Pascal Fosco ha bajado de las minas de bauxita. Es uno de los hombres que habían intentado un atraco a mano armada contra la oficina de Correos de Marsella. Su cómplice fue guillotinado. Pascal es el mejor de todos nosotros. Buen mecánico, sólo gana cuatro dólares diarios y, con eso, siempre encuentra el medio de alimentar a uno o dos forzados en dificultades.
Esa mina de tierra de aluminio está muy adentro de la selva. Se ha formado una aldea alrededor del campamento, donde viven los obreros y los ingenieros. En el puerto, se carga sin cesar el mineral en numerosos barcos de carga. Se me ocurre una idea: ¿por qué no vamos a montar un cabaret en ese rincón perdido en la selva? La gente debe de aburrirse mortalmente por la noche.
—Es verdad —me dice Fosco—, aquello no es jauja en cuanto a distracciones. No hay nada.
Indara, Cuic, el manco y yo ya estamos, algunos días después, a bordo de un cascarón que, en dos días de navegación, nos lleva por el río a «Mackenzie», nombre de la mina.
El campamento de los ingenieros, los jefes y los obreros especializados es limpio, claro, con casitas confortables, todas provistas de tela metálica para protegerse de los mosquitos. La aldea, por su parte, es un asco. No tiene ninguna casa de ladrillo, piedra o cemento. Nada más que barracas hechas de arcilla y bambúes, con los techos de hojas de palmera silvestre o, las más modernas, de chapas de cinc. Cuatro bares-restaurantes llenos de clientes. Los marinos se dan de bofetadas por una cerveza caliente. Ningún comercio posee un frigorífico.
Tenía razón Pascal, hay mucho que hacer en este rincón. Al fin y al cabo, soy un fugado, y eso significa la aventura, no puedo vivir normalmente como mis camaradas. Trabajar para ganar justo con que vivir no me interesa.
Como las calles están pegajosas de lodo cuando llueve, escojo, un poco apartado del centro de la aldea, un lugar más elevado. Estoy seguro de que, incluso cuando llueva, no me veré inundado ni en el interior ni en torno de la construcción que pienso levantar.
En diez días, ayudados por carpinteros negros que trabajan en la mina, edificamos una sala rectangular de veinte metros de largo por ocho de ancho. Treinta mesas de cuatro sitios permitirán a ciento veinte personas sentarse cómodamente. Un estrado por el que pasarán las artistas, un bar de la anchura de la sala y una docena de taburetes altos. Al lado del cabaret, otra construcción con ocho habitaciones donde podrán vivir cómodamente dieciséis personas.
Cuando he bajado a Georgetown a comprar el material, sillas, mesas, etc., he contratado a cuatro jóvenes negras espléndidas para servir a los clientes. Daya, que trabajaba en el restaurante, ha decidido venir con nosotros. Un coolí aporreará el viejo piano que he alquilado. Falta el espectáculo.
Después de muchas dificultades y mucho bla-bla-bla, he conseguido convencer a dos javanesas, una portuguesa, una china y dos morenas para que abandonen la prostitución y se conviertan en artistas del desnudo. Un viejo telón rojo comprado en casa de un chamarilero servirá para abrir y cerrar el espectáculo.
Regreso con toda mi gente en un viaje especial que me hace un pescador chino con su bongo. Una casa de licores me ha proporcionado todas las bebidas imaginables a crédito. Tiene confianza en que pagaré cada treinta días lo que haya vendido, previo inventario. A medida que se vayan terminando, me proporcionará los licores que me sean necesarios. Un viejo fonógrafo y discos gastados difundirán música cuando el pianista cese de martirizar el piano. Toda clase de vestidos, enaguas, medias negras y de color, ligas y sostenes aún en muy buen estado y que he escogido por sus colores vistosos en casa de un hindú que había recogido los despojos de un teatro ambulante, serán el «guardarropa» de mis futuras «artistas».
Cuic ha comprado el mobiliario y las camas. Indara, los vasos y todo lo necesario para un bar. Yo, los licores, y también me ocupo de la cuestión artística. Para poner en marcha todo eso en una semana, ha sido preciso trabajar duro. Al final, ya está, y material y personal ocupan toda la embarcación.
Dos días después, llegamos a la aldea. Las diez muchachas producen una verdadera revolución en este lugar perdido en medio de la selva. Cada uno cargado con un paquete sube a «La Cabaña de Bambú», nombre que hemos dado a nuestra boite de nuit. Los ensayos han comenzado. Enseñar a mis «artistas» a quedarse en cueros no es fácil. En primer lugar, porque hablo muy mal el inglés y no comprenden muy bien mis explicaciones, y en segundo lugar porque, durante toda su vida, se han desnudado a toda velocidad para despachar cuanto antes al cliente. Mientras que, ahora, es todo lo contrario: cuanto más lentamente van, resulta más sexy. Para cada chica hay que emplear una táctica diferente. Esta manera de hacer debe armonizar con los vestidos.
La Marquesa de corsé rosado y vestido de crinolina, de grandes pantalones de encaje blanco, se desnuda lentamente, escondida tras un biombo ante un gran espejo por el que el público puede admirar poco a poco cada porción de carne que descubre.
Luego, está la Rápida, una muchacha de vientre liso, morena, de color café con leche muy claro, magnífico ejemplar de sangre mezclada, seguramente de blanco con negra ya clara. Su tono de grano de café apenas tostado hace resaltar sus formas perfectamente bien equilibradas. Unos largos cabellos negros caen naturalmente ondulados sobre sus hombros divinamente redondos. Unos senos henchidos, erguidos y arrogantes aun siendo pesados, disparan sus pezones magníficos apenas más oscuros que la carne. Ella es La Rápida. Todas las piezas de su vestuario se abren con cremallera. Se presenta con pantalón de vaquero, un sombrero muy ancho y una blusa blanca cuyos Puños terminan en franjas de cuero. Al son de una marcha guerrera, aparece en escena y se descalza, tirando de un puntapié cada zapato. El pantalón se abre por el costado de las dos piernas y cae de un solo golpe a sus pies. El corsé se abre en dos piezas mediante un cierre de cremallera en cada brazo.
Para el público, la impresión es violenta, pues las tetas desnudas surgen como rabiosas por haber estado encerradas tanto tiempo. Con los muslos y el busto desnudos, separadas las piernas, y con las manos en las caderas, mira al público descaradamente de frente, se quita el sombrero y lo tira a una de las primeras mesas, cerca del escenario.
La Rápida tampoco se anda con actitudes o gestos de pudor para despojarse del slip. Desabrocha los dos lados de la piececita al mismo tiempo y, más que quitárselos, se los arranca. Al instante, otra muchacha le pasa un enorme abanico de plumas blancas con el cual, abierto del todo, se cubre.
El día de la inauguración, «La Cabaña de Bambú» está llena a rebosar. El estado mayor de la mina está allí en pleno. La noche termina bailando y el día ha amanecido ya cuando los últimos clientes se van. Es un verdadero éxito, no podía esperarse que fuera mejor. Hay gastos, pero los precios son muy elevados y eso compensa, y este cabaret en plena selva, lo creo sinceramente, muchas noches tendrá más clientes que espacio disponible.
Mis cuatro camareras negras no dan abasto. Vestidas muy de corto, con el corpiño bien escotado y un madrás en la cabeza, han impresionado grandemente a la clientela. Indara y Daya vigilan, cada una, una parte de la sala. El manco y Cuic están en el bar, para preparar los servidos de la sala. Y yo, en todas partes, poniendo arreglo a lo que va mal o ayudando a quien está en un apuro.
—Éxito seguro —dice Cuic, cuando camareras, artistas y patrón se hallan solos en la gran sala.
Comemos todos juntos, en familia, amo y empleados, rendidos de fatiga, pero felices por el resultado. Todo el mundo va a acostarse.
—Bien, Papillon, ¿no vas a levantarte?
—¿Qué hora es?
—Las seis de la tarde, —me dice Cuic—. Tu princesa nos ha ayudado. Se ha levantado a las dos. Todo está en orden dispuesto para empezar de nuevo esta noche.
Indara llega con un jarro de agua caliente. Afeitado, bañado, refrescado y dispuesto, la tomo por la cintura y entramos en «La Cabaña de Bambú», donde soy acogido con mil preguntas.
—¿Ha ido bien, boss?
—¿Me he desnudado bien? ¿Qué va mal, según usted?
—¿He cantado casi bien? Claro que, por suerte, el público no es difícil.
Este nuevo equipo es simpático de veras. Estas putas transformadas en artistas se toman el trabajo en serio y parecen felices de haber abandonado su oficio anterior. El negocio no puede ir mejor. Hay una sola dificultad: para tantos hombres solos, muy pocas mujeres. Todos los clientes quisieran ser acompañados, si no toda la noche, sí más tiempo por una muchacha, sobre todo por una artista. Eso les pone celosos. De vez en cuando, si por casualidad hay dos mujeres en la misma mesa, los clientes protestan.
Las negritas también están muy solicitadas, primero porque son hermosas y, sobre todo, porque en esta selva no hay mujeres. Algunas veces, Daya sale de detrás de la barra para servir y habla con todos. Casi una veintena de hombres disfrutan de la presencia de la hindú, quien, en verdad, es una rara belleza.
Para evitar los celos y las reclamaciones de los clientes por tener en su mesa a una artista, he instituido una lotería. Después de cada número de desnudo o de canto, una gran rueda numerada del 1 al 32, un número por mesa y dos números para el bar, decide a dónde debe ir la chica. Para participar en la lotería, es preciso tomar un billete que cuesta el precio de una botella de whisky o de champaña.
Esta idea (así lo creía yo) tiene dos ventajas. En primer lugar, evita toda reclamación. El que gana disfruta de su chavala en su mesa durante una hora por el precio de la botella, y se le sirve de la manera siguiente: mientras que, completamente desnuda, la artista está oculta por el inmenso abanico, se hace girar la rueda. Cuando sale el número, la chica sube a un gran plato de madera pintado de plata, cuatro mozos la levantan en vilo y la llevan a la feliz mesa ganadora. Ella misma descorcha el champaña, hace un brindis, siempre en cueros, se excusa y, cinco minutos después, regresa a sentarse vestida de nuevo.
Durante seis meses, todo ha marchado bien, pero, pasada la estación de las lluvias, ha venido una clientela nueva. Son los buscadores de oro y diamantes que hacen prospecciones libremente por la selva, en esta tierra tan rica en aluviones. Buscar oro y brillantes con medios arcaicos es excesivamente duro. Muy a menudo, los mineros se matan o se roban entre sí. Así que toda esta gente va armada, y cuando tienen un saquito de oro o un puñado de brillantes no resisten la tentación de gastarlo locamente. Las chicas, por cada botella, reciben un crecido porcentaje. Y no les cuesta nada, mientras abrazan al cliente, verter el champaña o el whisky en el cubo de hielo, para que la botella se termine antes. Algunos, pese al alcohol bebido, se dan cuenta, y sus reacciones son tan brutales que me he visto obligado a clavar las mesas y las sillas.
Con esta nueva clientela, lo que tenía que pasar pasó. La llamaban Flor de Canela. En efecto, su piel tenía el color de la canela. Esta nueva chavala que había yo sacado de los bajos fondos de Georgetown, volvía literalmente locos a los clientes por su manera de desnudarse.
Como era muy interesada, había exigido que, para participar en su lotería, los jugadores deberían pagar el precio de dos botellas de champaña, y no una, como para las otras. Después de haber corrido varias veces, aunque en vano, su suerte de ganar a Flor de Canela, un minero corpulento, que lleva una barba negra muy poblada, no encuentra otra cosa mejor, cuando pasa mi hindú vendiendo los números del último desnudo de Flor de Canela, que comprar los treinta de la sala. No quedan, pues, más que los dos números del bar.
Seguro de ganar después de haber pagado las sesenta botellas de champaña, mi barbudo esperaba, confiado, el desnudo de Flor de Canela y el sorteo de la lotería. Flor de Canela estaba muy excitada por todo lo que había bebido aquella noche. Eran las cuatro de la madrugada cuando comenzó su última representación. Ayudada por el alcohol, estuvo más sexual que nunca, y sus gestos fueron más osados aún que de costumbre. ¡Rrran! Se hace girar la ruleta que, con su pequeño indicador de cuerno, va a señalar al ganador. El barbudo babea de excitación tras haber presenciado la exhibición de Flor de Canela. Espera, está seguro de que se la van a servir en cueros en su bandeja plateada, cubierta por el famoso abanico de plumas y, entre sus dos magníficos muslos, las dos botellas de champaña. ¡Qué catástrofe! El tipo de los treinta números pierde. Gana el 31, o sea, el bar. Al principio, sólo comprende a medias, y no se da cuenta por completo de lo que ha sucedido hasta que ve que la artista es levantada y depositada en el bar. Entonces, aquel estúpido se vuelve loco, aparta la mesa de sí y en tres brincos se planta en el bar. No ha empleado más que tres segundos en sacar su revólver y disparar tres tiros sobre la muchacha.
Flor de Canela ha muerto en mis brazos. La recogí después de haberme cargado a aquel animal de un golpe de black-jack de la Policía americana que siempre llevo conmigo. Por haber tropezado yo con una camarera y su bandeja, lo que ha retrasado mi intervención, ese bruto ha tenido tiempo de cometer semejante locura. Resultado: la Policía ha cerrado «La Cabaña de Bambú» y nosotros hemos vuelto a Georgetown.
Henos de nuevo en nuestra casa. Indara, como una verdadera hindú fatalista, no cambia de carácter. Para ella, esta ruina no tiene ninguna importancia. Nos dedicaremos a otra cosa, eso es todo. Los chinos, igual. Nada cambia en nuestro armonioso equipo. Ni un reproche por mi extravagante idea de echar a suertes a las chicas, idea que, sin embargo, es la causa de nuestro fracaso. Con nuestros ahorros, después de haber pagado escrupulosamente todas nuestras deudas, hemos entregado una suma a la mamá de Flor de Canela. No nos hacemos mala sangre. Todas las noches vamos al bar donde se reúnen los evadidos. Pasamos veladas encantadoras, pero Georgetown, en razón de las restricciones de la guerra, empieza a fatigarme. Además, mi princesa nunca había sido celosa y yo siempre había conservado toda mi libertad. Ahora, no me deja ni a sol ni a sombra, y se queda durante horas sentada a mi lado, cualquiera que sea el lugar donde me encuentre.
Las probabilidades de dedicarme al comercio en Georgetown se complican. Así, un buen día, me entran ganas de irme de la Guayana inglesa y trasladarme a otro país. No corremos ningún riesgo, es la guerra. Ningún país nos devolverá. Al menos, así lo supongo.