Si a Luz le hubieran pedido que describiera el paraíso, estas habrían sido sus palabras:
∞
Ensalada templada de crujiente de manitas de cordero sobre un lecho de brotes.
Pimientos rellenos de hongos y gambas
Chuletón de la montaña
Goxua[4]
∞
Ni más ni menos, pensó mientras se limpiaba la comisura de los labios. En concreto, aquellas eran las delicias que se acababa de zampar para cenar.
Depositó la servilleta sobre la mesa y se apoyó en el respaldo de la silla con un suspiro de satisfacción.
Miró la copa y lamentó no haberse acordado de dejar un poco de vino para después del postre. Habían vaciado una botella entre los dos. No en vano estaban en el centro neurálgico de la Rioja Alavesa. Un litro de vino tinto del bueno. No estaba mal. Aunque tenía la ligera sensación de que su copa había sido llenada bastantes más veces que la del hombre que tenía delante y que la observaba complaciente.
—Toma, cógela.
Ella aceptó la copa de Martín sin pensárselo dos veces, fijó los ojos en los de él e hizo girar el cristal para que sus labios coincidieran con el sitio en el que Martín había posado la boca durante toda la velada.
Una, apenas perceptible, elevación de cejas y la detención de la respiración fueron los únicos síntomas de que se había dado cuenta del gesto. Sin embargo, el dardo, sin lugar a dudas, había sido certero.
A pesar de ser febrero y hacer un frío espantoso, todas las mesas estaban llenas. Laguardia era un pueblo lleno casas antiguas que, en muchos casos, se habían convertido en modernos y sofisticados restaurantes. Luz miró a su alrededor y observó a las distintas parejas que disfrutaban de una romántica escapadita. Pero la sensación de placidez se vio interrumpida por las voces y las risas de un grupo de amigos que desde el fondo del comedor interrumpían con sus ruidos los susurros del resto de los comensales. Estaba claro que celebraban una despedida de soltero. No tuvo ninguna duda; uno ellos estaba vestido de hawaiano y llevaba un calzoncillo en la cabeza.
—Se lo están pasando en grande —dijo Martín.
Luz dirigió la mirada hacia un tipo gordo que se había puesto de pie y que tenía pinta de ir a dar un discurso. Y le entraron unas ganas enormes de salir de allí.
—¿Nos vamos? —preguntó mientras se levantaba.
—Hay que pagar —anunció Martín mientras rebuscaba la cartera en el bolsillo interior de la cazadora.
A regañadientes, Luz se volvió a sentar y esperó a que el camarero se llevara la tarjeta de crédito de Martín. Se había ahorrado la molestia de discutir con él para costearse su propia cena. ¿No era un viaje de trabajo? Pues que pague él. Aquella era su venganza particular por haberla dejado plantada en el aeropuerto.
Cuando salieron al exterior, se le congelaron hasta las ideas. Se enfundó los guantes con rapidez y se enrolló la bufanda al cuello. El restaurante en el que habían cenado estaba muy cerca al hotel, pero cuando Luz sintió la mano de Martín descendiendo por su espalda decidió dar una vuelta. Sabía lo qué sucedería en el momento en el que entraran en la habitación: ella le quitaría la ropa de un asalto y él haría lo mismo con ella o, al menos, eso esperaba. Lo haría sufrir un rato más, resolvió. Llevaba todo el día tratándola como si fuera un cero a la izquierda. Eso sin contar las veces que le habían llamado por teléfono, se apartaba de ella como de la peste. La hora de la venganza había llegado.
Aunque la venganza no fuera más que una pataleta de niña mal criada.
—¿Damos un paseo? —sugirió.
Martín deslizó el brazo por su cintura para acercarla a él. Luz se amoldó a él como una gatita mimosa y cambió de opinión con rapidez. Un rato al relente para que se me pase el mareo del vino y me lo llevo a la cama.
Se acercaron hasta el Collado, un enorme parque que rodeaba la muralla de Laguardia por la parte exterior. No había ni un alma. Solo ellos dos caminando en medio de la penumbra. A Luz le pareció delicioso tener aquel sitio y aquel cuerpo únicamente para ella.
Y por una vez en la vida se quedó en silencio para poder disfrutar del momento. Fue Martín el que rompió el silencio.
—¿Qué tal el día? —preguntó en un susurro.
La calidez de su aliento sobre su pelo hizo que a Luz se le erizara el vello de la nuca.
—Frío y cansado —respondió mientras observaba la nube de vaho que salía de su boca cada vez que hablaba.
Un solo vistazo a sus ojos y fracasaría todo el plan.
—Estar todo el día detrás de una persona que te ignora la mitad del tiempo por estar demasiado ocupado no es lo más agradable del mundo, ¿verdad?
Sí, si esa persona tiene la boca más sexy del mundo.
—¿Lo dices por experiencia? —acertó a decir.
—Lo cierto es que no. Supongo que siempre he tenido alguien detrás que atienda mis peticiones y no soy muy consciente de lo exigente que puedo llegar a ser.
—No me parece mala idea pedir, si el que está al otro lado está dispuesto a dar —comentó ella con voz sugerente—. En ese caso, lo mejor es que cada uno se asegure de poder obtener lo que desea.
—Y tú ¿qué estás dispuesta a dar?
¿Cómo habían llegado a aquella sesuda conversación? Iba camino de complicarse demasiado y ella no tenía ganas de plantearse el futuro en ese momento. De hecho, ni siquiera estaba segura de querer hacerlo con su presente.
—¡Mira, Samaniego! —exclamó cuando vio aparecer en la oscuridad el quiosco que albergaba el busto del fabulista.
Y lo siguiente que vio fue la cara de Martín a menos de dos centímetros de ella mientras notaba cómo la apretaba con fuerza por la cintura contra su cuerpo. El temblor de su aliento contra su boca le calentó las entrañas. Olía a humo mezclado con alcohol. A tabaco y a vino. Sabía a madera y a frutos de otoño.
Pero el calor de sus labios fue suficiente aliciente para que Luz se aplicara de lleno en aquel beso. Al principio, fue como si un remolino marino les obligara a girar juntos, sin control alguno, pero, poco a poco, el potente torbellino dio paso a una suave corriente que los mecía uno junto al otro haciéndolos entrechocar con placidez.
Cuando Martín se separó, Luz notó que el mareo, en vez de apaciguarse, se había incrementado aún más. La cabeza le daba vueltas y se apoyó contra su pecho.
—¿Qué hacemos aquí? —oyó que él susurraba.
Era cierto. Ya no se acordaba por medio de qué ridículo pensamiento había llegado a la absurda conclusión de que sería mejor dar un paseo en vez de irse derechos a la cama.
Le cogió de la mano y tiró de él. Sin embargo, él la atrajo de nuevo y la acurrucó bajo el brazo. Sus pasos acelerados resonaron en la fría noche y se perdieron en la profundidad del silencio.
Ya se vislumbraba la puerta del hotel. Luz no veía el momento de quitarse la ropa y meter las manos por debajo de la camiseta de Martín. Desde hacía diez minutos no pensaba en otra cosa. Esperaba que él tampoco. Un paso más y estarían dentro.
Notó que Martín se había detenido cuando se desligó de su abrazo. Se dio la vuelta y descubrió que se había parado a hablar con otra persona. Un hombre joven, con una cazadora azul marino, había aparecido de la nada y le decía algo al oído, que no consiguió entender. Él se volvió hacia ella.
—Vete subiendo.
—Pero…
—En seguida voy —insistió muy serio a la vez que le indicaba con la cabeza que entrara.
• • •
Mentiroso.
En la habitación, Luz se había paseado, había sacado la ropa de la maleta y la había colgado. En la televisión, había visto uno de esos programas de humor que tan poco le gustaban. Se había duchado y se había puesto la ropa interior más sexy que tenía: un carísimo conjunto color lavanda. Había esperado, había vuelto a esperar. Había hojeado el periódico y el folleto del hotel. Había abierto la mochila que contenía el material fotográfico de Martín, había disparado unas fotos a su reflejo en el espejo y las había borrado. Le había llamado por teléfono en vano. Y hasta había salido al pasillo cuando escuchó un ruido de pasos solo para encontrarse con una mujer rubia oxigenada que salía de la habitación de al lado. En resumen, se había desesperado.
Ni una sola señal por parte del hombre que la había traído hasta allí.
Al filo de las doce de la noche, empezó a preocuparse.
Y comenzó la fase de paseo. Seis pasos a un lado, vuelta y retrocedía por el mismo sitio. ¿Qué podía hacer? Llamar al 112. ¿Y qué les iba a decir? Quería denunciar que mi ligue de esta noche me ha dado plantón y se ha largado hace un rato. Soltó el teléfono que había sacado del bolso y lo arrojó sobre la cama. Se vestiría y le iría a buscar.
Se acercó a la silla donde había dejado la ropa que se había quitado, se sacó el camisón y comenzó a meterse los vaqueros. Maldito Martín. Estaba a punto de sacar el abrigo del armario cuando la lucidez hizo aparición en su mente.
Ella no era la madre de nadie como para ir a buscarlo por los bares solo porque no había llegado a casa a una hora razonable. Así pues, se cambió de nuevo, se metió en la cama, se tapó hasta la barbilla y se dispuso a dormir.
Si él prefería estar por ahí emborrachándose y pasando frío a estar con ella en la cama, ¡qué le aprovechara!
• • •
¿En qué momento se dio cuenta de que no estaba sola en la habitación? No lo sabía, pero el caso era que alguien había encendido la lamparita de la mesilla del otro lado de la cama. Alguien había hecho acto de presencia. Abrió los ojos, alzó la cabeza y lo vio rebuscando en su mochila.
—Ya has llegado —inquirió todavía somnolienta apoyándose en un codo.
Pero él se encaminó a la puerta. Y, antes de salir de nuevo, le dijo en un susurro:
—Ahora mismo subo. Espérame.
Y volvió a dejarla igual que antes; con un palmo de narices.
Luz se tumbó y miró el techo, desesperada. ¿Adónde demonios se va ahora? Volvió a taparse con la sábana dispuesta a aprovechar las horas de sueño que le quedaban por delante. Dio una vuelta y, después, otra y, luego, una tercera. Le siguieron una cuarta, la quinta y la sexta. Y en la séptima lo reconoció. Se estaba poniendo nerviosa. ¿Qué era lo que estaba sucediendo? Siguió dando vueltas, inquieta, y, cuando ya no pudo más, decidió encender la luz y levantarse de nuevo.
Se acercó a la ventana, retiró las cortinas y se quedó allí, mirando hacia afuera, abrazándose con fuerza para mantener el calor. Un rato más tarde, cuando ya había decidido que quedarse levantada era un absurdo y a punto estaba de volverse a la cama y encender la tele, le pareció escuchar unas voces que procedían de la calle. Voces conocidas. Apagó la luz y abrió la ventana con sigilo.
Una bocanada de frío se coló por el hueco. Tuvo que contenerse para no cerrar el postigo de golpe y refugiarse de nuevo bajo las mantas.
La habitación estaba justo encima de la puerta del hotel. Las personas a las que oía debían de estar en la entrada. El hotel, como la mayoría de las casas de Laguardia, tenía un precioso portal con el suelo lleno de cantos rodados haciendo dibujos. Allí estaba el mostrador de la recepción. Junto a ella, un antiguo banco de madera, repleto de cojines forrados de terciopelo granate, daba la bienvenida a los visitantes. Luz supuso que las voces que escuchaba procedían de allí. Debe de estar abierta la puerta de la calle, calculó.
Se apoyó en el alféizar y se inclinó hacia fuera sin conseguir ver a nadie. El sonido llegaba a sus oídos de forma intermitente.
No le hizo falta esforzarse demasiado para distinguir la voz de Martín.
—… solo hemos recorrido una parte…
—Mañana…tu casa…
—… acercarlas yo a vuestra…
—De acuerdo, entonces…
De repente, vio como una de las figuras se alejaba calle abajo y escuchó el golpe de la puerta del hotel al ser cerrada. Le costó darse cuenta de que el diálogo había finalizado y que Martín aparecería en breve y la encontraría espiándole.
Se separó de la ventana y la cerró con cuidado de no hacer demasiado ruido. Se metió en la cama, apresurada, y se dispuso a esperar su llegada con los ojos cerrados. No habían pasado ni dos minutos cuando escuchó la puerta. Los siguientes sonidos no le ayudaron a averiguar qué era lo que estaba haciendo, hasta que escuchó el golpe de la hebilla del cinturón contra la madera de la silla. Se estaba desnudando. El agua del inodoro le indicó que él estaba a punto de meterse con ella en la cama. Escuchó el interruptor de la luz del baño al ser apagado y cerró los ojos con fuerza. El corazón le latía como si quisiera huir de sí misma.
Él no tenía ni idea de que ella había estado espiándole. ¿Por qué entonces estaba tan nerviosa?
Escuchó el roce de las sábanas al ser abiertas. La cama de al lado crujió bajo su peso.
—Luz —dijo él en un murmullo apenas audible.
Silencio absoluto.
Él se inclinó sobre ella. Luz estaba segura de que notaría el acelerado latido de su órgano vital y descubriría que fingía estar dormida.
Pocos minutos después, el pecho de Martín subía y bajaba con movimientos regulares. Él se había dormido. Luz, sin embargo, tardó más de una hora en poder conciliar el sueño de nuevo.
• • •
Martín fue el primero en despertarse. Miró el reloj digital que brillaba debajo del televisor. Las ocho y veinte. Todavía era temprano.
Había pasado la noche intranquilo y se había despertado varias veces sobresaltado. El sábado, antes de salir de casa, ya sabía que aparecería alguien para llevarse la tarjeta de la máquina. Se había pasado toda la tarde anterior intentando localizar a la persona que las recogería, pero ni en su mayor pesadilla se habría imaginado que el sujeto fuera a aparecer en el momento más inoportuno; cuando, tanto él como Luz, solo tenían una cosa en la cabeza: irse a la cama juntos. Y no precisamente para dormir.
Para empeorar las cosas, el tipo no se había limitado a llevarse lo que había venido a buscar, sino que le había tenido que aguantar una charla sobre los peligros que corría y que tenía que mantener los sentidos despiertos ante enemigos que pudieran poner en peligro la operación. Mientras le escuchaba, él no dejaba de pensar en que lo único que quería hacer era subir a la habitación, ver la roja melena de Luz desparramada sobre la almohada, zambullirse entre las sábanas y sentir su pelo haciéndole cosquillas en el pecho.
Pena de noche, pensó, al tiempo que la idea de recuperar el tiempo perdido se abría hueco en su cerebro. Con sigilo, gateó hasta la cama contigua, separó la sábana y se coló dentro.
Aprovechó que Luz se dio media vuelta y se puso ante él para comenzar a despertarla. Contuvo las ganas de meter las manos por debajo de la fina tela que la separaba de él y se centró en lo que tenía delante de los ojos.
Le apartó un mechón de la cara y le rozó una mejilla con el dorso de los dedos. Ella se movió un poco, pero su pesada respiración le advirtió de que la estrategia no había tenido ningún resultado. Cambiaría de táctica. Igual con algo más… palpable. Recorrió con suavidad sus labios con la punta de la lengua y esperó. Esta vez funcionó… en parte. Luz farfulló algo que no pudo entender y se giró, dándole la espalda. Estaba claro que las sutilezas no iban con ella.
No se lo pensó dos veces y metió la mano por debajo del minúsculo camisón color lila que, estaba seguro, se había puesto en su honor.
—Despierta, dormilona.
Tumbarse encima de ella y comenzar a succionarle un pecho fue la solución definitiva.
Cuando le soltó el pezón y miró hacia arriba, los ojos de Luz se habían convertido en dos relucientes estrellas.
—Apareció el hijo pródigo.
Mal comienzo. Irradiaba hostilidad. Tendría que conseguir que se relajara si quería compensarle por lo que no había sucedido la noche anterior.
—No estaba perdido —se excusó mientras bajaba las manos por las caderas y las dirigía hasta sus nalgas.
—Por un momento hasta pensé en llamar a la policía.
¿Su voz sonaba menos irritada? Estoy en el buen camino.
—¿Tenías miedo por lo que me pudiera suceder o por lo que te sucedería a ti? —preguntó Martín divertido mientras apretaba el pubis contra el de Luz.
Ella fingió pensárselo un momento.
—Por lo primero —aclaró con una amplia sonrisa—. Te quedaste con la llave del coche.
Los ojos de Martín se quedaron prendados de la jugosa y tierna boca que se reía de él con tanta facilidad. Le encantaba.
—Y yo que creía que no habías dormido por echar de menos mi espectacular cuerpo.
—¿No te han dicho nunca que las chicas sabemos muchos trucos como para no necesitar a ningún hombre?
—Lo he oído, pero… yo nunca he creído que fuera lo mismo.
Y sin decir más, la sujetó por la nuca e introdujo la lengua en su boca. Se movió con cautela hasta que la sintió siguiéndole. La hizo danzar con él hasta que notó como respondía, se pegaba a él por voluntad propia y sus manos recorrían su espalda al tiempo que sus piernas rodeaban sus caderas.
Fue entonces cuando supo que la tenía a su merced.
Un revoltijo de pies, brazos, manos y troncos girando sobre las sábanas. Pijama, calzoncillo, camisón y tanga fueron los primeros obstáculos que salvaron y pronto acabaron en el suelo. Luz tuvo que echar mano a todo su dominio para controlarse y esperar a que Martín se pusiera a su nivel. Llegaron al orgasmo casi a la vez.
—¿Vienes a la ducha? —le invitó él con sonrisa pícara un rato después, mientras depositaba un beso en el hueco de su garganta.
Martín todavía recordaba la anterior sesión de hidroterapia que habían disfrutado en la bañera de la casa de Luz.
Ella se encogió debajo de las mantas. Le gustaba demasiado aquella intimidad. Demasiado. Corría el riesgo de querer acostumbrarse a ello. Y, eso, no era bueno.
—Espero a que salgas —contestó en contra de su propia voluntad.
Él se levantó con pereza y se encaminó hacia el cuarto de baño. Luz admiró la curva de sus caderas y la consistencia de su culo. Y movió la cabeza.
No, nada bueno.
Un rato más tarde desayunaban en el bar del hotel. Él tenía delante un plato con unas lonchas de jamón y de queso y partía por la mitad un trozo de pan para hacerse un bocadillo. En otro platillo aparte, tres cruasanes pequeños, otro pedazo de pan, una pastilla de mantequilla y una tarrina de mermelada de melocotón esperaban a que les llegara el turno. Luz se había conformado con unas tostadas, la mantequilla y la mermelada. Y un café, largo, por supuesto.
—Anoche, no te oí llegar —mintió sin despegar los ojos de la tostada que estaba untando.
—Ya me di cuenta de que estabas profundamente dormida.
—¿Quién era aquel tipo? —preguntó envalentonada al notar que Martín no se había percatado de su mentira.
Él pareció dudar.
—Un antiguo amigo que encontré por casualidad —dijo con la vista fija en las manos—. Hacía tiempo que no nos veíamos y no me quedó más remedio que quedarme con él.
Mentira, mentira. Mentiroso.
—¿Y de qué hablasteis?
—De lo que se habla en estos casos: de los viejos tiempos.
—Y ¿qué hacía tu amigo, solo, en medio de la noche?
—Bueno —dudó—, había venido con más gente, pero al parecer los demás se habían retirado.
—Claro. ¿Y dónde os quedasteis? Porque ayer hacía un frío de miedo y no creo que estuvierais por ahí buscando un bar.
No le iba a dar tregua hasta que se traicionara él solo.
—Nos quedamos aquí mismo. Tomamos una copa.
—¿Estaba todavía el bar abierto a esas horas? Cuando pasé camino del cuarto, me pareció que estaban todas las luces apagadas.
—Hicieron el favor de atendernos.
A Luz le dieron ganas de acercarse a la recepción a preguntar si era cierta la historia que aquel… hombre le estaba contando, pero se contuvo. Al fin y al cabo no me interesa lo que haga con su vida. No, no le importaba. Y siguió con el ataque.
—¿Qué subiste a coger?
Él dio un respingo.
—¿Cuándo te desperté? Un polarizador para la máquina de mi amigo. Al parecer, se le había caído por la mañana y se le había roto.
—Lógico, le corría prisa. Y tú, muy amable, le cediste uno de los tuyos.
—Sí —contestó él escueto.
—Siempre tan solícito, ayudando a los demás —comentó mientras daba un mordisco inocente a la tostada—. Serías el héroe preferido de mi abuela.
• • •
A Luz, la vuelta a Bilbao se le hizo corta. Más de lo que le hubiera gustado.
Habían salido a las seis de la tarde de Moreda de Álava, después de visitar la Iglesia de Santa María. El templo hacía el número diez de los examinados aquel día y ella hacía ya tiempo que había sobrepasado su propio límite. Estaba agotada. Se alegró cuando se montaron en el coche para regresar a casa.
No salió de su mutismo hasta mucho más tarde, al descubrir un cartel que indicaba el desvío a Durango. ¿Cuándo habían dejado atrás el camino a Bilbao?
—¿Qué hacemos aquí? —preguntó desconcertada mirando a su alrededor.
—Vamos a mi casa.
—¿A tu casa?
Disimuló un gesto de extrañeza a la vez que soñaba con una cama de varios metros de ancha.
—Tengo que hacer un par de cosas. No tardaré mucho. Después te llevo a la tuya —añadió Martín con la voz más fría que una pescadilla recién sacada del congelador.
La emoción de Luz bajó tres grados en una escala de cuatro.
—¿Algo relacionado con…?
Él la miró de reojo y esbozó una media sonrisa.
—¿Te han dicho alguna vez que insistes con mucha sutileza?
—Lo de insistente lo he oído otras veces. En lo de sutil eres original.
Martín lanzó una carcajada.
—No me extraña —dijo antes de ponerse serio de nuevo—. Solo serán un par de minutos. Tengo que pasar las fotos que he hecho hoy al portátil y mandárselas a un amigo.
No acabarás tan pronto, no si yo puedo remediarlo.
—¿Al colega de ayer por la noche?
—Al mismo.
—Pues sí que habéis retomado vuestra amistad con fuerza después de tantos años.
Martín sonrió. Sin embargo, no dijo nada. Pronto llegarían y mandaría el dichoso e-mail. La noche anterior, le había costado convencer al tipo que no tenía ninguna intención de volver a quedar con él el domingo. Si querían las fotos esa misma noche, tendría que ser vía internet. Sin falta había sido la única contestación que había recibido. Javier tenía razón, cuando más te metes, más ganas tienes de salir corriendo.
—Ya estamos —anunció Martín a una Luz somnolienta.
—¿Qué hora es? —preguntó mientras se incorporaba y se frotaba los ojos para despejarse.
No hacía ni diez minutos que se había quedado dormida. Después de todo, no había descansado demasiado bien aquella noche.
—No tardo nada —comentó él cuando sacó la llave del contacto.
Luz salió detrás.
Martín abrió la puerta de la casa y la urgió a que entrara. Él se quedó fuera.
A un lado de la casa, en un lugar apenas visible desde la puerta principal, se había hecho instalar una caldera que alimentaba con leña. Al principio, había pensado en colocar algo más práctico como el gasóleo, pero, después de ver el enorme depósito que iba a tener que colocar en medio de la campa trasera, se lo había replanteado. Conseguir la madera no era tan complicado. El quid de la cuestión consistía en hacerse con un cargamento en otoño y controlar el consumo. La casa era bastante pequeña y él no era demasiado friolero. Así que, salvando el inconveniente de tener que salir de vez en cuando a alimentar a la caldera, estaba contento de haber tomado aquella decisión.
Abrió el cobertizo que había hecho construir para proteger la máquina de la lluvia, cogió dos enormes leños de la pila que había a un lado y los arrojó dentro. Revisó el regulador de la temperatura y regresó adentro lo más rápido que pudo.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó cuando descubrió a Luz de pie, delante del sofá, haciendo movimientos extraños.
—Este aparato de los infiernos. No hay manera de entenderlo. Lo enciendo, pero solo he conseguido que aparezca la imagen en una esquina.
—Trae aquí, reina de la tecnología.
Luz soltó de buen grado el mando de la televisión. Martín solo tuvo que apretar uno de los botones para que el minúsculo cuadradito de la esquina superior derecha llenara toda la pantalla.
—Ahora te pensarás que soy una inútil.
—No, pero deberías compartir tus tardes del sábado con alguien de tu edad en vez de ver Cine de Barrio con la ancianita de abajo —añadió divertido mientras se dirigía a una estantería y cogía el portátil.
—¿Te interesa hacer cola a la puerta de mi casa para hacerme compañía? —le preguntó ella enarcando una ceja.
Martín le echó una intensa mirada antes de sentarse con el ordenador encima de las rodillas.
—Te aviso de que la paciencia no es mi mejor virtud.
¿Qué quería decir con aquello?
Por si acaso tenía alguna duda sobre la cantidad de admiradores que la perseguían, se apresuró a añadir:
—No te preocupes. Creo que eres de los primeros de la fila.
Él levantó la tapa y pulsó el botón de encendido antes de contestar.
—En ese caso, igual me animo.
—Te adelanto que la espera merece la pena —añadió ella con voz sugerente.
¿Se habría dado cuenta del ligero gesto que había hecho en dirección a la habitación, escaleras arriba?
Al parecer no, ya que dedicaba toda su atención a lo que tenía entre las manos.
Un rato más tarde, Luz decidió interesarse por lo que él hacía. Cualquier cosa con tal de sacarse de la mente el campo de nubes que la esperaba apenas unos metros por encima de la cabeza.
—¿Me dejas ver? —preguntó y se acercó a él todo lo que pudo sin esperar respuesta.
—Claro.
Que Martín no hiciera un solo gesto de separarse de ella le pareció premonitorio de lo que sucedería un rato después. Haciendo un gran esfuerzo, se concentró en la pantalla. Se trataba de las fotos que habían tomado aquel día. Lanciego, Yécora, Labraza…
—Este hombre también estaba en Lanciego.
En la foto, Luz aparecía al pie de la torre de la iglesia de Labraza y, al fondo, detrás de ella, un tipo bastante atlético, apoyado en un coche blanco, los miraba con las manos en los bolsillos.
—Sería mucha casualidad —comentó Martín quitándole importancia.
—Dale para atrás —le apremió y, como él no parecía hacerle ningún caso, ella misma comenzó a pulsar la flechita que apuntaba hacia la izquierda—. Aquí está —exclamó cuando encontró lo que buscaba.
El tipo bajaba las escaleras delante del Ayuntamiento de Lanciego.
—Es verdad —confirmó Martín con voz inocente—, parece la misma persona.
Luz continuó pasando las fotos, sin prestarle atención.
—Ahí lo tienes otra vez.
Aquello era Viñaspre, ella acababa de visitar la fuente gótica y Martín la había sorprendido al salir de la cueva. El hombre apenas se percibía al fondo, pero no tenía ninguna duda. La misma altura, la misma ropa. Estaba segura. Era él.
Martín acercó la nariz a la pantalla y negó con la cabeza.
—No, no es la misma persona —negó.
—¡Qué sí! ¿No lo ves? Ahora que lo pienso bien, yo he visto su cara varias veces esta mañana —afirmó mientras se fijaba en otra figura desdibujada por la distancia—. ¿Crees o no crees en casualidades? ¿No? ¿Entonces qué hace tu amigo escondiéndose detrás de esos setos? —señaló con el dedo índice pegado en la pantalla.
Martín tragó saliva.
• • •
A partir de entonces todo fue un desastre. Luz planteaba todo tipo de incógnitas y él no hacía nada más que dar inimaginables excusas e inventar absurdas posibilidades. Explicarle que su supuesto amigo y el otro hombre trabajaban para una productora llamada La Factoría y que buscaban escenarios para una película de época le pareció de lo más razonable hasta que recordó que internet existía y Luz podría descubrir su engaño con facilidad.
—Aquí sales muy bien —comentó.
Distraerla a base de comentarios sobre su aspecto le pareció lo más sencillo.
—No está mal. Ahora, que para ser un fotógrafo profesional, especializado durante años en el mundo de la moda, no te has lucido mucho. ¿No te parece?
—Ya, pero es que la modelo también tiene que poner de su parte y tú no eres de las que facilitas mucho el trabajo.
Tenía razón. Luz se había pasado la mitad del domingo enfurruñada mientras analizaba lo vivido la noche anterior. No entendía nada de nada. Y el caso era que, tal y como él se había comportado al despertarse, no daba la impresión de haberse quedado trasnochando por gusto propio. Quiero recuperar el tiempo perdido, le había dicho.
—Estoy cansada —sugirió a la vez que apoyaba la cabeza sobre su hombro.
Y, entonces, Martín hizo algo que no esperaba; se rebulló inquieto. Luz se irguió de inmediato, molesta.
Nada, que esta noche también me quedo in albis.
—A ver si acabo con esto.
No entendía por qué a veces la rehuía como si fuera una mata de ortigas y otras la buscaba con aparente necesidad. Decidió poner un poco de aire por medio y se acercó a la cocina en busca de un vaso de agua.
—¿Y qué se supone que estás haciendo? —le preguntó apoyada en el fregadero.
Martín prefirió ignorar el tono sarcástico.
—Tengo que hacer una selección y mandarlas a la persona que está haciendo el diseño de los folletos para ver si le interesa alguna.
—Pues todavía te falta por examinar todas las de ayer.
—No, esas están en la tarjeta que le di a mi amigo anoche.
—¡Ah!, pero ¿no era un polarizador?
Luz esperó a ver cómo justificaba la metedura de pata. Se había puesto la soga al cuello él solito. La respuesta fue silencio absoluto. Martín pareció no haberla oído.
¿De qué va esto? No tenía la más remota idea de por qué la mentía continuamente sin necesidad. Todo aquello era absurdo. Esperó unos minutos a que él encontrara alguna explicación. De vez en cuando, bebía un sorbo del vaso que sujetaba mientras él seguía inclinado sobre la pantalla. Lo único que rompía el silencio era el sonido de las teclas al ser golpeadas. ¿Para qué demonios me ha traído aquí? Si en diez minutos no terminaba, le pediría que la condujera a casa. Dio otro sorbo y lo pensó mejor. No, no se quería marchar. Lo que quería en realidad era obligarle a que la condujera al piso de arriba y le quitara la ropa.
Era suficiente. Depositó el vaso sobre la encimera con firmeza. Martín dio un respingo cuando escuchó el golpe. Volvió la cabeza, pero, al ver que no había sucedido nada grave, siguió seleccionando las imágenes en las que aparecía el desconocido. En algunas no se le distinguía nada bien. Servirán. Hasta había conseguido una de la matrícula de su coche. Había seleccionado más de quince fotos en total. Las comprimió y las adjuntó a un correo electrónico. Ahora solo queda pulsar el botón de enviar y podré dedicarme a lo que realmente me interesa, pensó mientras la figura de las piernas de Luz aparecía como un rayo en su mente.
Enviar envió, pero salir no salió. La línea ADSL que se había hecho instalar no funcionaba. No pasa nada, se dijo. Mañana a primera hora lo entrego.
—¿Puedes acercarme un DVD? Los tengo ahí mismo —comentó.
—Sí, bwana —farfulló ella mientras se acercaba de mala gana al mueble que señalaba.
Abrió el cajón inferior, sacó un taco de discos y se los tendió. Martín metió uno en el costado del portátil y dio la orden de grabar. Luz se volvió a sentar a su lado. Se quedaron en silencio hasta que la barra que indicaba el avance del proceso llegó al final.
—Ya está —indicó cuando el compartimento se abrió de forma automática—. Una última cosa.
Sacó el teléfono móvil y envió un SMS con el texto: «La entrega la realizaré mañana».
Aliviado por haber acabado, depositó el disco y el ordenador sobre la mesa que tenía delante y se volvió hacia ella. Introdujo los dedos por dentro de su pelo y le acarició la nuca con decisión sin dejar de mirarle a los ojos con glotonería.
—¿Y ahora? —preguntó Luz a media voz, impresionada por el repentino cambio de actitud.
—Ahora vamos a seguir lo que empezamos esta mañana —susurró con mirada hambrienta.
¡Y una mierda!, fue lo que Luz pensó cuando el bolsillo del pantalón de Martín empezó a sonar.
—¿Sí?
—…
—¿Esta noche? —farfulló él.
Tenía la misma cara que si le acabaran de arrebatar un apetitoso pastel, a punto de metérselo en la boca.
—…
—¿No puede ser mañana a primera hora?
Sea lo que sea, que lo deje para mañana, por favor.
—…
El alguien del otro lado de la línea colgó el teléfono.
A Luz no le dio tiempo a preguntar quién era el que le había llamado cuando él se levantó hecho una furia.
—Nos vamos.