El presidio de El Dorado

Dos horas más tarde, llegamos a un pueblo grande, puerto de mar que tiene la pretensión de ser una ciudad, Güiria. El jefe civil nos lleva en persona a la Comandancia de Policía del distrito. En esa Comisaría somos tratados más o menos bien, pero nos someten a interrogatorio, y el instructor, tozudo, no quiere admitir en absoluto que vengamos de la Guayana inglesa, donde éramos libres. Por añadidura, cuando nos pide que le expliquemos la razón de nuestra llegada a Venezuela en semejante estado de agotamiento y en el límite de nuestras fuerzas, tras un viaje tan corto de Georgetown al golfo de Paria, dice que nos burlamos de él con eso de la historia del tifón.

—Dos grandes plataneros se han hundido con hombres y carga por culpa de ese tornado, un buque de carga con mineral de bauxita se ha ido a pique con toda su tripulación, y ustedes, con una embarcación de cinco metros abierta a la intemperie, ¿ustedes se han salvado? ¿Quién puede creer semejante historia? Ni siquiera el mendigo del mercado que pide limosna. Mienten, hay algo turbio en lo que cuentan.

—Infórmese en Georgetown.

—No tengo ganas de que los ingleses me tomen el pelo.

Este secretario instructor, cretino y testarudo, incrédulo y pretencioso, envía no sé qué informe, ni a quién. De todas maneras, una mañana, nos despiertan a las cinco, nos encadenan y nos llevan en un camión a un destino desconocido.

El puerto de Güiria está en el golfo de Paria, como ya he dicho frente a Trinidad. Tiene también la ventaja de aprovechar la desembocadura de un enorme río casi tan grande como el Amazonas: el Orinoco.

Encadenados en un camión, en el que somos cinco más diez policías, rodamos hacia Ciudad Bolívar, la importante capital del Estado de Bolívar. El viaje, por carreteras de tierra, fue muy fatigoso. Policías y prisioneros, zarandeados y traqueteados como sacos de nueces en esta plataforma de camión que se movía a cada momento más que una cabina en un tobogán, estuvimos cinco días de viaje. Por la noche, dormíamos en el camión y, por la mañana, reanudábamos el camino en una carrera loca hacia un destino desconocido.

Por fin, terminamos este viaje agotador a más de mil kilómetros del mar, en una selva virgen atravesada por una carretera de tierra, que va de Ciudad Bolívar hasta El Dorado.

Soldados y prisioneros nos hallamos en muy mal estado cuando llegamos a la ciudad de El Dorado.

Pero ¿qué es El Dorado? Al principio, fue la esperanza de los conquistadores españoles que, viendo que los indios que llegaban de esta región tenían oro, creían firmemente que había una montaña de oro o, al menos, mitad tierra y mitad oro. Total, El Dorado es, primero, una aldea a la orilla de un río lleno de caribes o pirañas, peces carnívoros que en unos minutos devoran a un hombre o un animal, peces eléctricos, los tembladores, que, girando alrededor de su presa, hombre o bestia, lo electrocutan rápidamente y, luego, chupan a su víctima en descomposición. En mitad del río, hay una isla, y en esta isla, un verdadero campo de concentración. Es el presidio venezolano.

Esta colonia de trabajos forzados es lo más duro que he visto en mi vida, y también lo más salvaje e inhumano, en razón de los golpes que reciben los prisioneros. Es un cuadrado de ciento cincuenta metros de lado, al aire libre, rodeado de alambres espinosos. Más de cuatrocientos hombres duermen fuera, expuestos a la intemperie, pues no hay más que algunas chapas de cinc para abrigarse, alrededor del campo.

Sin esperar una palabra de explicación por nuestra parte, sin justificar esta decisión, nos incorporan al presidio de El Dorado a las tres de la tarde, cuando llegamos muertos de fatiga después del agotador viaje, encadenados en el camión. A las tres y media, sin anotar nuestros nombres, nos llaman, y dos de nosotros reciben una pala y los otros tres, un pico. Rodeados por cinco soldados, fusil y nervios de buey en mano, mandados por un cabo, nos obligan, so pena de ser azotados a ir al lugar de trabajo. No tardamos en comprender que se trata de una especie de demostración de fuerza que quiere hacer la guardia de la penitenciaría. De momento, sería peligroso en extremo no obedecer. Después, ya veremos.

Llegados al lugar donde trabajan los prisioneros, nos ordenan abrir una trinchera al lado de la carretera que están construyendo en plena selva virgen. Obedecemos sin decir palabra y trabajamos cada cual según sus fuerzas, sin levantar la cabeza. Esto no nos impide sentir los insultos y los golpes salvajes que, sin cesar, reciben los prisioneros. Ninguno de nosotros recibe un solo golpe con el nervio de buey. Esta sesión de trabajo, apenas llegados, estaba destinada, sobre todo, a hacernos ver cómo se trataba a los prisioneros. Era un sábado. Después del trabajo, llenos de sudor y polvo, se nos incorpora a ese campo de prisioneros, siempre sin ninguna formalidad.

—Cinco cayeneses, por aquí.

Es el preso cabo (el cabo de vara) quien habla.

Es un mestizo de un metro noventa de estatura. Tiene un nervio de buey en la mano. Este inmundo bruto está encargado de la disciplina en el interior del campo.

Se nos ha indicado el lugar donde debemos instalar las hamacas, cerca de la puerta de entrada al campamento, al aire libre. Pero allí hay una techumbre de planchas de cinc, lo que significa que, al menos, estaremos al abrigo de la lluvia y del sol.

La gran mayoría de los prisioneros son colombianos y el resto venezolanos. Ninguno de los campos disciplinarios del presidio puede compararse con el horror de esta colonia de trabajo. Un asno moriría si fuese tratado como se trata a estos hombres. Sin embargo, casi todos se portan bien, pues resulta que la comida es muy abundante y apetitosa.

Formamos un pequeño Consejo de Guerra. Si un soldado cualquiera pega a uno de nosotros, lo mejor que podemos hacer es detener el trabajo, tumbarnos al sol y, cualquiera que sea el trato que nos inflijan, no nos levantamos. ¿Vendrá un jefe a quien podamos preguntarle cómo y por qué estamos en este presidio de condenados a trabajos forzados sin haber cometido un delito? Los dos liberados, Guittou y Barriére, hablan de pedir que los devuelvan a Francia. Luego, decidimos llamar al preso cabo. Yo soy el encargado de hablarle. Le dan el sobrenombre de Negro Blanco. Guíttou debe ir en su busca. Llega ese verdugo, siempre con su nervio de buey en la mano. Los cinco le rodeamos.

—¿Qué me queréis?

Soy yo quien habla:

—Queremos decirte una sola cosa: nunca cometeremos una falta contra el reglamento, así que no tendrás motivo para pegarle a ninguno de nosotros. Pero como hemos notado que pegas a cualquiera sin la menor razón, te hemos llamado para decirte que el día que le pegues a uno de nosotros, eres hombre muerto ¿Has comprendido bien?

—Sí —dice Negro Blanco.

—Un último aviso.

—¿Qué? —pregunta sordamente.

—Si lo que acabo de decirte debe ser repetido, que sea a un oficial, pero no a un soldado.

—Comprendido.

Y se va.

Esta escena se desarrolla el domingo, día en que los prisioneros no trabajan. Llega un oficial.

—¿Cómo te llamas?

Papillon.

—¿Eres tú el jefe de los cayeneses?

—Somos cinco y todos son jefes.

—¿Porqué has sido tú quien ha tomado la palabra para hablarle al cabo de vara?

—Porque yo soy quien mejor habla español.

Me habla un capitán de la guardia nacional. No es, Me dice, el comandante encargado de la vigilancia. Hay dos jefes más importantes que él, pero que no están aquí. Desde nuestra llegada, es él quien manda. Los dos comandantes llegarán el martes.

—Has amenazado en tu nombre y en el de tus camaradas Con matar al cabo de vara si pegaba a cualquiera de vosotros. ¿Es eso verdad?

—Sí, y la amenaza va muy en serio. Ahora, le diré que he añadido que no daríamos ningún motivo que justifique un castigo corporal. Usted sabe, capitán, que ningún tribunal nos ha condenado, pues no hemos cometido ningún delito en Venezuela.

—Yo no sé nada. Vosotros habéis llegado al campo sin ningún papel, sólo con una nota del director, que está en el pueblo: «Hagan trabajar a estos hombres inmediatamente después de su llegada».

—Pues bien, capitán, sea justo, puesto que es usted militar, para que, en espera de que lleguen sus jefes, sus soldados sean advertidos por usted de que nos traten de manera distinta a los otros prisioneros. Le afirmo de nuevo que no somos ni podemos ser unos condenados, dado que no hemos cometido ningún delito en Venezuela.

—Está bien, daré órdenes en ese sentido. Espero que no me hayan engañado.

Tengo tiempo de estudiar a los prisioneros toda la tarde de este primer domingo. Lo primero que me llama la atención es que todos se encuentran bien físicamente. En segundo lugar, los latigazos son tan corrientes` que han aprendido a soportarlos hasta el punto de que, incluso el día de reposo, el domingo, en que podrían con bastante facilidad evitarlos comportándose bien, se diría que encuentran un sádico placer jugando con fuego. No dejan de hacer cosas prohibidas: jugar a los dados, besar a un joven en las letrinas, robar a un camarada, decir palabras obscenas a las mujeres que vienen del pueblo a traer dulces o cigarrillos a los prisioneros. Estas mujeres también hacen cambios. Una cesta trenzada o un objeto esculpido por algunas monedas o paquetes de cigarrillos. Pues bien, hay prisioneros que encuentran la manera de atrapar, a través de los alambres espinosos, lo que la mujer ofrece, y echar a correr sin entregarle el objeto acordado, para perderse a continuación entre los demás. Conclusión: los castigos corporales se aplican tan desigualmente y por cualquier cosa, y sus carnes están tan señaladas por los látigos, que el terror reina en este campamento sin ningún beneficio para la sociedad ni para el orden, y no corrige en lo más mínimo a esos desdichados.

La Reclusión de San José, por su silencio, es mucho más terrible que esto. Aquí, el miedo es momentáneo, y el hecho de poder hablar por la noche, fuera de las horas de trabajo, y el domingo, así como la comida, rica y abundante, hacen que un hombre pueda muy bien cumplir su condena, que en ningún caso sobrepasa los cinco años.

Pasamos el domingo fumando y bebiendo café, hablando entre nosotros. Algunos colombianos se nos han acercado —y los hemos apartado cortés, pero firmemente. Es preciso que se nos considere como prisioneros aparte, si no, la hemos jodido.

A la mañana siguiente, lunes, a las seis, tras habernos desayunado copiosamente, desfilamos hacia el trabajo con los otros. He aquí la manera de poner en marcha el trabajo: dos filas de hombres, cara a cara: cincuenta prisioneros y cincuenta soldados. Un soldado por Prisionero. Entre las dos filas, cincuenta útiles: picos, palas o hachas. Las dos líneas de hombres se observan. La hilera de los prisioneros, angustiados, y la hilera de los soldados, nerviosos y sádicos.

El sargento grita:

—Fulano de Tal, ¡pico!

El desdichado se precipita y, en el momento que toma el pico para echárselo al hombro y salir corriendo al trabajo el sargento grita: «Número», lo que equivale a «Soldado uno, dos, etc». El soldado sale detrás del pobre tipo y le pega con su nervio de buey. Esta terrible escena se repite dos veces al día. En el recorrido que separa el campamento del lugar de trabajo, se tiene la impresión de ver guardianes de asnos que fustigan a sus borricos corriendo tras ellos.

Estábamos helados de aprensión, esperando nuestro turno.

Por suerte, fue distinto.

—¡Los cinco cayeneses, por aquí! Los más jóvenes, tomad estos picos, y vosotros, los dos viejos, estas dos palas.

Por el camino, sin correr, pero a paso de cazador, vigilados por cuatro soldados y un cabo, nos dirigimos a la cantera común.

Esta jornada fue más larga y desesperante que la primera. Unos hombres particularmente maltratados, al extremo de sus fuerzas, gritaban como locos e imploraban de rodillas que no les pegaran más. Por la tarde, debían hacer de una multitud de montones de madera que habían quemado mal, un solo montón grande. Otros debían limpiar atrás. Y, asimismo, de ochenta a cien haces que estaban ya casi consumidos, debía quedar sólo un gran brasero en medio del campo. A latigazos de nervio de buey, cada soldado golpeaba a su prisionero para que recogiera los restos y los transportara corriendo en medio del campamento. Esta carrera demoníaca provocaba en algunos una verdadera crisis de locura, y en su precipitación, a veces agarraban ramas del lado donde aún había brasas. Con las manos quemadas, flagelados salvajemente, caminando descalzos sobre una brasa o sobre una rama aún humeante en el suelo, esta fantástica escena duró tres horas.

Ni uno de nosotros fue invitado a participar en la limpieza de este campo nuevamente desbrozado. Afortunadamente, ya habíamos decidido, mediante cortas frases, sin levantar la cabeza, mientras picábamos, saltar cada uno sobre uno de los cinco soldados, cabo incluido, desarmarlos y disparar contra ese hatajo de salvajes.

Hoy martes, no hemos salido a trabajar. Nos llaman al despacho de los dos comandantes de la guardia nacional. Estos dos militares están muy sorprendidos por el hecho de que estemos en El Dorado sin documentos que justifiquen que un tribunal nos haya enviado aquí. De todas formas, nos prometen pedir mañana explicaciones al director del penal.

No hemos debido esperar mucho. Los dos comandantes encargados de la vigilancia de la penitenciaría son, sin duda, muy severos, incluso puede decirse que exageradamente represivos, pero son correctos, pues han exigido que el director de la colonia venga en persona a darnos explicaciones. Ahora, está delante de nosotros, acompañado por su cuñado, Russian, y por dos oficiales de la guardia nacional.

—Franceses, soy el director de La Colonia de El Dorado. Habéis querido hablarme. ¿Qué deseáis?

—En primer lugar, saber qué tribunal nos ha condenado sin escucharnos a una pena en esta colonia de trabajos forzados. ¿Por cuánto tiempo y por qué delito? Hemos llegado por mar a Irapa, Venezuela. No hemos cometido el menor delito. Entonces, ¿qué hacemos aquí? ¿Y cómo justifica usted que se nos obligue a trabajar?

—En primer lugar, estamos en guerra. Así que debemos saber quiénes sois exactamente.

—Muy bien, pero eso no justifica nuestra incorporación a su presidio.

—Vosotros sois evadidos de la justicia francesa, y debemos saber si estáis reclamados por ella.

—Admito eso, pero vuelvo a insistir: ¿por qué tratarnos como si tuviéramos que purgar una condena?

—Por el momento, estáis aquí a causa de una ley de vagos y maleantes en espera de que haya documentación sobre vosotros para procesaros.

Esta discusión habría durado mucho rato si uno de los oficiales no hubiese zanjado la cuestión exponiendo su opinión.

—Director, honradamente no podemos tratar a estos hombres como a los otros prisioneros. Sugiero que, en espera de que Caracas sea puesto al corriente de esta situación particular, se encuentre el medio de emplearlos en otra cosa que no sea el trabajo de la carretera.

—Son hombres peligrosos, han amenazado con matar al preso cabo si les pegaba. ¿No es verdad?

—No sólo lo hemos amenazado, señor director, sino que cualquiera que se divierta pegando a uno de nosotros será asesinado.

—¿Y si es un soldado?

—Lo mismo. Nosotros no hemos hecho nada para soportar un régimen semejante. Nuestras leyes y nuestros regímenes penitenciarios son, tal vez, más horribles e inhumanos que los de ustedes, pero no consentiremos que se nos golpee como animales.

El director, volviéndose triunfante hacia los oficiales, dice:

—¡Ven lo muy peligrosos que son esos hombres!

El comandante de más edad duda unos instantes. Luego, con gran sorpresa de todos, concluye diciendo:

—Estos fugitivos franceses tienen razón. Nada en Venezuela justifica que se les obligue a sufrir una pena y las reglas de esta colonia. Les doy la razón. Así, dos cosas, director: o usted les encuentra un trabajo aparte de los demás prisioneros, o no saldrán al trabajo. Mezclados con todo el mundo, algún día serían golpeados por un soldado.

—Ya lo veremos. Por el momento, déjelos en el campamento. Mañana, os diré lo que debéis hacer.

Y el director, acompañado por su cuñado, se retira.

Les doy las gracias a los oficiales. Nos dan cigarrillos y nos prometen leer, en el informe de la noche, una nota a los oficiales y soldados, en la que se les hará saber que no deben pegarnos por ningún motivo. Hace ya ocho días que estamos aquí. No trabajamos. Ayer domingo, sucedió una cosa terrible. Los colombianos se han echado a suertes quién debía matar al cabo de vara Negro Blanco. Ha perdido un colombiano de unos treinta años.

Le han dado una cuchara de hierro con el mango afilado sobre el cemento, en forma de lanza muy puntiaguda, cortante por los dos filos. Valientemente, el hombre ha cumplido su pacto con sus amigos. Acaba de asestar tres puñaladas cerca del corazón de Negro Blanco. El cabo de vara es llevado urgentemente al hospital, y el asesino, atado a un poste en medio del campamento. Como locos, los soldados buscan por todas partes otras armas. Los golpes llueven de todos lados. En su rabia loca, uno de ellos, como yo no me daba demasiada prisa en quitarme los pantalones, me ha dado un latigazo en el muslo con su nervio de buey. Barriére agarra un banco y lo levanta por encima de la cabeza del soldado. Otro soldado le da un bayonetazo que le atraviesa el brazo cuando, al mismo tiempo, yo le largo al centinela que me ha golpeado un puntapié en el vientre. Ya he tomado el fusil del suelo, cuando repentinamente una orden dada en voz alta llega hasta el grupo:

—¡Deteneos! ¡No toquéis a los franceses! ¡Francés, deja el fusil!

Es el capitán Flores, el que nos recibió el primer día, quien acaba de gritar esa orden.

Su intervención ha llegado en el segundo mismo en que iba a disparar. Sin él, quizá habríamos matado a uno o dos, pero seguro que hubiéramos dejado la piel, perdida estúpidamente en un rincón de Venezuela, en un rincón del mundo, en este presidio donde nada teníamos que hacer.

Gracias a la enérgica intervención del capitán, los soldados se retiran de nuestro grupo y se van afuera a satisfacer su sed de sangre. Y es entonces cuando asistimos a la escena más abyecta que pueda concebirse. El colombiano, atado al poste en el centro del campamento, es molido a golpes sin cesar por tres hombres a la vez, un preso cabo y dos soldados. El suplicio dura desde las cinco de la tarde hasta la mañana siguiente a las seis, al hacerse de día. ¡Se tarda mucho en matar a un hombre sin nada más que golpes dirigidos contra su cuerpo! Las tres cortas pausas de esta carnicería se hacen para preguntarle quiénes eran sus cómplices, quién le había dado la cuchara y quién la había afilado. Este hombre no denuncia a nadie, ni siquiera ante la promesa de detener el suplicio si habla. Pierde el conocimiento muchas veces. Lo reaniman arrojándole cubos de agua. Se llega al colmo a las cuatro de la madrugada. Dándose cuenta de que, bajo los golpes, la piel ya no reacciona, ni siquiera mediante contracciones, los verdugos se detienen.

—¿Está muerto? —pregunta un oficial.

—No lo sabemos.

—Desatadlo y ponedlo a cuatro patas.

Sostenido por cuatro hombres está, más o menos, a cuatro patas. Entonces, uno de los verdugos le asesta un latigazo con el nervio de buey entre las nalgas, y la punta ha ido a parar seguramente, mucho más adelante de las partes sexuales. Este golpe magistral de un maestro de la tortura arranca al condenado, al fin, un grito de dolor.

—Continuad —dice el oficial—, no está muerto.

Hasta que se hizo de día, le siguieron pegando. Esta paliza, digna de la Edad Media, que hubiera matado a un caballo, no había conseguido hacer expirar al condenado. Después de haberlo dejado una hora sin pegarle, y tras haberle arrojado muchos cubos de agua, tuvo fuerzas, ayudado por unos soldados, para levantarse. Llegó a sostenerse un momento en pie, solo. Entonces, se presenta el enfermero con un vaso en la mano.

—Bébete esta purga —manda un oficial—, te reanimará.

El condenado duda y, luego, se bebe la purga de un solo trago. Unos minutos después, se desploma para siempre. Agonizante, sale una frase de su boca:

—Imbécil, te has dejado envenenar.

Inútil será deciros que ninguno de los prisioneros, incluidos nosotros, tenía intención de mover un solo dedo. Todo el mundo, sin excepción, estaba aterrorizado. Es la segunda vez en mi vida que he sentido deseos de morir. Durante muchos minutos, me sentía atraído por el fusil que un soldado sostenía descuidadamente no lejos de mí. Lo que me contuvo fue el pensamiento de que tal vez sería muerto antes de haber tenido tiempo de maniobrar la culata y disparar. Un mes más tarde, Negro Blanco estaba de nuevo entre nosotros y, más que nunca, era el terror del campo. Sin embargo, su destino de espicharla en El Dorado estaba escrito. Un soldado de guardia, una noche, le dio el alto cuando pasaba cerca de él.

—Ponte de rodillas —ordena el soldado.

Negro Blanco obedece.

—Reza, que vas a morir.

Le dejó rezar una corta oración y, luego, lo abatió de tres disparos de fusil. Los prisioneros decían que el soldado lo había matado, indignado como estaba de ver a aquel verdugo pegar como un salvaje a los pobres prisioneros. Otros contaban que Negro Blanco había denunciado a ese soldado a sus superiores, diciéndoles que lo había conocido en Caracas y que, antes de su servicio militar, era un ladrón. Ha tenido que ser enterrado junto al condenado, ladrón seguramente, pero un hombre de una audacia y de un valor poco comunes.

Todos estos acontecimientos han impedido que se tome una decisión respecto a nosotros. Por otra parte, los otros prisioneros han permanecido quince días sin salir a trabajar. Barriére ha sido muy bien cuidado de su bayonetazo por un doctor del pueblo.

Por el momento, somos respetados. Chapar salió ayer como cocinero del director, en el pueblo. Guittou y Barriére han sido liberados, pues han llegado de Francia los informes sobre todos nosotros. Como de ellos resultaba que ya habían concluido su condena, se les ha puesto en libertad. Yo había dado un nombre italiano. Pero remiten mi verdadero nombre con mis huellas y mi condena a perpetuidad; lo mismo para Deplanque, que tenía veinte años, y para Chapar. Muy orgulloso, el director nos da la noticia recibida de Francia.

—Sin embargo —nos dice—, en razón de que no habéis hecho nada malo en Venezuela, vamos a reteneros durante cierto tiempo, y, luego, se os pondrá en libertad. Pero para eso, es indispensable que trabajéis y os portéis bien. Estáis en período de observación.

Hablando conmigo, muchas veces los oficiales se han lamentado de la dificultad que hay de tener legumbres frescas en el pueblo. La colonia tiene un campo de cultivo, pero no legumbres. Se cultiva arroz, maíz, alubias negras y eso es todo. Me ofrezco a plantarles un huerto de legumbres si me procuran semillas. De acuerdo.

Primera ventaja: nos sacan del campamento, a Deplanque y a mí, y como han llegado dos relegados detenidos en Ciudad Bolívar, son añadidos a nosotros. Uno es un parisiense, Toto, y el otro, un corso. Nos construyen para los cuatro unas bonitas casitas de madera y hojas de palmera. En una nos instalamos Deplanque y yo; en la otra, nuestros dos camaradas.

Toto y yo hacemos unas mesas altas cuyas patas están metidas en botes llenos de petróleo, para que las hormigas no se coman las simientes. Muy pronto, tenemos matas robustas de tomates, berenjenas, melones y alubias verdes. Comenzamos a trasplantarlas a cuadros de huerto, pues los brotes ya son lo bastante fuertes como para resistir a las hormigas. Para plantar los nuevos tomates, cavamos una especie de foso todo alrededor, que a menudo estará lleno de agua. Eso los mantendrá siempre húmedos e impedirá a los parásitos, numerosos en esta tierra virgen que puedan llegar hasta nuestras matas.

—Caramba, ¿qué es esto? —me dice Toto. Mira ese pedrusco cómo brilla.

—Lávalo, macho.

Me lo pasa. Es un cristalito del tamaño de un garbanzo. Una vez lavado, brilla aún más en la parte donde su ganga se ha roto, pues está rodeado por una especie de corteza de arenisca dura.

—¿No será un diamante?

—Cierra el pico, Toto. No es el momento de pregonarlo, si es un brillante. ¿Te imaginas si hubiéramos tenido la suerte de encontrar una mina de diamantes? Aguardemos la noche y esconde eso.

Por la noche, le doy lecciones de Matemáticas a un cabo (hoy coronel) que prepara unas oposiciones para ascender a oficial. Este hombre, de una nobleza y una rectitud a toda prueba (me lo ha demostrado durante más de veinticinco años de intimidad) es ahora el coronel Francisco Bolagno Utrera.

—Francisco, ¿qué es esto? ¿Cristal de roca?

—No dice tras haberlo examinado minuciosamente. —Es un diamante. Escóndelo bien y no se lo dejes ver a nadie. ¿Dónde lo has encontrado?

—Bajo mis matas de tomates.

—Es extraño. ¿No lo habrás traído cuando subías agua del río? ¿Arrastras el cubo por el fondo y, con el agua, coges un poco de arena?

—Sí, suelo hacerlo.

—Entonces, seguramente es eso. El brillante lo has subido del río, el río Caroní. Puedes buscar, pero toma precauciones para ver si has traído otros, pues nunca se encuentra una sola piedra preciosa. Donde se encuentra una, obligatoriamente hay otras.

Toto se pone a trabajar.

Nunca había trabajado tanto en su vida, hasta el punto de que nuestros dos camaradas, a los que nada habíamos contado, decían:

—Deja de matarte, Toto, que vas a espicharla de tanto subir cubos de agua del río. ¡Y encima te traes hasta arena!

—Es para aligerar la tierra, compañero —respondía Toto—. Mezclándola con arena, filtra mejor el agua.

Toto, a pesar de las bromas de todos nosotros, continúa acarreando cubos sin parar. Un día, en pleno mediodía, después de un viaje, se rompe la crisma ante nosotros, que estamos sentados a la sombra. Y de la arena vertida surge un brillante grueso como dos garbanzos. La ganga, otra vez, está rota, sin lo cual no se vería. Comete el error de agarrarlo demasiado aprisa.

—Caramba, ¿no será un diamante? Unos soldados me han dicho que en el río hay diamantes y oro.

—Por eso acarreo tanta agua. ¡No creeréis que soy tan idiota como todo eso! —dice, contento de justificar, al fin, por qué trabaja tanto.

En resumen, que en seis meses, para terminar la historia de los brillantes Toto, es poseedor de siete a ocho quilates de brillantes. Yo tengo una docena además de treinta piedrecitas, lo que los transforma en «comercial» en la jerga de los mineros. Pero, un día, encuentro uno de más de seis quilates que, tallado más tarde en Caracas, ha dado casi cuatro quilates. Lo conservo aún, y lo llevo día y noche en el dedo. Deplanque y Antartaglia también han reunido algunas piedras preciosas. Yo conservo aún el estuche del presidio y las he metido dentro. Ellos, con unas puntas de cuerno de buey, se han fabricado una especie de estuches que les sirven para guardar estos pequeños tesoros. Nadie sabe nada, excepto el futuro coronel, el cabo Francisco Bolagno. Los tomates y las otras plantas han crecido. Escrupulosamente, los oficiales nos pagan nuestras legumbres, que llevamos todos los días al comedor de oficiales.

Tenemos una libertad relativa. Trabajamos sin ningún guardia y dormimos en nuestras dos casitas. Jamás vamos al campamento. Somos respetados y nos tratan con consideración. Por supuesto, insistimos cada vez que podemos cerca del director para que nos ponga en libertad. Y cada vez nos responde: «Pronto», pero hace ocho meses que estamos aquí y no pasa nada. Entonces, empiezo a hablar de fuga. Toto no quiere saber nada. Los demás, tampoco. Para estudiar el río, me he procurado cordel de pescar y un anzuelo. Así vendo pescado, en particular los famosos caribes, peces carnívoros que llegan a pesar un kilo y que tienen dientes dispuestos como los de los tiburones e igual de terribles.

Hoy, zafarrancho. Gaston Duranton, llamado Torcido, se las ha pirado llevándose —setenta mil bolívares de la caja fuerte del director. Este preso tiene una historia original.

De niño estaba en el correccional de la isla de Oléron, donde trabajaba como zapatero en el taller. Un día, la correa de cuero que sujeta el zapato a su rodilla y pasa por debajo del pie, se rompe. Se fractura la cadera. Mal atendido, la cadera sólo se suelda a medias y, durante toda su vida de niño y una parte de su vida de hombre, va torcido. Era penoso verle caminar: aquel muchacho delgado y deforme no podía avanzar más que arrastrando aquella pierna que se negaba a obedecer. Sube al presidio a los veinticinco años. No hay nada sorprendente en el hecho de que tras las prolongadas estancias en el correccional haya salido ladrón.

Todo el mundo le llama Torcido. Casi nadie conoce su nombre, Gaston Duranton. Torcido es, Torcido le llaman. Pero, por muy deforme que sea, se evade del presidio y llega hasta Venezuela. Era en tiempos del dictador Gómez. Pocos presidiarios han sobrevivido a su represión. Salvo raras excepciones, entre ellas el doctor Bougrat, porque salvó a toda la población de la isla de las perlas, Margarita, donde había una epidemia de fiebre amarilla.

Torcido, detenido por la sagrada Policía especial de Gómez fue enviado a trabajar en las carreteras de Venezuela. Los prisioneros franceses y venezolanos eran encadenados a bolas de hierro en las que estaba grabada la flor de lis de Tolón. Cuando los hombres reclamaban, se les decía: «¡Pero si estas cadenas estas esposas y estas bolas vienen de tu país! Mira la flor de lis». En resumen, que Torcido se evade del campamento volante don de trabajaba en la carretera. Atrapado unos días más tarde, lo devuelven a esa especie de presidio ambulante. Delante de todo los presos, lo ponen boca abajo, en cueros, y lo condenan a recibir cien latigazos de nervio de buey.

Es extremadamente raro que un hombre resista más de ochenta golpes. La suerte que tiene es que es delgado, porque, puesto boca abajo, los golpes no pueden alcanzarle el hígado, parte que estalla si se le pega encima. Es costumbre, después de esta flagelación, en que las nalgas quedan como machacadas, echar sal a las heridas y dejar al hombre al sol. Sin embargo, le cubren la cabeza con una gruesa hoja de planta, pues se acepta que muera por los golpes, pero no de una insolación.

Torcido sale con vida de este suplicio de la Edad Media, y cuando se levanta por primera vez, sorpresa, ya no está torcido. Los golpes le han roto la mala soldadura en falso y le han puesto la cadera en su sitio. Soldados y prisioneros gritan milagro y nadie comprende. En este país supersticioso, se cree que Dios ha querido recompensarle así por haber resistido dignamente las torturas. Desde ese día, le quitan los hierros y la bola. Se le protege y trabaja como aguador de los forzados. Pronto se desarrolla, y comiendo mucho, se convierte en un muchacho alto y atlético.

Francia supo que los presos trabajaban en la construcción de carreteras en Venezuela. Pensando que esas energías serían mejor empleadas en la Guayana francesa, el mariscal Franchet d’Esperey fue comisionado para pedirle al director, feliz por aquella mano de obra gratuita, que se aviniera a devolver a aquellos hombres a Francia.

Gómez acepta y un barco acude a buscarlos a Puerto Cabello. Entonces, allí, se producen episodios terribles, pues hay hombres que proceden de otros lugares y no conocen la historia de Torcido.

—¡Eh! Marcel, ¿qué tal?

—¿Quién eres?

El Torcido.

—Tú bromeas. ¿Me tomas el pelo? —respondían todos los interpelados al ver a aquel buen mozo, alto y hermoso, bien plantado sobre sus piernas bien rectas.

Torcido, que era joven y bromista, no dejó durante todo el embarco de interpelar a todos cuantos conocía. Y todos, por supuesto, no admitían que El Torcido se hubiera estirado. De regreso al presidio, conocí esta historia por su propia boca y la de los demás, en Royale. Evadido de nuevo en 1943, viene a parar a El Dorado. Como había vivido en Venezuela, claro que sin decir que siempre había estado preso, le habían empleado en seguida como cocinero en lugar de Chapar, convertido en hortelano. Estaba en el pueblo, en casa del director, o sea, al otro lado del río.

En el despacho del director, se encontraba una caja fuerte y el dinero de la colonia. Así, pues, ese día roba setenta mil bolívares que valían, en aquel tiempo, casi veinte mil dólares. De ahí el zafarrancho en nuestro huerto: el director, el cuñado del director y los dos comandantes encargados de la vigilancia. El director quiere devolvernos al campamento. Los oficiales se niegan. Nos defienden tanto a nosotros como a su aprovisionamiento de legumbres. Al final, conseguimos convencer al director de que no tenemos ningún informe que darle, porque, de saber algo, nos hubiéramos marchado con él, pero que nuestro objetivo es ser libres en Venezuela y no en la Guayana inglesa, la única región a donde él ha podido dirigirse. Guiados por las aves de presa que lo devoraban, encontraron a Torcido muerto a más de setenta kilómetros, en la selva, muy cerca de la frontera inglesa.

La primera versión, la más cómoda, es que había sido asesinado por los indios. Mucho más tarde, un hombre fue detenido en Ciudad Bolívar. Cambiaba billetes de quinientos bolívares que eran demasiado nuevos. El Banco que los había entregado al director de la colonia de El Dorado poseía la serie de los números y vio que se trataba de billetes robados. El hombre confesó y denunció a otros dos que nunca fueron arrestados. Esta es la vida y el fin de mi buen amigo Gaston Duranton, llamado El Torcido.

Clandestinamente, ciertos oficiales han puesto prisioneros a buscar oro y diamantes en el río Caroni. Los resultados fueron positivos, sin descubrimientos fabulosos, pero suficientes para estimular a los buscadores. Al fondo de mí huerto, dos hombres trabajan todo el día con la «artesa», un sombrero chino vuelto del revés, con la punta para abajo y el borde arriba. La llenan de tierra y la lavan. Como el diamante es lo más pesado de todo se queda en el fondo del «sombrero». Ha habido ya un muerto. Robaba a su «patrón». Este pequeño escándalo ha puesto punto final a esa «mina» clandestina.

En el campamento hay un hombre que tiene el torso tatuado por completo. En el cuello lleva escrito: «Mierda para el peluquero». Tiene paralizado el brazo derecho. Su boca torcida y una lengua gruesa que a menudo le cuelga y babea, indican con meridiana claridad que ha sufrido un ataque de hemiplejía. ¿Dónde? No se sabe. Estaba aquí antes que nosotros. ¿De dónde viene? Lo que es seguro es que se trata de un presidiario o un relegado evadido. En su pecho lleva tatuado «Bat daf»: Eso y el «Mierda para el peluquero» detrás de su cuello permiten, sin que quepa duda, reconocer en él a un duro.

Los guardianes y los prisioneros le llaman Picolino. Le tratan bien y recibe escrupulosamente la comida tres veces al día, y también cigarrillos. Sus ojos azules viven intensamente y su mirada no siempre está triste. Cuando mira a alguien a quien estima, sus pupilas brillan de alegría. Comprende todo cuanto le dicen, pero no puede hablar ni escribir: su brazo derecho paralizado no se lo permite, y en la mano izquierda le faltan el pulgar y otros dos dedos. Esa ruina humana permanece horas pegada a los alambres de espino esperando que yo pase con legumbres, pues este es el camino que tomo para ir al comedor de oficiales. Así, pues, cada mañana, cuando llevo mis legumbres, me paro a hablar con Picolino. Apoyado en los alambres de espino, me mira con sus hermosos ojos llenos de vida en su cuerpo casi muerto. Le digo palabras amables, y con su cabeza o sus párpados me da a entender que ha captado toda mi conversación. Su pobre rostro paralizado se ilumina un momento y sus ojos brillan queriendo expresarme quién sabe cuántas cosas. Siempre le llevo alguna chuchería de comer: una ensalada de tomates, lechuga, cohombro preparado con una salsa vinagreta, o un meloncito, o un pescado a la brasa. No tiene hambre, pues la comida es copiosa en el presidio venezolano, pero así cambia del menú oficial. Algunos cigarrillos completan siempre mis pequeños regalos. Se ha convertido en una costumbre fija esa corta visita a Picolino, hasta el punto de que los soldados y los prisioneros le llaman el hijo de Papillon.