PAPILLON O LA LITERATURA ORAL

Por JEAN-FRANÇOIS REVEL

Si tuviera que nombrar al escritor del pasado que Henri Charriére evoca en mí, no dudaría un segundo y nombraría a Gregorio de Tours. La aproximación se ha impuesto en mi espíritu con una fuerza irresistible. Leed, por ejemplo, este pasaje de la Historia de los francos, del gran obispo galo:

«El conflicto suscitado entre los habitantes de Tours que, como hemos dicho antes, había terminado, se reanudó con renovado furor. Sicario, después de la muerte de los padres de Cramnesindo, había trabado una gran amistad con éste, y ambos se querían con tal afecto, que muy a menudo tomaban juntos sus comidas y se acostaban en el mismo lecho. Pues bien, cierto día, por la noche, Cramnesindo prepara una cena e invita a su mesa a Sicario. Llegado éste, ambos se instalan para el festín. Luego, como Sicario, pesado a causa del vino, despotricara mucho contra Cramnesindo, se pretende que dijo, para terminar: "Me debes grandes mercedes, oh, querido hermano, por haber dado muerte a tus padres. Gracias a la composición que recibiste, el oro y la plata son abundantes en tu casa, y tú te hallarías despojado de todo y en la indigencia si aquello no te hubiera beneficiado." Al oír esto, el otro acoge con amargura los propósitos de Sicario y declara en su fuero interno: "Si no vengo la muerte de mis padres, no mereceré llevar más el nombre de hombre, sino que deberé ser llamado débil mujer." Así, pues, habiendo apagado las luminarias, corta la cabeza de Sicario con una sierra. Éste, habiendo emitido un grito apagado al término de su vida, cae y muere. Los esclavos que habían venido con él se dispersan. Cramnesindo cuelga el cadáver, despojado de sus vestiduras, en la rama de un haya, y, tras ensillar sus caballos, se dirige a presencia del rey...»[16].

Remítanse ahora a las páginas 40 y 41 de Papillon, desde «Completamente desnudo en el frío glacial» hasta «lo cual no me impide recibir más golpes».

En ambos textos se llega al fondo mismo de la narración, la narración en estado puro, en el que todo es relato. Actos, pensamientos, palabras, marcados por un mismo carácter de espontaneidad o, más bien, de una extraña mezcla de premeditación y espontaneidad, están todos presentes y no pueden ser más que acontecimientos. La intención, aquí es siempre un hecho. Pensar, realizar un gesto, tiene la misma concreción que invade al individuo. El ser humano es lo que le acude bruscamente al espíritu, lo que le ha dicho a un compañero o lo que él ejecuta y, a cada instante, no es más que eso. Así que no hay, en el universo de Papillon, diferencias de intensidad. Como en Gregorio de Tours, dirigirse a alguien, matarlo, salvarlo, surgen, como una imagen sucede a otra en el cine: la que muestra unas flores acariciadas por la brisa no ocupa menos sitio en la pantalla que la que muestra un temblor de tierra. Todo el mundo luchando en todo momento por su vida; sólo puede jugarse al no va más, y todos los signos exteriores se interpretan y se miden permanentemente según esa perspectiva del no va más. Asimismo, esos hombres son perpetuamente y a la vez todo cálculo y todo impulso, astucia y violencia, olvido y memoria. Uno de los dos personajes de Gregorio de Tours ha olvidado que el otro había matado a sus padres. Pero cuando esa particularidad se le presenta de nuevo en la mente, da muerte a su huésped. Se advertirá también la rapidez y la presencia de ánimo con que apaga las luces, semejante a la rapidez con que Papillon le pone por sombrero a su guardián la marmita con agua hirviendo. Semejante extremismo en las reacciones implica un tempo en el que las situaciones se modifican por completo casi en cada página, bien sea por la acción de uno de los actores, o por un golpe de suerte, porque no puede haber, en ese doble o nada eterno, imprevistos menores. El maridaje de la organización y del azar, también, es tan íntimo como la alianza de un feroz deseo de vivir con una ligereza increíble en el arte de provocar el peligro o la venganza.

En este tipo de relato, el autor no se pregunta por qué escribe. La pregunta carece de sentido para él. O, más bien, es la respuesta la que parece evidente. La violencia con que ha vivido lo que cuenta no deja lugar a dudas en su espíritu en cuanto al interés que debe suscitar (convicción sin la cual no hay verdadero narrador), y como, por otra parte, no puede pensar en otra cosa, complace a todo el mundo, comprendido él, dejándose llevar por la narración. Este dejarse llevar por la narración es el estado de gracia fundamental, el talento primordial que sólo los demás advierten, que no se adquiere.

Este estado de gracia no podía aparecer hoy más que en una obra que no hubiera nacido de otra, quiero decir en lo extraliterario. (No hay, en efecto, influencia literaria de Albertine Sarrazin sobre Charriére; no ha tenido más que influencia en su decisión de escribir.) No existe hoy día un escritor consciente que pueda, determinado como está por su cultura, superar las antinomias estéticas del relato lineal. La novela ya no es relato y, por lo demás, rechaza la categoría novelística como género.

Nos interrogamos en nuestra época hasta la saciedad sobre qué es la literatura, sobre qué es el lenguaje, sobre qué es escribir, sobre qué es hablar. Estas preguntas son más radicales de lo que eran en las artes poéticas del pasado. No nos limitamos como antaño a valorar la legitimidad o tal o cual contenido de la obra literaria, la aptitud de tal o cual forma. Hace mucho tiempo que todos los contenidos son legítimos. Por eso han desaparecido todos, por falta de prohibiciones. Nada está prohibido, desde el punto de vista estético, quiero decir. Queda, pues, la forma. Y no podía ser de otra manera. Entonces, en ella, por el contrario, todo está prohibido y ya no hay más que prohibiciones. La literatura no es ni la pintura ni la música. La forma, aunque fuera privilegiada, suponía precisamente su existencia, su hipótesis, el revulsivo, al menos, de un contenido que había que neutralizar. Escribir, ahora, tiene por objeto la escritura; la literatura tiene por objeto la búsqueda de la literatura. O, más bien, ni siquiera debe tener finalidad, pues ese término sugiere que se apunta fuera de ella. La obra se ha convertido en tautología, pero una tautología informulable, puesto que nada tiene que repetir. Embrutecida de partenogénesis, la literatura dice lo que tiene que decir y se pregunta cómo es ello posible. No es una casualidad el que muchas «novelas» de los últimos años tengan por «tema» al escritor empeñado en escribir, y su trama consiste en la actualidad misma del texto que se está haciendo y que no tiene otra razón de ser que decir que es, lo que le permite ser. Pero también la vuelta voluntaria a la narración es inconcebible.

Parece, pues, que el texto a la vez narrativo y no documental, objetivo y poético, hecho de memoria o de imaginación (pues en la especie la diferencia importa poco), no pueda reaparecer ya más que de manera esporádica, de vez en cuando, en algunos libros aberrantes, imprevisibles, fuera de la historia, imposibles de suscitar y de prever. Sin duda, igualmente, la fuerza de evocación visual y referida a los acontecimientos, y no compartida al nivel del lenguaje, goza de una especie de dispensa que permite enfrentarse a las escuelas y a las coyunturas literarias (sin saberlo, seguramente). Sin duda, en este caso, tampoco se encuentra la escritura más que para no haberla tenido jamás, o el lenguaje para haberlo tenido siempre. Pues, de hecho, aquí se trata de lenguaje, quiero decir de lenguaje oral, y no de escritura. En Papillon, la escritura es un sucedáneo de la palabra, no su superación ni su transmutación, como en la literatura erudita. El vigor narrativo de Charriére deriva de la literatura oral, esa que no se convierte en literatura más que por la necesidad de «anotar» el relato para que no se pierda. Pero el ritmo profundo de la concepción y de la expresión es el del verbo, y eso es precisamente lo que hay que buscar y encontrar leyendo, exactamente como se lee una partitura, que no es un fin en sí misma, sino un .medio de reconstituir y ejecutar la sustancia musical en su integridad. Por otra parte, jamás he experimentado un sentimiento tan cegador de la diferencia que existe entre el francés escrito y el francés hablado como leyendo Papillon. Se trata, en verdad, de dos lenguas distintas. No tanto por el uso del argot o de un vocabulario familiar, como por divergencias capitales en la sintaxis, en los giros, en la carga afectiva de las palabras. Las reconstituciones literarias de la lengua hablada, en Celine, por ejemplo, se resienten precisamente de no llevar la marca de la espontaneidad. Por otra parte, es de una rareza extrema que el francés hablado pueda, sin trucos, cristalizar en una obra acabada. Ante la página por escribir, el genio popular se cree, por lo general, obligado a evocar las migajas que conoce del francés literario. Pierde en los dos tableros. (Es lo que se llama perversamente «novelas de autodidacta».) Para franquear esa barrera temible —la cultura escrita— sin darse cuenta, conservando la totalidad de los recursos narrativos como si se hablara, es necesaria esa inocencia astuta que fue la del Aduanero Rousseau y que posee Papillon, el intemporal «narrador de cuentos que toma asiento al pie del terebinto».