18

Definitivamente, soy tonta. ¿Qué demonios se le había perdido a ella a más de cien kilómetros de su casa?

Cuando Martín había subido a buscarla y le había contado que tenía que marcharse para solucionar un asunto y que ella iba a acompañarle, no había sabido qué decir. Todavía estaba conmocionada por la auténtica identidad de Martín y apenas había atendido a sus palabras. Importante había sido una de ellas, asunto era otro de los términos, y la peor había sido peligroso.

Definitivamente, soy imbécil. ¿Qué mujer en sus cabales acompaña a su ex-loquesea a solucionar un oscuro asunto con sus dos silenciosos compinches? Ella y nadie más que ella. Seguro que Leire tenía la palabra exacta para definir semejante estupidez. Lo reconocía: era una mema, una necia redomada, una cretina, una inconsciente, una insensata, una alocada y una curiosa, estaba intranquila, preocupada y alarmada; pero sobre todo estaba atraída, fascinada y… enamorada.

¿¡Enamorada!? Definitivamente, soy una ingenua.

Estaba sentada en una pequeña mesa, de un pequeño bar, al otro lado de la muralla de Laguardia, en un frío y triste día de invierno. Y estaba sola, rememorando lo que había sucedido aquel día.

Cuando acabó de descender las escaleras de la casa de Martín, los otros dos hombres estaban ya al lado de la puerta. Al parecer, solo esperaban a que ella apareciera para salir a la calle. Martín la sujetó por el codo y le dio un leve empujón hacia el exterior.

Martín y el jefe de la banda se sentaron en los asientos delanteros de un todoterreno último modelo. A Luz no le quedó más remedio que compartir el asiento posterior con el otro tipo. En cualquier caso, el hecho de que Martín viajara al lado del jefe, indicaba que su ex-loquefuera gozaba de un estatus superior al del otro individuo. No, si al final será el segundo de la banda de delincuentes más buscados por la Interpol.

El viaje había sido opresivo. Ninguno de los tres hombres dijo una sola palabra mientras viajaron. Martín mantenía la vista fija en el horizonte. Solo de vez en cuando, se giraba hacia ella y le echaba una funesta mirada que Luz no sabía cómo interpretar. De lo que sí estaba segura era de que aquella situación no le gustaba en absoluto. No estaba relajado. Podía notarlo por la fuerza con la que se sujetaba al agarradero de encima de la ventanilla y por la tensión de sus mandíbulas.

Pararon a comer en Labastida. Al lado mismo de la carretera había dos o tres asadores. Aparcaron junto a la puerta principal de uno de ellos y entraron.

El comedor estaba lleno de gente. Las camareras, vestidas de negro y con una edad más que avanzada para corretear de mesa en mesa, se movían con presteza por el restaurante atendiendo las exigencias de los clientes. Luz se mantuvo callada, sin dejar de echar miradas a Martín, que se había sentado enfrente de ella. Si en algún momento tuvo la esperanza de enterarse de cuál era el asunto que los tres se traían entre manos, la descartó en seguida. El Athletic de Bilbao y la temporada que estaba haciendo fue la única conversación de más de un minuto que escuchó. El resto del tiempo tuvo que conformarse con comentarios casuales sobre el frío, la lluvia, lo pronto que anochecía… y los monosílabos que cualquiera de ellos lanzaba a modo de contestación.

El fin de la comida significó el fin de la conversación y el comienzo de la angustia.

Estaba a punto de que los nervios le hicieran saltar del asiento cuando vio en la carretera el cartel del desvío a El Ciego y, un poco más adelante, otro que indicaba que solo faltaban seis kilómetros para llegar a Laguardia. Y se le cayó el alma a los pies.

La sensación de vacío fue tan agresiva que la congoja se le subió a la garganta y estuvo a punto de ponerse a llorar. Todas las escenas del fin de semana que había pasado en aquella zona con el hombre que estaba apenas a un metro de distancia de ella le llegaron de golpe.

Y se sintió engañada, más todavía que cuando le había encontrado comiendo con la rubia.

Y se sintió utilizada. Había sido seducida por el mayor embaucador del mundo. Ella, que se había jactado de ser inmune a los sentimientos románticos.

Y descubrió que aquello dolía demasiado. No le quedó más remedio que cerrar los ojos para evitar que las lágrimas se le deslizaran por la cara. No quería ver más aquel perfil, ni aquella mandíbula contraída ni aquellos profundos ojos mirándola con alegría, ni quería que la tocara con aquellas manos firmes. Cerró los oídos y la mente a todas las palabras susurradas en los momentos en los que su única realidad había sido él.

—Un cortado —pidió alguien a su lado.

La voz la hizo regresar a la soledad del bar. Movió la cabeza para alejar aquellos infaustos pensamientos y se centró en lo que tenía delante. Estaba sentada en una mesa, de un pequeño bar, en el exterior de la muralla de Laguardia, en un frío y triste día de invierno.

Y estaba sola.

• • •

El último paisano que quedaba, y que había pasado media tarde apoyado en la barra viendo lo que fuera que echaban por la televisión, se marchó y Luz decidió que su paciencia se acababa de consumir por completo.

—¿Me dice lo que le debo?

El dueño de la taberna abandonó el refugio del rincón y se aproximó a la caja.

—Un café solo y dos vinos, ¿no?

Ella asintió.

—Tres con cuarenta.

Luz abrió el monedero que sujetaba en la mano y sacó un billete de cinco euros que depositó sobre la barra. Recogió el cambio y salió a la calle.

—Abríguese —le recomendó su compañero de las últimas dos horas cuando traspasaba el umbral.

Echó la mano al cuello del abrigo y lo apretó para cerrarlo a las inclemencias del febrero más frío que recordaba.

Al otro lado de la calle había una parada de autobús. Media tarde dando vueltas a la posibilidad de largarse de allí y sin enterarse de que tenía la solución a la vuelta de la esquina.

Pero el optimismo le duró poco. Solo el tiempo necesario para leer el horario del autobús con destino a Vitoria. Está claro que uno viene a este pueblo, pero no le dejan marcharse. Faltaban más de tres largas horas para conseguir un transporte que le dejaría a sesenta y cinco kilómetros de su casa. No le quedaba más remedio que asumir lo que ya sabía: iba a tener que esperar a una panda de ladrones para que le hicieran de chóferes.

O al menos esa era la conclusión a la que había llegado cuando Martín, después de acompañarla hasta el bar, le había indicado que esperara.

—No tardaremos mucho —le había dicho.

Cuando lo viera, tendría que pedirle que le explicara cuál era el significado de la palabra poco para él.

Cuando lo viera…, si es que volvía a aparecer. Echó un vistazo a su derecha, hacia donde el jefe de la banda había aparcado el todoterreno. El coche seguía allí. Al menos no se habían largado sin ella.

El coche de la banda. Se rio de sus propios delirios. Era absurdo, completamente ilógico, pensar que Martín se había pasado al lado oscuro. Algo le decía que no estaba en el bando de los malos. ¿Por qué si no se iba a preocupar tanto por mi seguridad?, fue la pregunta. Porque la rubia se ha marchado y ahora espera que le calientes la cama, la respuesta.

Siempre había odiado la voz de su conciencia. Y, lo peor de todo, era que tenía el mismo tono que su madre cuando le gritaba ¡María Luz!

Hizo un esfuerzo por volver a ser una persona normal y tener unos razonamientos lógicos y sensatos. Solo necesitaba concentrarse para convocar cualquier otra imagen que contrarrestara aquella. Leire a veces chilla más que mi madre.

Anoche, Isabella aún no se había marchado. De hecho, ella lo llamó, pero él prefirió quedarse contigo, le dijo la representación de su amiga con tono cariñoso.

Apretó con más fuerza el cuello del abrigo.

Los focos de un coche la sacaron de su ensimismamiento. Se estaba helando. No puedo quedarme aquí parada.

Se volvió hacia el pueblo. La calle en la que se encontraba rodeaba el exterior de la muralla. Allí no había nada más que coches estacionados y algunos restaurantes. La gente, las tiendas y las casas estaban al otro lado de aquel muro, que se alzaba desde hacía más de siete siglos. Buscó con la mirada una de las entradas. Estaba de suerte. A apenas unos metros a su izquierda, se abría la Puerta de Santa Engracia. Se dirigió hacia allí.

Sabía que en dos pasos llegaría a la Plaza Mayor. No había un alma por la calle. Los bancos de los soportales también permanecían abandonados. Elevó la vista a la fachada del Ayuntamiento. En la visita anterior, Martín y ella compraban unas botellas en la tienda de vinos alojada en los bajos de la plaza cuando dieron las doce del mediodía. ¡Los muñecos!, había gritado una mujer y se había precipitado fuera del establecimiento. Se asomaron por la puerta detrás de ella y vieron como unas figuras vestidas con trajes regionales aparecían en una plataforma que sobresalía del reloj y daban unos pasos de baile al ritmo de la música. Seguro que con este frío ni los muñecos se atreven a salir.

Por fortuna, la tienda estaba abierta.

—¿Buscaba algo en concreto? —le preguntó la chica desde el otro lado del mostrador.

—No, gracias. Solo estaba mirando.

Luz permaneció dentro todo el rato que le pareció razonable, sin embargo, llegó un momento en el que tuvo que decidir el siguiente paso. Apenas habían pasado veinte minutos desde que había salido del bar. Daría una vuelta por el pueblo y, después, llamaría a Martín y le enviaría un ultimátum. Suspiró antes de volver a salir a la calle.

Llegó a la esquina de la Calle Mayor, giró hacia la izquierda y comenzó a bajar. Una ráfaga de aire le congeló las orejas. Se subió con decisión los cuellos del abrigo, apretó el nudo del pañuelo de colores, que se había puesto a modo de bufanda, y enterró las manos en el fondo de los bolsillos. La noche anterior, con las prisas, se había dejado los guantes en casa.

Si tenía alguna esperanza de encontrarse con un ser humano, la desechó en seguida. Pasó a los pies de la Iglesia de San Juan. Las sombras de las ramas de los árboles se mezclaban con los relieves de la fachada del templo y hacían que la plaza pareciera un lugar digno de cualquier película de terror. Un chirrido a su espalda le provocó un escalofrío. Se giró asustada para encontrarse con la hoja superior de la puerta de un caserón moviéndose adelante y atrás a causa del viento. Se estremeció de nuevo. Que no se diga que le tienes miedo a estar en la calle, se animó mientras volvía a reanudar la marcha. Caminó un poco más, hasta que vio la puerta de San Juan al fondo de la calle. Si seguía por aquella calle, se saldría del pueblo. Dudó. La duda estaba entre volver por el mismo camino y pasar otra vez al lado de las sombras que tan malas vibraciones le habían causado o cambiar de rumbo.

Una ráfaga de viento se coló por entre los huecos del abrigo que los botones no habían conseguido cerrar. Seguir allí parada iba en contra de la sensatez humana. La taberna del hotel, donde habían estado alojados el fin de semana, daba a la calle. Era un sitio agradable, decorado en plan rústico. Podría entrar un rato antes de realizar la dichosa llamadita. ¿Por qué no la hago de una vez y me dejo de líos? Prefirió no contestar a su propia pregunta.

Si no recordaba mal, la entrada estaba en la calle Páganos. Se dirigió hacia allí.

• • •

Estar estaba, pero cerrada. Pegó la cara a la puerta para escudriñar dentro. Al fondo, en el pasillo que conectaba el establecimiento con la Posada, había claridad y pudo distinguir la prensa de las uvas, transformada en una artística barra sobre la que impartían los cursos de cata que organizaba el propio hotel. Las sillas estaban ordenadas y colocadas alrededor en espera de futuros alumnos. La pared lateral, que en la visita anterior había visto forrada hasta el techo de botellas, lucía ahora algunos huecos.

Se separó del cristal. En aquel sitio no tenía nada que hacer ni había nada que ver. Tendría que pensar en otra alternativa. Recorrió el resto de la calle con la mirada y, al final de la misma, distinguió la Iglesia de Nuestra Señora de los Reyes. Se acordó de que en el extremo de la vía, en una pequeña plaza que se abría al lado del templo, había un par de bares. Se puso en marcha de nuevo, sin embargo, no llegó muy lejos. Un instante después, escuchó pasos a su espalda. Por fin aparece alguien, se alegró. Se dio la vuelta dispuesta a tropezarse con un abuelo cualquiera que regresaba a casa después de haber pasado la tarde jugando a las cartas en el hogar del jubilado, pero no encontró a nadie. Habrán sido las ganas que tengo de ver a un ser humano, sea quien sea. Continuó andando. Unos metros más adelante, lo volvió a oír. Otra vez aquellas pisadas, otra vez se dio la vuelta y otra vez no había nadie. Alguien me sigue. Se empezó a poner nerviosa. Estás paranoica, susurró en voz baja para infundirse valor. Primero crees que Martín es un ladrón y, ahora, oyes pasos. Decidió que los oídos le habían hecho una mala jugarreta, que solo había sido un espejismo. De todas maneras, aceleró el paso.

Caminaba deprisa, por el centro de la estrecha calle, intentando no acercarse demasiado a las puertas que ocultaban oscuros portales con intrincadas escaleras. Ya estaba acercándose al final del camino cuando escuchó un potente ruido a la izquierda. Se giró en aquella dirección, alarmada. Sintió cómo el corazón comenzaba a palpitarle desaforado mientras ella solo conseguía aferrarse a su bolso. Delante de ella se alzaba un antiguo caserón en ruinas. Los viejos maderos que tapaban el hueco de la entrada dejaban entrever la negrura más absoluta. Y el sonido procedía de dentro. Estaba en un tris de echar a correr cuando lo sintió.

La viscosa sensación le llegó desde los tobillos seguida de un escalofrío que le recorrió las piernas hasta la columna. Intentó moverse para apartarse de aquello. Perdió el equilibrio, se tambaleó y a punto estuvo de caerse. El golpe la pilló de improviso y un punzante dolor le dejó el brazo derecho paralizado. Todavía resoplaba con la mano sujetándose el codo cuando en la esquina de la casa vio desaparecer la negra cola de un felino.

¡Un gato! Había estado a punto de que le diera un síncope y de acabar en urgencias con el brazo destrozado por culpa de un gato callejero.

Una carcajada cargada de histeria se escapó de su garganta. La risa resonó en la soledad de la calle. Luz se dio cuenta de que estaba al límite de perder los nervios cuando escuchó aquel sonido tan ajeno a ella. Se mordió el labio inferior e hizo un esfuerzo por serenarse.

Aún le temblaban las piernas mientras retomaba el camino de nuevo. Esto no se lo perdono. Pase porque me engañe con otra, pase porque sea un ladrón, pero dejarme sola en estas calles solitarias, no se lo perdono.

Salir a la placita fue un alivio. Y sentarse en el banco de piedra que rodeaba el muro del templo otro. Los potentes focos que iluminaban la Torre Abacial conseguían que aquel sitio tuviera más luz que el despacho de su jefe al atardecer cuando los rayos del sol inundaban la Fundación. Seguía haciendo un frío espantoso, pero, por lo menos, no estaba oscuro. Apoyó la cabeza en la piedra. Estaba fría. Y, curiosamente, esa helada sensación que había odiado durante toda la tarde le sirvió de alivio.

Un rato más tarde, cuando pudo pensar, abrió los ojos despacio y examinó a su alrededor. Nada. Ni un alma. Los bares que había estado buscando estaban cerrados. A cal y canto. Como todo en aquel pueblo.

¿Qué hago ahora? Volvió a pensar en las dos opciones. Y descartó la primera, de ninguna de las maneras volvería al primer bar.

Colocó el enorme bolso verde en su regazo y comenzó a buscar el móvil, sin éxito. Insistió. El maldito aparatito no estaba dispuesto a dejarse pescar.

Pensaba en darle la vuelta y vaciar todo el contenido sobre el banco de piedra cuando los oyó llegar.

• • •

Al principio, solo le llegaron lejanos ecos de una conversación, tan lejos que dudó si no sería una televisión demasiado alta. Sin embargo, unos segundos más tarde, tenía claro que estaba escuchando a varias personas que se aproximaban hacia ella. Pero cuando se habían acercado lo suficiente como para que Luz entendiera lo que decían, las voces se alejaron de repente y se fueron apagando para quedar definitivamente olvidadas detrás del eco de un portazo. Fue como si hubieran entrado en una cueva mientras ella continuaba en la calle, sola y helada. No entendía lo que había sucedido. Habría jurado que tenía a aquellas personas casi encima y habían desaparecido como por arte de magia.

Olvidó lo que estaba haciendo y se incorporó en silencio. ¿Dónde diantres se habría metido aquella gente? Se adelantó unos pasos hasta llegar al límite del muro y oteó en dirección a la puerta principal de la iglesia. Tal y como imaginaba, no había nadie. Se acercó despacio, ansiosa por encontrar a alguien en aquel pueblo solitario, y bastante atemorizada, no en vano el corazón todavía le latía acelerado después del encuentro con el felino. A punto estaba de darse la vuelta y volver a la tranquilidad de la torre cuando notó un visible rayo de luz que se escapaba por debajo de la entrada del templo. Subió los tres escalones y empujó. La madera cedió sin hacer ningún sonido y se coló dentro.

El interior estaba profusamente iluminado. Varios potentes focos alumbraban la portada interior de la iglesia. Dio dos pasos y dejó caer la puerta con cuidado para no hacer ruido. Elevó la vista y se quedó estupefacta. Nadie le había preparado para aquello. Empezaba a pensar que su mente no funcionaba bien. Imposible olvidarse de semejante maravilla si la hubiera visto. Se acordó entonces de lo que les había contado un anciano con el que habían hablado. Aquella iglesia solo se abría con la llegada del buen tiempo. San Juan era la de invierno y Santa María la de verano. Es un problema de dinero, les había dicho. De dinero y de calefacción, había añadido guiñándoles un ojo.

Luz paseó la mirada por cada una de las estatuas representadas. Tenía delante una preciosa obra maestra. Doce apóstoles casi de tamaño real, cada uno en su propia hornacina, se encontraban alineados en dos grupos y servían de marco perfecto a una Virgen. Dejó vagar la vista, atrapada en aquel bosque de color dorado. Dorado, todo dorado, con toques de rojo y azul conformando un arco iris tricolor que resaltaba las figuras en todo su esplendor; fulgor que era aumentado una y mil veces por las lámparas. La virgen, en el centro de la composición, ofrecía al visitante la entrada del cielo. Se acercó con cautela hasta ella. No pudo evitar rozar la túnica de la imagen con las yemas de los dedos para cerciorarse de algo que ya sabía. Que aquella sonrisa que le daba la bienvenida no era humana, aunque lo pareciera.

Perdió la noción del tiempo delante de aquellas imágenes. Cuando se le pasó el encandilamiento, estudió las escenas que se narraban en la parte central del arco. Contaban la vida de la virgen. Después, dedicó un buen tiempo en observar los atributos que portaba cada uno de los apóstoles. Cruces, llaves, libros y hasta un dragón acompañaban a las figuras.

—Pero ¿es que no os dais cuenta de que eso no se puede quedar así? —gruñó una voz en la iglesia—. ¿No veis que las cajas están numeradas según el orden en el que se van a colocar y que no se pueden apilar unas sobre otras? ¡Haced el favor de volver a moverlas todas!

Con cuidado de quedar lejos del campo de visión de los de dentro, se escudó detrás de la columna que dividía la puerta y asomó la cabeza.

Pudo ver a dos hombres, que asentían a la mujer que gritaba. Dos pasos por detrás de ella, otras dos jóvenes tomaban buena nota de la bronca.

—¿Les ha quedado claro? —insistió la mujer a los operarios por quinta vez consecutiva.

—Transparente —oyó comentar al más joven de los dos, al que Luz no pudo verle la cara por estar de espaldas a ella.

—Eso espero —farfulló antes de darse la vuelta y alejarse de allí con las asistentes pisándole los talones.

En cuanto se separaron lo suficiente, el hombre mayor hizo un gesto de lo más grosero en su dirección. A Luz se le escapó una risita, que tuvo que acallar tapándose la boca con la mano.

—Vamos a empezar de nuevo. Anda, coge la carretilla —indicó el hombre al más joven.

Las cajas sobre las que se inclinaron eran bastante voluminosas y parecían muy robustas. Estaban hechas con gruesos tablones de madera y reforzadas en las esquinas con remaches metálicos. La palabra FRÁGIL y unas flechas, que indicaban la dirección en la que se debían almacenar, aparecían por varias de sus caras. ¿Qué contendrían?

Luz se volvió en busca de las mujeres, pero las perdió de vista a la altura de la segunda columna de la nave central. Fue entonces cuando vio que ellas no eran las únicas personas dentro del templo.

Más de una veintena de personas se desperdigaba por el interior. Vio a unos hombres intentando sujetar varios paneles en posición vertical. Otros cuantos se inclinaban sobre cajas idénticas a las que había visto. Virutas de paja y madera rebosaban por sus bordes. Otro individuo desenrollaba enormes láminas de plástico transparente cubiertas de palabras y las depositaba en el suelo, una encima de la anterior. ¿Qué estará haciendo esta gente?

Se podía haber marchado. Habría sido una buena idea. Un par de pasos atrás, media vuelta y nadie se enteraría de que había estado allí. Pero estar en la calle, sola, con frío y con miedo no era su idea de pasar una buena tarde. Así que se decidió y puso un pie dentro. Craso error.

Ver a un costado de la puerta una pequeña mesa, en la que alguien había dejado unos cuantos guardapolvos de laboratorio y unos portafolios, le dio el empujón definitivo. No se lo pensó dos veces y se desprendió del abrigo a rayas blancas y negras —demasiado llamativo— y del bolso color hierba —demasiado vistoso— y se metió dentro de una de las batas que acababa de encontrar. Le quedaba enorme, pero no era el momento apropiado para buscar una de su talla. Hizo un ovillo con su ropa y la depositó debajo de la escalera de subir al coro. Cogió una de las carpetas y echó a andar, dispuesta a averiguar qué hacía toda aquella gente allí dentro.

Por primera vez en aquel día, se sintió segura.

• • •

—No lo entiendo. No comprendo por qué no ponéis más vigilancia si tan convencidos estáis de que alguien está más que dispuesto a llevarse alguno de los tesoros que se encuentran en la iglesia.

Martín miró contrariado al tipo que los había acompañado. Vale que era periodista y que necesitaba toda la información, pero aquella era la cuarta vez que le explicaban cómo se iba a organizar el operativo durante los próximos días. Miró el reloj otra vez y se revolvió en el asiento, exasperado. Hacía más de tres horas que se había separado de Luz. Ni siquiera había podido enviarle un mísero mensaje puesto que en cuanto entraron en la sala de conferencias, que habían habilitado en la oficina de turismo, un tipo inmenso, con unas espaldas dignas del campeón mundial de los pesos pesados y cara de pocos amigos, les había requisado los teléfonos móviles.

Cristina, la mujer que se había identificado como la responsable de aquel operativo y a la que su hermano parecía conocer bastante más de lo que le había dado a entender, se levantó del asiento.

—Te lo explico de nuevo —indicó armándose de paciencia—. No hemos podido conseguir los efectivos necesarios para dar cobertura completa a la operación. No los tendremos hasta el jueves, el mismo día de la inauguración.

—¿Y mientras tanto?

—Mientras tanto, todo estará controlado por los guardas de seguridad contratados por los patrocinadores y por las alarmas que la Diputación de Álava ha instalado en el interior del templo.

—Vamos, que le vais a dar carta blanca a cualquiera que pase por aquí y quiera llevarse un recuerdo —contestó el periodista en tono burlón.

Alguien del fondo, que Martín no pudo distinguir, se agitó impaciente en la silla. Cristina, que al parecer tenía mejor oído que él, se volvió hacia dónde había procedido el sonido y echó una desafiante mirada al agente.

Cristina sabía que Rubén había estado a punto de contestar. Y como lo conocía, también sabía que los modos no habrían sido los más adecuados. Y no le interesaba que eso sucediera. Ella también se moría de ganas de mandar a la porra a aquel gacetillero que creía estar en el derecho de manipular las noticias a su antojo, pero se controlaba. Aquel hombre pertenecía a la prensa y, por lo tanto, era el enemigo. Y todo el mundo sabía que había que ser simpático con el enemigo. No quedaba más remedio. Era eso o correr el riesgo de que aquella conversación se acabara filtrando por pura casualidad.

—Es un poco contradictorio, lo sé. Sobre todo porque creemos que lo más seguro es que los ladrones actúen pronto. Confiemos en que las cosas no se precipiten tanto. Solo faltan tres días para la apertura y para que las obras queden perfectamente vigiladas.

—¿Y si todo se tuerce y no aparecen? —planteaba ahora el periodista.

Su cara indicaba que pensaba que aquello era lo peor que podía suceder.

—Pues mejor para todos, ¿no te parece? —contestó ella de mala gana—. Nos alegraremos por haber conseguido que nuestro patrimonio cultural se mantenga intacto.

—Desde luego —apostilló Javier.

Cristina le agradeció el apoyo y aprovechó para dar por finalizada la reunión.

—Si os parece, hemos acabado. Creo que ya va siendo hora de marcharnos —animó al resto de la concurrencia a levantarse mientras se daba la vuelta y se dirigía hacia la primera fila para recoger sus pertenencias.

Martín se puso de pie de inmediato. Por fin. Pero el cronista no estaba dispuesto a darse por vencido.

—Espero que no tengáis la desfachatez de mandarnos a casa sin habernos enseñado el lugar donde se cometerá el supuesto delito —dijo con tono arrogante a la vez que hacía un gesto de complicidad hacia Martín—. Lo menos que podéis hacer, ya que nos habéis hecho venir hasta aquí con tanta urgencia, es dejarnos ver dónde y cómo está montada la famosa exposición y sacar unas fotos de las obras que pueden desaparecer.

Cristina se obligó a controlar su lengua.

—Vosotros podéis marcharos —dijo en dirección a sus hombres—. Yo les acompaño.

Martín exhaló aire con toda la fuerza que los pulmones le permitieron. Volvió a mirar el reloj. Luz tendría que esperar un poco más.