13

Cuando Martín detuvo el coche delante del portal de Luz, todavía no había encontrado las palabras adecuadas para despedirse. En los tres cuartos de hora que habían tardado en llegar desde Artea hasta Bilbao, se le habían ocurrido cientos de frases hechas mientras la observaba de reojo, contraída en su asiento.

Lo he pasado muy bien. Gracias por la compañía. Te llamaré mañana. Tenemos que repetirlo. Ha sido un fin de semana muy agradable. Pero ninguna de ellas reflejaba lo que quería decir en realidad. Sabía que lo que Luz merecía era una disculpa. Una disculpa por haberla utilizado, una disculpa por haber arruinado el fin de semana. Una disculpa por haber tenido la cabeza en todos los lugares menos con ella. Pero no podía dársela, no sin explicarle la verdad de lo que había ido a hacer. Y aquello, como le habían advertido, era del todo imposible. Como imposible era acabar el domingo tal y como habría deseado; en la cama y con ella debajo.

—Hemos llegado.

Luz lo miró sobresaltada.

—¿Subes? —preguntó aun sabiendo cuál sería la contestación.

—Hoy no puedo —se disculpó.

¿Tenía aspecto de que le importara demasiado? Luz no pudo o no supo adivinarlo y decidió jugárselo todo a una única carta.

—¿No te gusta mi casa o es que tienes otra amante esperándote en algún lugar?

Martín suspiró antes de contestar.

—En serio, me encantaría subir, pero ahora no puedo.

—Ya. Has quedado con ese amigo tuyo.

Martín la miró en silencio.

Luz se rindió. Abrió la puerta a la vez que Martín salía del coche para ayudarle a sacar el equipaje del maletero.

—Gracias —fue lo único que ella dijo cuando le tendió la bolsa.

Se encaminó hacia el portal, decidida a dejar atrás a aquel hombre tan ¿inestable?, y dispuesta a olvidar aquel extraño fin de semana.

Al cerrar la puerta, contuvo las ganas de girarse para ver si él continuaba allí, esperando a que ella se volviera.

Cuando llegó a la segunda planta, dejó la maleta al lado de las escaleras y se acercó a la casa señalada con la letra B. Antes de pulsar el timbre, María ya estaba ante de ella con su sonrisa habitual.

—¿Lo has pasado bien? —le preguntó la anciana con cariño.

—¿Y tú? —respondió Luz a su vez para evitar darle una contestación—. ¿Cómo ha ido todo por aquí?

—Como siempre —respondió la viejecilla apretándose la bata para resguardarse del frío.

—Anda, vuelve adentro, que te vas a enfriar —la empujó Luz con suavidad, después de depositar un beso en su mejilla—. Hasta mañana.

—Que duermas bien —le deseó la anciana.

Martín arrancó el coche cuando confirmó que se encendía una lámpara en el piso de Luz. Miró el reloj del salpicadero del coche. Metió la marcha y arrancó sin percatarse de que no estaba solo en la calle y de que no era el único que tenía interés en la ventana de la quinta planta. Llego tarde, se dijo cuando constató que eran más de las nueve de la noche. Pisó el acelerador. Y unos segundos más tarde alcanzaba la esquina de la Avenida de Laburdi con la calle Zuberoa seguido por otro vehículo. Desapareció justo en el mismo instante en el que Luz se acercaba a la ventana y separaba las cortinas para enfrentarse con la solitaria calle.

• • •

La tarjeta SD y el DVD cambiaron de mano a la vez.

—¿Ya la habéis copiado? —inquirió Martín a su interlocutor.

El amigo desconocido frunció el ceño al darse cuenta de lo que sujetaba.

—¿No has traído la tarjeta original? —dijo de malos modos.

Martín se encogió de hombros.

—No. He pasado las fotos aquí.

—Ya veo. Esto no les va a gustar nada. Se supone que tú no te quedas con ninguna copia.

—Es la primera noticia que tengo.

—¿No te lo han dicho cuando te han llamado?

—No.

—Eso era innegociable. Tienes que deshacerte de ellas.

Una sospecha empezó a fraguarse en la mente de Martín. Abrió la palma de la mano en la que sujetaba la memoria.

—¿Entonces?

—Formateada —confirmó el hombre—. Borrada completamente.

Martín apretó en el puño el pequeño cuadrado azul, bajó la cremallera de la cazadora y se la guardó en el bolsillo interior.

—Asegúrate de que las borras —insistió el hombre, despacio—. Todas. Y después, verifica que no se han quedado en la papelera de reciclaje del PC. ¿Has entendido bien? Que no quede ni una sola copia —le repitió en voz alta antes de alejarse caminando y desaparecer por la boca del metro de la Plaza de Indautxu.

• • •

—¿Diga?

Ya era la cuarta vez que el teléfono sonaba en menos de media hora y cuando descolgada nadie contestaba. Se estaba empezando a cansar de aquel jueguecito.

—¿Quién es? —insistió Luz sin obtener respuesta—. Para soltar perversiones, llame a la hora de la cena. ¡Degenerado! —gritó al aparato y lo colgó de un golpe.

Se acababa de levantar y no estaba para aguantar a ningún depravado diciendo guarrerías por la línea telefónica, o callándoselas que era lo mismo. Volvió al dormitorio, cogió el abrigo y sacó el bolso rojo del baúl donde lo guardaba. Voló hasta la salida, descolgó las llaves de la manilla y cerró apresurada. Bajó las escaleras de dos en dos. Ni siquiera pasó, como hacía todos los martes y viernes, por casa de María para preguntarle si necesitaba algo del supermercado. La llamaría por teléfono desde la Fundación.

Descubrió que llovía cuando salió al exterior.

Salió corriendo del portal hacia el coche. Llevaba el bolso sobre la cabeza y la vista fija en las baldosas de la acera.

Ya tenía el vehículo a la vista, pero un fuerte golpe la hizo trastabillar. Pero antes de que le diera tiempo a pedir disculpas, notó un fuerte tirón y un segundo más tarde tenía las manos vacías y un punzante dolor en la muñeca. Un chico delgado, con un pantalón de chándal azul y unas deportivas blancas, se precipitó a la calzada y esquivó un par de vehículos. Fue entonces cuando se dio cuenta de que aquel tipo le acababa de robar el bolso.

¡Hijo de…! —gritó.

Era inútil; el chorizo ya había desaparecido calle abajo y ella ni siquiera le había visto la cara. Miró a su alrededor solo para descubrir que todo seguía con normalidad. Nadie había movido un solo dedo para ayudarla. Dio una patada a la rueda del coche con todas sus fuerzas. Un dolor insoportable recorrió su pierna hasta la rodilla. ¡Mierda de ciudad!

Volvió a casa, empapada y cojeando. Menos mal que María tiene copia de mis llaves, pensó esperanzada mientras pulsaba el botón del portero automático.

Después del susto inicial al verla calada hasta los huesos, a Luz no le costó convencer a la anciana de que lo único que sucedía era que se había olvidado las llaves en casa.

Y ahora, mientras se secaba el pelo con una toalla y se miraba en el espejo la cara lívida, no entendía cómo la anciana se lo había creído.

Y encima tengo que ir a la comisaría a denunciar el robo de toda la documentación, pensó con pereza. Y ni siquiera podía llamar a Leire para decirle que llegaría más tarde a trabajar. Estaba metiendo las llaves de nuevo en el bolso cuando se llevó una gran sorpresa. Mi cartera. Entera y verdadera. La cartera y…, —rebuscó con frenesí— el móvil. ¡Ahí estaba! Y se acordó de todas las veces que se llevaba el bolso vacío porque olvidaba pasar las cosas de uno a otro. Así que el ladrón no encontró lo que esperaba, sonrió divertida.

Miró el reloj. Si se daba prisa todavía podría llegar a la hora a la oficina.

Un rato más tarde aguantaba de nuevo otro chaparrón.

—¡Es que no entiendo cómo eres tan inconsciente y no te has presentado de inmediato en la comisaría de la Ertzaintza a denunciarlo!

Era la cuarta vez en menos de diez minutos que Leire le decía lo mismo.

—Te repito que el tipo solo se ha llevado un pintalabios y las llaves, pero no tiene ninguna referencia de a qué domicilio ni a qué coche pertenecen —se defendió sin dejar de teclear la carta que le había dictado Julio un rato antes.

—¡Eso es lo que tú crees! ¿Y si te ha estado espiando y sabe dónde vives?

Luz levantó la vista de la pantalla y movió la cabeza a los lados con desesperación.

—Eres una paranoica. No era más que un colgado dando el primer palo del día para conseguir algo de pasta para la dosis diaria. Esta tarde, miraré en las papeleras del barrio. Estoy segura de que las llaves aparecerán dentro de una de ellas y el bolso, al lado de cualquier contenedor de basura. Lo que no tengo ninguna esperanza de recuperar es la barra de labios, que, por cierto, era de Christian Dior —explicó con intención de hacer una gracia que su amiga no captó—. Seguro que se la ha llevado de regalo a su churri —afirmó volviendo a su trabajo.

Leire la observó con firmeza. Comenzaba a darse por vencida ante la seguridad de su amiga.

—Al menos, llama a Martín y pídele que te acompañe esta tarde a casa.

Luz paró de teclear.

—¿A ese? —inquirió con desdén con los ojos fijos en el papel—. Está muy ocupado. No tiene tiempo para mí.

—No seas mala persona.

—¿Yo? Perdona, pero me lo dejó muy clarito ayer en un mensaje que me encontré grabado en el contestador automático. Esta semana estoy muy liado. Te llamaré cuando pueda, decía el muy capullo con voz lastimera. Se pensará que me va a dar pena —farfulló en voz baja.

—Entonces, voy yo contigo esta tarde.

Luz alzó la cabeza de nuevo.

—¿Estás chalada? ¿Te vas a hacer catorce kilómetros de ida y otros tantos de vuelta solo para que no suba la escalera yo sola? ¿Y lo dice una persona que hasta hace unos meses tenía una llave colgada de la puerta del jardín con el riesgo de cualquiera la descubriera y entrara sin pedir acuerdo?

—Voy a llamar a David para que a la salida del trabajo vaya a tu casa y te espere en la calle.

—¡Leire! —gruñó Luz con tono amenazador.

—Vale, vale, ya te dejo en paz —aseguró dirigiéndose a la salida—. Al menos, podrías cambiar la cerradura.

—Lo pensaré.