Descubro un mundo, unas gentes, una civilización completamente desconocidos para mí. Estos primeros minutos en suelo venezolano son tan emotivos, que sería preciso un talento superior al poco que yo tengo, para explicar, expresar pintar la atmósfera de la acogida calurosa que nos hace esta población generosa. Los hombres, blancos o negros, pero en su gran mayoría de color muy claro, de un tono blanco tras muchos días de sol, llevan casi todos los pantalones arremangados hasta las rodillas.
—¡Pobres hombres! ¡En qué estado se encuentran!
La aldea de pescadores a la que hemos llegado se llama Irapa, comunidad de un Estado llamado Sucre. Las mujeres jóvenes, muy lindas, más bien pequeñas, pero muy graciosas, y las más maduras, así como las más ancianas, se transforman todas sin excepción en enfermeras, en hermanas de la caridad o en madres protectoras.
Reunidos bajo el almacén de una casa en el que han instalado cinco hamacas de lana y han puesto una mesa y sillas, nos han untado de manteca de cacao de pies a cabeza. No se han olvidado de untar ni un centímetro de carne viva. Muertos de hambre y de fatiga, pues nuestro prolongado ayuno ha provocado cierta deshidratación en nosotros, estas gentes de la costa saben que debemos dormir, pero también comer en pequeñas cantidades.
Cada uno bien acostado en una hamaca recibe, mientras duerme, la ración que nos mete en la boca una de nuestras improvisadas enfermeras. Me sentía tan rendido, me habían abandonado tan por completo mis fuerzas cuando me extendieron en la hamaca, con mis llagas en carne viva bien untadas de manteca de cacao, que me derrito literalmente mientras duermo y como y bebo sin darme perfecta cuenta de lo que sucede.
Las primeras cucharadas de una especie de tapioca no han podido ser aceptadas por mi estómago vacío. Por supuesto que esto no me sucede a mí solo. Todos nosotros hemos vomitado varias veces una parte o la totalidad de alimento que estas mujeres introducían en nuestra boca.
Las gentes de esta aldea son excesivamente pobres. Sin embargo, todos, sin excepción, contribuyen a ayudarnos. Tres días después, gracias a los cuidados de esta colectividad y gracias a nuestra juventud, estamos casi en pie. Nos levantamos muchas horas y, sentados bajo el cobertizo de hojas de cocotero, que nos dan una sombra fresca, mis camaradas y yo conversamos con estas gentes. No son lo bastante ricos para vestirnos a todos de golpe. Se han formado grupitos. Uno se ocupa principalmente de Guittou, otro de Deplanque, etc. Casi diez personas cuidan de mí.
Los primeros días nos han vestido con cualquier ropa usada, pero escrupulosamente limpia. Ahora, cada vez que pueden, nos compran una camisa nueva, un pantalón, un cinturón, un par de zapatillas. Entre las mujeres que se ocupan de mí las hay muy jóvenes, de tipo indio, pero ya mezclado con sangre española o portuguesa. Una se llama Tibisay; otra, Nenita. Me han comprado una camisa, un pantalón y un par de alpargatas. Tienen la suela de cuero, sin talones, y para cubrir el pie llevan un tejido trenzado. Sólo el empeine está cubierto, los dedos aparecen desnudos y el tejido va a cogerse al talón.
—No hay necesidad de preguntarles de dónde han venido. Por sus tatuajes sabemos que son ustedes evadidos del penal francés.
Esto me emociona más aún. ¡Cómo! ¿Sabiendo que somos hombres condenados por delitos graves, evadidos de una prisión cuya severidad conocen por libros o artículos, estas gentes humildes consideran natural socorrernos y ayudarnos? Vestir a uno cuando se es rico o de posición desahogada, dar de comer a un extranjero que tiene hambre cuando nada falta en casa para la familia y para uno mismo, demuestra, por lo menos, que se es bueno. Pero cortar en dos un pedazo de torta de maíz o de mandioca, cocida al horno por ellos mismos, cuando no hay bastante para uno mismo y los suyos, compartir la comida frugal que sub alimenta más que nutre a su propia comunidad, con un extranjero que, además, es un fugitivo de la justicia, eso es admirable.
Por la mañana, todo el mundo, hombres y mujeres, están silenciosos. Tienen aspecto contrariado y preocupado. ¿Qué sucede? Tibisay y Nenita están junto a mí. He podido afeitarme por vez primera desde hace quince días. Hace ocho que estamos entre estas gentes que llevan su corazón en la mano. Como ha vuelto a formarse una piel muy fina sobre mis quemaduras, he podido arriesgarme a afeitarme. A causa de mi barba, las mujeres tenían sólo una idea vaga sobre mi edad. Están encantadas, y me lo dicen ingenuamente, de saberme joven. Sin embargo, tengo treinta y cinco años, pero represento veintiocho o treinta. Sí, todos estos hombres y mujeres hospitalarios están preocupados por nosotros, lo presiento.
—¿Qué puede suceder? Habla, Tibisay, ¿qué ocurre?
—Esperamos a las autoridades de Güiria, un pueblo al lado de Irapa. Aquí no había jefe civil, y, no se sabe cómo, pero la Policía está al corriente de que están aquí. Va a venir.
Una negra alta y hermosa se me acerca acompañada por un joven con el torso desnudo, con pantalones arremangados hasta las rodillas. La negrita —es la manera cariñosa de llamar a las mujeres de color, muy utilizada, en Venezuela, donde no hay en absoluto discriminación racial o religiosa— me interpela.
—Señor Enrique, la Policía va a venir. No sé si es para hacerle bien o mal. ¿Quieren ustedes esconderse durante un tiempo en la montaña? Mi hermano puede conducirles a una casita donde nadie podrá encontrarles. Entre Tibisay, Nenita y yo, todos los días les llevaremos de comer y les informaremos sobre los acontecimientos.
Emocionado hasta lo inimaginable, quiero besar la mano de esa noble muchacha, pero ella la retira y, gentil y puramente, me da un beso en la mejilla.
Unos jinetes llegan a escape. Todos llevan un machete, arma que sirve para cortar la caña de azúcar y que pende como una espada del lado izquierdo, un ancho cinturón lleno de balas y un enorme revólver en una funda a la derecha, en la cadera. Echan pie a tierra. Un hombre de rasgos mongólicos, con los ojos rasgados de indio, piel cobriza, alto y delgado, de unos cuarenta años, tocado con un inmenso sombrero de paja de arroz, avanza hacia nosotros.
—Buenos días. Soy el jefe civil, el prefecto de Policía.
—Buenos días, señor.
—¿Por qué no nos han avisado de que tenían aquí a cinco cayeneses evadidos? Me han dicho que hace ocho días que están aquí. Contesten.
—Es que esperábamos que fueran capaces de caminar y estuvieran curados de sus quemaduras.
—Venimos a buscarlos para llevarlos a Güiria. Un camión vendrá más tarde.
—¿Café?
—Sí, gracias.
Sentados en círculo, todo el mundo bebe café. Miro al prefecto de Policía y a los agentes. No tienen aspecto de malvados. Me dan la impresión de obedecer órdenes superiores, sin que por eso estén de acuerdo con ellas.
—¿Se han evadido ustedes de la isla del Diablo?
—No. Venimos de Georgetown, de la Guayana inglesa.
—¿Por qué no se han quedado?
—Resulta duro ganarse la vida allí.
—¿Piensan ustedes que aquí estarán mejor que con los ingleses? —pregunta sonriendo.
—Sí, porque somos latinos como ustedes.
Un grupo de siete u ocho hombres avanza hacia nuestro círculo. A su cabeza, uno de unos cincuenta años, con los cabellos blancos, de más de un metro setenta y cinco, un color de piel chocolate muy claro. Unos ojos inmensos, negros, que denotan una inteligencia y una fuerza de ánimo poco comunes. Su mano derecha está apoyada en el mango de un machete que pende a lo largo de su muslo.
—Prefecto, ¿qué va usted a hacer con esos hombres?
—Voy a conducirlos a la prisión de Güiria.
—¿Por qué no los deja vivir con nosotros, con nuestras familias? Cada uno se encargará de uno de ellos.
—No es posible, es orden del gobernador.
—Pero ellos no han cometido ningún delito en territorio venezolano.
—Lo reconozco. Pese a todo, son hombres muy peligrosos, pues para haber sido condenados al presidio francés, han tenido que cometer delitos muy graves. Además, se han evadido sin documentos de identidad, y la Policía de su país seguramente los reclamará cuando sepa que están en Venezuela.
—Queremos quedarnos con ellos.
—No es posible, es orden del gobernador.
—Todo es posible. ¿Qué sabe el gobernador de los seres míseros? Un hombre jamás está perdido. Pese a lo que haya podido cometer, en un momento dado de su vida, siempre hay una oportunidad de recuperarlo y hacer de él un hombre bueno y útil a la comunidad. ¿No es así, vosotros?
—Sí dicen a coro hombres y mujeres. —Dejádnoslos, les ayudaremos a rehacer su vida. En ocho días los conocemos ya lo bastante, y son de veras buenas personas.
—Gentes más civilizadas que nosotros los han encerrado en calabozos para que no hagan más daño —dice el prefecto.
—¿A qué llama usted civilización, jefe? —pregunto—. ¿Usted se cree que porque tenemos ascensores, aviones y un tren que va bajo tierra, eso demuestra que los franceses son más civilizados que estas gentes que nos han recibido y cuidado? Sepa que, en mi humilde opinión, hay más civilización humana, mayor superioridad de alma, más comprensión en cada ser de esta comunidad que vive sencillamente en la Naturaleza, aunque le falten, es verdad, todos los beneficios de las ventajas del progreso, su sentido de la caridad cristiana es mucho más elevado que todos los que, en el mundo, se consideran civilizados. Prefiero a un iletrado de esta aldea que a un licenciado en Letras de la Sorbona de París, si este, un día, ha de tener el alma del fiscal que hizo que me condenaran. El uno siempre es un hombre, el otro se ha olvidado de serlo.
—Lo comprendo. Sin embargo, yo no soy más que un instrumento. Ya llega el camión. Les ruego que me ayuden, con su actitud, para que las cosas transcurran sin incidentes.
Cada grupo de mujeres abraza a aquel de quien se han ocupado. Tíbisay, Nenita y la negrita lloran ardientes lágrimas al abrazarme. Todos los hombres nos estrechan la mano expresando así cuánto sufren al vernos partir hacia la prisión.
Hasta la vista, gente de Irapa, raza extremadamente noble, por haber tenido la audacia de enfrentaros y reprobar a las mismas autoridades de vuestro país para defender a unos pobres diablos que ayer no conocíais. El pan que he comido en vuestras casas, ese pan que habéis tenido fuerzas para quitarlo de vuestra propia boca para dármelo, ese pan símbolo de la fraternidad humana ha sido, para mí, el sublime ejemplo de los tiempos pasados: «No matarás, harás el bien a los que sufren aunque tengas que sufrir privaciones por ello. Ayuda siempre al que es más desdichado que tú». Y si alguna vez soy libre, un día, siempre que pueda, ayudaré a los demás como me han enseñado a hacerlo los primeros hombres de Venezuela que he encontrado.
Y encontraré a muchos después.