La libertad

Cosa extraordinaria, los venezolanos son tan encantadores, tan cautivadores, que tomo la decisión de confiar en ellos. No me fugaré. Como prisionero acepto esta situación anormal, en espera de formar parte, algún día, de su pueblo. Eso parece paradójico. La salvaje forma que tiene de tratar a los prisioneros no es como para animarme, sin embargo, a vivir en su sociedad, pero comprendo que encuentran normales los castigos corporales, tanto los prisioneros como los soldados. Si un soldado comete una falta, también a él se le administran varios azotes con el nervio de buey. Y, algunos días más tarde, ese mismo soldado habla con el mismo cabo, sargento u oficial que le golpeó, como si no hubiese sucedido nada.

Ese bárbaro sistema les ha sido transmitido por el dictador Gómez, quien los rigió así durante muchos años. Y la costumbre ha quedado, hasta el punto de que un jefe civil castiga a los habitantes que están bajo su jurisdicción de esa forma, con unos cuantos azotes con el nervio de buey.

Gracias a una revolución, me encuentro en vísperas de ser liberado. Un golpe de Estado medio civil, medio militar, ha hecho caer al presidente de la república, el general Angarita Medina, uno de los mayores liberales que ha conocido Venezuela. Era tan bueno, tan demócrata, que no supo o no quiso resistir el golpe de Estado. Al parecer, se negó categóricamente a hacer que corriera la sangre entre venezolanos para mantenerse en su puesto. Ciertamente, este gran militar demócrata no estaba al corriente de lo que sucedía en El Dorado.

De todas maneras, un mes después de la revolución, destituyen a todos los oficiales. Se ha abierto una encuesta sobre la muerte del colombiano a causa de la «purga».

El director y su cuñado desaparecen para ser sustituidos por un antiguo diplomático y abogado.

—Sí, Papillon, mañana le pondré en libertad, pero quisiera que se llevara con usted a ese pobre de Picolino por quien se interesa. No tiene identidad, así que le buscaré una. En cuanto a usted, aquí tiene su cédula perfectamente en regla, con su verdadero nombre. Las condiciones son las siguientes: debe usted vivir en un pueblo durante un año antes de poderse instalar en una gran ciudad. Será una especie de libertad no vigilada, pero en la que se le podrá ver vivir y darse cuenta de la manera como se defiende en la vida. Si, como creo, al cabo de un año el jefe civil del pueblo le da un certificado de buena conducta, entonces él mismo pondrá fin a su confinamiento. Creo que Caracas sería para usted una ciudad ideal. De todas formas, está autorizado para vivir legalmente en el país. Su pasado ya no cuenta para nosotros. Es cuenta suya demostrar que es digno de que se le dé una oportunidad de ser otra vez un hombre respetable. Espero que antes de cinco años sea usted mi compatriota mediante una nacionalización que le dará una nueva patria. ¡Que Dios le acompañe! Gracias por quererse ocupar de esa ruina de Picolino. No puedo ponerlo en libertad más que si alguien firma que se encarga de él. Esperemos que en un hospital pueda curarse.

Mañana por la mañana, a las siete, acompañado por Picolino, debo salir verdaderamente libre. Me embarga una gran emoción porque, por fin, he vencido para siempre «el camino de la podredumbre».

Es el 18 de octubre de 1945. Hace trece años que esperaba este día.

Me he retirado a mi casita del huerto. Me he excusado con mis camaradas, pero tengo necesidad de estar solo. La emoción es demasiado grande y demasiado hermosa para exteriorizarla ante testigos. Doy vueltas y más vueltas a mi tarjeta de identidad que me ha entregado el director: mi fotografía en el ángulo izquierdo, y, arriba, el número 1728629, expedida el 3 de julio de 1944. En la mitad, mi apellido; debajo, mi nombre. Detrás, la fecha de nacimiento: 16 de noviembre de 1906. El documento de identidad está perfectamente en regla, y hasta está firmado y sellado por el director de Identificación. Situación en Venezuela: «residente». Es formidable que esta palabra, «residente», quiera decir que estoy avecindado en Venezuela. Mi corazón late fuertemente. Quisiera arrodillarme para rezar y dar las gracias a Dios. No sabes rezar y no estás bautizado. ¿A qué Dios vas a dirigirte, puesto que no perteneces a ninguna religión determinada? ¿Al buen Dios de los católicos? ¿Al de los protestantes? ¿Al de los judíos? ¿Al de los mahometanos? ¿A cuál voy a elegir para dedicarle mi plegaria, que voy a tenerme que inventar porque no sé ninguna oración? Pero ¿por qué busco a que Dios dirigirme? ¿No he pensado siempre, cuando lo he invocado en mi vida, o maldecido, en ese Dios del niño Jesús en su cuna, con la mula y el buey alrededor de él? ¿Acaso en mi subconsciente aún guardo rencor hacia las buenas hermanas de Colombia? ¿Y por qué no pensar tan sólo en el único, en el sublime obispo de Curasao, monseñor Irénée de Bruyne y, más lejos aún, en el buen sacerdote de la Conciergerie?

Mañana seré libre, completamente libre. Dentro de cinco años, me nacionalizaré venezolano, pues estoy seguro de que no cometeré ninguna falta en esta tierra que me ha dado asilo y ha confiado en mí. Debo ser en la vida dos veces más honrado que todo el mundo.

En efecto, soy inocente de la muerte por la que un fiscal, unos polis y doce enchufados del jurado me mandaron a los duros, pero eso sólo pudo suceder porque yo era un truhán. Se pudo tejer fácilmente alrededor de mi personalidad ese fárrago de mentiras porque yo era, de veras, un aventurero. Abrir las cajas fuertes ajenas no es una profesión muy recomendable, y la sociedad tiene el derecho y el deber de defenderse. Si pude ser lanzado al camino de la podredumbre fue porque, debo reconocerlo honradamente, era candidato permanente a ser enviado a él un día. Que ese castigo no sea digno de un pueblo como Francia, que una sociedad tenga el deber de defenderse y no de vengarse con tanta bajeza, eso ya es otro cantar. Mi pasado no puede borrarse de un plumazo; debo rehabilitarme ante mí mismo, ante mis propios ojos en primer lugar, y ante los de los demás a continuación. Así que dale las gracias a ese buen Dios de los católicos, Papi, y prométele algo muy importante.

—Buen Dios, perdóname si no sé rezar, pero mira en mí y leerás que no tengo palabras suficientes para expresarte mi reconocimiento por haberme traído hasta aquí. La lucha ha sido dura, subir el calvario que me han impuesto los hombres no ha sido muy fácil, y bien es verdad que si he podido superar todos los obstáculos y continuar viviendo con buena salud hasta ese día bendito, es porque Tú tenías puesta tu mano sobre mí para ayudarme. ¿Qué podría hacer para demostrar que te estoy sinceramente agradecido por tus bondades?

—Renunciar a tu venganza.

¿He oído o he creído oír esa frase? No lo sé, pero ha venido tan brutalmente a abofetearme en plena mejilla, que casi admitiría haberla oído de veras.

—¡Oh, no, eso no! No me pidas eso. Esa gente me ha hecho sufrir demasiado. ¿Cómo quieres que perdone a los policías equívocos y al falso testigo de Polein? ¿Renunciar a arrancarle la lengua al inhumano fiscal? Eso no es posible. Me pides demasiado. ¡No, no y no! Lamento contrariarte, pero a ningún precio dejaré de consumar mi venganza.

Salgo, temo ceder, no quiero abdicar. Doy algunos pasos por mi huerto. Toto apareja unas matas de alubias trepadoras para que se enrollen alrededor de las cañas. Los tres se acercan a mí: Toto, el parisiense lleno de esperanza de los bajos fondos de la rue de Lappe, Antartaglia, el carterista nacido en Córcega, pero que despojó durante muchos años a los parisienses de sus portamonedas, y Deplanque, el dijonés que asesinó a un rufián como él. Me miran y sus rostros están llenos de gozo por verme libre al fin. Sin duda, pronto les tocará el turno a ellos.

—¿No te has traído del pueblo una botella de vino o de ron para festejar tu partida?

—Perdonadme, pero estaba tan emocionado que ni siquiera he pensado en ello. Excusadme este olvido.

—¿Qué dices?, exclama Toto. —No hay nada que perdonar, voy a hacer un buen café para todos.

—Estás contento, Papi, porque al fin eres definitivamente libre después de tantos años de lucha. Nos sentimos felices por ti.

—Pronto os tocará el turno a vosotros, ya veréis.

—Seguro —dice Toto—. El capitán me ha dicho que cada quince días saldrá libre uno de nosotros. ¿Qué vas a hacer, una vez en libertad?

He dudado uno o dos segundos, pero, audazmente, pese al temor de parecer un poco ridículo ante este relegado y los dos duros, respondo:

—¿Qué voy a hacer? Pues bien, no es complicado: me pondré a trabajar y seré siempre honrado. En este país que ha confiado en mí, me daría vergüenza cometer un delito.

En lugar de una respuesta irónica, me quedo sorprendido cuando los tres al mismo tiempo, confiesan:

—Yo también he decidido vivir decentemente. Tienes razón, Papillon, será duro, pero vale la pena, y estos venezolanos —merecen que se les respete.

No doy crédito a mis oídos. ¿Toto, el granuja de los bajos fondos de la Bastilla, tiene semejantes ideas? ¡Es desconcertante! ¿Antartaglia, que durante toda su larga vida ha vivido revolviendo en los bolsillos ajenos, reacciona así? Es maravilloso. ¿Y es posible que Deplanque, chulo profesional, no tenga entre sus proyectos la idea de encontrar a una mujer para explotarla? Aún es más sorprendente. Todos nos echamos a reír al mismo tiempo.

—¡Ah! ¡Esta sí es buena! Si mañana vuelves a Montmartre, a la place Blanche, y cuentas esto, nadie va a creerte.

Los hombres de nuestro ambiente, sí. Lo comprenderían, macho. Los que no querrían admitirlo serían los cabritos. La gran mayoría de los franceses no admiten que un hombre, con el pasado que nosotros tenemos, pueda convertirse en una persona decente en todos los sentidos. Esta es la diferencia entre el pueblo venezolano y el nuestro. Os he contado la tesis de aquel tipo de Irapa, un pobre pescador, cuando le explicaba al prefecto que un hombre nunca está perdido, que es preciso darle una oportunidad para que, ayudándole, se convierta en un hombre honrado. Esos pescadores casi analfabetos del golfo de Paria, en un rincón del mundo, perdidos en ese inmenso estuario del Orinoco, tienen una filosofía humanista de la que carecen muchos de nuestros compatriotas. Demasiados progresos mecánicos, una vida agitada, una sociedad que sólo tiene un ideal: nuevas invenciones mecánicas, una vida cada vez más fácil y mejor. Saborear los descubrimientos de la ciencia, como se lame un helado, engendra la sed de una comodidad mayor y la lucha constante para llegar a ella. Todo eso mata el alma, la conmiseración, la comprensión, la nobleza. No hay tiempo para ocuparse de los demás, y mucho menos de los reincidentes. E incluso las autoridades de ese rincón de selva son distintas de las nuestras, porque también son responsables de la tranquilidad pública. Pese a todo, corren el riesgo de tener graves preocupaciones, pero deben pensar que vale la pena arriesgarse un poco para salvar a un hombre. Y eso… eso es magnífico.

Tengo un hermoso traje azul marino que me ha regalado mi alumno, el hoy coronel. Se fue a la escuela de oficiales hace un mes, después de haber ingresado entre los tres primeros de la oposición. Me siento feliz de haber contribuido un poco a su éxito mediante las lecciones que le di. Antes de irse, me regaló unas ropas casi nuevas que me sientan muy bien. Saldré vestido correctamente gracias a él, a Francisco Bolagno, cabo de la guardia nacional, casado y padre de familia.

Este oficial superior, actualmente coronel de la guardia nacional, me ha honrado durante veintiséis años con su amistad, tan noble como indefectible. Representa, en verdad, la rectitud, la nobleza y los sentimientos más elevados que pueda poseer un hombre, jamás, a pesar de su elevada posición, en la jerarquía militar, ha cesado de testimoniarme su fiel amistad, ni de ayudarme para lo que fuese. Le debo mucho al coronel Francisco Bolagno Utrera.

Sí, haré lo imposible para ser y seguir siendo honrado. El único inconveniente es que nunca he trabajado y no sé hacer nada. Tendré que dedicarme a lo que sea para ganarme la vida. Eso no me será fácil, pero lo conseguiré, estoy seguro. Mañana seré un hombre como los demás. Has perdido la partida, fiscal: he salido definitivamente del camino de la podredumbre.

Doy vueltas y más vueltas en mi hamaca, con el nerviosismo de la última noche de mi odisea de prisionero. Me levanto, atravieso mi huerto que tan bien he cuidado durante estos meses pasados. La luna ilumina como en pleno día. El agua del río fluye en silencio hacia la desembocadura. No hay cantos de aves, duermen. El cielo está lleno de estrellas, pero la luna brilla tanto, que es preciso volverle la espalda para distinguir las estrellas. Frente a mí, la selva, abierta tan sólo por el calvero donde se ha edificado la aldea de El Dorado. Esta paz profunda de la Naturaleza me serena. Mi agitación se calma poco a poco, y la serenidad del momento me da la tranquilidad que necesito.

Llego a imaginar muy bien el lugar donde, mañana, desembarcaré de la barcaza para poner pie en la tierra de Simón Bolívar, el hombre que liberó a este país de la dominación española y que legó a sus hijos los sentimientos de humanidad y comprensión que hacen que hoy, gracias a ellos, pueda yo comenzar a vivir de nuevo.

Tengo treinta y siete años; aún soy joven. Mi estado físico es perfecto, jamás he estado gravemente enfermo y mi equilibrio mental es, creo, completamente normal. El camino de la podredumbre no ha dejado marcas degradantes en mí. Sobre todo, creo, porque nunca le pertenecí verdaderamente.

No sólo tendré que encontrar la manera de ganarme la vida en las primeras semanas de mi libertad, sino que deberé cuidar también, y hacer vivir, al pobre Picolino. Es una grave responsabilidad que he contraído. Sin embargo, y pese a que va a ser una pesada carga, cumpliré la promesa que le hice al director y no dejaré a este desdichado hasta que haya podido ingresar en un hospital, en manos competentes.

¿Debo comunicar a mi papá que estoy libre? No sabe nada de mí desde hace años. ¿Saber dónde está? Las únicas noticias que ha tenido respecto a mí son las visitas de los gendarmes con ocasión de mis fugas. No, no debo darme prisa. No tengo derecho a poner en carne viva la llaga que quizá los años pasados hayan casi cicatrizado. Escribiré cuando esté bien, cuando haya adquirido una situacioncita estable, sin problemas, en la cual podré decir: «Padrecito, tu chico está libre, se ha convertido en un hombre bueno y honrado. Vive así y así. Ya no tienes por qué bajar la cabeza por él, y por eso te escribo diciéndote que continúo amándote y venerándote».

Estamos en guerra, y ¿quién sabe si los boches se han instalado en mí pueblecito? El Ardéche no es una parte muy importante de Francia. La ocupación no debe ser completa. ¿Qué habrían de ir a buscar allí, excepto castañas? Sí, sólo cuando sea digno de hacerlo escribiré o, más bien, trataré de escribir a mi casa.

¿Adónde voy a ir, ahora? Me estableceré en las minas de oro de un pueblo que se llama El Callao. Allí viviré el año que me han pedido que pase en una pequeña comunidad. ¿Qué voy a hacer? ¡Cualquiera sabe! No empieces a plantearte problemas por adelantado. Si tienes que picar la tierra para ganarte el pan, lo harás, y sanseacabó. En primer lugar, debo aprender a vivir en libertad. Desde hace trece años, aparte de los pocos meses en Georgetown, no he tenido que ocuparme de ganarme el sustento. Sin embargo, en Georgetown no me defendí mal. La aventura continúa, y corre de mi cuenta inventarme trucos para vivir, sin hacer daño a nadie, por supuesto. Ya veré. Así, pues, mañana a El Callao.

Las siete de la mañana. Un hermoso sol de los trópicos, un cielo azul sin nubes, los pájaros que cantan su alegría de vivir, mis amigos reunidos a la puerta de nuestro huerto, Picolino vestido pulcramente de civil y bien afeitado. Todo: Naturaleza, animales y hombres respiran alegría y celebran mi libertad. Con el grupo de mis amigos está también un teniente, que nos acompañará hasta el pueblo de El Dorado.

—Abracémonos dice Toto, —y vete. Será mejor para todos.

—Adiós, queridos compañeros; cuando paséis por El Callao, buscadme. Si tengo una casa mía, será la vuestra.

—¡Adiós, Papi, buena suerte!

Rápidamente, llegamos al embarcadero y montamos en la barcaza. Picolino ha caminado muy bien. Sólo en lo alto de la cadera está paralizado, pero las piernas le funcionan bien. En menos de quince minutos, hemos vadeado el río.

—Aquí están los papeles de Picolino. Buena suerte, franceses. En este momento, sois libres. ¡Adiós!

Simplemente. Y no es más difícil, no, abandonar las cadenas que arrastramos desde hace trece años. «Desde este momento, sois libres». Os vuelven la espalda, abandonando así vuestra vigilancia. Y eso es todo. El camino de guijarros que asciende del río lo escalamos en seguida. No tenemos más que un paquete pequeñísimo donde van tres camisas y un pantalón de recambio. Llevo el traje azul marino, una camisa blanca y una corbata azul que hace juego con el traje.

Pero la duda existe, no se rehace una vida como quien cose un botón. Y si hoy en día, veinticinco años después, estoy casado, con una hija, feliz en Caracas, como ciudadano venezolano, es a través de muchas otras aventuras, éxitos y fracasos, pero como hombre libre y ciudadano honrado. Tal vez las cuente un día, así como otras historias más triviales que no he tenido sitio para incluirlas aquí.