Luz se movía con cautela. Había decidido recorrer el templo por una de las naves laterales. Sería más discreto y menos arriesgado.
—¡Cuidado! —gritó alguien a su lado.
Le dio tiempo justo a retroceder un par de pasos antes de que un enorme panel de madera se desplomara a sus pies, levantando una sofocante nube de polvo.
—¿Está usted bien? —preguntó una voz a su espalda. Se giró y vio a un hombre de mediana edad que se encaraba con otros dos—. Pero ¿qué estáis haciendo? ¿¡Es que no sabéis lo que significa sujetar con todas vuestras fuerzas!?
El deseo de Luz de pasar desapercibida acababa de irse al traste. Varias personas se acercaban para ver si le había sucedido algo. La mujer mandona lideraba el grupo.
—¿Ha sucedido algo grave?
Luz negó con la cabeza al tiempo que el estómago le comenzaba a dar vueltas. La acababan de pillar.
—La señorita está bien —se apresuró a decir el hombre que había gritado a los otros dos—, ¿verdad?
Luz asintió. La mujer se acercó aún más.
—No puede estar aquí. La iglesia no se puede visitar. Estamos trabajando —anunció con gesto severo.
—Lo sé. Soy de… —Los ojos de Luz se posaron en el apartado de patrocinadores de un enorme cartel que colgaba de uno de los pilares centrales del templo— del Museo de Arte Sacro.
La mujer pareció sorprendida y ella rezó para que lo que acababa de decir no fuera un disparate.
—Encantada. ¿Ha venido a ver los preparativos? —le preguntó con una sonrisa forzada y la mano extendida de forma mecánica.
No le gusta que se metan en su terreno.
—Sí. Me envían para cerciorarme de que las obras están debidamente atendidas —aventuró.
—Claro —dijo la otra mientras esbozaba otra sonrisa poco sincera.
Aquella mujer no era de las que les gustaba que controlaran su trabajo.
—¿No le habían anunciado que yo iba a venir?
Tenía que haberse mordido la lengua. Se estaba metiendo en terreno pantanoso, sin embargo, no pudo evitar torturar a aquella amargada un poco más.
—Pues no. Nadie me había informado de su presencia.
—No habrán querido molestarla —comentó mientras dejaba pasear la mirada por el resto de los grupos que habían vuelto a su trabajo—. Si le parece voy a echar un vistazo.
—La acompaño —afirmó la mujer con rotundidad.
—No se moleste. Soy de las que prefiere comprobar por sí misma cómo y qué se está haciendo en los sitios adónde me envían.
Colocó la carpeta sobre el brazo izquierdo para dejar patente que estaba dispuesta a apuntar cualquier irregularidad que encontrara durante la inspección.
Su oponente frunció el ceño.
—Para cualquier cosa…
—La buscaré. No se preocupe.
La mujer se dio media vuelta con el mismo coraje con el que la había visto hacerlo antes, después de tratar con los operarios de las cajas. Luz la vio atravesar la nave central a grandes zancadas mientras una sonrisa malvada asomara a su boca. ¡Qué se fastidie, por soberbia! La siguió con los ojos durante un par de minutos más y, después, desvió la mirada hacia el resto de los presentes.
Le había salido bien. ¡Ahora sí que tenía vía libre para campar a sus anchas por allí! Después de la hostil conversación con la jefa, nadie se atrevería a preguntarle quién era. La gente debería ser menos crédula y más precavida. Y se dispuso a disfrutar de su nueva identidad. Aunque ni ella misma supiera quién se suponía que era en realidad.
—Tengan cuidado con eso —gritó a los obreros que unos minutos antes casi la aplastan.
Un poco más adelante, ya habían montado un panel similar al que se le había venido encima instantes antes y, delante de él, una gran urna transparente sobre una columna. La vitrina estaba vacía, aunque un cartel adherido a ella indicaba la obra a la que estaba destinada. «Virgen de la Plaza. Siglo XIV. ElCiego» rezaba el rótulo. Por debajo, unas cuantas líneas explicaban las características de la talla. A sus pies, en una de las cajas de madera, se encontraba la citada virgen. La estatua estaba envuelta en plástico de burbujas y encajada en un armazón que la fijaba a la estructura. Se agachó para apreciar la figura.
—Es preciosa, ¿verdad? —comentó a su espalda un chico que se había aproximado.
Luz se incorporó. El chaval era guapo. Le echó la mejor de sus sonrisas.
—¿Cuándo la colocarán en su sitio?
—No lo haremos hasta el miércoles.
Decidida, abrió la carpeta para anotar lo que el joven le decía. Por suerte, encontró un bolígrafo en la parte interior. Las cosas le estaban saliendo a pedir de boca.
—Aha —murmuró mientras garabateaba lo que el joven le explicaba.
—Por ahora estamos instalando las vitrinas y situando cada obra en su lugar, pero no será hasta el día anterior a la apertura cuando las saquemos.
—¿Han llegado todas las… cosas?
Lo cierto era que ni siquiera sabía qué tipo de cosas se iban a poder ver en aquella exposición. Porque aquello era una exposición. Lo había podido leer en el cartel que había mirado apresurada cuando había aparecido el ogro. El arte en las iglesias de la Rioja Alavesa se llamaba la muestra.
—No, aún nos faltan un par de ellas. Por ahora tenemos lo de ElCiego —comentó señalando a la virgen que tenían delante—, Labraza, Lanciego, Moreda, Laguardia y esperamos que mañana esté aquí lo que envían de Yécora y de Lapuebla de Labarca.
Luz fingía escuchar con sumo interés lo que el chico le contaba y asentía como la profesional que aparentaba ser.
—¿Te llamabas? —le preguntó cuando el chico dejó de hablar.
—Óscar Elorduy —contestó él orgulloso.
Luz sonrió entre dientes. Si no se equivocaba, aquel jovenzuelo deseaba que su nombre apareciera en letras grandes en su supuesto informe, con una mención más que favorable por su ayuda. Dejó que lo creyera.
Apuntó el nombre en mayúsculas e hizo un círculo bien visible alrededor del mismo.
Comenzó a caminar despacio. El chico adaptó los pasos a los suyos y ambos continuaron juntos. Ella le dejó hablar y él no defraudó las expectativas. Le contó todo. De quién había sido la idea de montar la exposición; que llevaban casi dos años detrás de aquellas obras y solo entonces se había podido reunir a pesar de que apenas las separaban varios kilómetros; que al principio había otros patrocinadores, pero que se habían echado atrás en el momento en el que algunos ayuntamientos habían pedido cobrar por la «cesión» temporal de las mismas. Hasta le contó el cotilleo de que la jefa, como él llamaba a la ogro, había sido la segunda opción. Primero, se lo habían ofrecido a una experta en Arte medieval, profesora de la Universidad del País Vasco, pero esta lo había rechazado ante la imposibilidad de compaginar aquel trabajo con la labor docente.
Luz asumió con naturalidad toda la información que él le ofreció sobre la exposición. Se enteró de que se expondrían un total de veintitrés obras; que, aunque la mayoría de ellas eran tallas de madera, también había pinturas, grabados, joyas, cálices, relicarios y hasta un par de casullas —al parecer así se llamaba la ropa que los curas se ponían para dar misa— bordadas con hilos de oro y plata. Todo iba sobre ruedas. Literalmente. Hasta habían pasado al lado de la ogro sin que esta les echara el alto. Mejor imposible.
Habían dado la vuelta a la iglesia y se encontraban al lado de la puerta por la que había entrado. Ya había acabado su aventura. Solo le quedaba despedirse de la responsable y volver a recuperar el abrigo, el bolso y el teléfono —¿le habría llamado Martín?— cuando aquel tipo se dio la vuelta y se la quedó mirando. Fijamente.
En un primer momento, Luz no supo quién era aquel hombre que la observaba de esa manera tan descarada y con aquella expresión tan maliciosa. Su cara le sonaba, era cierto. Le sonaba mucho. ¿Lo conocía? Se parecía a Martín. De repente fue como si una ráfaga de aire acabara de barrer el interior de la iglesia. Estaba a punto de darse la vuelta y alejar los ojos de su expresión burlona cuando él se metió las manos en los bolsillos. Y lo reconoció.
¡Era el que Martín había fotografiado una y otra vez durante el fin de semana! aquel que ella insistía en que aparecía en las imágenes y que Martín había negado conocer.
Por la forma en la que él la sonrió supo que ella tampoco era para él una desconocida.
Y tuvo la certeza de que eso era lo peor que le podía haber pasado.
• • •
Y le entró una necesidad imperiosa de marcharse.
—Muchas gracias por todo, Óscar —anunció apresurada.
—¿No quieres ver nada más?
—Ya tengo todo lo necesario —comentó deprisa.
—Pero… ¿seguro que no hay nada más que necesites saber?
El chico era insistente. El caso es que era muy mono, pero ella lo que necesitaba ahora era quitárselo de encima y largarse de allí de una vez. Miró de reojo al otro hombre. Seguía en el mismo sitio y con la misma postura amenazadora.
Echó un vistazo a su alrededor y se agarró a la única tabla de salvación que encontró en ese momento. La ogro miraba hacia ellos con cara de pocos amigos.
—Creo que te necesitan por allí.
Óscar era de los que sabían moverse en aguas turbulentas y decidió que ya era hora de volver a subirse a su barquichuela y aprovechar la corriente.
—Sí, es cierto. Mi tiempo de esparcimiento ya ha finalizado. Encantado de conocerte —se despidió, no sin antes plantarle dos fogosos besos en las mejillas.
Luz caminó deprisa hasta las escaleras del coro para recoger sus cosas. Respiró tranquila cuando vio que seguían en el mismo sitio en el que las había dejado. Se desembarazó del disfraz y arrojó la bata a un rincón, sin preocuparse de dónde caía. Se puso el abrigo y se colgó el bolso de cualquier manera.
Le quedaban dos pasos para atravesar la puerta. En un segundo volvería a estar delante de la portada principal y, un instante después, saldría a la seguridad de la calle. Error. No llegó nunca a su destino. Una zarpa de piedra la sujetó por el hombro y la dejó clavada en el suelo.
—¿Adónde crees que vas, guapa?
Su corazón amenazaba con desprenderse del pecho. Temió que si abría la boca, se le saldría por la garganta.
—¿A la calle? —preguntó con un hilo de voz mientras volvía la cabeza solo para ratificar lo que ya sabía.
Sí, era él. Pero ¿quién? En realidad no tenía ni idea de quién era aquel tipo.
—En eso estamos de acuerdo. Te vas a la calle, pero no sola.
¿Era aquello una amenaza?
—Ahí fuera está mi novio —aseguró ella en un tono de voz que pretendía ser firme y sereno y le salió inconsistente y tembloroso.
El tipo la empujó instándola, de muy malas formas, a que avanzara. Ella tropezó al atravesar el hueco de la puerta.
—¿Quién? ¿Ese nenaza que lleva a una mujer para que le proteja en sus investigaciones?
Luz volvió la cabeza.
—Le conoces. ¿Trabaja contigo?
La carcajada resonó bajo las piedras de la bóveda que protegía la portada, que había admirado embelesada un rato antes.
—Digamos, más bien que está en el bando contrario —apostilló mientras le propinaba otro empujón para obligarle a acercarse a la salida—. ¡Sal!
Ella obedeció. No le quedaba más remedio. Era eso o ponerse a gritar como una loca y rezar para que el bueno de Óscar apareciera antes de que aquel energúmeno malnacido le echara las manos al cuello.
En la calle, hacía más frío que antes. La niebla se había echado sobre Laguardia. Bajó los tres escalones de la iglesia con la esperanza de que el desgraciado que la estaba raptando —porque aquello era un secuestro en toda regla, ¿o no?— diera un traspiés y se dejara los dientes en el suelo.
No tuvo suerte. El secuestrador la dirigía hacia un pequeño jardín en uno de los costados de la iglesia. Recordó que en medio de aquellos parterres había una curiosa escultura; una mesa de metal llena de zapatos y bolsos hechos del mismo material. Igual se podía lanzar al suelo, esconderse debajo, sacar el móvil y llamar a Martín.
Llamar a Martín. No se le había ocurrido hasta entonces. Metió la mano en el bolso y comenzó a buscarlo. Sin dejar de tantear el fondo, se prometió ser más ordenada en el futuro.
—Ni se te ocurra hacerlo, ricura.
Luz sintió una áspera mano que apretaba la suya.
—Buscaba un pañuelo —se excusó con aire inocente.
—Y yo soy Teresa de Calcuta —puntualizó él a la vez que le vio hacer un gesto para sostener un paquete que sujetaba bajo el brazo derecho.
Luz descubrió entonces que el tipo no había salido de la iglesia con las manos vacías. Al parecer, se había llevado lo que había ido a buscar. Estaba a punto de contestar cuando el tipo se detuvo.
—¿Qué pasa?
—Nada. Sigue adelante.
—Viene alguien —exclamó ella al oír voces y se dio la vuelta en dirección a la Calle Mayor—. ¡Aquí!
—Vuelve a decir una sola palabra más y te rajo de arriba abajo. —Luz se habría callado solo con haber percibido el peligroso y amenazador tono, pero sentir la punta de un cuchillo de monte a la altura del hígado la persuadió definitivamente—. Continúa. Te quiero más callada que una muerta.
Ella asintió, aterrorizada, y volvió a caminar. Cuando llegaron al borde de las escaleras que conducían fuera de la muralla, se giró ligeramente y miró hacia atrás. Varias personas acababan de hacer aparición y se habían quedado delante de la puerta del templo.
Demasiado tarde, fue lo último que pasó por su mente antes de ser impulsada escaleras abajo.
• • •
A Martín le había parecido escuchar la voz de Luz. Por ello, se había adelantado unos pasos, pero cuando llegó delante de la iglesia no encontró a nadie.
La había llamado por teléfono nada más salir de la oficina de turismo para avisarle de que todavía tardaría un rato más, pero ella no le había contestado. No se quería ni imaginar su mal humor por haberla abandonado durante toda la tarde sin tener nada que hacer y sin poder marcharse. Y él ya estaba bastante enfadado consigo mismo por haberla involucrado. No le vendría mal tener un rato más para pensar en cómo encarar el asunto.
—Estás paranoico, chaval —le dijo el periodista cuando el grupo lo alcanzó—. Seguro que tu chica ha ligado con otro y se ha largado con él —se burló mientras le palmeaba la espalda.
Un murmullo procedente del jardín lateral le hizo volverse hacia allí. Una pareja caminaba hacia las escaleras. La mujer iba delante de él y apenas se la veía. Ya iba a apartar la mirada de aquel par de desconocidos cuando la chica se volvió.
Martín no pudo verle la cara. La humedad del ambiente hacía que las luces y los rostros de las personas se difuminaran en la lejanía. Pero, en el último momento, antes de que los dos desaparecieran de su vista, reconoció el abrigo y el bolso; nadie excepto Luz vestía con una piel de cebra y guardaba las cosas en un bolso del color de la hierba.
Supo que era ella. Y supo que algo no iba bien.
—¡Por aquí! —gritó a la vez que se ponía a correr en dirección adónde la pareja había desaparecido.
Cristina, Javier y el reportero se miraron durante un par de segundos, hasta que Cristina arrancó detrás de Martín.
—¿Qué sucede? —jadeó Javier cuando llegó hasta la policía.
—Lo veremos cuando lo alcancemos.
Al otro lado de las escaleras había una pequeña plaza. Cuatro tristes árboles, unos bancos de madera y un pozo antiguo en el centro. Ni rastro de Martín.
—Tú por ahí —ordenó Cristina al periodista señalándole fuera de la muralla—. Nosotros bajamos por esta calle.
El cronista dudó un instante.
—Ni hablar. No pienso separarme de vosotros.
Cristina le echó una mirada furiosa y después se volvió a Javier.
—Vamos, entonces.
Entraron juntos en la calle Castillo. Cristina le hizo un gesto y comenzaron el descenso, despacio. Era la primera vez que Javier la veía comportarse como la agente que era. Se movía como un gato. Se acercaba a cada una de las puertas de madera llenas de remaches, que jalonaban las entradas de las casas, y las empujaba con suavidad. Apenas daba un par de pasos y ya estaba enfrente, haciendo lo mismo con la siguiente vivienda. Habían alcanzado la mitad de la rúa y Javier estaba empezando a impacientarse. La situación le comenzaba a parecer demasiado televisiva —y, a todas luces, innecesaria— cuando una de las puertas cedió.
La hoja se abrió con lentitud. Cristina empujó a Javier y al reportero a uno de los laterales de la misma y ella se colocó en el otro. Esperaron hasta que el hueco se hizo lo bastante grande como para ver dónde se metían.
—Aquí no hay nadie. Sigamos adelante.
Cristina estiró el brazo para dejar la puerta tal y como la habían encontrado y, nada más hacerlo, escuchó un rumor que procedía de dentro. Algo se arrastraba y parecía surgir de las entrañas de la tierra.
Hizo un gesto para indicarles que esperasen fuera y entró de un salto. Javier no pudo ni moverse y continuó con la espalda y las manos pegadas a la pared.
Un grito ahogado salió del portal y algo, más bien alguien, fue arrojado contra el suelo.
—Martín —le reconoció Cristina—. ¡Nos habías asustado! ¿Qué demonios pasa? —le urgió mientras le ayudaba a levantarse.
Al escuchar mencionar el nombre de su hermano, Javier entró seguido del gacetillero y buscó el interruptor de la luz.
—¡Es Luz! —exclamó Martín angustiado—. Un tipo la ha obligado a irse con él. Han entrado por ahí —dijo señalando una pequeña puerta escondida en el rincón del fondo.
—¿Estás seguro?
—Seguro. Creo que es una bodega antigua. He llegado justo a tiempo de ver cómo la metía por ahí. He bajado los primeros escalones, pero está completamente oscuro. Me he quedado escuchando, pero nada se mueve ahí abajo.
—Mierda.
La angustia que había sentido el hermano de Martín al verle desaparecer en la noche no fue nada en comparación con el pánico que sintió cuando vio cómo Cristina echaba mano de algo que llevaba dentro de la chaqueta. La pistola.
Volvió a respirar cuando vio lo que sacaba. Era un teléfono móvil.
—Rubén, ¿sigues por ahí? Acercarte a la calle…
Los hermanos se echaron una mirada furtiva. Martín sintió como la boca se le quedaba seca de repente y una enorme losa se le instaló en el pecho. Cristina estaba pidiendo refuerzos.
—Castillo, calle Castillo —susurró Javier.
—A la calle Castillo. ¡Cuánto antes! —gritó la mujer en voz baja y colgó sin dar más explicaciones.
Rubén no debió de tardar más que unos minutos, pero cuando llegó, Martín estaba a punto de traspasar aquella puerta y tirarse de cabeza por las escaleras. No tenía luz, no sabía dónde se metía, dónde estaba aquel malnacido que se había llevado a Luz ni qué se encontraría abajo. No le importaba. Cualquier cosa sería mejor que quedarse allí de brazos cruzados. Esperando.
El refuerzo entró en el portal como un elefante en una cacharrería. El tal Rubén era de todo menos silencioso.
—¿No se podía hacer más ruido? —le espetó Cristina cuando le vio aparecer.
—¿Qué tienes?
—Un tipo que se ha llevado a una chica a empujones. Han bajado por ahí —indicó con un movimiento de cabeza.
—¿Estás segura?
Martín estalló.
—¿¡Qué es lo que quiere!? ¿Qué le enseñe unas fotos para que se lo crea?
El policía se volvió hacia él con cara de pocos amigos. Cristina hizo una seña a Javier. Este se acercó y le sujetó por el brazo.
—Deja que hagan su trabajo.
—¡Pero es que no ves…!
—¡Martín, serénate, por favor! —insistió en voz baja mientras se lo llevaba a una esquina y le obligaba a apoyarse en la pared—. Poniéndote de esa manera no vas a conseguir que la saquen de ahí. Déjales trabajar. Ellos son los profesionales.
Las palabras de Javier parecieron hacer efecto y Martín se apaciguó. Apoyó la cabeza sobre el muro y cerró los ojos. Le iba a estallar en cualquier momento. Las sienes le palpitaban a la misma velocidad que el corazón. A mil por hora.
Los profesionales, como Javier les había llamado, deliberaron durante un rato que a Martín le pareció eterno.
—Decidido, bajamos —anunció el tal Rubén de repente.
—Nos podrían acusar de allanamiento de morada —insistió Cristina.
—La puerta no está cerrada y yo no soy más que un paseante curioso al que se le ha escapado el perro y se le ha metido por ahí. Además, ¿tienes una idea mejor?
—Te sigo.
Los agentes se acercaron hasta la puerta y comenzaron a bajar. Rubén iba delante y Cristina detrás. El periodista se coló tras ella. Javier y Martín se apresuraron a seguirle, pero Cristina los detuvo.
—Os quedáis aquí.
—Ni hablar.
La voz de Martín fue firme. Cristina se lo quedó mirando con rudeza. No estaba acostumbrada a que alguien desobedeciera una de sus órdenes. Pero la determinación que vio en los ojos de Martín le hizo replantearse la decisión y se hizo a un lado para que pasaran.
—Apagad la luz del portal. Os quiero en silencio y por delante de mí. A la mínima, os mando escaleras arriba.
• • •
Estaba oscuro, como la boca del lobo. Luz descendió las escaleras a tientas, con el ladrón, secuestrador, asaltador, ratero o lo que fuera aquel tipo, pisándole los talones. Literalmente. No bien había bajado uno de los peldaños y ya notaba el roce de sus botas un milímetro por detrás de ella.
Cuando la había obligado a meterse en aquel portal, le había dado la impresión de que sabía lo que hacía y adónde se dirigía, y llegó a la conclusión de que lo tenía todo planeado. Todo menos que yo apareciera en su camino.
—Date prisa —la apremió propinándole otro empujón.
Ella extendió los brazos y se sujetó a las paredes laterales para evitar rodar hasta abajo.
—No veo dónde piso —se quejó mientras sentía cómo el yeso que se desprendía de los muros húmedos se le metía por debajo de las uñas.
—Nada como un buen tirón a los cables para entrar en el anonimato —se rio él durante unos segundos—. Sigue bajando.
Ella descendió doce peldaños más —los fue contando uno a uno— hasta que notó tierra firme. Arrugó la nariz cuando una bocanada de un olor acre, ácido, áspero golpeó sus fosas nasales. Estaba en una cueva que se usaba para hacer vino. O que se había usado, decidió al descubrir una nota a rancio por debajo del resto de los aromas. Era una bodega abandonada. Abandonada y oscura.
Cuando aquel hombre aprisionó uno de sus brazos, sus sueños de echar a correr y agazaparse en un rincón se vieron truncados por completo.
—Me hace daño —se quejó intentando librarse de sus garras.
—Sigue andando —le conminó él con rudeza.
—¿Hacia dónde?
—A tu izquierda.
Luz obedeció, ¿cómo no lo iba a hacer si todavía palpitaba en su piel la amenaza de tener la punta de un cuchillo traspasándole el jersey?
Uno, dos, tres, cuatro, cinco… Contaba los pasos con la esperanza de ser capaz de encontrar el camino de vuelta si conseguía zafarse de su carcelero. Dio unos cuantos más y, de repente, salió impulsada hacia la derecha. Se golpeó la cabeza con la esquina de un vano que se abría en una pared, dio un traspié y cayó al suelo. Escuchó un chasquido y un punzante dolor le recorrió el antebrazo. Fue como si hubiera tocado unos cables de alto voltaje.
No pudo reprimir un aullido.
—¡Animal!
—¡Cállate! a menos que quieras tener una bonita cicatriz en medio de tu linda cara.
Luz se sujetó con cuidado la mano derecha y la apretó contra el pecho. El dolor era insoportable, un auténtico calvario. Se inclinó hacia atrás. Se estaba mareando. Necesitaba apoyarse en algo. Milagrosamente, tenía una pared a su lado. Se recostó en ella e intentó regularizar la entrecortada respiración. Cada vez que inspiraba, un martirizante calambre le subía hasta el hombro. Era como estar siendo azotada con un látigo.
Cuando pudo concentrarse en algo distinto de aquella tortura, escuchó ruidos de cristales a su lado. Una luz la enfocó a la cara y la cegó por completo. Cerró los ojos para huir del destello.
—Ya está. Ya podemos seguir.
—Yo no voy a ningún sitio. Creo que me he roto algo.
Él se agachó despacio, le aprisionó la barbilla y la obligó a mirarle a los ojos. La luz de la linterna le daba un aspecto fantasmagórico.
—Eres una muñequita demasiado curiosa y demasiado mandona y, por si no te has dado cuenta, no te encuentras en condiciones de tomar ningún tipo de decisión —susurró con tono lascivo mientras le pasaba la lengua con lentitud por una de las mejillas.
Luz se estremeció de repugnancia. Estuvo a punto de gritarle que le quitara las manos de encima, pero se contuvo. Era consciente de que lo que él decía era cierto. No estaba en condiciones de mantener ninguna resistencia. Contuvo la respiración y se concentró en no pensar en el tacto de aquel asqueroso sobre su cuerpo.
—¡Basta de cháchara! —dijo él y tiró de ella hasta obligarla a ponerse de pie.
El dolor volvió a invadir sus sentidos. Hizo un esfuerzo sobrehumano por dominar las lágrimas. Tuvo que apretar las muelas y tragar saliva antes de poder caminar de nuevo.
La luz de la linterna se paseaba por el estrecho habitáculo según él movía la mano con la que la sujetaba. Estaban en una pequeña habitación en la que había unas cuantas botellas vacías tiradas por el suelo. Al parecer, había sacado la linterna detrás de ellas. Se fijó entonces en el bulto que llevaba debajo del brazo; tenía medio metro de alto y estaba envuelto en plástico de burbujas.
—Es una de las imágenes de la exposición.
—Chica lista. —El hombre introdujo la talla en una mochila, que cogió del mismo rincón de donde había sacado la linterna, y se la colgó a la espalda—. Vamos.
Ella estaba en lo cierto. Aquel tipo era un ladrón. El ladrón. Entonces, ¿qué pintaba Martín en aquello?, pensó mientras le obedecía.
Retomaron el camino por los túneles. La linterna solo conseguía iluminar unos metros por delante de ellos. Al menos, es suficiente para ver por dónde piso. Recorrían un pasillo bastante estrecho, del que salían pequeños corredores en dirección a la oscuridad más absoluta. Cuando Luz vio una tosca escalera de madera apoyada en una de las paredes y miró hacia arriba, entendió que aquellos muros al lado de los que pasaban albergaban antiguos depósitos de vino. En su viaje con Martín habían entrado en una bodega similar, aunque mucho más pequeña que aquella. El dueño se había subido a una escalera parecida, se había asomado dentro de uno de ellos y, con una pipeta de cristal, había cogido vino que después repartió entre los turistas que, como ellos, hacían la visita. El vinatero les contó que la mayoría de aquellas bodegas eran propiedad de los dueños de la casa que tenían justo encima y que por esa razón solían ser muy pequeñas, pero que había algunas mucho más grandes, formadas por varias cuevas comunicadas entre sí. Y, por el terreno que habían recorrido bajo tierra, aquella debía de ser una de ellas.
Según se alejaban de la entrada, el nauseabundo olor que la había mareado al principio se suavizó.
Luz calculó la dirección hacia la que se caminaban. Caminaban en línea recta, ni descendían ni ascendían. No podían haberse dirigido hacia el exterior de la villa porque ya tenían que haberse topado con los cimientos de la muralla. Se estaban adentrando hacia el interior del pueblo. Pero ¿hacia dónde?
—¿Adónde vamos? —se atrevió a preguntar cuando pasaron ante el cuarto corredor lateral.
—No te importa.
Luz se volvió hacia él sin calcular la posible respuesta.
—¿¡Qué no me importa!?
En el instante en el que se enfrentó a él, este apagó la linterna y la arrojó contra la pared más cercana. Le tapó la boca con una mano y la aprisionó con el cuerpo.
El impacto la dejó sin aliento y le provocó una nueva oleada de dolor procedente del brazo. Se mordió el labio inferior para acallar un gemido.
—Ahora vas a ser buena chica y te vas a estar calladita —bisbiseó junto a su oído.
Estaba tan cerca que Luz casi podía escuchar el fluir de su corriente sanguínea. La apretaba con tal fuerza que cualquiera que les hubiera visto creería que eran una pareja dejándose llevar por una pasión desenfrenada. Aquel solo pensamiento le provocó nuevas náuseas que intentó controlar.
Quiso mover su hombro izquierdo y zafarse del repulsivo contacto, pero no lo consiguió. Sino que logró el efecto contrario; aquel criminal se apretó todavía más contra ella.
—He dicho que quietecita.
Y fue en ese momento cuando Luz descubrió que no estaban solos allí abajo. Al fondo del corredor por el que habían venido, vio brillar una luz. Fue solo un momento ya que la claridad desapareció de repente para ser sustituida por el sonido de unas voces lejanas.
Sin despegar la mano de su boca, el individuo la obligó a adentrarse por uno de los corredores laterales.
—De puntillas. Como se escuche el ruido de tus tacones, no vas a volver a ver ese piso tan coqueto que tienes.
Luz se quedó estupefacta. ¡Así que había sido aquel… animal el que había entrado en su casa y la había puesto patas arriba!
La confesión la dejó vencida. El energúmeno no tenía ninguna necesidad de taparle la boca ya que con sus últimas palabras había conseguido lo que muchos habían intentado antes sin conseguirlo: dejarla sin habla.
• • •
Martín apretaba la cámara de fotos que llevaba cruzada del pecho. Ni se había dado cuenta hasta ese momento de que tenía una costilla dolorida. Realizó una inspiración pausada para descargar la tensión. Imposible con aquella imagen dando vueltas y más vueltas en su mente. Por su cabeza, lo único que pasaba era el perfil de Luz mientras aquel hombre la empujaba por las escaleras.
Caminar en fila india, por una cueva, a oscuras y con aquel potente olor metiéndose debajo de todos los poros de la piel, no le importaba lo más mínimo. Lo peor de todo era la desesperación que le estaba entrando al ver el paso al que caminaban. No conseguiremos alcanzarlos nunca.
Rubén seguía el primero, puesto que era el que llevaba la linterna. Cuando Cristina le había llamado para pedir ayuda, le había pillado en el coche, a punto de marcharse, y había tenido la precaución de llevarla. Menos mal, aquella era la única luz de la que disponían.
—¡Aquí! —susurró alguien.
Se precipitó hacia delante como un poseso sin pararse a pensar qué o con quién se iban a encontrar.
Rubén proyectaba la linterna hacia dentro de una minúscula habitación. Martín asomó la cabeza. Allí no había nada. Nada, excepto unas botellas polvorientas tiradas por el suelo de cualquier manera. El agente barrió el espacio con el foco. En el rincón de la izquierda, un bulto verdoso brilló bajo el haz de luz.
¡Era su bolso! Martín se arrojó hacia él.
—¡Enfoca aquí!
El nudo que se le había formado en la garganta se deshizo lo suficiente como para dejar pasar un hilo de oxígeno a sus pulmones. No había señales de sangre. No le dio tiempo a abrirlo y examinar lo que había dentro cuando se lo arrebataron de las manos.
—Está en perfecto estado —anunció Cristina, agachada a su lado.
Martín se volvió hacia ella.
—¿Qué esperabas? —preguntó con voz temblorosa.
Cristina no respondió. Pero, a pesar de la penumbra en la que se encontraban, pudo ver la respuesta en sus ojos. Y las piernas le empezaron a temblar.
Hasta ese momento, su nivel de adrenalina no le había dejado pararse a pensar en lo que podía sucederle a Luz en realidad. Lo único que había tenido en mente era darle alcance cuanto antes sin plantearse nada más. Hasta entonces. Golpes, heridas, lesiones, daños irreparables, abusos, violación, trauma y muerte fueron solo algunas de las palabras que se le ocurrieron. Y ya no pudo desembarazarse de ellas, se repetían una y mil veces en su cabeza.
Cristina puso una mano sobre el hombro de Martín y la mantuvo allí un instante. Si lo que intentaba era tranquilizarle, no lo consiguió. En absoluto. Era como estar en un tanatorio, recibiendo el pésame.
—Sigamos adelante —dijo alguien.
Martín dio las gracias en silencio por acabar con aquel aciago momento. Ella se levantó y retrocedió con cuidado para no darse en la cabeza contra el borde del hueco por el que habían entrado.
—Tú primero, Rubén —ordenó mientras se guardaba la cartera de Luz en el bolsillo de la cazadora.
A Luz le pareció que pasaba una eternidad hasta que escuchó aproximarse el ruido de los pasos. Eran varias personas. Caminaban con sigilo, igual que ellos habían hecho antes, aunque pudo oír el arrastrar irregular de varias pisadas. Cuando los vio desfilar por el pasillo principal, intentó soltar la mano que le cubría la boca. ¡Martín!, quiso gritar cuando lo vio desaparecer delante de sus ojos. Le invadió la impotencia, pero aquel delincuente había tenido la precaución de amordazarla aún más con su palma. Y la retenía pegada a la pared con su propio cuerpo. No pudo moverse.
Los susurros de los perseguidores se hicieron más lejanos y la esperanza de que la encontraran se alejó con ellos. A aquel malhechor, le acababan de dejar el camino despejado. Ahora volverían sobre sus pasos y saldrían con toda tranquilidad por el mismo sitio por el que habían entrado, pensó Luz desesperada, y ella desaparecería entre las sombras.
Sintió como la presión sobre ella disminuía. Con un poco de suerte igual le daba tiempo a desembarazarse de aquel energúmeno y ponerse a gritar hasta conseguir que, los que habían pasado a su lado hacía unos minutos, la oyeran.
Siempre había sido una persona muy optimista. A veces, demasiado.
El tipo debía de haber tenido la misma idea que ella porque en el momento en el que abrió la boca para chillar, le metió un trapo dentro.
—Qui..da…me e…to de a bo…ca —acertó a decir a la vez que forcejeaba sin éxito por sacarse aquella tela.
Él continuaba aprisionándola contra el muro.
—Ni hablar, preciosa —le musitó junto al oído mientras apretaba el nudo por detrás de su cabeza—. Me gustas más sin esto, pero no pienso arriesgarme a que avises a tus amigos.
—E co…ge…rán.
—No sería la primera vez —aceptó con cierta sorna—. Pero te aseguro que no van a ser ellos. Hace falta más que un novio afligido con un par de amigos para atraparme. —Le clavó los dedos en el brazo que le quedaba sano y la colocó delante de él. Encendió la linterna de nuevo y apuntó hacia el fondo del corredor en el que la había obligado a meterse—. Basta de cháchara. Detrás de ti —anunció instándola a continuar por él.
Luz dudó un instante. Entonces, ¿no iban a retroceder?
—Ero… —acertó a decir.
—¿O prefieres quedarte a pasar la noche conmigo? —comentó con tono lascivo—. Si no llega a ser porque tengo un poco de prisa, no me importaría que tú y yo jugáramos un rato —dijo mientras le acariciaba el pelo.
El calor de su aliento en la nuca le provocó repulsión. Un escalofrío de repugnancia le recorrió la espina dorsal. Luz comenzó a andar sin esperar a que se lo repitiera dos veces. No había porqué correr riesgos. Algo en su tono le decía que aquel animal no mentía cuando hacía aquellos asquerosos comentarios.
• • •
No tuvieron que andar demasiado. Se toparon con la subida de repente. Así que había otra salida. Por eso el tipo no se había puesto nervioso cuando había visto pasar de largo al grupo que los perseguía. Hasta se habría alegrado de que se alejaran en otra dirección.
—Sube.
No era fácil guardar el equilibrio con un brazo colgando —la muñeca rota le dolía horrores cada vez que la movía— y el otro a la espalda. Los peldaños eran tan irregulares que estuvo a punto de tropezarse dos veces y correr el riesgo de caer desde lo alto de la escalera. Se arrimó a la pared para apoyarse en ella y mantener el equilibro. Además, su captor no hacía ningún esfuerzo por facilitarle las cosas y tiraba de ella hacia atrás cada vez que intuía que se separaba demasiado de él.
Luz se detuvo en el último escalón. A la luz de la linterna pudo ver lo que tenía delante: una vieja y desvencijada madera que cubría el hueco de acceso a la bodega. Estaba tan deteriorada que los tablones, rotos y carcomidos, dejaban pasar soplos de aire hacia el interior.
—Espera —le ordenó mientras se ponía a su lado.
El hombre dejó la linterna en el suelo y, con una sola mano, sin dejar en ningún momento de sujetarla, manipuló el borde superior de la deteriorada puerta. Luz no sabía lo que buscaba, pero fuera lo que fuera no parecía encontrarlo.
A punto estuvo de dar una patada a la lámpara y dejar que se estrellara contra el suelo. Si aprovechaba la confusión de aquel momento, se apoyaba en él y empujaba con todas sus fuerzas igual conseguía que se precipitara al vacío detrás de la linterna.
Pero en el momento en el que se movió un milímetro, el secuestrador le tomó la delantera, la obligó a girarse de espaldas y la sujetó por el cuello. Ni las patadas —estaba segura de haberle clavando en un pie el tacón de aguja de las botas— ni los puñetazos que lanzó hacia atrás con el brazo sano hicieron ningún efecto. Bueno sí. Consiguió que él le apretara la tráquea hasta ponerse completamente azul.
—¿Vas a estarte quietecita? —le amenazó a punto de ahogarla.
Y, en ese momento, cuando pensaba que la siguiente respiración iba a ser la última de su existencia, decidió que sería una chica buena. Tenía demasiado apego a su propia vida como para dejar que aquel monstruo se la arrebatara.
No supo cómo, pero consiguió hacer un gesto afirmativo con la cabeza en contestación a la pregunta. Y aquella bestia la soltó de golpe.
El oxígeno entró en su cuerpo con tal fuerza que hasta le dolió. Hasta ella se asustó del silbido de sus pulmones cuando consiguió respirar de nuevo. Un ataque de tos la obligó a doblarse y a sentarse en el primer escalón. La garganta le dolía horrores.
Mientras Luz recuperaba el resuello, su verdugo había seguido insistiendo con la puerta y había conseguido sacar un grueso palo que la bloqueaba desde el exterior. Una bocanada de aire helado se coló dentro de la bodega.
—Nos vamos de paseo, preciosa —dijo y la obligó a ponerse de pie antes de recuperarse del todo.
Salió por delante de él y miró a su alrededor. Estaba rodeada por kilos y kilos de escombros, vigas rotas y basura. Si hubiera sido un poco más alta y diera un buen salto, habría podido sacar la mano por el agujero del tejado. Se alegró al descubrir que veía más allá de sus narices gracias a la claridad procedente de las farolas de la calle. Aún en el pueblo. Aquello era una buena noticia.
—Andando.
Luz hizo un último intento.
—Í…ta…me e…to.
—¿Qué te quite la mordaza? ¿Para que te pongas a dar gritos en medio de la calle y cualquier paisano salga a ver quién pasa? Ni hablar. Te quedas con ella hasta que nos larguemos de aquí.
¿Largarnos de aquí? ¿La iba a obligar a marcharse con él? Ni en su peor pesadilla se le había ocurrido que su secuestro durara más allá que la propia persecución. Ya habían despistado a los que los seguían. Y ahora, ¿qué? ¿Qué más quería aquella bestia?
No tuvo que esperar mucho para saber la respuesta. Le dio más, más de lo mismo, más de todo. Más empujones, más tropezones, más apretones, más malos modos, y más dolor.
Pasaron de la casa derruida a la calle siguiendo el mismo método que habían usado para salir de la cueva; el raptor quitó una tabla que impedía que se abriera desde fuera y salió.
Una vez en el pueblo, Luz reconoció el lugar. El escudo de la fachada le dejó muy claro dónde estaba. Era la casona de donde había salido el gato que casi la mata del susto.
No hacía ni una hora que le había sucedido aquello y parecía que había pasado media vida. Y todo por culpa de un gato negro que se cruzó en mi camino, pensó mientras recordaba de nuevo el tenebroso episodio. A punto estuvo de ponerse a reír a carcajadas, como una histérica.
Cuándo él tiró de ella para obligarla a caminar, el agudo dolor de la mano derecha le impidió que perdiera la perspectiva del lío en el que se había metido.
Descendieron por la calle. Si hacía un rato parecía desierta, ahora mucho más. La venció el desánimo. Nadie sabía qué le estaba sucediendo, nadie sabía que estaba allí, nadie la había visto. Nadie, excepto Martín y sus amigos y solo Dios conocía en qué parte del subsuelo andarían.
Las preguntas se arremolinaron en su cabeza. ¿Quién? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Por qué?
¿Quién era aquel tipo? ¿Qué pretendía? ¿Dónde la llevaba? ¿Cómo la iba a sacar de allí? ¿Por qué hacía aquello? ¿Por qué a ella? Y la cuestión que tantas veces se había planteado ¿hasta qué punto estaba Martín involucrado? ¿De dónde había sacado ella la conclusión de que él estaba metido en aquello?
Se esforzó en hacer memoria. Le serviría para alejarse mentalmente de la dantesca situación en la que estaba metida y del repulsivo personaje que la conducía no sabía muy bien hacia donde.
Por su cabeza pasaron las fotos del fin de semana de Itziar, su curiosidad por la talla de la virgen, el intento de robo de la misma un tiempo después. —¡Qué casualidad!— , su interés por las noticias que hablaban sobre el expolio de obras de arte, las instantáneas del hombre que la había secuestrado, su viaje a Laguardia. —¿Otra casualidad sin ningún fundamento?—, el hombre con el que habló aquella noche y que él insistía en que era un antiguo amigo. ¡Nadie se hubiera creído aquella mentira! Después, el asalto a su piso. ¿Por qué insistió tanto para que saliera de su propia casa? Y, por último, la conversación que había escuchado esa misma mañana cuando llegaron aquellos dos tipos a la casa de Martín.
Pero, a pesar de que en cada momento le había dado la sensación de que algo raro sucedía y de que Martín estaba metido en algún asunto turbio, ahora se daba cuenta de que todo aquello no le acusaba.
Perdida en los pensamientos, no había notado que habían llegado a la puerta de Páganos. El resto del mundo estaba al otro lado de ella.
Mientras había permanecido en el pueblo, se había sentido protegida. Toda una ironía teniendo en cuenta la situación. Cruzar al otro lado de la muralla era como traspasar una línea invisible. Kilómetros y kilómetros de viñedos se extendían en el exterior. Solo pudo pensar en que su cuerpo acabaría arrojado en cualquier zanja después de que… Y le entró el pánico.
—No, no, no, no —negó con la cabeza mientras tiraba hacia dentro en un esfuerzo por evitar salir de la protección de las calles.
Forcejeó. Ni siquiera sintió el dolor de la mano. Tenía las de perder, lo sabía, pero ni lo pensó. Lo único que escuchaba era a su mente diciéndole que no podía salir de allí, que se tenía que quedar, que alguien tenía que escuchar sus gritos, que en el momento en el que pusiera un pie fuera de aquellas murallas cualquier cosa podía sucederle.
Consiguió desembarazarse de él y se arrancó la mordaza. Y gritó. Gritó todo lo que pudo.
—¡¡Socorro!! ¡¡Ayuda!!
Pero la voz apenas le duró un segundo. Se quedó sin aliento cuando él logró taparle la boca de nuevo. Ella concentró todo el alma en separar aquellos dedos de su cara. Tenía que hablar, tenía que chillar, alguien tenía que escucharle.
Sin embargo, la realidad no siempre es como en las películas. Y los finales no siempre son felices. Y aquella vez, como tantas otras, ganó el malo.
Luz se encontró de nuevo sujeta por el cuello y asfixiada por un brazo más firme que una roca. El tipo esperó a que la falta de aire la obligara a dejar de luchar.
—Así qué eres una gatita salvaje. Dentro de un rato, veremos cómo sacas las uñas —masculló contra su cuello.
Lágrimas de asco e impotencia comenzaron a resbalarle por las mejillas.
Cuando Martín, Javier, el periodista, Cristina y Rubén dieron la vuelta a la calle, se encontraron con una frágil marioneta entre las manos de una bestia. Habían escuchado el grito desde una calle más arriba y corrieron todo lo que pudieron para llegar a tiempo. Luz estaba pálida, blanca como la porcelana, y lloraba mientras el secuestrador la mantenía inmovilizada. Los cinco se detuvieron a varios metros de distancia.
Cristina extendió los brazos para indicar a su grupo que no se moviera ni dijera nada. El hombre todavía no se había percatado de su presencia. Ella era consciente de que un rápido giro al cuello de Luz podría resultar mortal. Había que evitar como fuera que el asaltante se sobresaltara.
Los ojos de Luz los localizaron antes que su raptor. Martín advirtió como sus pupilas cambiaban y pasaban en un instante del terror más absoluto a la súplica. Y el mundo se le vino abajo. Se obligó a apartar los ojos de ella y a buscar la mirada del desgraciado que la amenazaba y, cuando la encontró, quiso matarlo. Con sus propias manos.
—Habéis llegado a tiempo —proclamó el criminal a la vez que una navaja aparecía en su mano.
Martín vio el reflejo de una farola sobre el metal y notó el espanto en las facciones de Luz.
Y deseó, una y mil veces, poder cambiarse por ella.
El asesino comenzó a caminar hacia atrás arrastrándola con él. Casi habían atravesado la muralla cuando un coche rojo, que había estado aparcado al otro lado del portón, encendió las luces y arrancó el motor. Se situó al lado del secuestrador y alguien, a quien no pudieron ver, abrió la puerta. El ladrón se desprendió de la mochila. Primero sacó un brazo, cambió el cuchillo de mano sin dejar de amenazar a Luz y después sacó el otro. La bolsa con la talla desapareció dentro del vehículo.
—Es una pena que no pueda llevarte conmigo. Quizás la próxima vez, si tus amigos nos dejan…
Martín presenció con pánico cómo el tipo hacía un movimiento de muñeca y contempló impotente cómo Luz se precipitaba al suelo. A cámara lenta. La imagen fue tan irreal que, por un instante, pensó que solo había sido un sueño. Pero, cuando volvió a la realidad, descubrió que aquel sueño se había convertido en una auténtica pesadilla.
Luz estaba tumbada sobre la fría piedra como una muñeca desmadejada y un charco oscuro y viscoso comenzaba a formarse a su lado.
Tuvo la certeza de que todo era por su culpa. Y quiso morirse.