17

Hacía ya un buen rato que había amanecido, sin embargo, el día apenas apuntaba. Martín conducía de vuelta a Artea. Isabella ya se había marchado. No había podido contener un suspiro cuando la había visto descender por la rampa, camino de la puerta de embarque.

Aunque la vería en breve, solo el hecho de pensar que por el momento había cerrado uno de los frentes abiertos que tenía, había hecho desaparecer parte de la angustia de los últimos días.

Pero, aún y todo, las cosas no iban a resultar nada fáciles. Si al final tomaba la decisión de aceptar la propuesta que le había hecho, tenía que dejar las cosas encauzadas antes de marcharse. El día anterior le había prometido que iba a pensar muy seriamente en ella. Lo cierto es que era una oferta inigualable. Más de cien mil dólares por un año de trabajo no era como para desperdiciarlos. Isabella se lo había puesto por escrito encima de la mesa mientras desayunaban en el aeropuerto. Y él había accedido a replanteárselo de nuevo.

Aunque antes de regresar a Nueva York tenía que dejar resueltos sus otros dos problemas.

Se le abrió la boca en un bostezo involuntario. Estiró los hombros hacia atrás y se masajeó el cuello. Después de pasar varias horas dando vueltas a lo que le bullía en la cabeza sin acabar de tomar la decisión, estaba molido.

Sabía que Javier le iba a poner de vuelta y media. Después de que fui yo quien le convenció de que me metiera dentro de la operación. Martín había insistido en formar parte de todo aquello. Javier le había confesado que no había tenido más remedio que aceptar, que le habían puesto aquel asunto encima de la mesa y se había visto obligado a acceder a formar parte de la investigación. Sabía que era un regalo envenenado y que había ciertos sectores del Departamento que estaban deseando que se pegara un buen patinazo para así poder borrarlo del mapa. A Martín se le ocurrió entonces que si él, de alguna manera, estaba a su lado, se sentiría más apoyado. Y había conseguido convencerle.

Lo que no había revelado era que en realidad tenía un motivo más egoísta para acompañarle en aquello.

El miedo.

Después de instalarse en Euskadi, había tenido miedo de que su vida se convirtiera en algo rutinario. De que sus relaciones no fueran tan interesantes como para retenerle en aquella tierra. De que el trabajo no tuviera el suficiente aliciente. Al fin y al cabo, hacer fotos a paisajes y edificios no se podía comparar con el estrés de las maratonianas sesiones con las chicas. Así pues, había convencido a Javier que hacer un reportaje gráfico de todo aquel asunto le abriría futuras puertas profesionales y su hermano había conseguido autorización para que él —en calidad de fotógrafo— y otro periodista estuvieran presentes en el operativo definitivo.Y ahora le dejaba colgado. Martín tenía la esperanza de que en realidad a ninguno de los responsables de aquel asunto —quienes quiera que fueran— les hiciera ninguna gracia que un fotógrafo se entrometiera y confiaba en que la alegría por su desaparición fuera mayor que su pena. Sabía que Javier le iba a poner de vuelta y media y que él tendría que aguantar el chaparrón, pero confiaba en que le perdonara. Al fin y al cabo soy su único hermano.

Con Luz lo tenía mejor. A aquellas alturas no tenían nada que decirse. Lo tenían todo hablado. En sus dos últimas conversaciones, ambos se habían comportado como auténticos enemigos. No, peor aún. Como auténticos desconocidos. Ni siquiera habían tenido una pelea en condiciones. Había sido más una fría conversación entre rivales que entre amantes. Cuando la vio en noviembre, en el puerto de Getxo, sus ojos brillaban y las mejillas se le arrebolaban debido a la ira que sentía contra él. Tenía la fuerza de un volcán. Después en Itziar…, recordó mientras sentía una ligera tirantez en la entrepierna. Escuchar su risa en la Fundación había sido tan liberador como bañarse desnudo en el mar una noche de verano. Pero desde que había aparecido Isabella, lo único que le venía a la mente cuando pensaba en ella era su gélida mirada.

Y no lo soportaba.

¿Cómo demonios había sido tan imprudente como para implicarla en aquello? Tenía que explicarle por qué la había sacado de su casa de aquella manera y por qué no quería que volviera a su piso. Tenía que convencerla de que se marchara de allí y se alojara en otro lugar más seguro, hasta que toda aquella locura finalizara.

Había pasado parte de la noche dando vueltas a aquella cuestión y, al final, había llegado a la única conclusión posible. Todo era culpa suya. Porque, a pesar de los avisos de Javier, en ningún momento había creído que aquello dónde se metía no fuera otra cosa que un juego. Iluso.

Tenía que hablar con Javier. Tenía que hablar con Luz. Y tenía que hablar con Isabella. Pero antes tenía que tomar una decisión definitiva.

• • •

Ya se podía haber estirado un poco y haber puesto calefacción en este cuartucho.

Luz cerró la manta que se había colocado a modo de capa mientras inspeccionaba la habitación donde había pasado la noche. Apenas había colgadas media docena de fotos. Nada que ver con las cuerdas repletas que había visto la vez anterior que había estado allí. Sin mucho esfuerzo, pudo reconocer el perfil del monte Gorbea tomado desde distintos puntos. Se paró delante de la cuarta instantánea. Inclinó la cabeza para examinarla con detalle. Era preciosa: un bosque invernal envuelto en niebla. La imagen tenía ese halo de irrealidad que obliga a mirar expectante ante la seguridad de que va a aparecer un hada detrás de cualquier rama.

Cuando consiguió despegar los ojos de aquella imagen y siguió su recorrido, se topó con las bandejas de los líquidos que descansaban vacías y apiladas en una esquina de la mesa. Detrás de ellas, descubrió un montón de fotografías que en las que no había reparado la noche anterior.

Sacó una mano entre el hueco de la manta y las cogió. Pesaban bastante. Debía de haber al menos cuarenta imágenes de gran tamaño. Pensar en que ella podía ser la protagonista de la mayoría de las fotos que tenía entre las manos le devolvió la misma erótica sensación que había tenido la vez anterior.

Si estaba esperando ver un primer plano de sus ojos o de su boca, se equivocaba de lado a lado. Sí, había unos ojos, sí, había una boca, y unas delicadas manos y el perfil de una mujer, y unas rodillas, y unos pies, y unos hombros, y… y nada de aquello era suyo.

Los ojos eran de un azul tan intenso como el mar de las Seychelles, la boca no parecía, como la suya, un volcán en erupción sino una barrera de corales, las perfectas manos parecían recién sacadas de unos guantes, las rodillas unas delicadas montañas, los pies daban la sensación de haber estado paseando por un playa del Caribe, acariciados por la arena blanca, y los hombros… estaba claro que habían sido esculpidos para ser la percha perfecta de vestidos con escote «palabra de honor». Allí no había ni rastro de su pelo rojo ni de su piel morena ni de su uña rota ni de sobresalientes huesos ni, por supuesto, de la marca del bikini. Eran las fotos de una rubia y no de una pelirroja.

Cuando acabó de revisar la serie completa, volvió a empezar de nuevo. Está claro que ha cambiado sus preferencias, pensó entristecida mientras colocaba de nuevo las imágenes ordenadas en el mismo lugar de donde las había cogido. Pero al hacerlo, otra cosa llamó su atención: una carpeta amarilla sobre la que alguien había escrito de forma apresurada: Proyecto Álava.

Dudó si abrirla. Probablemente encontraría alguna de las fotos del fin de semana que habían pasado juntos y no tenía muy claro que aquel fuera el momento más apropiado para verlas. No sabía si le apetecía recordar los instantes en los estar junto a él fue lo único real de su vida. Pero ella era una persona muy curiosa. Cotilla, escuchó la voz de Leire. Curiosa, ratificó en alto en el instante en el que abrió la carpeta.

Otra decepción. Su cara tampoco aparecía por ningún sitio. Está visto que ya no formo parte de su vida. Ojeó con rapidez los papeles. Será parte del trabajo que está haciendo para el Gobierno Vasco. Sin embargo, en vez de fotos de paisajes y personas, solo aparecían imágenes religiosas o retablos de las iglesias que había podido ver en su periplo por la Rioja Alavesa. Luz recordaba que había disparado la cámara a diestro y siniestro y que había sacado muchas más fotos que las que allí había. Ella misma las había visto el domingo cuando regresaron. El mismo día en el que él salió de mi vida.

El dossier se complementaba con varios recortes de periódico. En la parte superior de cada uno de ellos, alguien —Martín, supuso— había escrito la fecha en la que habían sido publicados. Párroco consigue ahuyentar a ladrones, rezaba el primero de ellos con la anotación cinco de noviembre. Atentado contra patrimonio religioso aparecía en otro del doce de diciembre. El titular ¿Nuestro patrimonio histórico en peligro? pertenecía a un periódico del ocho de febrero. Revisó unas pocas noticias más con rapidez.

Parece que es un tema que le interesa bastante, pensó y evocó la conversación que habían mantenido mientras observaban el yacimiento de La Hoya. Él había defendido que vender obras de arte le parecía más lícito que abandonarlas en los sótanos de los museos.

¡Ay, madre, que me he liado con un ladrón!

• • •

—Veo que has encontrado las cosas para prepararte el desayuno —comentó Martín cuando vio a Luz sentada en su cocina con una taza en la mano.

Ella levantó la cabeza. Al fin se había dignado a aparecer. Viene de estar con ella, pensó cuando las palabras tomorrow morning de la noche anterior, volvieron a martillear su memoria.

—No tenía otro remedio —contestó con mirada enervada—. Me habían abandonado, en medio de la nada, con el estómago vacío.

—Deberías darme las gracias por haberte dejado las llaves en la puerta para que pudieras entrar.

Ella lo miró como si quisiera que se convirtiera en un simple charco de agua a sus pies.

—Gracias —dijo con voz tajante a la vez que alzaba la taza—, por esto y por obligarme a mentir a Leire y a mi jefe diciéndoles que estoy en la cama con un gripazo de muerte.

Martín miró el reloj. Eran ya las diez y media.

—Si nos vamos ahora, todavía llegas a media mañana —se ofreció—. Aunque creo que antes deberíamos hablar.

—¿Hablar? —preguntó Luz soltando una risa histérica—. Soy toda oídos.

Él se desembarazó del abrigo, lo tiró de cualquier manera sobre el respaldo del sofá y se aproximó al taburete que quedaba libre.

—Luz —murmuró mientras ponía las manos sobre sus rodillas. Ella se echó hacia atrás para alejarse. Le sería del todo imposible mantener una actitud distante si la rozaba siquiera. Él la miró con ojos doloridos e inspiró para aceptar la situación—. Hay una explicación.

—¿Sí? Estoy deseando escucharla —le animó con actitud burlona dejando el cacharro sobre la encimera y cruzándose de brazos.

—Lo de ayer, lo de sacarte de tu casa con tanta prisa… estoy metido en un asunto un poco especial.

—¿Cómo de especial?

—Es difícil de explicar.

—Deja que te ayude —se ofreció ella mordaz—. Te persigue la Interpol por haber entrado en el Palacio de Buckingham sin permiso. —Martín frunció el ceño—. ¡Ah! ¿Qué no es eso? Que otra cosa podría ser. Pensemos… —Se llevó la mano a la barbilla y puso cara de estar concentrada—. Eres un espía ruso y te has pasado los últimos años sacando secretos militares de los Estados Unidos en microfilms escondidos en el objetivo de la cámara. —Él se había quedado mudo ante aquel despliegue de sarcasmo—. ¡Ah! ¿Tampoco eso? ¿Acaso metes en el país animales exóticos y tienes un cargamento de saltamontes calvos en el maletero del coche?

Martín dudaba entre ponerla de patitas en la calle, en pijama como estaba, por hacerle la vida tan complicada o cogerla por los hombros y agitarla con todas las fuerzas para ver si recobraba la cordura. Al final hizo aquello de lo que siempre se arrepentía.

—Veo que es inútil intentar hablar contigo de nada que no seas tú misma. Esto de ponerle las cosas difíciles a todo el mundo, ¿lo haces adrede o te sale sin darte cuenta?

—Me sale cuando a mí me da la gana.

—Pues yo debo de ser el saco con el que te entrenas a diario para tu próximo combate de boxeo.

—Lo serías si fueras de los que aparecen cada día. Más bien eres el saco con el que me pongo en forma cada quince días, más o menos.

Martín contuvo el impulso de taparle la boca con la cinta americana que guardaba en uno de los cajones de la cocina. Así, al menos, lo dejaría explicarse. Luz le vio pasarse las manos por el pelo. Está de los nervios, pensó divertida. Si se pensaba que se quedaría sentada, escuchando sus ridículas disculpas, lo tenía claro. Le haría pasar por lo mismo que ella había sufrido aquellas dos últimas semanas. ¿Le contaría que eso de ser fotógrafo era una tapadera para su verdadero oficio de ladrón? Esperaba que no. No tenía ninguna gana de saber si el hombre que tenía delante, y por el que su cuerpo —que no su mente— suspiraba de vez en cuando, era un ladrón de guante blanco, rojo o negro. Lo único que le apetecía en aquel momento era torturarle un poco y verle desquiciarse con sus comentarios.

Martín se había sentado en el sofá y llevaba varios minutos sin decir palabra. Luz comenzó a recoger los utensilios que había utilizado para prepararse el desayuno. Puso la lata de las galletas encima de la balda, abrió la cafetera italiana y la colocó debajo del chorro del agua fría, localizó el jabón y el estropajo y fregó la taza que había utilizado. Haciendo todo el ruido que pudo. Pero él seguía allí sentado, dándole la espalda, como si estuviera completamente sordo.

—Me marcho —anunció mientras se encaminaba hacia la puerta.

Martín reaccionó; se levantó como impulsado por un resorte, le adelantó y se apoyó en la puerta.

—¿Adónde se supone que vas?

—A coger mi ropa para darme una ducha —dijo altanera poniéndose de puntillas delante de él para ponerse a su altura—. ¿O, además de tenerme encerrada, vas a impedir que me bañe? No te preocupes que pagaré todos los gastos que mi estancia te ocasione.

—Empieza —farfulló Martín que la cogió por la nuca y, atrayéndola hacia él, la besó con furia.

El asalto pilló a Luz desprevenida que se quedó con los brazos laxos a los lados del cuerpo. Después del primer ataque, Martín comenzó a aflojar la presión y Luz pudo notar cómo el calor de su boca y la suavidad de sus labios llenaban el vacío que tenía en su interior desde hacía dos semanas. Y se rindió al placer. La sensación que le recorrió el cuerpo fue tan intensa que olvidó cualquier cosa que hubiera pasado por su mente durante el último año. Era como flotar en el aire. Sus pies dejaron de tocar el suelo. Era como nadar en el universo. O saltar de una estrella a otra sin caerse. Nada de lo había a su alrededor era real. Lo único vivo en aquel pueblo, en aquella región, en aquel país, en aquel continente eran ella y él. Y sus labios. Y sus manos recorriendo su espalda. Y su piel. Y su cuerpo. Y aquella boca tan acogedora, tanto que Luz no quiso imaginar cómo sería vivir echándola de menos el resto de la vida.

—¿He cubierto el déficit? —susurró cuando se separaron.

—Creo que esto ha sido solo el pago por dormir la noche pasada —jadeó Martín con la barbilla apoyada en su hombro mientras la abrazaba.

—Estoy dispuesta a saldar todas mis deudas —dijo ella mordisqueándole el lóbulo de la oreja.

Martín no se lo pensó dos veces. La cogió de la mano y la condujo hacia las escaleras. Tiene un culo estupendo, pensó Luz risueña mientras subía al piso superior un peldaño por detrás de él.

Cuando aquella descomunal cama apareció delante de sus ojos, la alegría fue completa. No solo iba a conseguir al mejor espécimen humano con el que se había cruzado en los últimos ocho años sino que iba a hacer el amor con él entre las nubes.

Martín se detuvo en medio de la habitación y tiró de ella para volver a tenerla entre los brazos.

—Tenía ganas de estrenar la cama… —aseguró muy serio—… contigo —añadió al ver el interrogante en los ojos de Luz.

Aquella fría mirada había desaparecido para dar paso a una fresca y jovial brisa marina.

—Supongo que ya la habrás estrenado —aventuró ella.

¡Que no me lo cuente, que no me lo cuente!

—Una persona sola no estrena un regalo como este. Hay que hacerlo siempre en compañía —comentó él, divertido, mientras le aprisionaba el labio inferior con los dientes—. Y no me imagino otra mejor.

El corazón de Luz dio un salto. ¿Le estaba diciendo que no se había acostado con Isabella? La verdad es que no había pronunciado exactamente aquellas palabras, pero, fuera como fuese, no quería saberlo. No quería volver a ver aparecer a aquella rubia en sus pensamientos. Y menos ahora.

—Entonces, habrá que abrir el paquete, ¿no te parece?

—¿Cuál? ¿El tuyo o el mío? —preguntó Martín divertido mientras deslizaba las manos por dentro del pijama de Luz.

—¡Ordinario! —exclamó Luz muerta de la risa al tiempo que se contorneaba juguetona para evitar que la tocara.

De repente, Martín se detuvo.

—¿Qué sucede?

Él le hizo indicó que se callara.

—¡Martín! —gritó alguien desde el otro lado de la puerta—. ¡Martín!

Luz apoyó las manos sobre el estómago de Martín.

—¿Quién es? —susurró.

Estaba empezando a asustarse.

—Creo que habrá que posponer la fiesta de inauguración —farfulló él echando una profunda mirada en dirección a la cama.

• • •

—¿Qué demonios hace ella aquí? —preguntó Javier sin poder creer que su hermano pequeño fuera tan inconsciente.

—Era el único sitio al que podía ir.

—¿El único sitio? —interrumpió el tipo bajito y con poco pelo que había aparecido con Javier.

Martín le echó una mirada furiosa. ¿Qué demonios hace él aquí?, quiso gritar. De acuerdo que era el periodista que iba a estar presente en el operativo y con el que iba a tener que trabajar, pero de ahí a que todo el mundo supiera dónde vivía…

—Tú no tienes luces —continuó Javier enfurecido—. ¿No te das cuenta de que si alguien está siguiendo los pasos a cualquiera de los dos, este es el sitio perfecto para que os peguen un buen susto? En una casa sola en medio del campo.

—La casa no está sola —se defendió Martín—. Los padres viven al lado.

Su hermano dejó pasar el comentario. Aquel no era el momento de ponerse a discutir si estar a más de doscientos metros de la siguiente vivienda era cerca o lejos.

—Tienes que convencerla de que se marche de aquí.

Martín reflexionó un instante. Tenía la seguridad de que en cuanto dejara de controlarla, volvería a su piso. Y le entró el pánico.

—No puede ir a casa de sus padres. Al parecer no tienen mucha relación.

—Pues se tiene que ir, sea como sea. Además, hemos venido a buscarte —añadió Javier señalando al periodista—. La fiesta puede organizarse esta semana y nos han convocado para informarnos de cómo y dónde se va a organizar el operativo. Tienes que venir con nosotros.

—No se va a quedar aquí sola. Y menos después de tus sospechas.

Javier estaba empezando a alterarse más de la cuenta. Se había jugado el tipo por meter a su hermano en aquello y ahora que todo empezaba, no le iba a permitir escaquearse de aquella manera.

—En ese caso, no sé qué vas a hacer con ella porque estate seguro de que te vienes conmigo.

—La llevaré a casa de los padres.

—¿No decías que no se hablaba con ellos?

—A casa de nuestros padres, no de sus padres.

—¡¿Estás loco?! Bastantes problemas tenemos ya. Estamos los dos de mierda hasta las cejas. ¿Y tú quieres involucrar a los viejos en esto? Ni hablar.

Martín se desasió de su hermano de un tirón.

—Me cortas todas las salidas. ¿Qué quieres que haga entonces?

—Tú sabrás. Yo lo único que sé es que tengo que estar en Laguardia a las cuatro de la tarde, que tardamos más de una hora en llegar y que quiero pararme a comer en algún sitio por el camino —enumeró a la vez que daba golpes en el pecho de Martín con su dedo índice—. Así que date prisa en salir del atolladero en el que te has metido. ¡Traerla aquí! ¡A quién se le ocurre!

Se apartó de su hermano y se acercó al periodista.

Mientras tanto, Luz intentaba enterarse de lo que se tramaba en el piso inferior. Habría preferido estar con él, pero Martín no se lo había permitido.

Se asomó a la escalera. Aunque veía la cabeza de Martín, no conseguía escuchar toda la conversación. Discutía con uno de los hombres que habían aparecido. Debe de ser el jefe. Lo cierto era que aquel tipo tenía más pinta de director de banco que de padrino de un clan de mafiosos. Pero claro, si se tenía en cuenta que los únicos mafiosos que había visto en la vida eran los que salían en la película «El padrino» y el indeseable que le había robado el bolso, su opinión en materia de delincuentes no era muy valiosa.

Por lo que había podido entender, el jefe no quería que ella estuviera allí y discutía con Martín para se la llevara a otra parte. No pudo escuchar la respuesta de Martín. Volvían a hablar entre susurros.

Mientras tanto, el reportero llevaba ya un rato que había dejado de fingir que le interesaba la colección de música de Martín y atendía a la discusión entre los hermanos.

—¿Y porque no nos la llevamos con nosotros? —le oyó Luz decir.

Los ojos casi se le salieron de las órbitas ¡La iban a raptar!

Martín y el jefe se volvieron al unísono.

—¿Cómo? —preguntaron con la voz alterada y la cara desencajada.

—Al fin y al cabo solo tenemos que ir y escuchar, ¿no? Es eso o quedarnos aquí toda la mañana discutiendo qué hacemos con la mujer.

—¡Ni hablar! —se negó Javier—. Bastante complicado ha sido conseguir el permiso para que pudierais hacer el reportaje como para que ahora aparezcamos con una chica. Sería mi suicidio profesional. Y no voy a pasar por eso. No he firmado todos esos papeles fraudulentos y me he metido hasta el cuello en el barro, para que ahora llegue otro a pedir su parte del pastel. Yo he autorizado la salida de esas esculturas, yo las he puesto precio y yo voy a esta ahí para evitar que desaparezcan.

El acaloramiento de Javier había ido aumentando según hablaba.

—No hace falta que se entere nadie —insistió el periodista—. Cuando lleguemos a Laguardia, la dejamos en cualquier bar a la entrada del pueblo y la recogemos después de acabar el trabajo. —Se volvió hacia Martín—. Igual hasta la podemos integrar entre los componentes del operativo. El reportaje sería más interesante. Ya imagino el titular: «Los entresijos de una operación policial». Nos quedaría un trabajito fino.

A Martín le entraron unas ganas terribles de pegar un puñetazo a aquel cretino, que anteponía su trabajo a la seguridad de Luz, pero se contuvo. Su hermano esperaba una respuesta.

Intentó sopesar todas las posibilidades lo más rápido que pudo.

Luz, que solo había escuchado retazos de la conversación, había entendido a la perfección la última frase del más bajito. Confirmado. Son ladrones, ladrones como la copa de un pino.

—De acuerdo. Nos la llevamos.

¿¡Cómo!?, fue lo último que pensó Luz antes de ver aparecer por la escalera a quien, apenas un rato antes, había deseado tener desnudo debajo de ella. Y no tenía ninguna pinta de subir para volver a retomar lo que habían dejado.