15

Luz revisó el último extracto de la tarjeta VISA que había recibido apenas unos días antes y tomó la decisión.

Se marchaba de rebajas.

De rebajas, gangas, descuentos o… lo que cayera.

Echó un vistazo rápido al armario. Nada de caer en la tentación de comprarme otro abrigo, se dijo, ni siquiera una chaqueta de entretiempo. Con esfuerzo, empujó a un lado las primeras prendas y siguió haciendo inventario. Tres camisas blancas, dos azules, otras dos, no, tres rosas o similares, cuatro faldas, escribió mentalmente, más la azul que me compré para Reyes y que está en la lavadora. Se fijó en una de las perchas de la que colgaban varios pares de pantalones y apuntó en la memoria tres de color negro. Los sacó y los observó uno detrás de otro y no fue capaz de saber cuál era el más viejo y cuál el más nuevo. Los había comprado en distintos años y siempre con la idea de tirar el que tenía en casa, cosa que al parecer nunca había sucedido. Lo primero que haría, después de regresar, sería hacer una buena limpieza de todo aquello y donar la mitad de todos sus trapos a cualquier asociación que recogiera ropa. Siempre habrá alguien que le pueda dar uso.

Vaciaría el guardarropa. Sustituiré mi vestuario, daré un cambio radical a toda mi ropa y a mi vida también, se dijo cuando la imagen de Martín se le coló en los pensamientos.

Se desembarazó del pijama con ánimos renovados y se metió en la ducha. Estaba más que dispuesta a que el agua barriera los nubarrones que daban vueltas en su mente desde la noche anterior. Acababa de echarse el champú encima cuando le pareció escuchar el timbre del teléfono. Escuchó para confirmar que, en efecto, era en su casa en dónde sonaba y comenzó a frotarse el pelo, haciendo caso omiso al ruido que se colaba por la puerta abierta del cuarto de baño.

No tenía gana alguna de hablar con nadie. Además, solo había tres personas que pudieran estar intentando localizarla a aquella hora de la mañana. Y no tenía ningún interés en escuchar a ninguna de ellas.

Aunque si era Irene, podía manejarla como quisiera y engañarla por segunda vez aquella semana. El día anterior se había salvado de su hermana apelando a la tan manida excusa de me duele un poco la cabeza.

Quitarse a Leire de encima los últimos días había sido bastante más complicado. En el mismo momento en el que entró por la puerta de la Fundación después del desafortunado almuerzo, su amiga la había acorralado para que confesara qué era lo que le sucedía ¿Tanto se le notaba? Según Leire había llegado con la cara desencajada. ¿Ella? ¿Y por haber visto a semejante… majadero con semejante… tipeja? ¡Ja! Había tenido que apelar a la falta de pastillas para contrarrestar los dolores de la regla para zafarse del interrogatorio al que estaba siendo sometida. Media hora más tarde tenía encima de la mesa una caja de Saldeva, un vaso de agua y una enfermera aficionada que la miraba amenazadora y que no desapareció hasta que vio cómo dos de las pastillitas desaparecían por su garganta. Y lo peor era que ni siquiera las necesitaba.

La tercera opción todavía le daba más pánico. Pensar que podía ser Martín de nuevo le ponía la piel de gallina.

Se restregó el cuero cabelludo con más fuerza de la necesaria. No, se dijo mientras zambullía la cabeza debajo del agua. No, no se molestaría en comprobar quién era el que tanto insistía.

Un rato después, llamaba a la puerta de María con la cabeza limpia y la mente despejada. La anciana todavía estaba desayunando, a pesar de ser las once de la mañana.

—No te voy a repetir que tienes unos horarios muy tardíos —la reprendió, como siempre que la pillaba.

María le hizo un gesto con la mano.

—Déjame, hija. Que este es el único vicio que me queda. ¿Dónde vas tan guapa?

Luz se había esmerado para estar radiante aquella mañana. Había tardado mucho más tiempo del normal en pintarse y en buscar un modelito con el que se viera inigualable. Quería mirarse en las lunas de los probadores y encontrarse con la resplandeciente mujer que sabía que era. Nadie que la viera por la calle se imaginaría estar delante de una mujer despechada.

—Me marcho de compras, María —contestó con una sonrisa—. Voy a gastarme la paga extra que cobraré en junio.

Esta hizo un gesto de complacencia.

—Haces bien. Ahora es cuando tienes que lucirte todo lo que puedas. Dentro de unos años no podrás hacerlo, aunque quieras. Anda, vete ya, que esta vieja tonta y solitaria te está retrasando demasiado.

—No seas sosa —apuntó Luz mientras se acercaba a darle un beso—. Sabes que no me cuesta nada pasarme por aquí y ver cómo te encuentras.

—Lárgate antes de que se te haga tarde —le riñó la mujer empujándola con cariño.

No había bajado un par de tramos cuando se detuvo. Alguien pulsaba uno de los timbres desde el telefonillo de la calle y, a tenor por cómo insistía, tenía prisa. Le pareció que llamaban a la casa de María. No, es más arriba, decidió y continuó descendiendo las escaleras.

Al llegar abajo, vio a un hombre al otro lado de los cristales. La sangre se le concentró en las sienes. Martín. Venció el impulso de darse la vuelta, subir hasta su casa, cerrar con llave, meterse en la cama y taparse la cabeza con las mantas. En vez de ello, enfrentó el problema. Cuando estuvo segura de que no dejaba pasar a su peor pesadilla, abrió la puerta.

Ni le dio tiempo a notar que no era Martín porque antes de que pudiera poner un pie en el exterior, un desconocido entraba propinándole un fuerte empellón.

—¡Maleducado! —exclamó Luz desde el extremo del portal al que la había empujado.

El hombre, que salvaba las escaleras de dos en dos, no se dignó a contestar y mucho menos a disculparse por haberle dado un empujón que la había empotrado contra los contadores del agua.

Salió a la calle frotándose el hombro izquierdo, dolorido por el impacto contra el armario de aluminio.

¡Lo que me faltaba hoy!

• • •

¡Malditas botas!

Luz caminaba por la Avenida de Laburdi con unas ganas locas de entrar en casa y tumbarse en el sofá. Después de pasar la mañana subiendo y bajando escaleras, recorriéndose todas y cada una de las tiendas del Casco Viejo y de la Gran Vía, incluyendo los seis pisos del Corte Inglés, encaramada en las botas de tacón más alto que tenía, estaba muerta. Cuando entró en el portal, no aguantó más e hizo lo que se moría por hacer desde hacía ya mucho rato; se las quitó y lanzó un suspiro de placer. Aquello era lo más delicioso que le había pasado en los últimos… ¿diez años?, si exceptuaba la escena de sexo en la bañera. Sacudió la cabeza para obligar a aquella imagen a evaporarse.

Comenzó a subir, cargada con las botas en una mano y las bolsas de lo que había comprado en la otra. Al llegar a la planta de María, pasó de largo. Le quedaban las fuerzas justas para alcanzar el quinto piso.

Pero cuando empujó la puerta de su casa y se encontró con lo que tenía delante, lo que llevaba en las manos se deslizó y se precipitó sobre el felpudo.

¡Ay, Dios!

Era como si un tornado se hubiera colado por la ventana y hubiera arrasado con todo lo que había a su paso.

La consola, que antes estaba a la izquierda de la entrada, yacía ahora cruzada, camino de la habitación. También el sofá estaba dado la vuelta con las patas hacia arriba y mostraba las tripas al mundo. El resto de la sala estaba cubierta por los trozos de lo que había sido la modesta cristalería con la que agasajaba a sus invitados; los cojines, sobre los que se había tumbado la noche anterior, estaban tirados a los pies de la ventana; los volúmenes de la enciclopedia, que le habían regalado con la suscripción anual de uno de los diarios que se compraban en la Fundación, desaparecían debajo de la mole negra del aparato del televisor, el cual, no le cabía duda, había pasado a mejor vida.

¡Ay, Dios!

No fue capaz de entrar. Se dejó caer sobre el felpudo y de rodillas, abrazada al bolso, aguantó las ganas de romper a llorar.

Le costó organizar la mente y, cuando consiguió serenarse, se levantó lo más deprisa que pudo, recogió como un autómata todo lo que se le había caído de las manos, entró en la casa y cerró la puerta. No quería que cualquier vecino descubriera lo que había sucedido.

Recorrió toda la vivienda. Ninguna de las habitaciones se había librado del asalto, ni siquiera la cocina había salido indemne. Alguien se había divertido haciendo estallar los botes de verduras y legumbres, con los que solucionaba más de una comida, contra el suelo. Después de recorrer el campo de batalla, optó por encerrarse en la habitación que había salido más beneficiada en la agresión: el cuarto de baño. Aun así tuvo que recoger las cremas, pinturas, peines y el cepillo de dientes, y volver a colgar la cortina de la bañera.

Sentada en el inodoro, pensó en qué hacer. Lo último que quería era enfrentarse con una horda de funcionarios que la achicharraran a preguntas. Era sábado. Irene comía en casa de sus padres. Leire era la única persona a la que podía recurrir.

• • •

Estaba a punto de cerrar cuando el joven oyó sonar el teléfono de la oficina. Atravesó la tienda deprisa sorteando los muebles antiguos, apilados a la espera de posibles clientes.

—Está limpia —dijo una voz desde el otro lado del teléfono.

—¿Qué demonios haces llamándome a este número? —preguntó irritado.

El interlocutor no se dio por aludido y siguió la conversación.

—La mujer está limpia. No hay nada en su apartamento que nos inculpe.

—¿Estás seguro?

—Todo lo que se puede estar después de comprobar uno a uno los discos y cintas de vídeo que guardaba.

—¿Y el tipo que la acompañaba?

—Él sí. Ese está en el ajo. En su casa no aparece nada, aunque el otro día le pillé hablando con la pasma. Algo trama.

—¡Habrás sido discreto!

—El tipo ni se ha enterado. Se pasa todo el día fuera con una u otra mujer. La casa de la chica… ha quedado un poco desordenada —rió—. No te preocupes, creerán que ha sido un robo normal y corriente.

—¡Imbécil! —pareció cavilar unos instantes—. ¿Habrá que cancelar la operación?

—Ni hablar. Puedo mantenerle a raya.

—Más te vale —farfulló—. Entonces, la operación sigue adelante. ¡Y no se te vuelva a ocurrir llamar otra vez a este número!

El joven se quedó mirando el auricular por el que ya solo se oía el sonido de la línea. Esperaba que todo saliera bien. Como sucediera algo, el que le había recomendado trabajar con semejante tipo se iba a enterar. La torpeza y la arrogancia raras veces eran buena combinación en aquel negocio. Y a aquel idiota le sobraban las dos cosas.

Miró el reloj. Ya era hora de cenar. Cuando salió a la calle, lo recibió un aire glacial. Comenzó a bajar la acera mientras, a su espalda, el cartel Viuda de Ruipérez e Hijos. Arte religioso se mecía peligrosamente, agitado por el viento.

• • •

Luz todavía temblaba cuando sonó el timbre. Había pasado media hora desde que hablara con su amiga y seguía sentada en el cuarto de baño, sin poder reaccionar, y con miedo de volver a enfrentarse al desastre del otro lado de la puerta.

—¡Luz! ¡Luz! ¡Abre! ¡Somos nosotros! —oyó a Leire por encima de los golpes.

—¡Voy! —gritó y se apresuró a salir del refugio.

Antes de poder decir palabra, su amiga se abalanzó sobre ella y la estrechó entre los brazos. Luz se aferró a Leire como a una tabla en medio de una tormenta. El rato que había pasado sola había bastado para ponerla en un estado de nerviosismo que ni ella misma podía explicar. Haber sido víctima de aquel atraco la hacía sentirse estúpida. Estúpida e indefensa. Y lo odiaba. Aborrecía la sensación de fragilidad que la había invadido en el momento en el que encontró su casa de aquella forma. Además, lo peor de todo era que la necesidad de sentirse protegida casi la había empujado a hacer una monumental memez: había estado a punto de llamar a Martín. Gracias a Dios todavía le quedaba un poco de cordura y se había controlado antes de cometer el mayor error de su vida. Y, ahora que tenía a sus amigos allí, con ella, se alegraba hasta el infinito de no haberlo hecho.

—¿Estás bien?

Leire la observaba angustiada. David le apretó en un hombro en señal de apoyo y Luz le dedicó una sonrisa tranquilizadora.

—Todo está bien. Yo estoy bien —aclaró. Se apartó un poco—. El piso un poco desordenado, como veis —se obligó a bromear.

Leire dio un paso adelante.

—Pero ¿por qué?

Luz se encogió de hombros y les instó a entrar. Cerró la puerta.

—Me la he encontrado así cuando he llegado.

—Esto ha sido el desgraciado que te robó el bolso el otro día. Tenías que haber cambiado la cerradura. ¡Eres la persona más confiada del mundo! Ya te insistí que…

A Luz se le torció el gesto. Lo último que necesitaba era que le echaran un rapapolvo.

—Creo que lo de buscar al culpable deberíamos dejarlo para los profesionales —aconsejó David más centrado—. ¿Has avisado a alguien?

Luz negó.

—Solo a vosotros. No sabía qué hacer —confesó—. He preferido esperar a que llegarais.

Leire comenzó a desabrocharse el abrigo.

—Pues nos has pillado de casualidad. Hace un rato nos han avisado de que ha fallecido uno de los tíos de David y tenemos que acercarnos al tanatorio.

Luz hizo de tripas corazón y se comportó como si fuera una persona cabal.

—Pues entonces, no sé qué hacéis aquí.

—No seas tonta. No pasa nada si llegamos a última hora de la tarde —la tranquilizó David—. ¿Dónde podemos hablar? —preguntó observando el caos a su alrededor.

—No lo sé. Lo único que he ordenado un poco ha sido el cuarto de baño —reconoció Luz—. Estaba a punto de hacer algo con la cocina. Parece la sala de deshechos de una fábrica de conservas.

—No debes tocar nada —dijo David asomando la cabeza para ver si la descripción de Luz coincidía con la realidad—. No está mal. Al parecer, el que ha entrado no tenía nada mejor que hacer que divertirse arrojando uno a uno los tarros que tenías para hacerlos estallar. El vecino de abajo tiene que haberse enterado de lo que estaba sucediendo.

—Abajo no vive nadie.

—Vamos a sentarnos —sugirió Leire.

Por fortuna, la mesa estaba en la zona practicable. Se acomodaron como pudieron en uno de los lados.

—Venga, al grano —se impacientó Leire—. ¿Qué se supone que es lo primero que hay que hacer en estos casos?

—Llamar a la Ertzaintza —sugirió Luz.

—Y avisar al seguro de la casa —añadió David—. Supongo que tendrás una cláusula por robo.

Ella se encogió de hombros. No tenía ni idea. El mismo banco que le concedió la hipoteca le había obligado a suscribir un seguro con ellos y no se había molestado en saber cuáles eran las cláusulas del mismo.

—Tú te encargas de lo primero y yo de lo segundo. David, tú apoyas a Luz. Enteraros bien del trámite a seguir. ¿Dónde tienes el número del seguro?

—En la mesilla de la habitación. En el cajón de abajo.

—Voy a por él, mientras vosotros hacéis la denuncia.

Las gestiones duraron más de lo previsto. Cuando Luz conectó con el Servicio de Información de la Ertzaintza, la persona que le atendió le tomó todos los datos y le indicó que colgara y que en un instante se pondrían en contacto con ella. Tuvo que esperar, impaciente, más de diez minutos hasta que el teléfono volvió a sonar. Y, a partir de ese momento, fue más de lo mismo. Volvió a contar toda la historia de nuevo. Después de que ella hubiera acabado la narración, el ertzaina que le había escuchado comenzó a repetir todo lo que ella acababa de contarle. Y Luz empezó a ponerse de mal humor. Menos mal que a su lado tenía a David, que le indicaba con gestos que se calmara cada vez su tono de voz subía de decibelios.

—Sí, pero ¿van o no van a venir?

—…

—Entiendo, es decir, que tengo que esperar a que aparezca alguien.

—…

—¿Y si no llegan?

—…

—Ya, no se preocupe que no voy a tocar nada mientras tanto.

—…

—y que me tranquilice, claro. Eso lo dice usted porque no ha visto cómo está mi casa —se exasperó haciendo un esfuerzo para no perder los nervios.

—¿Qué te han dicho?

—Lo que has oído. Que viene una patrulla de camino y que no toque nada hasta que ellos lleguen. Debe de ser porque van a tomar las huellas dactilares, como en C.S.I.—comentó con voz burlona.

—Bueno, pues a esperar se ha dicho —dijo él a la vez que se levantaba—. ¿Cómo le irá a Leire?

Cuando encontraron a Leire, esta tenía la frente apoyada en la puerta de la entrada y el móvil pegado a la oreja. No tuvieron que preguntar nada más. Solo con verle la cara, se imaginaron la respuesta.

Mal.

• • •

Aquello era una pesadilla. Bastante peor de lo que nunca habría supuesto.

Luz se agarró a la mesa para no echarse al cuello del hombre que tenía delante.

—¿Otra vez? ¿Me está diciendo que se lo tengo que repetir de nuevo? ¿Me está usted pidiendo que, a pesar de que ya he relatado mis desgracias con todo lujo de detalles a la chica que me cogió el teléfono, al otro… compañero suyo con el que me pasaron después, a la pareja de jovenzuelos que aparecieron por mi casa, al de la mesa de la entrada y a usted, tengo que volver a narrarlo de nuevo por quinta vez?

—Si es usted tan amable —le dijo aquel ertzaina con voz calmosa.

Era un tipo calvo, con problemas de sobrepeso y, al parecer, sordo.

Luz le observó con antipatía. ¿No se suponía que les hacían unas pruebas físicas para entrar en el cuerpo? Pues este debió festejar que las había aprobado con una buena cena y todavía no ha dejado de comer.

—No, no soy amable, mire usted por dónde. La cordialidad se me acaba de agotar —decidió—. Me marcho a mi casa que, como usted imaginará, tengo muchas cosas que hacer en ella.

—Señorita, cálmese.

—¡¿Qué me qué?! —gritó de pie y con las manos apoyadas sobre la mesa.

Eso ya era el colmo, después de lo que le había sucedido, encima ese… cara de torta le insinuaba que estaba poniéndose histérica. ¡Y qué si quería ponerse histérica! ¡Tenía todo el derecho del mundo a ponerse como le diera la gana! Era su casa la que habían saqueado y de la que se habían llevado la cámara de fotos, el reproductor de DVD y todas las películas que tenía.

El hombre la miró con cara de susto y, cuando Luz le hizo un gesto para instigarle a desafiarla, se volvió hacia la persona que ocupaba la mesa contigua. En ella había una mujer de la que Luz no se había percatado hasta ese momento.

Era joven, y guapa y Luz pudo ver cómo fruncía el ceño en dirección al… zampabollos aquel. Si al menos fuera ella la que la atendiera… Pero no tuvo suerte. El papanatas que le había estado tomando declaración pareció reaccionar ante la mirada contrariada de la chica.

—Pase por aquí, por favor —le dijo a la vez que la sujetaba por el codo y le urgía a acompañarle.

Luz estuvo a punto de desembarazarse de él y dejarle con dos palmos de narices, pero lo pensó mejor. Cuanto antes acabara con aquello, sería mucho mejor para todos. Así pues, obedeció a la presión que el hombre ejercía sobre su brazo y le siguió hasta una sala.

—Pase, por favor. Siéntese. Enseguida regreso con el informe de la denuncia para que lo firme.

Luz se limitó a quedarse callada.

Cuando salió, examinó el sitio. En el centro había una sencilla mesa. Unas sillas a su alrededor completaban el mobiliario. Una ventana ocupaba una de las paredes de lado a lado. ¿Sería aquello una sala de interrogatorios? Desde la ventana se veían los coches que pasaban por la Avenida del Lehendakari Agirre.

Luz no pudo pensar en nada más porque la puerta se abrió en aquel momento. El gordo volvía de nuevo.

—Aquí le traigo el informe. —Le acercó unos papeles grapados entre sí—. Léalo despacio, las veces que sean necesarias, hasta que esté segura de que todos los detalles que usted recuerda están reflejados en él. Y, solo entonces, fírmelo —añadió mientras se sentaba a su lado.

¿Qué le había sucedido a aquel tipo para volverse tan agradable? Seguro que la mujer de la mesa le había cantado las cuarenta.

Luz hizo lo que le indicaba. Lo leyó con detalle y lo repasó varias veces. Desde el punto en el que contaba cómo le habían robado el bolso días antes hasta el momento en el que había entrado en su casa, incluyendo los puntos en los que negaba entender qué había pasado por la mente de los ladrones cuando decidieron llevarse una mala cámara de fotos que le había tocado en una rifa de Navidad en su trabajo anterior, un reproductor de DVD, que no valía ni treinta euros, y su colección de películas adquiridas en el top manta y, en cambio, habían abandonado un televisor SONY, en el que había invertido parte del finiquito de la otra empresa, y un más que respetable equipo de música.

—Ya está —anunció después de garabatear la firma en la última hoja de la denuncia.

El agente se había levantado en el momento en el que Luz comenzó a releer el informe y, durante todo aquel rato, había estado mirando por la ventana hacia la calle.

—Bien —comentó mientras se acercaba a ella—. Ya se puede marchar.

Camino de la salida, volvió a pasar por el lugar en el que había estado antes. La mujer seguía en el mismo sitio. Se dedicaba a ojear fotos. Luz la sonrió al pasar y ella le guiñó un ojo como respuesta. El gruñido que soltó el hombre que la acompañaba le confirmó la idea de que había tenido algo que ver con el cambio de actitud de aquel dechado de profesionalidad que la había atendido.

• • •

Leire la vio acercarse y respiró tranquila. Se había alarmado mucho cuando, al volver a entrar en la comisaría, no la había encontrado por ninguna parte. ¿Dónde podría haberse metido? Ninguno de los agentes que atendían al público había podido indicarle qué le podía haber pasado a su amiga.

—¿Todo bien?

—Perfectamente —contestó Luz apretándole las manos—. Al principio me costó hacerme entender, pero al final nos hemos aclarado, ¿verdad? —preguntó a su acompañante, que se limitó a hacer un gesto de aceptación.

—Entonces ¿podemos marcharnos ya?

—Solo necesitarán un momento para que les entreguen una copia de la denuncia y ya se podrán ir. Acompáñenme por aquí.

Acabaron delante de otro mostrador donde les entregaron una de las copias del informe, sellado y con la fecha del día. La administrativa que allí estaba comprobó otra vez los datos de Luz solo para confirmar dónde podían localizarla.

—¿Y David? —preguntó cuando ya se dirigían hacia la salida.

—Hablando con los del seguro. Ahí lo tienes —dijo Leire al ver a su novio atravesando las puertas de la comisaría—. Parece que al fin lo ha solucionado. Viene sonriendo. Al parecer, el agente que lleva tu expediente se ha roto una pierna. Hemos tenido que hablar con varias personas antes de dar con alguien que nos atendiera y eso porque David me ha quitado el teléfono y se ha puesto como un energúmeno asegurando que no pararía hasta hablar con el director. No has podido dar con una compañía más complicada que esta. Es imposible dar un parte.

Luz se encogió de hombros.

—Con la que me obligó el banco a firmar.

David llegó hasta ellas con una sonrisa pintada en la boca, rodeó con el brazo la cintura de Leire y puso un beso en su sien antes de hablar.

—Todo resuelto. Solo falta que les envíes una copia de la denuncia para que comiencen todos los trámites —comunicó a Luz.

Esta agitó el papel que todavía llevaba en la mano.

—Lo nuestro ha costado, pero está hecho.

—Bien, ahora solo queda…

—Limpiar, limpiar y recoger. Y volver a dejarlo todo como estaba esta mañana. Venga, vamos. Cuanto antes empiece, antes acabaré —les instó encaminándose hacia la salida.

Leire y David se miraron resignados ante la aparente serenidad de su amiga y la siguieron hasta la calle.

Pero Luz no estaba nada tranquila. Pensar en la posibilidad de volver a casa hizo que comenzaran a temblarle las rodillas. No quería volver a entrar en el piso sola. No antes de tenerlo todo recogido y fingir que aquello no había sucedido. No quería volver a abrir la puerta y encontrarse de nuevo con el espectáculo que la esperaba. Ni mucho menos recordar que había un malnacido que campaba por aquella ciudad con sus llaves en el bolsillo y podía aparecer en su puerta en el momento en el que le diera la gana.

Leire se quedó observando la cara de desconsuelo de su amiga.

—David, creo que me voy a quedar con Luz esta noche. Cuéntale la situación y discúlpame con tu tía por no poder estar allí —dijo como si le hubiera leído el pensamiento.

—¡De ninguna de las maneras! —saltó Luz—. No voy a permitir que te pases el resto de la vida echándome la culpa por quedar mal con tu familia política. Ya estoy escuchando tus gruñidos cuando seas viejecita: Fue culpa de esa arpía por lo que mi suegra me despreció siempre y mi suegro me ignoraba en las fiestas familiares —declamó haciendo temblar la voz como si fuera una anciana.

—Pero es que…

—No hay peros que valgan —la interrumpió—. Yo lo único que tengo que hacer es sacar la escoba y la fregona y darles uso durante la próxima hora.

David no dijo nada. No se iba a posicionar en aquella discusión. Lo cierto era que entendía la decisión de su novia de acompañar a Luz, pero también quería que acudiera con él al tanatorio. A pesar de llevar más de año y medio viviendo juntos, todavía no la había presentado a sus parientes y había pensado que aquel, aunque triste, era un buen momento para hacerlo. Eran pocas las ocasiones en las que la familia de su padre se juntaba al completo.

—Me han asegurado que a las siete en punto llega el cerrajero para cambiarte el bombín de la cerradura —comentó por si aquello ayudaba a que alguna tomara una decisión.

—¿Lo ves? Dentro de un rato me pondrán un picaporte nuevo y ni el ladrón ni tú podréis acceder a mi fortaleza.

—Que no, que no. Que yo te acompaño a casa —insistió Leire—. Me da igual que te cambien la llave y no me importa en absoluto que te sientas Superwoman en su mejor momento. No voy dejarte sola.

Luz se acercó a Leire.

—Tienes a tu lado al hombre más alto, más guapo y más viril que nunca en la vida soñaste pillar. No sé cómo lo has hecho, no te lo pregunté entonces ni lo voy a hacer ahora, pero lo que sí te digo es que como un día, sí, has oído bien, un solo día me eche la culpa de interponerme entre tú y él, no te lo voy a perdonar. Y, además, y esto es lo peor de todo, ten por seguro que no volveré a dirigirte la palabra el resto de lo que te quede de vida. ¿Has entendido bien?

Leire se quedó de piedra durante un instante, pero se echó a reír en seguida.

—Está claro, transparente como el agua.

—Me alegro de que nos entendamos. Y ahora creo que es hora de que cada uno se dedique a sus quehaceres.

Sin embargo, antes de que pudiera darse la vuelta, una mano la sujetó por el brazo.

—Me vas a prometer que vas a pedir a Martín que pase la noche contigo —exigió su amiga.

Luz la miró aturdida ¿a Martín? Si ni siquiera salían juntos. Pero ni Leire ni David lo sabían todavía. Decidió que no era el momento de sincerarse.

—Te lo prometo. En cuanto salga de aquí, le llamo —aseguró con rotundidad.