—Te ha costado encontrar un día para invitarme a comer —le espetó Irene a Luz cuando se encontraron en el restaurante en el que habían quedado.
—¿A mí? Bonita, creo que eras tú la que me debías una compensación por haberme obligado a acompañarte a la tortura aquella de los aztecas.
—¡Pero si eso fue hace más de cinco meses!
—Lo sé —aclaró resuelta.
Se acordaba a la perfección. Había sido el jueves ocho de septiembre, a las cinco de la tarde para más señas. Había sido el día que se lo había vuelto a encontrar ocho años después. Ya lo decía el refrán: La mujer es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Y, al parecer, lo que a ella se le había puesto delante era un buen pedrusco.
—Venga, rencorosa, vamos adentro que tengo hambre. ¿Has reservado para las dos y media como te dije? —Luz simuló no haberla oído. Pero su hermana la conocía demasiado bien—. ¡Luz! ¡No has llamado!
Esta se encogió de hombros mientras la obligaba a acercarse al antiguo patio de butacas.
—No te preocupes que no te vas a quedar sin comer.
A Luz le encantaba aquel sitio. Era un antiguo cine que hacía ya años alguien había reconvertido en bar de copas de noche y restaurante de día. A mediodía, ofrecían uno de los menús más atractivos de Bilbao por un precio más que razonable. La decoración era moderna y funcional, con unas enormes sillas de plástico blancas que parecían estar hechas a medida de aquel espacio.
Ambas hermanas siguieron a una chica morena de pelo corto que les condujo hasta una de las mesas vacías. Cruzaron el antiguo patio de butacas y subieron las escaleras hasta el escenario.
—Es la primera vez que estoy aquí arriba —confesó Luz mientras cogía la carpeta que la chica le ofrecía—. Me siento como Montserrat Caballé en mi primer concierto.
Y, ni corta ni perezosa, se levantó, abrió la carta e hizo amago de ponerse a cantar.
—Siéntate, payasa —exclamó su hermana completamente avergonzada—, que todo el mundo nos está mirando.
Luz se giró y miró hacia abajo, apenas había cuatro o cinco mesas ocupadas.
—Exagerada. Si no hay casi nadie. Tú y tus prisas por llegar pronto.
—Espera un cuarto de hora. Verás como no cabe un alfiler y se forma una cola descomunal. Desde navidades he intentado venir dos veces y siempre he tenido que acabar comiendo en otro sitio.
Luz examinó lo que tenía a su alrededor.
—Lo cierto es que está bien. Me gusta la iluminación.
—También. Y los comensales. Y el ambiente de las noches. —Luz vio sonreír a Irene—. Los abuelos no se acercan a este oscuro antro de perdición.
—¡Cómo está cambiando mi hermana pequeña! Voy a tener que volver a casa para meterte en vereda —anunció mientras le guiñaba un ojo.
Luz se había marchado de casa hacía ya muchos años, cuando descubrió que ni ella aguantaba a su madre ni su madre la soportaba a ella. Eran por completo incompatibles. Y, desde el momento en el que puso un pie fuera de la casa de sus padres, siempre temió que la relación con su hermana se enfriara hasta congelarse por completo. Así había sido en un primer momento, pero hacia ya años, después de una bronca familiar en plena Nochebuena, ambas habían decidido que no merecía la pena portarse como si se odiaran cuando lo que deseaban en realidad era ser una familia.
Observó a su hermana recorrer el menú. Dudaba qué pedir para comer. A Luz se le dulcificó la mirada. Al fin y al cabo ella y Leire son toda mi familia.
• • •
—¡Esto estaba de muerte! —exclamó Irene cuando depositó la cuchara en el plato vacío. Echó un vistazo al patio de butacas mientras esperaba a que su hermana finalizara—. Ya te había dicho que se llenaba. Hasta los guiris lo han descubierto —explicó mirando a una despampanante rubia que se dirigía a los servicios con un movimiento de cadera digno de una diva de la pasarela—. Te acabas de perder ver desfilar a una diosa del Olimpo.
—Es lo que tiene poner un Guggenheim en nuestra vida. Hasta hace unos años éramos conocidos por ser la ciudad más contaminada del país y ahora nos visitan hasta las estrellas de Hollywood.
—No te burles. Te aseguro que esa chica era una de ellas.
La llegada del segundo plato hizo que la conversación tomara un cariz más gastronómico.
—¡Umm! Esto tenía que estar prohibido. Voy a pedir otra porción —se deleitó Luz ante la tarta de queso con arándanos más rica que había comido nunca.
—¡Si te has comido tu ración y la mitad de la mía! Ya has acabado. Nos vamos que yo tengo que volver a fichar dentro de veinte minutos.
Luz renunció a otro plato de postre y la siguió. Ya estaban casi en la caja registradora cuando Irene hizo una seña en dirección a una mesa, situada cerca de la salida. La diosa, formó con los labios.
Luz se giró con curiosidad. Su hermana tenía razón; aquella chica era espectacular. Que era extranjera estaba claro. Del norte de Europa, por lo menos. Tenía una melena casi platino cortada a la altura de los hombros y con un flequillo muy marcado. Ni la camisa azul turquesa semitransparente que vestía ni el escote de vértigo que lucía contribuían en absoluto a que pasara inadvertida. Sin embargo, lo que más llamaba la atención eran los ojos, que exhibía sin recato a juego de la ropa.
Luz se sintió en desigualdad de condiciones. La rubia levantó la vista y se la quedó mirando fijamente con una sonrisa burlona.
Y era de ella de quién se reía.
—No sé si envidio más a la rubia o a él —escuchó a Irene.
No fue hasta ese momento que Luz se fijó en el hombre a su lado. Y le entraron unas ganas incontrolables de asesinar a alguien.
Se acercó hasta los dos comensales dispuesta a no pasar desapercibida por aquel que acompañaba a aquella mujer.
—¡Que aproveche! —dijo a su espalda con todo el retintín que pudo.
Martín se giró de inmediato. ¿Pillado in fraganti?
—¿Qué haces aquí?
—Si te parece, estoy buscando piso —le espetó mordaz—. ¿Y tú? Trabajando, por lo que veo.
—Es Isabella. Mi jefa —aclaró—, mi ex jefa.
La rubia hizo un gesto de saludo con la cabeza sin dignarse a simular un gesto de amabilidad.
Jefa y maleducada.
Luz escuchó a su hermana musitar un ya pago yo, pero apenas le hizo caso. Tenía demasiadas cosas que atender.
—Encantada —saludó Luz en perfecto castellano.
—She is Luz. My… —dudó un instante—, a friend.
Martín se debatía entre levantarse o quedarse sentado, dado que Isabella no se había movido de la silla. Al final optó por lo segundo para no dejar en entredicho el comportamiento de su acompañante. Además, ellas ya se marchan.
—Acabo de volver.
—¿Volver? ¿Acaso te habías ido?
—Isabella está buscando un entorno que le sirva para un reportaje para el próximo otoño.
—Laguardia is very beautiful.
Luz se volvió hacia él con los ojos encendidos. Deseó volver a tener veinte años y el panel de información del pasillo principal de la universidad a su disposición. Se iba a enterar el mundo entero de la opinión que aquel hombre le merecía. Pero se conformó con que leyera en su mirada todo lo que pensaba de él. Si es que la refulgente belleza de la rubia no le ha dejado ciego por completo.
Un movimiento a su izquierda le recordó que Irene tenía prisa.
—Me alegro de haberte visto —dijo con voz seca.
Sin esperar respuesta, se dirigió hacia la salida taconeando. Solo se permitió respirar cuando, después de atravesar todo el bar, las negras puertas se cerraron detrás de ellas.
—¿Quién era?
—Nadie importante. Un amigo —farfulló ante el estupor de su hermana—, un ex amigo.
• • •
Isabella observaba cómo Martín seguía con la vista a aquella bajita y desvergonzada mujer hasta que esta desapareció por la puerta del fondo.
—Es guapa —reconoció. Había elevado la voz con intención de sacar a Martín de su mutismo—. Si no fuera por ese color del pelo…
—Forma parte de su personalidad.
—Espero que no cambie de color muy a menudo —dijo burlona— o su personalidad se verá seriamente afectada.
—Que yo sepa, tiene una forma de ser bastante estable —se escuchó decir.
Cierto era que con Luz las cosas siempre parecían colgar de la cuerda floja y que él nunca sabía qué iba a pasar a continuación, pero esa era la tónica general, así que se puede categorizar de estable, pensó irónico.
—¿La conoces desde hace mucho?
—Me la presentaron hace ocho años, pero se puede decir que la vi por primera vez hace unos meses, el otoño pasado.
Isabella lo examinaba con mirada calculadora. Había tenido que ser en septiembre, antes de que tomara la decisión de volverse. ¿Tendría aquella mujer algo que ver en su resolución?
Decidió que no. Martín la había presentado como una amiga. Además, la chica no parecía estar muy cómoda que se dijera. Contempló de nuevo al hombre que tenía delante y se alegró en secreto de que aquella pelirroja les hubiera sorprendido juntos. Si entre ellos había habido algo más que amistad, no parecía que las cosas siguieran de buena manera. Además, ya se encargaría ella de que no pensara en otra persona que no fuera en ella misma. Tenía que convencerle de que volviera a New York. Ya lo había dejado escapar una vez. No iba a consentir que le volviera a suceder. Había llegado a Bilbao dispuesta a conseguir que él deseara regresar a su antiguo trabajo y a su lado. Aunque no había tenido mucho éxito por el momento. Había aterrizado el martes a media tarde y se habían pasado el resto de la semana en el coche, yendo y viniendo para examinar los distintos lugares que él le estaba mostrando. Partían a primera hora de la mañana y volvían casi al anochecer, cuando él la dejaba a la puerta del hotel y la despedía con un beso en la mejilla.
Pero ella podía ser una persona muy paciente y muy persuasiva. Sobre todo persuasiva.
—¿Qué tal la vida nocturna de esta ciudad?
Martín se encogió de hombros.
—No lo sé, en realidad no salgo mucho.
—¿No sales con tus amigos? —fingió sorprenderse a la vez que echaba una mirada furtiva hacia la puerta.
—Quedo de vez en cuando con alguien —contestó sin entrar en detalles.
Lo último que deseaba era que Isabella le sometiera a un interrogatorio.
—Por lo que veo, vas a tener que regresar a New York para volver a aprender a divertirte.
Él aprovechó la ocasión para cambiar de conversación y alejar el peligro.
—¿Cómo está Katia?
—Echándote de menos con desesperación por haberla abandonado.
—Ya será menos. Estoy seguro de que habrá buscado consuelo en brazos de alguien —dijo en alusión a la última noche que habían estado en el Crobar.
—Te aseguro que te guarda la ausencia —insistió ella con voz sugerente—. Todas lo hacemos.
¿Lo hará Luz?, pensó intranquilo. ¿Tenía que hacerlo? No estaba nada seguro. Al fin y al cabo, solo habían pasado juntos dos fines de semana y en ningún momento habían hablado de compromiso, ni siquiera de continuidad y, menos aún, de plazos. En realidad, tenía la sensación de que ambos lo habían evitado.
—¿Sabes ya cuando te marchas? —preguntó pensando en el momento en poder llamar a Luz.
—Aún no. No me acaba de convencer lo que me has enseñado hasta ahora.
—Pues no lo entiendo. Lo de ayer es inmejorable. Un lugar que aúna la tradición de las antiguas bodegas con el futuro —añadió mientras recordaba la impresionante estructura del hotel construido por Frank Gehry—. Piensa en los colores y en los paisajes del otoño. La tierra, los verdes brillantes contra los tonos arena, los rojos otoñales de las hojas contra la luz del amanecer…
Se calló mientras sus pensamientos volaban de nuevo junto a Luz.
—Lo he estado pensando esta tarde. Quiero algo más exuberante, más agresivo, más majestuoso. El mismo otoño, pero en otro paisaje; enormes castaños y árboles centenarios con bastos y rugosos troncos, nieblas bajas, un lugar que parezca que un gnomo o un elfo está a punto de aparecer. Quiero que las chicas parezcan salidas de un cuento de hadas.
—Lo tengo. Urbasa. Mañana te llevo al bosque —accedió—. Tendrás que levantarte temprano —añadió divertido.
Isabella odiaba madrugar.
Pero lo que no sabía era que aquella mujer estaba dispuesta a levantarse a las seis de la mañana si de aquel modo conseguía alejarlo de aquella hosca pelirroja. O de cualquier otra.
• • •
Horas después, Luz había guardado el antiojeras y sacaba el rímel del neceser cuando tomó una decisión.
Se acercó al teléfono y marcó los nueve números con decisión.
—¿Sarai? Soy Luz. Oye que no me encuentro muy bien y creo que esta noche no voy a salir. No, no me pasa nada. Estoy algo cansada y prefiero quedarme en casa. Venga, pasadlo bien.
Se quedó sin fuerzas cuando colgó el teléfono y tuvo que sentarse en el sofá unos minutos para tranquilizarse.
¡Maldito Martín! ¿Quién le mandaba liarse con él? ¿Por qué no le había avisado nadie de que podía acabar implicándose más de la cuenta?
No podía quedarse en casa toda la noche dando vueltas en la cabeza a la imagen de la rubia con la que había visto a Martín en el restaurante. Al salir del Antzoki, Irene se había ofrecido para quedarse con ella y tomarse un café, a pesar de que se arriesgaba a llegar tarde a la oficina, pero la había mandado a trabajar con un cariñoso beso.
Cambió de opinión. Necesitaba airearse. Decidió ir a buscar a Leire. David la odiaría. ¡Que se fastidiara! Ella conocía la mayoría de los detalles de la relación de su amiga con él. Incluso era culpable de haber animado a Leire a seguir con lo suyo. Ella era la causa de que Leire y David estuvieran juntos. Así que el novio de su amiga tendría que aguantarse y soportarla durante un rato.
Miró el reloj. Las siete y media. Con un poco de suerte la pillo antes de que él vuelva del trabajo, pensó esperanzada camino del cuarto de baño con idea de esconder la palidez que había visto reflejada en el espejo.
No había pasado media hora y ya estaba delante de la verja. Su amiga había hecho un buen negocio cuando decidió alquilar la mansión que había heredado a la Fundación. Lo del jardín era lo mejor, ellos lo cuidaban y ella lo disfrutaba.
Sacó un manojo de llaves del bolso y abrió. Para algo tiene que servir tener que ser la primera en llegar a la oficina.
Ya había anochecido y el parque estaría a oscuras si no fuera por las pequeñas lámparas solares instaladas a lo largo de los senderos y al lado de los parterres, aún vacíos de flores.
Tomó el camino de la izquierda, en dirección a la casita de su amiga. Esta había sido la residencia del abuelo de Leire hasta que murió, y el lugar donde se había instalado su nieta dos años antes.
Cuando se acercó, pudo comprobar que las luces estaban apagadas. No había nadie. Ni siquiera iba a tener suerte en aquello. Tendré que comprarme un perro para poder contarle mis problemas cuando lo necesite.
Se quedó delante del pequeño edificio sin saber qué hacer. No quería volver a su piso. Se volvería loca dándole vueltas una y otra vez al mismo tema. A pesar del frío, decidió dar un paseo. Ya estaba de nuevo en la puerta del jardín cuando pensó que no sería una mala idea acercarse a la terraza de la mansión y quedarse allí un rato, a la intemperie, contemplando las luces que se reflejaban en los últimos metros de la ría, antes de su salida al mar.
Había recorrido unas decenas de metros cuando escuchó el sonido. Esto no ha sido una buena idea. Comenzó a retroceder lo más silenciosa que pudo. Apenas había dado cuatro pasos cuando le llegó una risa contenida.
—David, no seas tonto —escuchó apenas en un susurro.
Respiró aliviada. Leire. Leire y David. Después de todo sí que estaban en casa.
Se salió del camino y se acercó con paso resuelto hacia la voz de su amiga. Por un momento, perdió el sentido de la orientación en la oscuridad, pero el crujido de una rama al partirse le sirvió para retomar la dirección correcta.
Hasta que no rodeó uno de los enormes tilos, no los descubrió. Pero allí estaban, Leire y David, unidos como si fueran una única persona. Fundidos en un beso. Un tierno beso que enseguida se convirtió en excitante para pasar a ser arrebatador. Un beso digno de Tita y Pedro en Como agua para chocolate o de Jane y el Sr. Rochester en Jane Eyre o de Desideria y Yaman en La pasión turca o de Karen y Denys en Memorias de África. Un beso infinito. Un beso que dejó a Luz sin habla y sin movimiento, que la convirtió en una triste espectadora y la sumió en un mar de desdichas a la vez que la llenaba de nostalgia.
Tuvo el impulso egoísta de toser para que los amantes se percataran de su presencia y se separaran, pero se arrepintió en el último momento. Ellos eran sus mejores amigos y no tenían la culpa de que su vida amorosa se le hubiera parado el motor y estuviera cayendo en picado desde más de mil metros de altura.
Así que hizo lo único decente que podía hacer, se dio la vuelta y se marchó sin decir palabra. Recorrió el sendero, cabizbaja y lo más despacio que pudo para que ni Leire ni David se dieran cuenta. Le entró auténtico pánico al pensar que podían enterarse de que ella había estado allí, espiándolos. ¿Qué les podía decir si la descubrían? ¿Me he marchado porque deseaba ser yo la que estuviera ahí recostada, devorando a otra persona?
La sensación de alivio no le llegó hasta después de arrancar el coche y circular durante un buen trecho. A la altura de la Iglesia de Las Mercedes, antes de ver aparecer el Puente Colgante, encendió la radio. Cualquier emisora valdría, le daba lo mismo, solo necesitaba concentrarse en algo diferente. Son las ocho y media, las siete y media en Canarias, saludó la locutora en el instante en el que dos enormes lagrimones se deslizaban por las mejillas de Luz camino de ninguna parte.
• • •
Clic, clic, clic. Clic, clic, clic, clic.
Martín disparaba sin cesar la cámara de fotos hacia la inmensidad del bosque.
Clic, clic. Clic, clic, clic.
En el momento en el que habían atravesado el pueblo de Olazti y habían tomado la carretera NA-718 en dirección a Zudaire, todo lo que había visto le había dejado maravillado. Conducir a la sombra de aquellos árboles, que se alzaban una veintena de metros por encima de sus cabezas le impresionó. La sensación aumentó todavía más cuando se apartaron de la vía principal y se internaron por un pequeño camino que encontraron a la izquierda de la carretera.
Martín caminaba con cautela, como si esperara encontrar un ser fantástico detrás de cada tronco centenario y debajo de cada una de las piedras del camino. El hecho de que fuera todavía pleno invierno, y de que los árboles no tuvieran ni una sola hoja colgando de las ramas, incrementaba aún más la ilusión de haber saltado a un mundo imaginario.
—Tenías razón. Este lugar es mágico —dijo en dirección a una descomunal haya que se alzaba delante de él.
—Sabía que tenías algo mejor que ofrecerme que lo que me habías enseñado hasta ayer —comentó Isabella apareciendo por detrás del árbol.
—Había estado aquí varias veces, sin embargo, no recordaba lo fascinante que puede llegar a ser este lugar.
—Eso es porque te obcecas demasiado en lo que tienes delante mientras te esfuerzas en olvidar las cosas que has abandonado y que puedes volver a recuperar —recalcó ella, sin apartar la vista de él.
Pero Martín no le prestaba atención y la mujer comenzó a caminar sobre el manto de hojas caídas, que se apilaban en el suelo. Ya aparecería otra ocasión más propicia para volver sobre el mismo tema. Al fin y al cabo, él le acababa de confesar que el encargo de los folletos turísticos se había paralizado. Ya se las arreglaría ella para ofrecerle algún trabajo, tan atractivo, que no podría rechazar. Y, con la alegría de quién se sabía en posesión de la baza ganadora, observó lo que la rodeaba con otros ojos. Aquello era muy agradable, era cierto, pero no era el sitio de Martín. Aunque él no se hubiera dado cuenta todavía.
El sonido de sus pasos atrapó la atención de Martín, que se dio la vuelta.
—Es como si llevaras a tu espalda un grupo de niños susurrando divertidos, que se callan cada vez que te detienes.
—En cambio, a mí, me parece estar escuchando las inquietantes pisadas de algún animal —comentó ella tras dar una patada a un montón de foresta que salió volando en todas direcciones.
Pero Martín volvía a no escucharla. Algo había atraído su atención.
—¡Isabella! —gritó—. Mira esto.
Acababa de descubrir una fisura de la roca que se abría como una boca desdentada desde las raíces de un roble.
Ella se apresuró a acercarse, tanto que las nuevísimas y resbaladizas botas camperas que había comprado el día anterior en El Corte Inglés de la Gran Vía bilbaína casi la arrastran al fondo del oscuro pasaje. Tuvo que clavar los tacones en la tierra y dejarse caer hacia atrás para evitar verse tragada por aquel negro agujero. Se quedó al borde mismo de la cavidad.
—¿Estás bien?
—¡Ay! —gruñó llevándose una mano a la cintura.
Vale, no me duelen los riñones, pero sí las posaderas. Y fuera la que fuera la parte de su anatomía que había resultado dañada, ella bien merecía sus cuidados.
—¿Puedes levantarte?
Martín se había agachado junto a ella. A Isabella le pareció delicioso verle preocupado por ella. Disimuló una sonrisa bobalicona.
—Estoy bien, estoy bien.
—Dame la mano —se ofreció él.
Se levantaron al mismo tiempo y ya se estaban felicitando por su suerte cuando la máquina de fotos resbaló del hombro de Martín. Bastó un brusco movimiento para evitar que la cámara se precipitara dentro de la sima, pero ellos corrieron la suerte que habían estado evitando solo unos minutos antes.
Fue como tirarse por un larguísimo tobogán boscoso. Cayeron sobre un mullido colchón que las hojas de las hayas y los robles del bosque habían acumulado durante varios siglos.
—Esto es asqueroso; huele a humedad y a moho —se quejó Isabella sacándose de la boca un par de húmedos trozos de… lo que fuera.
—¿Todo en orden?
Ella asintió a la oscuridad.
—Todo bien —dijo en alto—. ¿Y la cámara?
Él disparó una foto en su dirección. El destello la dejó cegada por un momento.
—Funciona.
Isabella se acercó a Martín, que apoyado en la dura pared, se recuperaba del golpe. Él le ofreció su protección y ella se instaló debajo de su brazo, recostada al abrigo del calor de su pecho.
—¿Y ahora? —inquirió Isabella un rato después, cuando notó que él se movía inquieto.
—Ahora —comenzó él a decir—, ahora —repitió como si estuviera queriendo convencerse a sí mismo— intentaremos salir de aquí por el mismo sitio por el que hemos entrado.
Isabella frunció el ceño. Aquello no era lo que ella había preguntado. Sus palabras no iban encaminadas a descubrir la forma de salir de allí. Eso, en realidad, le daba igual. Miró hacia arriba y comprobó que la apertura no estaba demasiado lejos de sus cabezas. Así que tener los pies varios metros por debajo de dónde debiera no le importaba lo más mínimo. Lo que ocupaba su mente era pensar que tendría que cambiar de táctica si quería gozar de las caricias de aquel hombre. Imposible mejor momento y mejor lugar. Solos él y yo, y sin nadie que nos interrumpa, pensó recordando una cabeza teñida de rojo. Alzó la cara dispuesta a plantarle un ardoroso beso en medio de la boca. Él se levantó sin avisar.
—Habrá que estudiar la forma de salir de aquí —explicó colgándose la máquina a la espalda—. No parece difícil —dijo cuando examinó la pendiente por la que habían caído—. No debe de haber más de cuatro metros de distancia hasta el borde.
Comenzó a ascender.
—No desaparezcas cuando llegues arriba y me abandones aquí sola —bromeó ella al ver frustradas sus intenciones—. No te lo perdonaría en la vida —le aseguró cuando vio que ya había llegado a media altura y no se detenía.
Él miró hacia abajo.
—¿Me crees capaz? Empieza a subir.
—Todo depende —continuó ella la conversación cuando ya había trepado una parte de la cuesta.
—¿Depende de qué?
—Más bien ¿depende de quién? De a quién te encuentres cuando llegues allí arriba.
Para entonces, él ya había salido del agujero y le tendía una mano para ayudarla.
—Las mujeres tenemos muy mala memoria —siguió ella—, pero que un hombre se vaya con otra es una de las cosas que no perdonamos con facilidad. Sobre todo algunas. Lo digo por la pelirroja de ayer —aclaró divertida mientras se sacudía la suciedad que se le había quedado adherida a su ropa.
Martín la siguió, ausente.
Isabella. Luz. ¡Qué distintas eran aquellas dos mujeres y qué diferente se sentía él con cada una de ellas! La primera conseguía que su vanidad se disparara hasta el cielo y que fuera un tipo alegre. Y Luz, Luz le hacía sentirse inseguro, pero le subía la temperatura. Y mucho.
Ahora lo único que tenía que hacer era decidir a cuál de las dos prefería.
• • •
—No me cuelgues —fue lo primero que escuchó cuando descolgó.
Luz exhaló un suspiro.
Al oír el teléfono, había sospechado que era Martín. Sopesó dejar sonar el aparato hasta que el vecino más sordo, un jubilado que vivía en el primero C, hubiera llamado a la policía. Sin embargo, al final, había decidido que si quería enterrar la escueta, débil y breve relación, o lo que quisiera que hubiera sido lo que habían tenido, no le quedaba más remedio que hablar con él. Antes o después, tendría que dar la cara.
—Desembucha.
Escuchó su respiración al otro lado de la línea. Si se piensa que esto es una rendición, va apañado.
—Te he llamado en cuanto he podido.
—Pues te ha costado cinco días o, lo que es lo mismo, ciento veinte horas —anunció con retintín.
Se levantó del sofá y comenzó a pasearse por la habitación.
—Ya te avisé que iba a estar ocupado estos días.
—¡Es verdad! Ahora recuerdo que me lo contó mi contestador automático.
Le llegó un suspiro desde el otro lado de la línea.
—Vale —reconoció él—. No tenía que haberte dejado un recado, pero tenía mucha prisa y no contestabas en el móvil. Lo siento.
Luz prefirió no responder. La frase te perdono no iba a salir de sus labios.
—¿Ya se ha ido tu amiga?
—No. Se marcha el lunes. Sale en el primer avión de la mañana.
—¿Y me llamas en tu rato libre?
—Luz, dame un respiro. Estoy en casa. Tumbado en la cama. Completamente solo.
Ven, rogó en silencio.
Luz se tambaleó, tanto que estuvo a punto de caer. El cerebro y el corazón comenzaron a latirle y se tuvo que sentar. ¿Qué le estaba sucediendo? Nada más escuchar aquel tono suplicante, se le había encogido el estómago. Supo que si hubiera estado delante de él, su entereza se habría desmontado como las piezas de un puzzle. Y la certeza de que lo que Martín hiciera o dijera le importaba más de lo que había estado dispuesta a confesarse a sí misma la sacudió por dentro.
No quiso decir nada más, no quería humillarse.
—El lunes hablamos —continuó él.
Dentro de dos días. Cuando falte la rubia. Cuando él se haya liberado de sus ocupaciones. Cuando esté solo. Cuando ella ya no esté.
—Lo siento, pero creo que no tengo fuerzas para esto.
—¿Para qué? —preguntó él sin saber a qué se refería.
Para sentarme a esperar, para ponerme a llorar cada vez que descubro que hay otra persona que disfruta de lo que yo deseo, para darme cuenta de lo mucho que me duele cuando me mientes, para mirarte a los ojos y ver que los tuyos se dirigen a otra.
—Para perder mi libertad —declaró altanera.
—¿Tu libertad?, pero ¿de qué estás hablando?
Martín saltó de la cama.
—Estoy hablando de que me he cansado de decir que no a mis amigos pensando en que vamos a vernos y al final me das plantón y yo me quedo sin salir de casa.
Mentirosa, mentirosa, mentirosa.
—¡Ah! Entonces se trata de eso. De que no te diviertes lo suficiente en mi compañía —farfulló él indignado.
¡No! Se trata de que se me licúa la sangre cuando veo tu sonrisa.
—¡Sí! Se trata de eso.
—Entiendo.
—Eso espero —susurró Luz.
Deseaba que aquella conversación finalizara de una maldita vez. Le dolía demasiado seguir escuchando su voz.
—Pues, si las cosas están así, creo que no tenemos nada más que decirnos.
—Sí, eso pienso yo también.
—Adiós, entonces. Que te vaya bien.
—Lo mismo digo —se forzó ella a decir antes de pulsar el botón para cortar la llamada.
Martín se quedó observando la pantalla del móvil hasta que esta se apagó por completo. Apenas podía creer lo que acababa de suceder. Todavía esperaba que el teléfono volviera a sonar y escuchar la voz de Luz gritar: ¡Era broma! Un rato después, pareció volver en sí y lo depositó sobre la cama. En un par de zancadas desapareció dentro del cuarto de baño. Pero ni el agua caliente de la ducha consiguió que sus músculos se relajaran ni los analgésicos que se le quitara el atroz dolor de cabeza que le había entrado de repente.