Luz no sabía cómo se había dejado convencer, pero el caso era que se encontraba sentada en su coche, al lado de Martín, camino de la Rioja Alavesa.
El día anterior la había llamado para invitarle a acompañarle cuando estaba a punto de meterse a la cama. Si no llega a ser porque en su teléfono fijo no había manera de saber quién era el que estaba al otro lado de la línea, se habría pensado mucho si descolgar o dejarlo sonar hasta el infinito.
Le echó una mirada furtiva desde el asiento del copiloto. Había accedido a pasar un par de días con él, pero todavía no sabía cómo sentirse. Después de que la abandonara en el aeropuerto, el enfado inicial se había convertido en un molesto desazón al saber que él no confiaba en ella lo suficiente como para explicarle lo que pasaba en su vida. Ya en casa, más tranquila, con el pijama puesto y un Cola-Cao caliente entre las manos, se confesó a sí misma que él no tenía ningún motivo para confiar en ella. La trataba igual que ella lo haría con él.
Dormir toda la noche de un tirón y darse una buena ducha por la mañana le habían despejado todas las dudas. Lo suyo era una relación entre dos adultos que buscan una misma y única cosa: sexo, sexo y sexo, sin ataduras ni obligaciones. Y no se les daba nada mal, ateniéndose a los resultados. No entendía cómo ni en qué momento había empezado a fantasear con la posibilidad de que pudiera existir otro tipo de ligazón entre ellos. Fuera cómo y cuándo fuese, aquello era una solemne memez.
Fijó de nuevo los ojos sobre él. Martín conducía con la mirada fija en la carretera. A Luz le entraron unas ganas enormes de ver el brillo de sus pupilas.
—¿Cuánto tardaremos? Deberías haberme dejado traer el GPS, para no perdernos.
—¿Quieres hacer el favor de dejar de repetirlo? Debajo de tu asiento tienes un mapa. Cógelo y calcúlalo tú misma.
A punto estuvo de decirle que si tan doloroso le resultaba un poco de conversación, ella no tendría ningún inconveniente en volver a Bilbao. Pero se contuvo. Había salido de casa dispuesta a darle otra nueva oportunidad. Una.
Resuelta a que aquella ocasión no se esfumara antes de tiempo, hizo caso a la sugerencia y se agachó en busca del mapa.
—¿Dónde estamos? —preguntó con el libro entre las manos y los ojos fijos en el cartel que se aproximaba.
—Acabamos de salir de la autopista, así que nos faltarán unos cuarenta y tantos kilómetros.
Luz abrió el plano y comenzó a pasar hojas hasta que dio con la que correspondía a la zona en la que se encontraban.
—¿A dónde vamos primero?
Martín le había hablado de la Rioja Alavesa. No le había dado más detalles y ella no se los había pedido. Según le había indicado, iban a trabajar. Buscaba nuevas y originales instantáneas de los sitios más representativos de cada una de las zonas del País Vasco. Las mismas fotos de siempre, pero distintas, había dicho.
—No lo he pensado todavía. Échale un vistazo a esos folletos a ver qué te parece.
Luz tuvo que soltarse el cinturón para coger de suelo una gruesa carpeta, que se había deslizado desde el asiento trasero.
Martín lamentó no haber dejado los impresos desperdigados por el coche. La visión de aquel culo enfundado en unos elásticos vaqueros negros le impactó tanto que se arrepintió de haberla invitado. Tendría que esperar más de doce horas para tenerla a su merced, tal y como había sucedido quince días antes.
Mientras tanto, Luz, ajena a la batalla que se libraba dentro del coche, intentaba poner los papeles en orden. Pueblos de Vizcaya, Guipúzcoa y Álava, con imágenes de iglesias, paisajes y personas, se mezclaban unos con otros.
—Creo que lo tengo —indicó satisfecha un rato después—. La idea es ver lo más posible, ¿no?
Martín afirmó con la cabeza.
—Soy todo oídos.
—Podemos empezar por Salinillas de Buradón. Es un pueblo amurallado, tiene varias casas señoriales, la iglesia y una torre… —Buscó entre los datos que aparecían debajo de la foto que tenía delante— …del siglo XIV. Después, pasamos por Labastida. Ayuntamiento del siglo XVII, iglesia de la misma época, ermita románica…
—Eso me interesa.
—Sigo. El siguiente sitio es Samaniego. Una iglesia del siglo XV, varios palacios y una ermita.
—¿Es un pueblo pequeño?
—Espera que cuento las casas y te lo digo. ¡Y yo qué sé!
Martín sonrió.
—Solo lo preguntaba por si lo ponía.
Le encantaba hacerle perder la paciencia.
Detuvo el vehículo un buen rato después, con la cantinela de Luz todavía sonando en los oídos. Ella levantó la cabeza de lo que tenía entre las manos. Al otro lado del cristal, unos soportales formados por unas recias vigas de madera sujetaban varios edificios tradicionales de un par de pisos de altura.
Luz levantó las cejas, aunque no necesitó formular la pregunta.
—Primera etapa: Salinillas de Buradón.
Él ya había salido del coche y procedía a descargar un montón de cosas del maletero. Ella lo siguió. Le vio abrir una maleta metálica de la que sacó una cámara con un objetivo no demasiado grande y un trípode que se echó sobre el hombro.
Martín echó a andar sin rumbo fijo. Se paraba en los sitios más insospechados, disparaba unas cuantas instantáneas y continuaba el camino. Ella trotaba a su lado, observando con curiosidad todo lo que hacía.
Descubrió que, cuando estaba concentrado, se mordisqueaba el labio inferior y que comprobaba tres veces lo que iba a fotografiar antes de disparar. Y se olvida de todo lo que tiene a su alrededor. Se enteró también que ella era poco más que un cero a la izquierda en cuanto ponía un ojo detrás de la cámara.
—¿No te interesa entrar? —le preguntó Luz al ver que se limitaba a sacar unas vistas de la fachada de la iglesia.
—Por ahora no. Esta vez me conformo con hacerme una idea de los paisajes, colores y luz que puedo encontrar. Ya vendré en otro momento para hacer las fotos definitivas.
—Así que esto es solo una misión de reconocimiento.
—Más o menos —afirmó desenganchando la cámara del trípode y colgándosela al hombro.
—Y supongo que en la definitiva no me traerás a mí.
—Supones bien —murmuró mientras echaba a andar cuesta abajo hacia el coche—. Demasiada distracción.
• • •
Labastida era un pueblo en condiciones, con centro histórico, casas de pisos, bares, restaurantes y parada de taxis.
El cartel anunciaba Cafetería Géminis. A Luz, pensar en un buen desayuno y hacérsele la boca agua fue todo uno. Había salido de casa solo con un café tomado a toda prisa y hacía ya rato que el hambre había hecho aparición.
Sus sueños se hicieron realidad cuando una jovencita morena y delgada, vestida con unos vaqueros y una camiseta de Iron Maiden, puso delante de ella una tostada con mantequilla y mermelada. Por un momento, su conciencia le jugó una mala pasada y se puso a calcular el número de calorías, azúcares y grasas saturadas que iba a comerse de una sentada, pero decidió prescindir de los reparos por unos días.
Después de dar buena cuenta de todo lo que le habían puesto delante, aprovechó para ir al servicio. A su vuelta, encontró a Martín inclinado sobre un periódico. Parecía muy interesado. Se acercó silenciosa y se pegó a él sin disimulo alguno. «¿Nuestro patrimonio histórico en peligro?» era el titular de la noticia que estudiaba.
Notarla pegada a él pareció sacarlo de un extraño letargo. Le sonrió, ausente. Le pasó una mano por encima de los hombros y la arrimó aún más contra él.
—¿Nos vamos?
Ella asintió y salieron del bar abrazados.
A Luz no se le escapó que se llevaba el periódico que había estado hojeando.
• • •
—Imposible. Aquí no entramos.
Martín volvió a intentarlo y dejó el dedo pulgar pegado al timbre más de tres minutos. Al parecer, el recepcionista se estaba echando una buena siesta a media mañana.—Desde arriba se verá mucho mejor —comentó Luz.
Arriba era una colina, enfrente mismo de aquel futurista edificio que Gehry —otra vez él— había construido a petición de la Bodega Marqués de Riscal.
Algunos decían que el hotel era una copia exacta del Museo Guggenheim de Bilbao, pero Martín pensó que los que comentaban aquello no lo habían podido admirar de cerca. El paseo merecía la pena solo por ver los rayos del sol invernal refulgiendo en la ondulada cubierta y lanzando destellos azules y rosas hacia el cielo. Aquella construcción no era el objetivo principal del viaje, pero él tenía la esperanza de poder entrar y disparar unas cuantas instantáneas. Ninguna de las fotos que pudiera sacar aquella mañana sería en nada diferente a las imágenes públicas que todo el mundo conocía, pero no pudo evitar desear hacerlo, aunque solo fuera para deleitarse revisando las imágenes en soledad. Pero estaba claro que aquel no iba a ser su día de suerte. Echó un último vistazo al edificio.
—Será mejor que nos marchemos —farfulló entre dientes mientras retrocedía hasta su vehículo.
Luz se subió al coche tras él. Le divertía verle tan afectado. En realidad, aquella era la primera vez que lo veía así de enfadado. Molesto sí, pensativo y frustrado también, pero nunca realmente irritado como entonces.
Sonrió en silencio.
—Yo ya me imaginaba que estas cosas solo son para ricachones, así que no me ha pillado de…
—Perdona —la interrumpió él cuando se escuchó el sonido de su móvil.
Martín echó un vistazo a la pantalla y, en cuanto comprobó quién era la persona que le llamaba, abrió la portezuela del coche y salió fuera.
Luz se quedó boquiabierta. Será grosero. Se pensará que me interesa con quién habla.
La conversación no duró mucho y, por la cara que tenía Martín al regresar al coche, Luz supo que el que había telefoneado no era precisamente un amigo.
Apenas habían arrancado el motor y recorrido unos cientos de metros cuando ya estaban aparcando de nuevo. ElCiego era, como muchos de los pueblos de la Rioja Alavesa, un entramado de calles estrechas que seguían la antigua estructura medieval. Meter un coche en aquel laberinto de callejuelas era un absurdo. El vehículo se quedó en un improvisado parking a las afueras de la población.
—Los habitantes de este pueblo tendrán unas piernas estupendas —gruñó Luz mientras escalaba por una empinada calle.
Martín, que se había detenido delante de una puerta de madera que ostentaba en el dintel una enorme flor de cardo o «eguzkilore» para ahuyentar los malos espíritus, separó el ojo del objetivo antes de contestar con guasa.
—¡Te recuerdo que vives en Irala, uno de los barrios de Bilbao más inclinados!
—Por eso saco el coche vaya donde vaya. Esto es peor que pasarse una noche entera bailando, bebiendo y fumando y después irse a la piscina a hacerse veinte largos sin detenerse —jadeó doblándose por la cintura.
Le costó tres minutos, y echar mano de toda la fuerza de voluntad, para acabar los últimos veinte metros de la pendiente. Cuando llegó arriba, él ya recorría la calle en la que desembocaba la maldita cuesta. Luz tomó una bocanada de aire antes de seguirle.
Un bonito pueblo, pensó mientras examinaba un escudo tallado sobre la fachada principal de un palacete de dos plantas. Elevó la vista y se le escapó un silbido. Había decenas de «eguzkilores» labradas bajo el alero con un detalle y una maestría inigualables. Una auténtica obra de arte con la única utilidad de sujetar el tejado y dejar bien patente el poder económico del propietario.
—Bonito, ¿eh?
Martín se había acercado sin que ella se diera cuenta.
—Es impresionante.
—Lo verás más veces este fin de semana. Todos estos pueblos han tenido un pasado muy próspero. El negocio del vino siempre ha sido de lo más lucrativo. Acerquémonos hasta la plaza —dijo y le cogió de la mano y la arrastró tras él.
La plaza era bastante peculiar. A un lado, estaba el Ayuntamiento más pequeño —apenas tenía piso y medio— que ella había visto alguna vez, pero con un descomunal escudo en medio de dos desmesuradas balconadas alineadas a sus lados. Justo enfrente del edificio había un templo: la ermita de Nuestra Señora de la Virgen de la Plaza. Buen nombre para una virgen. Luz se compadeció de la mitad de la población femenina de aquel pueblo. Seguro que las pobres se llaman María de la Plaza. Plaza, para los amigos.
Al llegar a ella, Martín se había desembarazado de su mano y había comenzado a tirar fotos a diestro y siniestro. Mientras ella se entretenía en observar con detalle el águila bicéfala del emblema municipal, él se había acercado a la iglesia. De lejos, Luz observó que estaba cerrada.
Pero lo que no sabía era que a Martín no le interesaba entrar en ella. Ya tendría tiempo de ver su interior más adelante. Lo que le interesaba era otra cosa. Un cartel amarillo llamó su atención. Pegado junto al portón, en él se anunciaba una exposición que iba a celebrarse en breve en el municipio de Laguardia.
• • •
—Si no fuera porque en la información de la entrada insiste en que esto son unos restos arqueológicos, habría pensado que era un patatal.
—No es muy fotogénico que digamos.
Habían llegado al yacimiento celtibérico de La Hoya cuando estaba a punto de cerrar. Si no llega a ser porque Luz había desplegado todos sus encantos para que el vigilante les dejara permanecer un rato más, no habrían podido ver nada. Tenían quince minutos para dar una vuelta por el yacimiento.
—No sé si vas a poder aprovechar ninguna de las fotos que saques a este pedregal —sentenció mientras rodeaba la zona excavada.
Martín enfocó varias veces a la explanada que tenía delante y, después de mirar por el visor con detenimiento, concluyó que ni era el momento ni tenía la luz apropiada ni había los contrastes necesarios para conseguir algo que mereciera la pena. Unos muros de piedra, que apenas levantaban dos palmos del suelo, salpicados de malas hierbas no tenían suficiente atractivo.
—Lo dejo para otro momento.
—Desde aquí se tiene otra visión muy distinta.
Martín se acercó a donde ella se encontraba. Era cierto, desde la zona inferior se distinguía con claridad un camino desgastado sobre unas lajas de piedra que se bifurcaba unos metros más arriba. Las rodadas de los carruajes estaban perfectamente marcadas. Los muros de las casas se dibujaban ahora alineados a lo largo de la vía recién descubierta.
—Esto ya es otra cosa. Ahora sí que se puede hacer uno la idea de qué es lo que está observando.
—Bueno, no te pases, que no es para tanto. Todavía tendrían que hacerme un buen croquis y dibujarme las casas de paja para que yo pudiera pensar que esto era un pueblo en condiciones.
—Pues con las reproducciones de las cabañas y los objetos del museo que hemos visto uno sí se hace una idea aproximada de cómo era la vida en este lugar.
—Serás tú que tienes más imaginación. ¿Cuántos años se supone que han estado investigando en este lugar?
—Veinticinco años, me ha parecido entender.
—Pues en toda esa cantidad de años habrán encontrado de todo.
—Más de lo que creemos y de lo que podremos ver nunca.
—Y ¿dónde estarán todas esas cosas? Porque en el museo solo hemos visto una pequeña muestra.
—Supongo que a buen recaudo. En algún almacén del Museo de la Diputación de Álava. Todo bien registrado y almacenado en cajas de cartón a las que les habrán puesto una etiqueta con un código críptico, cajas que nadie volverá a mirar en los próximos veinticinco años. Se quedarán en la misma balda en la que las haya colocado el investigador de turno hasta que un estudioso que no sepa de qué hacer su tesis doctoral las saque del letargo.
Luz se quedó pasmada ante el cinismo que reflejaban aquellas palabras. Sonaba como si todo aquello fuera de su propiedad y alguien lo hubiera robado.
—Allí no piden pan —comentó en un intento de quitar hierro al momento.
—¿Y total? —continuó él sin escucharla—. ¿Para qué? Para nada. A veces me parece más honrado que todo eso, que alguien ha guardado, salga a la luz de una manera u otra.
—Podemos elevar una queja a los jefes de esto para que nos enseñen todo lo que tienen escondido.
—Es inútil, y no porque ellos no quieran hacerlo, sino porque es imposible y, además, un absurdo. Un museo con una ingente colección de piezas todas iguales no sirve para nada. En una ocasión visité el Museo Arqueológico de Atenas y descubrí que era lo más aburrido del mundo. Metros y metros de vitrinas llenas de vasijas con figuras negras sobre fondo rojo a las que nadie mira siquiera. A la gente le agobia ver la misma cosa una y otra vez.
—Entonces, si no se puede exponer y tampoco sirve de nada guardar lo que se encuentra en sitios como este, ¿cuál es tu sugerencia para solucionar el problema?
Martín no se lo pensó dos veces.
—Vender.
Luz se dio la vuelta y lo observó con incredulidad. Por el interés que mostraba en las sesiones fotográficas, habría jurado que era de los que se dejarían cortar una mano antes de dilapidar el Patrimonio Histórico.
—¿Cómo?
—Lo pondría a la venta —constató él—. Si la gente pudiera acceder en el mercado libre a algunas de estas piezas, no habría necesidad de robarlas.
Luz recordó la noticia del periódico de aquella misma mañana.
—Como al parecer sucede en las iglesias de los alrededores.
—Si fuera yo, me recorría todos los templos y lo quitaba todo. Recogía las tallas y los retablos más representativos y los trasladaba al museo municipal, provincial, de Arte Sacro o el que correspondiera, y el resto lo entregaba a manos privadas. Mantenemos auténticas joyas de mucho valor ante gente que ni siquiera saben lo que tienen delante de los ojos y que, por supuesto, no le prestan la más mínima atención. Vender parte de ellas es la única manera de tener obras de arte restauradas y con calidad. Además, el dinero que se generaría de ese modo no es para despreciar.
—Pues si que te veo hoy moderado —murmuró Luz mientras se encaminaban hacia la salida por el camino de gravilla.
Estaba a punto de hacer otro comentario sobre el tema cuando el móvil de Martín volvió a sonar.
—Perdón —dijo mientras se alejaba para poder hablar con discreción.
Al parecer, ella no era su prioridad ese día.
• • •
Definitivamente no. No era en ella en lo que pensaba cuando llegaron al hotel. Y si no ¿cómo se explicaba que cuando al fin se encontraron solos en la habitación, él esgrimiera una disculpa absurda y desapareciera lo más rápido posible sin deshacer siquiera el equipaje?
Eso era en lo que pensaba Luz mientras metía de mala gana su ropa interior dentro del cajón de la mesilla. ¡Camas separadas!, bufó para sí. Aquello no tenía aspecto de resultar un romántico fin de semana.
En verdad, ya no sabía qué pensar. Esa mañana, cuando habían salido de desayunar en Labastida cogidos por la cintura, habría jurado que la cosa pintaba bien, pero, según habían ido pasando las horas, cada vez se había acercado menos a ella. Si había habido algún roce «casual» había sido ella la que lo había provocado.
En resumen, la había tratado como a una amiga. ¡Y aquello era lo peor que le podía suceder! Ella nunca había tenido a un hombre como amigo. A excepción, si acaso, de David, el novio de Leire. Sí compañeros, sí colegas de aventuras nocturnas, sí amantes de noche y otros de día, sí profesores, sí vecinos, sí…, pero amigos ¡no! Nunca los había querido y no iba a empezar ahora. Y menos con Martín, del que lo único que quería era obligarle a meterse de nuevo en la ducha con ella.
• • •
—Su acompañante la espera en la taberna —le dijo la chica del mostrador en cuánto la vio descender por las escaleras.
—¿En la taberna?
—Por ahí —le explicó señalando a su espalda.
—Muchas gracias.
Luz sonrió mientras se internaba por un estrecho pasillo. Al final, no tendría que ir muy lejos para localizarlo.
¡Queda mucha tarde por delante! A pesar de ser casi de noche, aún no habían dado las cinco. En unos minutos podrían estar de vuelta en la habitación. Un minuto para llegar al final de aquel corredor, quince segundos para sentarse a su lado y ponerle una mano más arriba de la rodilla, otros cinco segundos para mirarle a los ojos, tres minutos para pagar, dos para atravesar aquel corredor y otro más para subir al piso primero, dónde estaba situada la habitación. Total: en siete minutos y veinte segundos le soltaría la hebilla del cinturón. Su humor mejoró bastante.
Todavía no había llegado al bar cuando su voz le llegó con claridad.
—¡No! ¡No lo he fotografiado porque no he visto a nadie con ese aspecto! —Luz se detuvo y puso la oreja. Escuchar a Martín perder la paciencia podía ser uno de los placeres que la vida aún le brindaba—. ¡Te he dicho que no tengo nada! —le oyó exclamar. Siguieron unos instantes de silencio—. ¿No podéis esperar al lunes? —De nuevo el silencio—. Vosotros sois los que mandáis —fue lo último que Luz escuchó antes de que las palabras se diluyeran en el aire.
Nada más poner el pie en la taberna, Martín alzó la vista.
—Ya estás aquí —dijo malhumorado mientras se levantaba.
Se dirigió hasta la barra, depositó unas monedas sobre ella y se encaminó a la salida.
—A ver si encontramos algo en este pueblo.
Luz no tuvo tiempo de contestar. La puerta ya se había cerrado. Se había largado dejándola plantada.
Algo le decía que se le acababa de estropear la tarde.