16

—¿Estamos todos?

Cristina Viña, subinspectora de la Policía Nacional, perteneciente a la Brigada de Investigación de Patrimonio Histórico, comprobó que todas las personas convocadas a la reunión hubieran llegado antes de cerrar la puerta del despacho que le habían cedido en la comisaría situada en la Calle Gordóniz de Bilbao.

Los asistentes eran Javier Oteiza, Álvaro Somarriba y Asier Zabala, responsables de los departamentos de conservación de las Diputaciones alavesa, vizcaína y guipuzcoana respectivamente, además de cuatro agentes de la Brigada, y ella misma.

—Bien, entonces empezamos —comentó lo bastante alto como para que todo el mundo la oyera—. Antes de nada, os pido disculpas por la urgencia con la que se os ha convocado a esta reunión. Sé que un domingo a estas horas tendréis cosas más interesantes que hacer que estar aquí. —Un apenas audible rumor confirmó sus palabras, aunque Cristina hizo oídos sordos al cuchicheo—. Javier Oteiza os contará las novedades y la causa de que estemos aquí sentados en este momento. Javier, si eres tan amable.

El hermano de Martín jugueteaba con el bolígrafo cuando se dirigió a los siete pares de ojos que le miraban expectantes.

—Lo expondré de una forma muy directa; tengo encima de mi mesa un informe en espera de mi firma. Se trata de un escrito en el que yo ratifico que los papeles aportados por un tal Ramón Buenavista le acreditan como el auténtico propietario de una talla de un San Sebastián del siglo XVI.

—La persona que ostentaba el mismo cargo antes que Javier —interrumpió Cristina— era sospechoso de formar parte de la trama que estamos investigando y, de hecho, esa fue la causa que aceleró su cese.

—En efecto, y siento deciros que no ha sido nada difícil dar la impresión de que yo estaba dispuesto a seguir sus pasos. Unos cuantos comentarios en voz alta han sido suficientes para que alguien dejara dichos documentos encima de mi mesa.

—¿Y qué tiene de especial el informe? —preguntó uno de los agentes que parecía más un ladrón de bancos que un detective.

—Todo parecería normal si no fuera porque las fotografías que lo acompañan son las de una escultura, propiedad del Ayuntamiento de Labraza, que no tiene intención de venderla. Da la casualidad de que no hace muchos años que los vecinos tuvieron que abonar más de un millón y medio de pesetas para recuperar la imagen que había desaparecido de la iglesia parroquial.

—Conclusión —añadió de nuevo el joven que había hablado con anterioridad—: alguien va a intentar conseguirla de nuevo.

—Eso parece —confirmó Cristina—. Lo peor de todo es que está previsto que esa escultura forme parte, junto a otras muchas obras de arte de los distintos monasterios, iglesias y diferentes conventos de la Rioja Alavesa, de una exposición que se va a organizar en breve en la iglesia de Santa María de los Reyes de Laguardia.

—Y pensáis que pueden intentar sacarla de allí.

—Así es. Inmediatamente antes o justo después —afirmó Cristina.

—Pero estamos a punto de llegar tarde —se lamentó Javier—. El día de apertura es este jueves.

—Y eso significa…

—Eso significa que nos ponemos a trabajar ahora mismo —instó Cristina.

—He preparado unas fotografías que nos ha pasado un colaborador externo y que quisiera que vierais.

Pulsó una tecla del portátil que había conectado a la pantalla de televisión que colgaba de una de las paredes.

—¿Puede alguien apagar la luz? —se escuchó.

Las fotos que Martín había tomado en La Rioja Alavesa comenzaron a aparecer una detrás de otra.

—Hasta ahora, hemos trabajado con la hipótesis de que se estaba preparando algo a más largo plazo, sin embargo, la existencia del informe que os comentaba Javier nos hace suponer que las cosas van más deprisa de lo que imaginábamos. En todos los casos que hemos analizado hasta ahora, el tiempo transcurrido desde la firma fraudulenta y la desaparición de la obra ha sido cuestión de días. Y no tenemos motivos para pensar que en esta ocasión va a ser distinto —comentó Cristina cuando apareció en la pantalla la portada principal de la Iglesia de San Juan de Laguardia.

—Pero ¿no pensáis que hacerlo durante la exposición es arriesgarse demasiado? —dijo uno de los policías desplazados desde Madrid.

—Sabéis mejor que yo que este tipo de casos suele ser por encargo de algún pasante poco honesto con un comprador fijo. Yo creo que será antes de la exposición. Para ellos es demasiado arriesgado hacerlo una vez que se abra al público porque las obras van a estar más vigiladas.

—No sé lo que hace la Brigada metida en este asunto. Creo que no hay indicios de que esto forme parte del grupo que seguimos desde hace meses —se quejó el mismo policía que había hablado antes.

—Estamos dónde nos dicen que estemos —le cortó Cristina tajante—. Y tú, Tomás, sabes que tenemos que investigar todas las sospechas que tengamos por pequeñas que sean.

—Igual es que tenéis más información de la que nos estáis contando —acusó Tomás sin apartar la mirada de Javier.

Este dejó que fuera Cristina quien lidiara con aquello, al fin y al cabo, él era un elemento ajeno a aquel grupo e involucrar a los agentes que iban a formar parte del operativo no era su cometido. Bastante tenía con haber aceptado el mayor cargo en el Servicio de Patrimonio Histórico de Álava en medio de aquella tormenta, que podía costarle su futuro profesional si no salía como esperaba, y con haber permitido que Martín también se involucrara.

El enérgico tono de Cristina consiguió hacerle regresar a la discusión que estaba teniendo lugar delante de él.

—Tomás, ya lo discutiremos más tarde. Yo estoy de acuerdo con Javier. El robo se va a realizar pronto. Rubén —añadió dirigiéndose a otro hombre que estaba en los asientos del fondo—, tú, mejor que nadie, sabes que los delincuentes raramente cambian su modus operandi y nada nos hace sospechar que vaya a ser de otra manera. De todas formas —concedió— acabemos de ver las fotografías y después discutimos este tema con tranquilidad.

Tomás se cruzó de brazos, escamado por cómo su jefa le había puesto en entredicho. El resto de los oyentes asintieron y dirigieron los ojos a la pantalla. Javier continuó pasando las fotos.

—Fijaros bien en este tipo que baja las escaleras —advirtió Cristina—. Aquí lo tenéis de nuevo —dijo señalando a un hombre que abría la puerta de un coche—. Y aquí otra vez. No se le aprecia muy bien, pero es este que asoma detrás de esta columna. Y aquí en…

—¿Y esa chica? —Luz lucía una enorme sonrisa en medio de la pantalla—. También aparece varias veces.

—Ella no tiene nada que ver con la operación —se apresuró a contestar Javier bajo la atenta mirada de Cristina—. Lo hemos comprobado.

—¿Quién es el tipo en cuestión?

Javier respiró y dio gracias porque la conversación se centrara en el hombre que había señalado Cristina. No quería que el nombre de su hermano se mencionara si no era estrictamente necesario.

—José López Pérez. De profesión, ratero de poca monta —explicó Cristina—. Hasta ahora solo se le ha vinculado con sustracciones más o menos espaciadas de aparatos de electrónica y telefonía, pero todo indica que se está reconvirtiendo.

—Sí, se ha hecho todo un intelectual —se burló Rubén entre las risas ahogadas de los compañeros.

—Eso es lo que pensamos cuando lo descubrimos tan interesado en la cultura —ratificó Cristina.

—¿Se le estaba siguiendo?

—Bueno, digamos que al ser un viejo conocido, la Ertzaintza le suele echar un vistazo de vez en cuando y alguien nos hizo el favor de prestar atención a su nueva afición.

La reunión se alargó durante varias horas. Javier se frotaba los ojos, agotado, mientras se dirigía hacia el control de salida.

—Javier —le detuvo Cristina justo antes de que saliera del edificio—. ¿Quién era esa chica?

Él se aclaró la garganta antes de contestar.

—Una amiga de alguien de mi familia.

—De tu hermano.

Javier asintió. Había puesto al día a Cristina de la implicación de Martín en el caso. Le había rogado que le permitiera colaborar en el operativo y ella había accedido con la condición de que se quedara al margen de todo y se limitara a ejercer de fotógrafo en el momento de la captura de los delincuentes.

—Pues tenemos un problema —anunció ella—. Ayer estuve en Bilbao, en la comisaría de Ibarrekolanda. Esa chica estaba poniendo una denuncia. Al parecer, alguien había dado vuelta a su casa.

—¡Mierda! —se le escapó a Javier.

—Eso mismo pienso yo.

• • •

En cuanto se metió en el coche, lo primero que hizo fue llamar a casa de sus padres. Todavía no era la hora de cenar y, con seguridad, Martín seguiría allí.

—Te espero en media hora a la puerta de tu casa —le dijo con más urgencia de la necesaria.

—¿Pasa algo? —preguntó su hermano alarmado.

—En media hora —fue la única respuesta que obtuvo.

Cuando un rato después apagó el motor, Martín aparecía por el sendero. Ninguno de los dos dijo nada. Javier se limitó a seguir a su hermano hacia el interior de la vivienda.

—¿Qué tal la reunión?

—Bien, ya te contaré —aseguró con gesto vago mientras se desprendía de la cazadora—. Vengo por otro asunto —le anunció a la vez que le invitaba a sentarse en el sofá.

—Me estás asustando, hermanito.

—¿No te ha pasado nada raro estos últimos días?

—¿Raro? ¿Cómo de raro?

—¿No has notado que te faltara algo?

—No. Me estás poniendo nervioso, ¿qué es lo que quieres saber exactamente?

—¿Ha podido alguien acceder a las fotos?

—¿Aparte de nosotros?

Javier asintió.

—Sí.

—No lo creo, las borré tan pronto como les entregué el DVD.

—¿Estás seguro de que nadie ha intentado comprobarlo?

—¡Javier! ¿Quieres hacer el favor de hablar claro?

—Está bien. Sospecho que ha podido entrar alguien a tu casa en busca de esas imágenes.

La sorpresa de Martín fue patente. Intranquilo, se llevó la mano a la cabeza y se mesó el pelo.

—¿Crees que se han enterado de que hemos estado controlando a ese tipo?

—Podría ser.

—Y ¿qué es lo que te ha hecho sospechar que han entrado en mi casa?

—Es por esa chica.

—¿Qué chica?

—No me tomes por idiota. Que no te pregunte sobre tu vida privada no quiere decir que no me entere de nada —le espetó—. La pelirroja con la que estuviste en la Rioja Alavesa. ¿Cómo se llama?

—Luz.

Su hermano asintió.

—Alguien ha entrado en su casa.

Martín se quedó lívido.

—¿Le ha sucedido algo? —balbuceó.

Ni se dio cuenta de que le temblaba la voz.

—Ella no estaba en casa.

El cielo se abrió delante de él cuando su cerebro consiguió procesar aquellas palabras.

Y, solo entonces, volvió a respirar. Y, solo entonces, las ideas regresaron a su cabeza. Y, solo entonces, pudo apartar aquella horrible sensación de desasosiego que le había invadido.

—¿Qué ha pasado?

—Según parece entraron en su piso, lo revolvieron y se llevaron un DVD. Nada que llame la atención…, si no llega a ser porque el ladrón se había tomado la molestia de robarle las llaves días antes, porque se llevaron todo lo que podía contener fotografías y porque está relacionada contigo.

Martín se levantó sin decir palabra y subió las escaleras de dos en dos. Javier le escuchó abrir y cerrar las puertas del armario y uno de los cajones de la mesilla. Al bajar, se había abrigado con una bufanda y las llaves del coche tintineaban en su mano.

—¿Adónde vas? —inquirió Javier agitado.

—¿Adónde crees?

• • •

Hay luz en la ventana. A Martín le invadió un sentimiento contradictorio. Su voluntad se movía entre el deseo de verla de nuevo y estrecharla entre los brazos y la rabia por que fuera tan inconsciente como para permanecer sola en casa después de lo que había sucedido. La sacaría de aquel lugar como fuera, aunque para ello tuviera que darle un mazazo en la cabeza y echársela al hombro como un auténtico hombre de las cavernas.

Se detuvo justo antes de pulsar el timbre. Ya se estaba imaginando lo que ella diría en cuanto él se identificara. ¡Lárgate!

Miró el reloj. Más de las nueve. Reflexionó un instante. Es la hora perfecta.

Sin darle más vueltas, comenzó a pulsar, uno tras u otro, todos los botones del panel.

—Telepizza —anunciaba cada vez que alguien respondía.

Lo repitió todas las veces que fue necesario, más de diez, hasta que hubo suerte y se escuchó un zumbido.

—¿Qué haces aquí?

La gélida mirada que Luz le echó cuando abrió la puerta consiguió que a Martín se le enfriaran hasta las ideas.

—¿No sabes preguntar quién es antes de abrir a cualquier maleante que llama? —gruñó a la vez que se colaba sin esperar que le invitara.

—Y tú ¿no sabes que entrar en una casa particular sin permiso tiene nombre? Por si nadie te lo ha dicho antes, se llama allanamiento de morada y está penado por la ley —le espetó, con la mano todavía en la manilla de la puerta.

La invitación era clara. Márchate gritaban sus ojos. De aquí no me muevo, la retaban los de él.

Martín se plantó con los brazos cruzados en medio de la sala y la observó, mientras ella le sostenía la mirada, desafiándole.

Parece una diosa. Mi diosa particular, deseó y tuvo que echar mano de todos sus recursos de hombre-soltero-e-independiente-muy-contento-de-serlo para no lanzarse sobre ella, raptarla, llevársela a su castillo, y encerrarla en la torre más alta para evitar que nadie le hiciera daño nunca más.

—¿Qué haces aquí, sola, después de lo que te ha pasado?

A Luz se le encendieron todas las alarmas.

—¿Cómo sabes que estoy sola?

Él echó un vistazo en dirección al dormitorio.

—No te imagino con alguien que no tuviera arrestos suficientes como para no haber salido ya a defenderte y… ya te lo explicaré después cuando te lleve a mi… a casa de… Leire y David.

Ese fue el momento en el que Luz cerró la puerta. El tremebundo portazo no vaticinaba nada bueno. Y la provocadora forma en la que avanzaba hacia él, tampoco.

—¿Y quién te ha dicho a ti que voy a acompañarte a ningún sitio?

—No te vas a quedar aquí.

Luz le empujó al pasar a su lado.

—¿Qué apostamos? —preguntó burlona dándole la espalda—. Estaba a punto de lavarme la cabeza. Cierra la puerta al salir.

Martín se quedó allí mientras la observaba desaparecer en el cuarto de baño. El ruido de la caldera de gas que llegaba de la cocina indicaba que el agua caliente ya había comenzado a correr. Y, allí, quieto, analizó lo que ella le acababa de decir. Y lo único que consiguió fue que la temperatura de su furia aumentara hasta alcanzar los mismos grados que el termostato de la caldera.

Cuando Luz abandonó la seguridad de la ducha mucho tiempo después, se juró a sí misma que había olvidado al hombre que había interrumpido en su hogar. ¿Tendrá mala conciencia por haberme sustituido por la rubia oxigenada?, pensó mientras se enjuagaba con una toalla el agua que chorreaba de su melena.

Tenía que hacerlo desaparecer de su casa, de su vida y de su mente.

Al menos, ya se habrá largado. Con seguridad, después de que prácticamente le hubiera echado. Para asegurarse, asomó la cabeza por el hueco de la puerta y escuchó unos instantes. No se oía nada.

Todo despejado, se dijo antes de entrar en la sala con dos toallas como único vestuario. Se aproximó a la cocina. No había abierto aún la puerta del frigorífico cuando escuchó un sonido inusual. Excepcional si se tenía en cuenta que estaba sola.

Cerró los ojos y exhaló un profundo suspiro.

Empujó la puerta de la nevera de golpe, volvió a subir la tela que cubría su cuerpo, se enderezó la que le sujetaba el pelo y se dirigió con pasos firmes hacia el dormitorio.

Allí estaba, abriendo y cerrando cajones como un poseso. Había tenido el atrevimiento de bajar su maleta azul, la que únicamente usaba para los viajes largos, y la tenía abierta en el suelo.

—¿Qué crees que estás haciendo?

Martín estaba demasiado ocupado haciendo su equipaje. Ahora le tocaba el turno a los jerséis. A medida que los sacaba del armario, los iba apilando sobre la cama, al lado de las camisetas.

Luz se recostó en el quicio de la puerta con los brazos cruzados bajo el pecho y dejó pasar varios minutos. De repente, se echó a reír. A carcajadas.

—¿Te parece divertido?

—¿Ver cómo sacas toda mi ropa para tener que colocarla de nuevo en su sitio dentro de unos minutos? —preguntó Luz con aire inocente—. Con franqueza, bastante.

—Te marchas de aquí.

La seguridad que irradiaba su mirada la obligó a pensar que aquello no iba a ser tan fácil como había aventurado. Abandonó la postura relajada.

—Leire y David no están en casa.

No lo sabía con seguridad, pero de ninguna de las maneras los iba a molestar solo porque al tipo que tenía delante le entrara la neura de «es peligroso que una chica camine sola por la calle a partir de las diez de la noche». Hacía ya muchos años, desde que se había marchado de casa de sus padres, que andaba cómo y cuándo quería y que se dejaba acompañar solo si le venía en gana. No se había dejado controlar entonces por sus padres y no lo iba a hacer ahora. Además ¿quién se creía que era él para ordenarle nada? Si en algún momento había tenido la oportunidad de hacer algún comentario a ese respecto, desde luego, que la había perdido en el instante en el que decidió que prefería pasearse con aquella rubia.

—Estoy convencido de que las llaves de su casa aparecerán en cualquiera de tus cajones en cuanto te lo propongas —afirmó él con la mirada puesta en algún lugar por debajo de su cuello.

Luz imaginó la dirección de sus ojos y, sin desearlo ni pensarlo, la temperatura le subió cinco grados. De golpe.

Mierda.

La traición de su propio cuerpo ante aquellos ojos color mar la desestabilizó por completo.

—Ese es el problema, que yo solo hago lo que me propongo y que solo me propongo lo que quiero —consiguió decir.

—Me da igual adónde vayas; a casa de tus padres, de tus hermanos si los tienes, de una prima, amiga, abuela, tía, de tu jefe o adonde te dé la gana, pero te vas de aquí. Ahora.

—Bonita retahíla.

A cualquier sitio menos a su casa.

Y, desde el fondo de las entrañas, le salió lo único que le quedaba: la rabia.

Lo apartó de un empujón, sacó el cajón de su ropa interior y lo vació dentro de la maleta. Entero. Después, cogió el resto de las prendas que estaban sobre la cama y las arrojó encima.

—Ya está, equipaje hecho —le retó con las manos en la cintura—. Ahora, márchate de aquí para que me arregle.

Martín, impresionado por el arranque de furia, solo pudo mirarla fijamente antes de salir del cuarto.

Fue una suerte para él que Luz fuera una de las más fieles seguidoras de los refranes «Despacio que llevo prisa» y «Lenta pero segura». Sentado en el sofá, tuvo todo el tiempo del mundo para reflexionar. Y para calmarse. Había ido allí a por ella movido por el pánico de saber que podía estar en peligro por su culpa y que no se quedaría tranquilo hasta que la viera fuera de aquella casa con… La conocía y por eso sabía que fuera donde fuese y estuviera donde estuviese, Luz haría siempre su santa voluntad. Y eso significaba que volvería a aquella casa en cualquier momento, en cuanto se le cruzaran de nuevo los cables. Solo se le ocurrió un lugar al que llevarla aquella noche, un lugar en el que él se quedaría tranquilo porque la podría controlar.

Me odiará por esto, se dijo, pero le dio igual. Así que, cuando se abrió la puerta del dormitorio, Martín se levantó de un salto dispuesto a capear el peor de los temporales. Estaba preparado para todo menos para aquello.

—¿Adónde vamos?

Luz llevaba la maleta en una mano, el abrigo y el bolso en la otra y su mejor sonrisa en medio de la cara.

• • •

Estuvo a punto de montarse en el asiento trasero del coche, muy digna, y tratar a Martín como si fuera un simple taxista. Había empezado la representación dentro del propio piso. Había salido de la habitación tiesa y arrogante y, al pasar junto a él, había dejado caer la maleta a sus pies. Pero, al parecer, él o no se había dado por aludido o no se había querido enterar porque cuando ella abrió la puerta y salió al descansillo, él todavía no se había movido. Al llegar al primer escalón y ver que no la seguía, se dio la vuelta y lo miró desafiante.

Y se encontró con una sonrisa burlona bailando en sus labios. Sonrisa que se le ha debido quedarse a vivir ahí, masculló en silencio mirándolo de reojo mientras conducía.

¿Adónde vamos? le había preguntado ella con tono inocente. Pero él ni se había dignado contestar. Claro que después de verle salir por la autopista camino de Durango no era muy difícil adivinar que acabaría en medio de la campiña en aquella casucha en la que vivía. Lo cierto era que le daba lo mismo donde terminara aquella noche, se alegraba de salir de aquella casa.

El día anterior no había tenido tiempo ni para pensar. Entre atender al cerrajero, a las veintitantas llamadas de Leire, los lamentos de María —a pesar de que había hecho lo indecible porque nadie se enterara de su problema, la noticia había corrido como una bomba por el vecindario— y limpiar el suelo y las paredes de la cocina de arriba abajo, no se había parado a meditar en lo que le había sucedido. Pero, en cuanto se metió en la cama, comenzaron los temores. Apenas había dormido. Había dado mil vueltas y se había levantado seis veces para comprobar que la llave y el pasador de seguridad que se había hecho instalar estaban cerrados. Llevaba todo el día luchando entre la desazón que le producía estar encerrada entre aquellas cuatro paredes y el sentimiento de culpa de haber hecho algo que hubiera provocado aquel ataque. Si hubiera denunciado el robo del bolso como Leire me insistió

Menos mal que, por lo menos, sacaría algo de beneficio del combate que había tenido con Martín, pensó mirándole de reojo: aquella noche dormiría tranquila.

La palabra dormir se asoció en su mente a la palabra cama. De seguir por aquel camino estaba perdida.

La foto del interminable lecho del piso superior se interpuso en su lucidez. Y se abandonó a sus ensoñaciones. Todas y cada una de las partes del cuerpo de Martín se le aparecieron en una secuencia inagotable. Además, tres cuartos de hora oliendo su colonia, observando aquellas manos aferradas al volante y escudriñando su perfil no era una cosa que le pasara inadvertida. Había intentado convertirse en estatua de piedra, pero, según pasaba el tiempo, la sólida roca granítica se había ido transformando en piedra pómez. Y, en aquel momento, su fortaleza tenía más agujeros que un queso de Gruyere.

El sonido del teléfono interrumpió sus pensamientos y la voz que se oyó a través del manos libres del coche consiguieron que regresara a la cruda realidad.

Martin, my dear. Where are you?

Luz le miró por el rabillo del ojo. Está sonriendo, pensó. Sabía quién le llamaba. Y la esperaba. No había dejado sonar el teléfono ni un segundo antes de descolgar.

Y aquel indicio le sirvió para ratificar lo que ya conocía: ni él era el hombre de su vida ni ella estaba dispuesta a esperar a que se decidiera. Ya lo había desechado una vez y ahora solo le quedaba lavar su recuerdo. Si algo tenía claro era que no iba a sufrir por un cretino que no se aclaraba.

Sabía que no le debería importar lo que Martín hablara con la rubia, pero, a pesar de no chapurrear más que dos cosas de inglés, puso todos sus sentidos para seguir la conversación.

Por el momento, la suerte la acompañaba. Menos mal que Martín no había cogido mucho acento en los años pasados en la ciudad de los rascacielos.

Driving towards home.

Maldisimuló una mueca burlona. ¿Dónde va a estar a estas horas y con este frío, so tonta? Yéndose a casa.

Dear, I was waiting for you at the hotel. I thought

I’m sorry, Bella. I was resolving one problem.

¿Problema? ¿Eso era lo que ella era para él?

Las siguientes frases no pudo entenderlas. La conversación se había hecho más fluida y se perdió intentando captar lo que decía la americana. Aunque le quedó muy claro que aquella rubia había salido de caza. Y Luz estaba convencida de que eran pocas las veces que perdía la presa sobre la que había puesto el ojo.

Yes, I’m thinking on it. Don’t worry. I’ll be at the hotel tomorrow morning to take you to the airport.

Tomorrow morning, tomorrow morning. Le entraron ganas de hacerse cargo del coche, pisar el freno hasta el fondo y decir a aquel… aquel… que no esperara hasta la mañana siguiente para consolar a la palomita. Que se largara en aquel mismo instante.

Bye, Bella.

—Por mí no lo hagas. Sigue con tu conversación.

—La conversación ya se había acabado.

—¿A sí? Pues no me había dado cuenta ¡Como yo no sé inglés! —repuso con falsa ingenuidad.

Él le echó una rápida mirada y a Luz le pareció descubrir una sonrisa en su boca. Está claro que hablar con ella le ha devuelto el buen humor, pensó abatida en el mismo instante en el que llegaban.

Cuando el coche paró, Luz salió de él con mucha dignidad.

—¿No vas a coger la maleta? —escuchó a su espalda justo después de que la puerta del conductor se cerrara.

Ella se giró envarada, en un intento de transmitir una seguridad que no sentía.

—¿No eras tú el que tenía tanto interés en que la hiciera? Pues ahora carga con ella.

• • •

—¿Adónde vas con mis cosas? —preguntó Luz a Martín cuando entraron en la casa y le vio dirigirse hacia las escaleras.

Él se detuvo en el primero de los peldaños y se giró.

—¿No decías que me hiciera cargo de ella?

Luz se plantó a su lado en dos zancadas y le arrebató su equipaje de un tirón.

—Si piensas que voy a dormir contigo esta noche después de todo, es que eres mucho más arrogante de lo que me imaginaba.

—¡¿Después de todo?! ¿Después de qué?

—Después de… —Después de que soplas los vientos por esa f…—, después de que me has sacado de mi casa a empujones.

—No recuerdo haberte tocado ni una sola vez —a pesar de lo que me apetecía quitarte aquella ridícula toalla de un tirón y tumbarte sobre la cama.

—No lo decía en sentido literal.

—Tengo que añadir que eres una presuntuosa al dar por supuesto que tengo algún interés en acostarme contigo esta noche —añadido sarcástico.

Esta noche, y mañana, y al otro, y ayer, y anteanoche y todas las noches desde hace más de cuatro meses.

—Pues entonces, por primera vez en mucho tiempo, estamos de acuerdo porque ni tú quieres acostarte conmigo ni yo hacerlo contigo. Así no hay malentendidos, yo dormiré…

Echó un vistazo a su alrededor. El sofá era el sitio más lógico. Pero, por otra parte, tres metros, aunque fueran en pisos distintos, no era distancia. Y ella se conocía. Agotada y atemorizada como estaba; con la fuerza de voluntad llevada hasta el límite después de las últimas veinticuatro horas; y con Martín a un paso de ella, no iba a necesitar más que despertarse un par de veces para salvar la distancia y meterse en su cama en busca de consuelo.

—¿En la calle? —preguntó Martín con ironía al ver que no se decidía.

—¿No tienes otra habitación?

—Sí. Ahí detrás, el estudio —señaló en dirección a la calle.

—Será perfecto.

Martín se quedó perplejo. Estaba claro que había perdido el juicio. ¿Sabía el frío que hacía en el campo en pleno febrero en un habitáculo sin calefacción? La miró estupefacto. Desde luego, parece decidida a estar lo más lejos de mí que pueda. Pues bien, que lo haga.

—Te acompaño —comentó con tranquilidad, como si hiciera aquello con todos sus invitados.

Luz le siguió en la oscuridad mientras daban la vuelta a la casa. Cuando Martín abrió la puerta y entraron en el laboratorio, ella ya se había arrepentido de su incapacidad para contener el genio. Con lo a gusto que hubiera estado en su cama y entre sus brazos.

—Es perfecto —repitió cuando él abrió la puerta y encendió la luz.

Martín se apartó de ella y se dirigió a una de las paredes. Comenzó a bajar un colchón que había apoyado en ella. Su madre se lo había prestado cuando se mudó a aquella casa, antes de que comprara los muebles del propio dormitorio, y todavía no había encontrado el momento de devolvérselo.

—Por lo que veo eres una chica poco exigente con su propio descanso —farfulló.

—Lo que soy es una mujer muy exigente con quién descanso.

Martín no acusó el disparo y mantuvo el tipo a la perfección y Luz no se dio cuenta del efecto que causaban.

—Espero que duermas bien y que no seas de esas personas que se levantan un par de veces cada noche para ir al baño, porque aquí, ya sabes —explicó con el pulgar apuntando hacia fuera con la intención de fastidiarla todo lo que pudiera—, hay mucho campo.

—No te preocupes —aseguró ella con rudeza—. No creo que lo necesite.

—Ahora te traigo la ropa de la cama —le espetó él antes de desaparecer en la oscuridad.

No tardó mucho tiempo en volver. Arrojó un par de mantas y un juego de sábanas sobre el colchón y se despidió con un hosco «Buenas noches».

Luz se acostó en seguida; no tenía otra cosa que hacer, ya que tanto la cocina como la televisión estaban al otro lado del muro. Es un grosero. Ni siquiera me ha invitado a tomar algo, a pesar de que sabía a la perfección que estaba sin cenar. ¡Da igual! Tampoco tengo hambre.

Le costó dormirse.

Al principio, los sonidos de la televisión acapararon su atención. Se esforzó por captar los diálogos, pero lo dejó pronto, cansada de no entender nada y se dedicó a dar vueltas a la cabeza. Para nada, para no hacer más que enfadarse todavía más con aquel energúmeno y con ella misma por haberse dejado llevar de nuevo por su tremendo carácter. Bastante tiempo después, el ruido de fondo desapareció y escuchó pasos por encima de su cabeza. Martín ya se acostaba. Se concentró en seguir los movimientos y averiguar qué estaba haciendo en cada momento. Lo oyó entrar en el baño, escuchó el agua corriendo por las cañerías. Y, por fin, silencio absoluto.

Permaneció atenta un rato más, pero la falta de sonidos consiguió que sus párpados se cerraran poco a poco. Se acurrucó bajo las mantas y se quedó dormida sin apenas darse cuenta.