia de Paris Hilton, mirando a una sombra imponente que se recortaba en el hueco de la puerta.

—¿Y qué hiciste? —preguntó Leire muy interesada mientras acercaba una silla a la mesa de la terraza en la que se iban a sentar.

—¿Yo?, nada. No me había dado tiempo a reaccionar cuando la loca que tenía a mi lado se puso a gritar como una posesa. —Luz levantó los brazos y comenzó a gesticular y a chillar con voz estridente—. ¡Es él, es él!

Leire se rio con ganas solo de imaginarse la situación.

—Y él se daría media vuelta y se marcharía, supongo.

—Lo que seguro que hizo es pensar que tanto yo como ella éramos unas imbéciles que cacareamos como histéricas cuando vemos aparecer un macizo —explicó furiosa—. Pasó a nuestro lado, nos miró como si le pudiéramos contagiar la peste y siguió su camino hacia el fondo del bar. Hacía mucho tiempo que no pasaba tanta vergüenza.

—¿Tú vergüenza? No me lo creo ni aunque me lo jures.

—Bueno no, es cierto. No me dio corte, en realidad sentí rabia. Por la oportunidad perdida, claro —aclaró.

Tan sincera como siempre, pensó Leire.

Luz y ella se habían conocido hacía ya muchos años y, desde entonces, eran inseparables. Se llevaban a las mil maravillas a pesar de tener personalidades opuestas por completo.

—Y ¿cómo era? —preguntó Leire de lo más interesada.

Luz no tuvo que pensar demasiado, lo recordaba con toda claridad.

—Alto, moreno, delgado…

—Um, promete, promete.

—Madurito…

—Tiene buena pinta, pero no me hago mucha idea. ¿A quién se parece? —inquirió.

—Pues…

Y en ese momento, la frescura de la tez de Luz se transformó en un pergamino amarillento y reseco.

—… a ese —atinó a decir con voz agitada a la vez que señalaba a dos hombres que se acercaban sonrientes hacia ellas.

Leire se dio la vuelta asustada, pero solo vio a David, su pareja, que se aproximaba con paso ligero. Con él llegaba otro hombre que Leire no conocía. Luz parecía una estatua. Pero al parecer, ella sí sabe quién era aquel desconocido.

—Hola —dijo David con soltura después de dar un beso a su novia—. Traigo compañía. Os presento a Martín Oteiza.

Luz hizo un gesto de desprecio, que David no percibió ocupado como estaba en hacer las presentaciones, pero que a Leire no le pasó desapercibido.

—Encantada —dijo Leire mientras se levantaba para darle un par de besos en las mejillas.

—Ellas son Leire y Luz. Las dos mujeres que más quebraderos de cabeza me dan —bromeó David—. Cada una por separado es una pesadilla, pero si las juntas son capaces de poner tu mundo del revés —afirmó mirando a su novia con una sonrisa cómplice.

—No te hagas el mártir que te encanta que pongamos un poco de alegría en tu vida —comentó ella juguetona cogiéndole de la mano—. ¿Nos sentamos? —propuso.

Martín tomó asiento en la silla que estaba vacía al lado de Luz justo cuando apareció el camarero. Pidieron cerveza para todos, menos Luz que decidió que tomaría un zumo de melocotón.

¿Un zumo de melocotón? Leire no daba crédito a lo que veían sus ojos. ¿Qué le estaba pasando a esa mujer? Se estaba transformando por momentos. Ya la pillaría a solas un rato.

—Martín es fotógrafo. Vive en Nueva York —explicó David con admiración—. Acabo de encontrármelo delante de la puerta de la Fundación. Ya le he explicado que hoy no estaban abiertas las oficinas, pero que puede acercarse mañana.

Leire era la propietaria de una mansión en Getxo que había heredado de su abuelo. Hacía cerca de dos años, había llegado a un acuerdo con una fundación privada que le alquiló el edificio y estableció en ella su segunda sede. En la actualidad, en la casa estaban parte de las oficinas de la Fundación, una sala de exposiciones, cuya obra principal era una pintura de Aurelio Arteta Errasti, también propiedad de Leire, y una biblioteca especializada en arte vasco desde mediados del siglo XIX.

—Y ¿qué te trae por aquí? —se interesó Leire después de echar una mirada furtiva a su amiga.

Luz se mantenía hundida en la silla, con los brazos cruzados y el gesto torcido. Nunca la había visto tan huraña y, menos aún, si lo que le ponían delante era un hombre con semejante atractivo.

—Estoy a punto de firmar un contrato con la Diputación de Bizkaia para hacer las fotos de unos folletos turísticos —explicó—. De hecho, ya tenía que estar de vuelta en mi trabajo, pero la firma se ha retrasado. Al parecer el Gobierno Vasco ha decidido entrar en el proyecto. Así que estoy a la espera.

—Y ha venido a la Fundación para consultar unas cosas en la biblioteca —añadió David.

Martín asintió.

—Bueno, sí, por eso y porque me habían dicho que no me podía perder el sitio y la colección que tenéis. —Se dirigió a Leire, animado—. Ya me ha explicado David que tú has sido la promotora de todo.

El halago llegó directo al orgullo de Leire, que decidió, que fuera lo que fuera lo que le explicara Luz después, Martín Oteiza le gustaba.

—En realidad lo hice solo porque necesitaba que alguien pagara mis facturas —admitió con falsa modestia.

—Eso da igual, el caso es que en Bilbao necesitábamos algo así. Yo soy partidario de dar a los edificios la importancia que se merecen e iniciativas de ese tipo son una valiosa opción.

—¡Ah!, pero ¿tú eres de Bilbao?

—De Indautxu, para más señas —dijo una voz desde detrás de un vaso lleno de una sustancia dulzona color durazno.

Martín se volvió hacia la mujer que tenía a su lado. La observó en silencio como si evaluara si merecía la pena contestar a aquellas palabras pronunciadas con ese tono tan ácido.

—No estaba seguro de si eras tú —indicó al fin con ojos fríos—. Pensé que me había equivocado de persona. La última vez que te vi llevabas el pelo más largo y, desde luego, no era de color rojo.

Luz no apartó la vista del cristal que aferraban sus manos.

—Y tú, la última vez que yo te vi, te subías la bragueta de los pantalones.

• • •

—¿De qué ha ido todo esto? —preguntó Leire irritada.

De pie y con las manos encima de la mesa, parecía una maestra a punto de echar de clase a su peor alumno.

—¿De qué ha ido qué? —se encaró Luz, recostada en su silla con toda la tranquilidad.

Leire era una persona tranquila y, por lo general, nunca se molestaba. Solo había dos personas que conseguían que su nivel de bilirrubina aumentara de forma alarmante. Y una de ellas era esa… esa… esa… mentecata que tenía por amiga. —¿Cómo que qué? Me refiero a este número que has montado hace un instante delante del pobre Martín.

—¡Del pobre Martín! ¡Ah, claro! Ahora es Martín el desdichado, Martín el inocente y, ¿por qué no?, el cándido Martín —declamó Luz a la vez que juntaba las palmas de las manos y las colocaba debajo de su barbilla en un gesto angelical.

Leire estaba a punto de estrangularla cuando vio salir del bar a David.

—Este no es el momento ni el lugar —le susurró—, pero no te vas a escapar sin que me cuentes qué demonios te pasó con ese tipo. Te lo advierto. —Colocó su dedo índice a menos de cinco centímetros de su cara—. Y si lo que me cuentas no me convence, te vas a arrepentir el resto de tu vida.

—¿Vamos, chicas?

David había llegado a su lado y las empujaba con delicadeza para que caminaran.

—¿Y Martín? —inquirió Leire con doble intención, echando una mirada de soslayo hacia Luz.

—Se ha marchado. Tenía prisa. Me ha dicho que me despidiera de vosotras, en especial de Luz —añadió con tono burlón.

Un gruñido salió de la boca de la mentada.

Leire reprimió una carcajada cuando vio el gesto que su novio hacía en dirección a su amiga. Lo cierto era que se merecía que se rieran de ella. En la última hora no había dejado de darles motivos para ello. Leire sonrió y puso su mano sobre la de él en un intento de explicarle que la situación no estaba para grandes alegrías y que se exponía a la afilada lengua de su amiga. Pero David no entendió la advertencia de su pareja y siguió adelante con la broma.

—Pero la buena noticia es que le he convencido para que nos acompañe este fin de semana a la casa rural —anunció triunfal y estrechó la cintura de Leire contra él.

Y entonces descubrió que en determinadas situaciones y con determinadas personas era mejor ser precavido. Y él no había sido lo cauteloso que debiera. Se había metido en un buen lío.

Por un lado, Leire le atravesaba con la mirada y, por el otro, un peligroso gato montés con el pelo rojo y un bolso verde bufaba sin cesar. David temió por un momento que Luz pretendiera afilarse las garras con su piel.

—¿Cómo se te ha ocurrido? —farfulló Leire mientras le tiraba de la manga de la cazadora de cuero que llevaba puesta.

—¿Por qué no? —dijo él con naturalidad—. Parece un buen tipo. A mí me interesa lo que hace y, además, me pareció que estaba buscando una oportunidad para volver a relacionarse con gente de aquí.

Luz se había quedado parada y, lo que era peor, callada como una muerta. Y pálida.

—Yo no voy —fue lo único que dijo.

Apretó el codo para sujetar con fuerza el bolso y echó a andar en dirección a su coche. Leire y David la vieron alejarse encaramada sobre sus altos tacones.

—Deséame suerte —murmuró Leire al oído de David y salió corriendo detrás de su amiga.

La alcanzó justo en el momento en el que abría la puerta del conductor y arrojaba el bolso con saña en el asiento del copiloto.

—¿Vas a dejar que él crea que eres una cobarde? —le inquirió desde detrás.

Luz no se giró, pero Leire sabía que había dado en la diana. Seguro que cambia de opinión. No sería Luz si se resistiera a un reto, cualquiera que este fuera.

Leire vio cómo su amiga se recogía la falda y se sentaba ante el volante. Observó en silencio cómo recogía el lápiz de labios y el monedero, que se habían salido del bolso y los guardaba de nuevo. Se quitó las gafas del pelo, donde las tenía a modo de diadema y se las colocó para esconder sus bonitos ojos negros detrás de los cristales ahumados. Solo entonces se dignó a mirarla.

—Os espero mañana en el peaje de Amorebieta. A las diez en punto.

—No te arrepentirás —le aseguró Leire aliviada y depositó un beso en su mejilla.

—Seguro que sí —le pareció escuchar cuando aquella pelirroja cabezota cerró el coche con un fuerte portazo.