Guittou está de acuerdo. También él piensa que debe de haber países mejores y donde sea más fácil vivir que en la Guayana inglesa. Comenzaremos a preparar una fuga. En efecto, salir de la Guayana inglesa es un grave delito. Estamos en tiempo de guerra y ninguno de nosotros tiene pasaporte.
Chapar, que se evadió de Cayena después de haber sido desinternado, está aquí desde hace tres meses. Trabaja por un dólar cincuenta diario haciendo hielo en una pastelería china. También él quiere partir de Georgetown. Un prófugo de Dijon, Deplanque, y un bordelés son también candidatos a la fuga. Cuic y el manco prefieren quedarse. Se encuentran bien aquí.
Como la salida del Demerara está muy vigilada y bajo el fuego de nidos de ametralladoras, lanzatorpedos y cañones, copiaremos exactamente una embarcación de pesca matriculada en Georgetown y saldremos haciéndonos pasar por ella. Me recrimino por no guardarle agradecimiento a Indara y por no corresponder como debiera a su amor total. Pero nada puedo hacer, se me pega tanto, que ahora me saca los nervios de quicio, me exaspera. Los seres sencillos, puros, no retienen sus deseos y no esperan que aquel a quien aman los solicite para hacer el amor. Esta hindú reacciona exactamente como las hermanas indias de la Guajira. En el momento en que sus sentidos tienen deseos de expansionarse, se ofrecen, y si no se las toma, la cosa es muy grave. Un dolor verdadero y tenaz germina en lo más profundo de su yo, y eso me irrita, pues como con las hermanas indias, no quiero hacer sufrir a Indara y debo esforzarme para que, en mis brazos, goce lo más posible.
Ayer, he asistido a la cosa más linda que puede verse en materia de mímica para expresar lo que se siente. En la Guayana inglesa, existe una especie de esclavitud moderna. Los javaneses vienen a trabajar en las plantaciones de algodón, de caña de azúcar o de cacao con contratos de cinco y diez años. Marido y mujer se ven obligados a salir todos los días al trabajo salvo cuando están enfermos. Pero si el doctor no los reconoce, tienen que efectuar como castigo un mes de trabajo suplementario al final del contrato. Y se añaden otros meses por otros delitos menores. Como todos son jugadores, contraen deudas con la plantación y, para pagar sus deudas, firman, a fin de conseguir una prima, un enganche de uno o varios años.
Prácticamente, no salen nunca. Para ellos, que son capaces de jugarse a su mujer y mantener escrupulosamente su palabra, una sola cosa es sagrada: sus hijos. Hacen todo para conservarlos free (libres). Vencen las mayores dificultades y pasan privaciones, pero muy raramente uno de sus niños firma un contrato con la plantación.
Hoy, se celebra una boda de una muchacha hindú. Todo el mundo va vestido con largas túnicas: las mujeres con velo blanco y los hombres, con túnicas blancas que les llegan hasta los pies. Muchas flores de azahar. La escena, después de muchas ceremonias religiosas, se desarrolla en el momento en que el novio se va a llevar a su mujer. Los invitados están a derecha e izquierda de la puerta de la casa. A un lado, las mujeres; al otro, los hombres. Sentados en el umbral de la casa, con la puerta abierta, el padre y la madre. Los recién casados abrazan a los miembros de la familia y pasan entre las dos hileras de varios metros de largo. De súbito, la novia se escapa de los brazos de su marido y corre hacia su madre. La madre se tapa los ojos con una mano y, con la otra, se la devuelve al marido.
Este tiende los brazos y la llama. Ella gesticula o expresa que no sabe qué hacer. Su madre le ha dado la vida y, muy bien, hace ver como que del vientre de su mamá sale una cosita. Luego su madre le ha dado el pecho. ¿Va a olvidarse de todo eso para seguir al hombre que ama? Quizá, pero no tengas prisa, le dice mediante gestos y ademanes; espera un poco todavía, déjame contemplar otra vez a estos padres tan buenos que, hasta que te he encontrado, han sido la única razón de mi vida.
Entonces, también él gesticula dando a entender que la vida exige de ella que también sea esposa y madre. Todo esto al son de los cánticos de las muchachas y de los muchachos que les responden. Al final, después de haberse vuelto a escapar de los brazos de su marido, después de haber abrazado a sus padres, da unos pasos corriendo y salta a los brazos de su marido, que se la lleva rápidamente hasta la carreta adornada con guirnaldas de flores que los espera.
La fuga se prepara minuciosamente. Una canoa ancha y larga, con una buena vela, un foque y un gobernalle de primera calidad son preparados tomando precauciones para que la Policía no se dé cuenta.
Escondemos la embarcación en Penitence River, el riachuelo que desemboca en el gran río, el Demerara, pero más abajo de nuestro barrio. Está pintada y numerada exactamente como una barca de pesca de chinos matriculada en Georgetown. Iluminada por los focos, sólo la tripulación es distinta. Para disimular mejor, no podremos estar de pie, pues los chinos de la embarcación copiada son pequeños y enjutos, y nosotros, altos y fuertes.
Todo transcurre sin complicaciones y salimos flamantes del Demerara para hacernos a la mar. A pesar de la alegría por haber salido y evitado el peligro de ser descubiertos, una sola cosa me impide saborear por completo este éxito, y es el hecho de haber partido como un ladrón, sin habérselo dicho a mi princesita hindú. No estoy contento de mí. Ella, su padre y su raza no me han hecho más que bien y, en cambio, yo les he pagado mal. No trato de buscar argumentos para justificar mi conducta. Considero que es poco elegante lo que he hecho, y no estoy del todo contento de mí. Sobre la mesa he dejado ostensiblemente seiscientos dólares, pero el dinero no paga las atenciones recibidas.
Debíamos tomar rumbo Norte durante cuarenta y ocho horas. Pensando de nuevo en mi antigua idea, quiero ir a Honduras británica. Y para eso debemos estar más de dos días en alta mar.
La expedición fugitiva está formada por cinco hombres: Guittou, Chapar, Barriére, un bordelés, Deplanque, un tipo de Dijon y yo, Papillon, capitán responsable de la navegación.
Apenas llevamos treinta horas en el mar, cuando nos vemos envueltos en una tempestad espantosa seguida de una especie de tifón o ciclón. Relámpagos, truenos, lluvia, olas enormes y desordenadas, viento huracanado que forma torbellinos en el mar nos arrastran, sin que podamos resistirnos a una dramática carrera por un mar como nunca lo había visto y ni siquiera lo había imaginado. Por primera vez, según mi experiencia, los vientos soplan cambiando de dirección, hasta el punto de que los alisos se han borrado completamente y la tormenta nos hace dar vueltas en dirección opuesta. Si esto hubiera durado ocho días, nos devolvía a los duros.
Este tifón, por otra parte, ha sido memorable, según he sabido después en Trinidad por Monsíeur Agostini, el cónsul francés. Le costó más de seis mil cocoteros de su plantación. Este tifón en forma de tijera ha aserrado literalmente todos esos cocoteros a la altura de un hombre. Han sido arrancadas casas y llevadas por los aires muy lejos, volviendo a caer en tierra o en el mar. Nosotros lo hemos perdido todo: víveres y equipaje, así como los barriles de agua. El mástil se ha partido a menos de dos metros, adiós vela y, lo que es más grave, el gobernalle se ha roto. Por milagro, Chapar ha salvado una pequeña pagaya, y con ella trato de conducir la canoa. Mientras todo el mundo se ha quedado en cueros para confeccionar una especie de vela. Lo hemos utilizado todo, chaquetas, pantalones y camisas. Los cinco vamos en stíp. Esta vela, fabricada con nuestros vestidos y cosida con un canutillo de hilo que estaba a bordo, nos permite casi navegar con nuestro mástil tronchado.
Los vientos alisos han vuelto a soplar, y yo me aprovecho de ello para tratar de poner rumbo al Sur para alcanzar cualquier tierra, aunque sea la Guayana inglesa. Mis camaradas se han comportado todos dignamente durante y después de esta no diré tempestad, porque no sería bastante sino de este cataclismo, de este diluvio, de este ciclón más bien.
Tan sólo al cabo de seis días, dos de ellos de calma absoluta, vemos tierra. Con este trozo de vela que el viento empuja pese a sus agujeros no podemos navegar exactamente como quisiéramos. La pequeña pagaya ya no basta para dirigir con firmeza y seguridad la embarcación. Como estamos todos en cueros, tenemos vivas quemaduras en todo el cuerpo, lo que disminuye nuestras fuerzas para luchar. Ninguno de nosotros tiene ya piel en la nariz, está en carne viva. Los labios, los pies, la entrepierna y los muslos están también en carne viva. La sed nos atormenta hasta tal punto que Deplanque y Chapar han llegado a beber agua salada. Después de esa experiencia, aún sufren más. Pese a la sed y al hambre que nos atenazan, hay algo que sí marcha bien: nadie, absolutamente nadie se queja. El que quiere beber agua salada, y el que se echa agua de mar por encima diciendo que refresca, se da cuenta por sí solo de que el agua salada ahonda sus llagas y le quema aún más a causa de la evaporación.
Soy el único que tiene un ojo completamente abierto y sano, pues todos mis camaradas tienen los ojos llenos de pus y se les pegan constantemente. Los ojos obligan a lavarse cueste lo que cueste, pese al dolor, porque hay que abrir los ojos y ver claro. Un sol de plomo ataca nuestras quemaduras con tan intensidad, que es casi irresistible. Deplanque, medio loco, habla de arrojarse al agua.
Hace casi una hora me parecía distinguir tierra por el horizonte. Por supuesto, me he dirigido en seguida hacia ella sin decir nada, pues no estaba muy seguro. Unas aves llegan y vuelan alrededor de nosotros, así pues no me he equivocado. Sus gritos advierten a mis camaradas que, entontecidos por el sol y la fatiga, se han acostado en el fondo de la canoa, protegiéndose el rostro del sol con sus brazos.
Guittou, después de haberse enjuagado la boca para poder emitir un sonido, me dice:
—¿Ves tierra, Papi?
—Sí.
—¿En cuánto tiempo crees que podremos llegar?
—En cinco o siete horas. Escuchad, amigos, yo ya no puedo más. Además de las mismas quemaduras que vosotros, tengo las nalgas en carne viva por el roce con la madera de mi banco y por el agua de mar. El viento no es muy fuerte, avanzamos lentamente y mis brazos tienen constantes calambres, así como mis manos, que están cansadas de agarrarse desde hace tanto tiempo a la pagaya que me sirve de gobernalle. ¿Queréis aceptar una cosa? Quitamos la vela y la tendemos sobre la canoa, como un techo para abrigarnos de este sol de fuego, hasta la noche. La embarcación irá a la deriva por sí sola hacia tierra. Esto es necesario, a menos que uno de vosotros quiera ocupar mi puesto al gobernalle.
—No, no, Papi. Hagamos eso y durmamos todos menos uno a la sombra de la vela.
Al sol, hacia la una de la tarde, hago que se tome esta decisión.
Con una satisfacción animal, me tiendo en el fondo de la canoa, por fin a la sombra. Mis camaradas me han cedido el sitio mejor para que, desde la proa, pueda recibir aire del exterior.
El que está de guardia permanece sentado, pero abrigado a la sombra de la vela. Todo el mundo, hasta el de guardia, cae en seguida en la inconsciencia. Rendidos de fatiga y gozando de esta sombra que, al fin, nos permite escapar a este sol inexorable, nos hemos quedado dormidos.
Un aullido de sirena despierta de golpe a todo el mundo. Aparto la vela. Fuera, es de noche. ¿Qué hora puede ser? Cuando me siento en mí sitio, al gobernalle, una brisa fresca me acaricia todo mi pobre cuerpo, con su piel arrancada, e inmediatamente tengo frío. Pero ¡qué sensación de bienestar al no sentir quemaduras!
Quitamos la vela. Después de haberme limpiado los ojos con agua de mar —por suerte sólo tengo uno que escuece y supura—, veo tierra muy claramente a mi derecha y a mí izquierda. ¿Dónde estamos? ¿Hacia qué lado debo dirigirme? Se oye de nuevo el aullido de la sirena. Comprendo que la señal viene de la tierra de la derecha. ¿Qué diablos quieren decirnos?
—¿Dónde crees que estamos, Papi? —pregunta Chapar.
—Francamente, no lo sé. Si esta tierra no está aislada y es un golfo, quizá estemos en el extremo de la punta de la Guayana inglesa, en la parte que va hasta el Orinoco (gran río de Venezuela que hace frontera). Pero si la tierra de la derecha está separada de la de la izquierda por un espacio bastante grande, entonces esta península es una isla, y es Trinidad. A la izquierda, sería Venezuela, o sea, que nos encontraríamos en el golfo de Paria.
Mis recuerdos de las cartas marinas que he tenido ocasión de estudiar me brindan esta alternativa. Si Trinidad está a la derecha y Venezuela a la izquierda, ¿qué escogeremos? Esta decisión pone en juego nuestro destino. No será demasiado difícil, con esta buena brisa, dirigirme a la costa. Por el momento, no vamos ni hacia una ni hacia otra. En Trinidad están los rosbits, el mismo Gobierno que en la Guayana inglesa.
—Estamos seguros de que seremos bien tratados —dice Guittou.
—Sí, pero ¿qué decisión tomarán por haber abandonado en tiempo de guerra su territorio sin autorización y clandestinamente?
—¿Y Venezuela?
—No se sabe qué tal se pasa —dice Deplanque—. En la época del presidente Gómez, los duros eran obligados a trabajar en las carreteras, en condiciones extremadamente penosas, y luego devolvían a Francia a los cayeneses, como llaman allí a los duros.
—Sí, pero ahora no es lo mismo, estamos en guerra.
—Ellos, por lo que he oído en Georgetown, no están en guerra, son neutrales.
—¿Seguro?
—Seguro.
—Entonces, es peligrosa para nosotros.
Se distinguen luces en tierra, a la derecha, y también a la izquierda. Otra vez la sirena que, esta vez, aúlla tres veces seguidas. Nos llegan señales luminosas de la derecha. Acaba de salir la luna, está bastante lejos, pero en nuestra trayectoria. Delante, dos inmensas rocas puntiagudas y negras emergen arriba del mar. Debe ser la razón de la sirena: nos advierten que hay peligro.
—¡Toma, boyas flotantes! Hay todo un rosario de ellas. ¿Por qué no esperamos que se haga de día amarrados a una de ellas? Arría la vela, Chapar.
De un tirón descuelga esos trozos de pantalones y de camisas que, pretenciosamente, llamo vela. Frenando con mi pagaya, pongo proa a una de las «boyas». Por suerte, la canoa ha conservado un gran trozo de cuerda tan bien atado a su anillo, que el tifón no ha podido arrancarlo. Ya está, ya hemos amarrado. No directamente a esa extraña boya, porque no hay nada en ella para atar la cuerda, sino al cable que la une a otra boya. Estamos bien amarrados al cable de esta delimitación de un canal, sin duda. Sin preocuparnos de los aullidos que continúa emitiendo la costa de la derecha, nos acostamos todos en el fondo de la canoa, cubiertos por la vela para protegernos del viento. Un calor dulce invade mi cuerpo, transido por el viento y el fresco de la noche, y soy, ciertamente, uno de los primeros en roncar a pierna suelta.
El día es limpio y claro cuando me despierto. El sol está saliendo de su lecho, el mar está un poco revuelto y su azul verdoso indica que el fondo es de coral.
—¿Qué hacemos? ¿Nos decidimos a ir a tierra? Reviento de hambre y sed.
Es la primera vez que alguien se queja tras estos días de ayuno, hoy hace exactamente siete días.
—Estamos tan cerca de tierra, que no es un pecado grave hacerlo —dice Chapar.
Sentado en mi puesto, veo con claridad a lo lejos, delante de mí, más allá de las dos inmensas rocas que emergen del mar, la ruptura de la tierra. A la derecha, pues, está Trinidad, y a la izquierda, Venezuela. Sin ninguna duda, estamos en el golfo de Paria, y si el agua es azul y no amarillenta a causa de los aluviones del Orinoco, es que estamos en la corriente del canal que pasa entre los dos países y se dirige hacia mar abierto.
—¿Qué hacemos? Mejor votar, ¿no? Esto es demasiado grave para que yo tome solo la decisión. A la derecha, la isla inglesa de Trinidad; a la izquierda, Venezuela. ¿Adónde queréis ir? Dadas las condiciones de nuestra embarcación y nuestro estado físico, debemos ir a tierra lo antes posible. Entre nosotros hay dos liberados: Guitou y Corbiére. Nosotros tres: Chapar, Deplanque y yo corremos mayor peligro. A nosotros nos toca decidir. ¿Qué decís vosotros?
—Lo más inteligente es ir a Trinidad. Venezuela significa lo desconocido.
—No hay necesidad de tomar una decisión. Esa canoa de vigilancia lo hará por nosotros —dice Deplanque.
En efecto, una canoa de vigilancia avanza con rapidez hacia nosotros. Se detiene a más de cincuenta metros. Un hombre toma un megáfono. Diviso una bandera que no es inglesa. Llena de estrellas, muy hermosa, nunca en mi vida la había visto. Debe ser venezolana. Más tarde, será «mi bandera», la de mi nueva patria, el símbolo, para mí, más emotivo, el de tener, como todo, hombre normal, reunidas en un trozo de tela las cualidades más nobles de un gran pueblo: mi pueblo.
—¿Quién son vosotros? (sic)
—Somos franceses.
—¿Están locos?
—¿Por qué?
—Porque son amarrados a minas (sic).
—¿Por eso no se acercan ustedes?
—Sí. Desátense pronto.
—Ya está.
En tres segundos, Chapar ha desatado la cuerda. Estamos, ni más ni menos, atados a una cadena de minas flotantes. Es un milagro que no hayamos saltado, me explica el comandante de la lancha guardacostas a la que nos hemos amarrado. Sin subir a bordo, la tripulación nos pasa café, leche caliente bien azucarada y cigarrillos.
—Vayan a Venezuela, serán bien tratados, se lo aseguro. No podemos remolcarlos a tierra porque tenemos que ir a recoger un hombre gravemente herido al faro de Barinas. Sobre todo, no traten de desembarcar en Trinidad, porque tienen nueve probabilidades entre diez de chocar con una mina, entonces…
Después de un «Adiós, buena suerte», la lancha se va. Nos ha dejado dos litros de leche. Arreglamos la vela. A las diez de la mañana, con el estómago a punto de restablecerse gracias al café y la leche, con un cigarrillo en la boca, desembarco sin tomar ninguna precaución en la arena fina de una playa en la que cincuenta personas esperaban para ver quién llegaba en una embarcación tan extraña, rematada por un mástil tronchado y una vela hecha de camisas, pantalones y chaquetas.