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—Estas escaleras son unas rompepiernas. No entiendo quién ha sido el genio al que se le ha ocurrido construir estos peldaños —se quejó Luz mientras bajaba dando saltos hacia la puerta de entrada del Museo Guggenheim de Bilbao.

—¿A Gehry? —respondió su hermana sin levantar los ojos del suelo—. Ya sabes, ese arquitecto de prestigio internacional que ha diseñado este, digamos, impresionante edificio.

—Pues a ese señor nadie le ha contado que para descender con comodidad por unos escalones hay que poner un pie en uno y otro, en el siguiente. Esto es insufrible, parecemos idiotas intentando dilucidar si es mejor estirar una pierna para bajarlos de una vez o, por el contrario, dar varios pasitos como si fuéramos enanitos del bosque.

Su hermana se rio de la ocurrencia.

—Nunca lo había visto de ese modo.

Luz señaló con un gesto a las personas que pasaban a su lado con cuidado de asegurarse dónde ponían el pie en cada momento.

—Ves, a todo el mundo le pasa igual. Y eso que a ti y a mí, al ser bajitas y tener las piernas más cortas, nos resulta más fácil.

Y, como si quisiera corroborar sus palabras, el hombre que tenían delante de ellas se tambaleó peligrosamente al resbalar en el borde de una de las escaleras. Luz tuvo que esquivarle. Con los ojos, hizo un gesto de complicidad a su hermana que significaba te lo dije.

Cuando entraron en el recinto, Luz tuvo que controlarse para no silbar al ver la larga fila que serpenteaba desde las taquillas hasta la puerta de la librería. Señaló a las personas que esperaban con paciencia a que llegara su turno.

—¿Tenemos que hacer esa cola para entrar? Me niego.

—No, tengo…

—Yo me marcho. Bastante sacrificio hago acompañándote y malgastando una tarde de mi casi finalizada jornada intensiva como para encima pasarme dos horas parada con estos tacones —y movió los dedos de sus pies enfundados en las brillantes sandalias de tiras color caldera que llevaba puestas—. No sé porqué te he hecho caso. Tenía que haber escuchado lo que me gritaba el cuerpo y haberme quedado en casa echando una siesta.

—¿Quieres callarte de una vez y dejarme hablar? —se impacientó su hermana sin dejar de rebuscar en el fondo del bolso—. Tengo un pase especial por ser Amiga del Museo. No tenemos que esperar para sacar las entradas.

—En ese caso… —concedió Luz.

Pero su más cercano pariente ya no la escuchaba. Se había acercado a un costado del mostrador y en unos minutos regresaba con cara de satisfacción.

—Vamos. —Le hizo un gesto con la cabeza hacia el interior.

Hay que reconocer que el edificio es impresionante, pensó Luz con la cabeza inclinada hacia atrás. No tenía nada claro que el contenido de aquel moderno museo tuviera el menor interés, pero había merecido la pena ir solo por ver cómo aquellos muros color arena ascendían hacia lo alto con sus formas sinuosas. Con sus más de 50 metros de alto, el Atrio… ponía en el folleto, sin embargo, a ella le pareció que aquello no tenía fin. Avanzó unos pasos más y el sol, que se filtraba por las paredes transparentes, le dio en plena cara.

—Es increíble. No había visto nunca nada igual —murmuró.

—¡No me digas que no habías estado nunca aquí dentro!

Su hermana pequeña la miraba incrédula.

—Pues no —confesó molesta.

—Luz, ¡por Dios!, que lleva abierto siete años. Debes de ser la única persona de Bilbao y alrededores que no ha entrado en este museo.

—Siempre he pensado que aquí no habría nada por lo que mereciera la pena perder mi tiempo.

—Seguro que cambias de opinión cuando veas la exposición de los aztecas —dijo Irene entrelazando el brazo con el de su hermana mayor y tirando de ella. Luz le dio unas palmaditas.

—Pequeñita, veo que sigues igual de optimista que siempre.

Un montón de gente se agolpaba delante de los ascensores. Se acercaron y se colocaron al lado de uno de los grupos. Mientras esperaban su turno para subir, Luz aprovechó para atender a lo que la guía estaba contando a las personas a las que acompañaba. Hablaba sobre la historia del museo: de cómo se proyectó, sobre cuándo se acordó y por qué se construyó en los muelles de Bilbao. Tres hombres y cuatro mujeres le escuchaban con interés. Ellas vestían con ropa bastante formal. Todas llevaban traje de chaqueta. De falda, para más señas. Parecen azafatas. Dos de los hombres tampoco tenían mejor aspecto. Con las americanas azules y las corbatas a rayas semejaban muñecos salidos de la cadena de montaje de una fábrica de juguetes. En aquel aburrido círculo, solo el tercer representante masculino le llamó la atención.

Los ojos femeninos recorrieron su perfil de abajo arriba. Deportivas marrones de ante. La mirada de Luz siguió subiendo. Unas largas piernas enfundadas en unos vaqueros desgastados. Esto promete. Atisbó la etiqueta roja del Levi’s y adivinó un culo estrecho y bien formado. Una mano morena y huesuda colgaba al lado del bolsillo, los tendones y las venas destacadas por la postura. La camiseta color chocolate escapaba fuera de los pantalones. Buen cuerpo, se dijo cuando su vista se posó en su cintura.

—Es nuestro turno —escuchó la aguda voz de la guía.

Y la interesante visión, en la que estaba a punto de depositar todas las ilusiones, desapareció dentro de la caja de acero.

—Somos las siguientes —comentó su hermana impaciente mientras Luz mantenía los ojos fijos en los números del panel luminoso del ascensor que acababa de partir.

• • •

—Te espero fuera —susurró Luz a Irene hora y media después.

Salió de la sala vencida. Aceleró el paso cuando vio que una mujer, sentada en uno de los escasos bancos del edificio, se levantaba y dejaba el hueco libre.

—Por lo que cobran por entrar, bien podían poner más asientos para la pobre gente que sufrimos de los pies —se quejó en voz alta.

—Eso es culpa tuya. Tú y tu empeño en ir subida en esos andamios.

Al parecer, su hermana había acabado de disfrutar de todas las piezas de la sala 301 y ahora se dedicaba a un pasatiempo más divertido: a meterse con ella.

—Te equivocas, no es cosa mía. El fallo fue de nuestros padres, por hacerme tan bajita.

Luz volvió la cabeza hacia la habitación que acababa de abandonar. El imperio tarasco, leyó en el cartel colgado a la entrada.

—¿Cuánto nos falta? —preguntó con verdadera angustia.

Como me diga que otro tanto, finjo un desmayo aquí mismo, se prometió mientras se masajeaba la planta del pie derecho.

Irene consultó el folleto que les habían entregado junto con las entradas y en el que aparecía el recorrido recomendado por el museo.

—Dos salas más y acabamos.

—Déjame descansar diez minutos —rogó Luz aparentando estar más derrotada de lo que se sentía.

—Aprovecho para ir al servicio y te recojo a la vuelta.

Lanzó un suspiro de alivio. Aquella era su buena obra del mes. La exposición le estaba gustando bastante más de lo que esperaba, pero habría agradecido algunas piezas menos. Unas cien menos, calculó. Estaba cansada de ver estatuas de serpientes aladas, cabezas de jaguares, hombres que parecían cualquier otra cosa menos figuras humanas, vasijas con dibujos geométricos, discos solares, máscaras rituales y dibujos de sacrificios humanos, y estaba saturada de leer palabras impronunciables llenas de las letras t, l y z.

El tiempo de la tregua se le pasó en un suspiro y dos segundos más tarde tenía a su lado a su hermana, la torturadora, insistiendo para que se levantara.

Luz se rindió a la evidencia. En algún momento tendría que abandonar aquel asiento. Le costó meterse de nuevo en las sandalias. Era como si los pies le hubieran aumentado dos tallas en los últimos diez minutos. Cuando al fin lo consiguió, se resignó a seguir a la pequeña de la casa.

Dos salas. Miró el reloj. En menos de media hora estaría sentada en una de las mesas de la terraza de la cafetería, riéndose de los pobres incautos que entraban en el museo sin sospechar que se dirigían hacia una trampa mortal.

La sala 302 parecía estar todavía más llena de gente que las anteriores.

—¿Quieres que vayamos primero a la última?

Luz rezó para que su hermana dijera que sí. No hubo suerte.

—Prefiero hacer el recorrido oficial. El orden es importante en estas cosas —contestó mientras se hacía paso entre el grupo de gente que se había agolpado en la entrada.

Luz volvió a apelar a los buenos sentimientos y contuvo las ganas, cada vez más intensas, de volver a ser la tirana que solía ser de niña cuando utilizaba a su querida hermanita de criada. Entró detrás de ella.

Rápida como un cohete espacial, pasó por delante de las piezas allí expuestas y diez minutos más tarde observaba el contenido de la última vitrina. Esta vez me siento en el suelo si hace falta. Se giró para acercarse a la claridad del corredor exterior cuando se dio cuenta de que la guía del ascensor estaba de nuevo a su lado.

¡Hombre, el morenazo! No iba a perder la ocasión de verlo en condiciones. Antes le había causado una impresión más que favorable.

Buena espalda. Ni demasiado ancha ni de hombros escurridos. Hizo un mohín de aceptación. ¿Estaba canoso o era el brillo de los focos? Se acercó un poco más para comprobarlo. Definitivamente, tenía muchas canas. Luz sonrió. ¿Mayorcito, eh? Mejor. Estaba harta de jovenzuelos llorones que a la mínima de cambio se refugian en brazos de mamá. ¿Cómo tendrá los ojos? Y, justo en ese momento, en respuesta a su pregunta, él se volvió hacia ella.

Luz aprovechó la ocasión y le miró a la cara y… le dio la espalda lo más rápido que pudo.

Mierda, mierda, mierda, gritaban sus neuronas a todo pulmón mientras ella apretaba las muelas y los puños a conciencia.

Luz esperó una eternidad. Nadie le dio unos golpecitos en el hombro ni le preguntó aquello tan manido de ¿perdona nos conocemos?

Tenía que haberse largado de aquel lugar lo más deprisa que podía, tenía que haberlo hecho, pero le venció la curiosidad. Giró la cabeza poco a poco hasta volver a tenerle en su campo de visión. En efecto, allí seguía, a menos de diez pasos de ella, inclinado sobre una vitrina. Parecía muy interesado en la vasija del otro lado del cristal. Luz fingió estar cautivada por un collar de oro hecho de caracoles a la vez que ponía a funcionar la base de datos que tenía en la cabeza.

¿Cómo se llamaba? Tenía nombre de apellido. ¿Lucas? No, no. ¿Lope? No, Lope tampoco. ¿Marcos? No, no me suena. ¡Martín!, exclamó en voz baja cuando lo recordó.

Martín el mentiroso, Martín el farsante, Martín el traidor. Sí, era él. Más alto, más canoso, más mayor y más serio, pero el mismo impresentable de hacía ocho años.

—Pensé que estarías fuera —le dijo su hermana cuando se puso a su lado—. ¿Has acabado ya? Veo que esta sala te ha interesado más que las anteriores porque te has entretenido en ella el mismo rato que yo.

—Sí, la he encontrado de lo más esclarecedora —aseguró con mucho énfasis y en un tono más alto de lo que la razón recomendaba.

Cuando las dos mujeres atravesaron la puerta de la sala 302, Martín Oteiza, fotógrafo de profesión, se dio la vuelta y miró hacia la salida. Solo pudo apreciar un enorme bolso rojo que desaparecía de su vista.

• • •

Luz se acercó a una de las mesas del bar con tres jarras de cerveza entre las manos.

—¿Para quién eran las cañas?

Ninguna de las diez personas que estaban sentadas le hizo el más mínimo caso.

—¿Quién ha pedido cerveza? —volvió a repetir tres tonos más alto.

Con el mismo resultado. Ni uno solo de los presentes se volvió para mirarla ni hizo amago alguno de contestar.

Viendo que todos los esfuerzos que pudiera hacer por la línea de la delicadeza tenían muchas probabilidades de fracasar, tomó una decisión definitiva. Víctor tuvo la desgracia de ser el que más cerca se encontraba de ella y, por lo tanto, fue el elegido como víctima. Luz se acercó hasta él y, decidida, alzó una de las manos. El refrescante líquido ambarino comenzó caer por la cabeza de su amigo. Antes de que él hubiera tenido tiempo de procesar qué era lo que le estaba sucediendo, la espalda de su camiseta ya estaba calada por completo.

—¡Estás loca!

Se levantó de un salto y tiró la silla al suelo con gran estrépito. La miró como si fuera la representación femenina del demonio en la tierra y salió pitando en dirección al cuarto de baño.

Un silencio repentino se estableció en el grupo.

Bien. Ahora tenía toda su atención.

—¿Cervezas? —preguntó con su mejor sonrisa.

Unos tímidos dedos se elevaron del círculo de personas. Luz depositó con delicadeza las tres jarras delante de sus propietarios y se dio la vuelta para encaminarse de nuevo a la barra y coger el resto de las consumiciones que el camarero estaba preparando.

Unos segundos después, una carcajada unánime se elevó de aquella mesa.

—Veo que no has cambiado nada en estos ocho años —le acusó Arantza cuando se sentó a su lado, tras haber servido todas las bebidas—. Sigues igual de gamberra que siempre.

—Pensaba que ibas a decir «igual» de extravagante —contestó Luz alegre después de dar un sorbo a su copa de vino.

Arantza cruzó las piernas con cuidado para no enseñar más arriba de la rodilla y soltó el humo del cigarrillo que estaba fumando con más ímpetu de lo normal.

Original era la palabra que se me estaba ocurriendo.

—Tú también estás como siempre. Igual de educada.

Arantza y ella habían sido compañeras en la universidad junto con el resto de las personas allí reunidas. Después de acabar los tres años de secretariado, cada uno había tomado un camino distinto y, por una u otra cosa, no se habían vuelto a encontrar hasta entonces. Por lo que había podido enterarse, la mayoría estaban casados o vivían con sus parejas. Luz los miró uno a uno, incrédula. Son demasiado jóvenes para echarse esa soga al cuello. Ella se sentía con la misma edad y las mismas ganas de disfrutar que cuando salían de clase y se iban a tomar vinos por la calle Licenciado Poza. Ni siquiera pasábamos por casa para dejar las carpetas y los apuntes. Y ahora no había más que verlos para darse cuenta que hacía muchos años que ninguno de ellos se divertía a gusto. Los chicos estaban gordos y calvos y ellas se habían convertido en unas rancias. ¿Qué pintaba ella allí?

—¿Sabes que estuve con Miguel Ángel?

Luz salió de sus pensamientos cuando escuchó la voz de la cotorra que tenía a su lado.

—¿Perdón?

—Sí, mujer, Miguel Ángel Gómez Acedo. Ese chico alto y rubio que hacía Derecho.

Se inclinó hacia Arantza. Le sonaba aquel nombre, sin embargo, no le ponía cara.

—No lo recuerdo.

—¿De quién era amigo? —murmuró su compañera pensativa pasándose una mano por la barbilla—. ¡Gorka! ¿No era amigo tuyo Miguel Ángel Gómez Acedo?

Gorka, que estaba inmerso en una animada conversación con Pedro y Raquel sobre qué modelo de monovolumen era el más apropiado para una familia de cuatro miembros, desvió la cabeza con cara de fastidio y miró hacia ellas. Asintió a lo que le preguntaban.

—Hace tiempo que no sé nada de él. Tenía un bufete en algún sitio, por Deusto, creo.

—No, al lado de los Juzgados. Me lo encontré ayer por la calle y me lo contó.

Gorka chasqueó los dedos.

—Es cierto.

—Iba con aquel amigo suyo, aquel moreno delgadito, ese que siempre llevaba la cámara de fotos colgada.

El cuello de Luz se puso rígido. Aquella era la descripción de Martín el farsante. Apoyó los codos sobre las rodillas y se dispuso a escuchar aquella interesante conversación. Pero, por algún motivo que se le ocultaba, Arantza decidió que Luz no era una interlocutora válida y continuó hablando con Gorka sin preocuparse de su amiga. Pero sí, Luz atendía a lo que allí se estaba diciendo con sumo interés. Después de todo, pensó, a los enemigos hay que conocerlos bien. Y Martín, durante muchos años, había tenido el privilegio de ser el primero de su lista negra. Lista que guardaba a buen recaudo en el segundo cajón de su mesilla de noche.

—¿Sí? Tengo entendido que ahora es un fotógrafo de éxito. Trabaja en Nueva York, en una revista de moda o algo así —explicó Gorka.

—Pues ayer estaba en Bilbao. Lo prometo.

Luz se movió en su silla, nerviosa.

—Ayer debió de ser el día de los encuentros porque yo también lo vi.

—¡Lo ves! —Arantza se dirigía a Gorka—. ¿Ves como sí estaba aquí? —Se volvió hacia Luz—. ¿A qué estaba guapo? Ha mejorado mucho. Ha pasado de ser un simple chico flacucho a ser un hombre de lo más interesante. ¿No crees?

—La verdad es que no me fijé bien —mintió—. No lo vi de cerca. Igual hasta ni siquiera era él.

Lo era, lo era. Con seguridad, era él.

—¿Ayer, dices? —y Luz ya no pudo hacer nada por callarla—. Pues mira, iba vestido con una camiseta marrón y unos vaqueros. Llevaba una cazadora beis, muy juvenil, por cierto. Como te he dicho, estaba guapísimo. Cruzaban la calle Henao cuando me fije que eran ellos y…

Pero Luz no escuchó las últimas frases. Muy juvenil. Y, en ese momento, la garra de un águila culebrera se clavó en su rodilla.

—¡Es él! —gritó Arantza como si fuera una fan histérica que acabara de ver aparecer a su ídolo.

—¿Quién? ¿George Clooney? —se rio Luz.

Pero, cuando se volvió hacia la puerta del bar y vio la sombra recortada en la claridad, descubrió que solo había algo que le irritaba más que encontrarse con Martín.

Y era encontrárselo de nuevo.

• • •

El hombre de la puerta miró durante un breve instante a aquellas dos chicas e hizo un gesto de reconocimiento. Luz no atinó a ver su expresión puesto que su cara quedaba oculta entre las sombras. El hombre sacó las manos de los bolsillos y comenzó a andar hacia ellas.

Luz no lo quiso reconocer, pero notaba como si su estómago fuera una pista de aterrizaje y veinte Jumbos estuvieran a punto de despegar a la vez. ¿Me reconocerá? Por fortuna, la sensación no duró mucho, solo hasta que el tipo se acercó, les echó una ojeada con aire ausente y siguió adelante. Para cuando se sentó en la mesa del fondo del bar, Luz ya había dejado escapar todo el aire que había estado reteniendo sin darse cuenta.

Un hombre calvo y gordo esperaba al recién llegado en la mesa del rincón más oscuro del local.

—¿Conoces a ésas? —dijo señalando con un movimiento de cabeza en dirección al grupo de amigos.

—Ni idea. Al entrar, he visto que me miraban —indicó el joven con voz seca—. Me habrán confundido con otro.

—Pues ellas parecían muy interesadas en ti —insistió el gordo desconfiado.

—No me jodas. Te he dicho que no las he visto nunca —farfulló el recién llegado—. Siempre estás con la misma historia. Déjate de chorradas y dime qué es eso tan importante que no querías hablar por teléfono.

—Teníamos que haber quedado en otro sitio. Sabes que no me gusta que nos veamos en público —insistió el de la voluminosa barriga.

El doble de Martín no hizo caso a lo que el otro balbuceaba.

—Tengo prisa.

El calvo abrió la boca para seguir hablando, pero la cerró cuando vio que una joven madre y su hija pequeña se acercaban al servicio. No dijo ni una palabra hasta que la puerta del baño se cerró tras ellas.

—Me han llamado.

—¿Y?

—Todo está listo. —El joven continuó con la mirada fija en algún punto de la mesa sin hacer ningún gesto de entendimiento—. La operación empieza la semana que viene —insistió el viejo.

El joven despegó los ojos de la lisa superficie para mirar a la cara de su interlocutor.

—¿Ya es mi turno? —preguntó escueto.

—Todavía no. Primero tienen que conseguir los papeles. Se te avisará.

Apenas hizo un gesto que indicara que le quedaba todo claro y se levantó. Pero antes de que abandonara el sitio, el gordo puso sus dedos sobre el dorso de la mano del otro.

—Pero cuando eso suceda tienes que tenerlo todo preparado —murmuró.