Hemos cerrado el trato. La misma Indara se ha encargado de vender todo el oro que poseíamos. El papá, por otra parte, estaba sorprendido de que yo no hubiera tocado nunca los trozos de oro que entregaba a su hija para nosotros dos. Ha dicho:
—Os los he dado para que los disfrutarais. Son vuestros, no tenéis que preguntarme si podéis disponer de ellos. Haced con ellos lo que queráis.
No está tan mal mi «suegro hechicero». Y ella es algo fuera de serie como amante, como mujer y como amiga. No corremos peligro de regañar, pues ella siempre responde sí a todo cuanto yo digo. Sólo refunfuña un poco cuando les tatúo las tetas a sus compatriotas.
Así pues, heme aquí dueño del restaurante «Victory», en Water Street, en pleno centro del puerto de la ciudad de Georgetown. Cuic hace de cocinero y le gusta, pues es su oficio. El manco irá a la compra y guisará el Chow Mein, especie de spaghetti chino. Se hacen de la manera siguiente: la flor de la harina se mezcla y se amasa con varias yemas de huevo. Sin agua, esta masa se trabaja dura y largamente. Esta pasta es muy dura de amasar, hasta el punto de que la trabaja saltando encima de ella, con el muslo apoyado en un bastón muy pulimentado fijado en el centro de la mesa. Con una pierna a caballo del bastón y aguantándolo con su única mano, gira saltando con un pie alrededor de la mesa, amasando así la pasta que, trabajada con semejante fuerza, no tarda en convertirse en una masa ligera y deliciosa. Al final, un poco de manteca acaba de darle un gusto exquisito.
Este restaurante, que había quebrado, pronto alcanza gran nombradía. Ayudada por una hindú joven y muy bonita, llamada Daya, Indara sirve a los numerosos clientes que acuden a nuestra casa a saborear la cocina china. Todos los presos fugados vienen. Los que tienen dinero pagan, y los otros comen gratuitamente.
—Proporciona felicidad dar de comer a los que tienen hambre —dice Cuic.
Hay un solo inconveniente: el atractivo de las dos camareras, una de las cuales es Indara. Las dos exhiben sus tetas desnudas bajo el ligero velo de la túnica. Además, las llevan abiertas por el costado desde el tobillo hasta la cadera. Al efectuar ciertos movimientos, descubren toda la pierna y el muslo, hasta muy arriba. Los marinos americanos, ingleses, suecos, canadienses y noruegos comen, en ocasiones, dos veces al día para disfrutar del espectáculo. Mis amigos llaman a mi establecimiento el restaurante de los mirones. Yo hago el papel de dueño. Para todo el mundo, soy el boss. No hay caja registradora, y los sirvientes me traen el dinero, que me meto en el bolsillo, y devuelvo el cambio cuando es necesario.
El restaurante abre desde las ocho de la noche hasta las seis de la madrugada. Ni que decir tiene que, hacia las tres de la madrugada, todas las putas del barrio que han tenido una buena noche vienen a comer con su macarra o un cliente un pollo al curry o una ensalada de germen de alubias. También toman cerveza, sobre todo inglesa, y whisky, un ron de caña de azúcar del país, muy bueno, con soda o «Coca-Cola». Como se ha convertido en el punto de cita de los prófugos franceses, yo soy el refugio, el consejero, el juez y el confidente de toda la colonia de duros y de relegados.
Por supuesto que esto, algunas veces, me procura molestias. Un coleccionista de mariposas me explica su manera de cazar en la selva. Recorta un cartón en forma de mariposa y, luego, pega encima las alas de la mariposa que quiere cazar. Este cartón se fija en la punta de un bastón de un metro. Cuando caza, sostiene el bastón en la mano derecha y hace movimientos de manera que la falsa mariposa parezca que vuela. Va siempre, en la selva, a los claros donde penetra el sol. Sabe las horas de eclosión para cada especie. Hay especies que sólo viven cuarenta y ocho horas Entonces, cuando el sol baña el claro, las mariposas que acaban de salir del capullo se precipitan a esa luz, tratando de hacer lo antes posible el amor. Cuando divisan el reclamo, acuden desde muy lejos a precipitarse encima de él. Si la falsa mariposa es un macho, es un macho el que va a batirse con ella. Con la mano izquierda, que sostiene la redecilla, el cazador lo atrapa rápida mente.
La bolsa posee un estrangulamiento, lo que hace que el cazador pueda continuar atrapando mariposas sin temer que las otras se escapen.
Si el reclamo está hecho con alas de hembra, los machos acuden para hacerle el amor, y el resultado es el mismo.
Las mariposas más bellas son las nocturnas, pero a menudo, como chocan contra obstáculos, es muy difícil encontrar una cuyas alas estén intactas. Casi todas las tienen destrozadas. Para estas mariposas nocturnas, el cazador se encarama a lo más alto de un gran árbol y hace un cuadrado con un trapo blanco que ilumina por detrás con una lámpara de carburo. Las grandes mariposas nocturnas, de quince a veinte centímetros de envergadura, van a topar con el trapo blanco. No queda sino asfixiarlas comprimiéndoles muy rápida y fuertemente el tórax sin aplastarlas. No deben debatirse, porque de lo contrario se rompen las alas y pierden valor.
En una vitrina tengo siempre pequeñas colecciones de mariposas, de moscas, de pequeñas serpientes y de vampiros. Hay más compradores que mercancía. Así que los precios son altos.
Un americano me ha señalado una mariposa que tiene las alas traseras azul acero y las superiores azul claro. Me ha ofrecido quinientos dólares si encontraba una mariposa de esta especie que sea hermafrodita.
Hablando con el cazador, me dice que, una vez, tuvo una en las manos, muy linda, que le pagaron cincuenta dólares y que supo después, por un coleccionista honrado, que este espécimen valía casi dos mil dólares.
—Quiere pegártela el gringo, Papillon —me dice el cazador—. Te toma por un imbécil. Aunque la pieza rara valiera mil quinientos dólares, se aprovecharía descaradamente de tu ignorancia.
—Tienes razón, es un cerdo. ¿Y si se la pegáramos nosotros a él?
—¿Cómo?
—Sería preciso fijar sobre una mariposa hembra por ejemplo, dos alas de macho o viceversa. Lo difícil es encontrar el medio de pegarlas sin que se vea.
Al cabo de muchos intentos desdichados, hemos llegado a pegar a la perfección, sin que se note, dos alas de un macho a un magnífico ejemplar de hembra. Hemos introducido las puntas en una minúscula incisión y, luego, las hemos unido con leche de balata. Aguantan bien, hasta el punto de que se puede agarrar la mariposa por las alas pegadas. Se mete la mariposa bajo un vidrio junto con otras, en una colección cualquiera de veinte dólares, como si yo no la hubiera visto. La cosa no falla. Apenas la ve el americano, tiene el tupé de venir con un billete de veinte dólares en la mano para comprarme la colección. Le digo que está comprometida, que un sueco me ha pedido una caja, y que es para él.
En dos días, el americano ha tomado lo menos diez veces en sus manos la caja. Al final, no aguanta más y me llama.
—Compro la mariposa de en medio por veinte dólares, y te quedas con las demás.
—¿Y qué tiene de extraordinario esa mariposa? —Y me pongo a examinarla. Luego, exclamo—: Pero ¡si es una hermafrodita!
—¿Qué dice? Sí, es verdad. Antes, no estaba muy seguro —dice el gringo—. A través del cristal no se veía muy bien. ¿Me permite? —Examina la mariposa de arriba a abajo y dice—: ¿Cuánto quiere usted por ella?
—¿No me dijo un día que un espécimen tan raro valía quinientos dólares?
—Se lo he repetido a muchos cazadores de mariposas; no quiero aprovecharme de la ignorancia de quien ha atrapado esta.
—Pues son quinientos dólares o nada.
—La compro; resérvemela. Tenga, aquí tiene sesenta dólares que llevo encima como señal de que la venta está hecha. Déme un recibo y mañana traeré el resto. Y, sobre todo, sáquela de esa caja.
—Muy bien; la llevaré a otra parte. Aquí tiene su recibo.
Justo a la hora de abrir, el descendiente de Lincoln está aquí. Vuelve a examinar la mariposa, esta vez con una lupa pequeña. Siento un sobresalto terrible cuando la vuelve del revés. Satisfecho, paga, coloca la mariposa en una caja que ha traído, me pide otro recibo y se va.
Dos meses más tarde, me agarra la bofia. Al llegar a la Comisaría, el superintendente de Policía me explica en francés que he sido detenido por haber sido acusado de estafa por un americano.
—Es sobre una mariposa a la que usted pegó las alas —me dice el comisario—. Gracias a esa superchería, usted la vendió por quinientos dólares.
Dos horas después, Cuic e Indara están allí con un abogado. Habla muy bien francés. Le explico que yo no sé nada de mariposas, que yo no soy cazador ni coleccionista. Vendo las cajas para ayudar a los cazadores, que son mis clientes, que es el gringo quien ofreció los quinientos dólares, y no yo quien se los pidió, y que, de haber sido auténtico el ejemplar como él creía, el ladrón hubiera sido él, puesto que entonces la mariposa hubiera tenido un valor de unos dos mil dólares.
Dos días después, comparezco ante el Tribunal. El abogado me sirve también de intérprete. Repito mi tesis. En su favor, mi abogado tiene un catálogo con los precios de las mariposas. Semejante espécimen se cotiza en el libro por encima de los mil quinientos dólares. El americano deberá pagar las costas del juicio y, por añadidura, los honorarios de mi abogado más doscientos dólares.
Reunidos todos los duros y los hindúes se festeja mi liberación con un pastís de la casa. Toda la familia de Indara había acudido al juicio, muy orgullosos todos de tener entre ellos después de la absolución —a un superhombre. Pues ellos no son tontos, y dudaban de que no hubiera sido yo quien pegara las alas.
Ya ha sucedido. Nos hemos visto obligados a vender el restaurante. Tenía que pasar. Indara y Daya eran demasiado hermosas, y su especie de striptease, siempre ligeramente insinuado, sin llegar nunca más lejos, incitaba más aún a aquellos marinos de sangre ardiente, que si hubiera sido un desnudo completo. Al advertir que cuando más ponía las tetas desnudas apenas veladas ante las narices de los marineros, más propinas les caían, bien inclinadas sobre la mesa nunca acababan de dar la cuenta o el cambio justo. Tras este tiempo de exposición bien calculado, con el marino con los ojos fuera de las órbitas para ver mejor, ellas se incorporaban y preguntaban: «¿Y mi propina?». «¡Ah!». Aquellos pobres tipos eran generosos, y estos enamorados enardecidos, pero nunca satisfechos, ya no sabían lo que se hacían.
Un día, sucedió lo que yo imaginaba. Un tipo alto, flaco, lleno de pecas, no se ha contentado con ver todo el muslo descubierto: a la aparición fugitiva del slip, se le fue la mano y, con sus dedos de animal, atenazó fuertemente a mi Javanesa. Como ella tenía una jarra de cristal llena de agua en la mano, no le ha costado mucho rompérsela en la cabeza. Bajo el golpe, se cae al suelo. Me precipito para ayudarle a levantarse, cuando unos amigos suyos creen que le voy a pegar y, antes de que pueda decir uf, recibo un puñetazo magistral en pleno ojo. ¿Quizás este marino boxeador ha querido de veras defender a su compañero o arrearle un porrazo al marido de la bella hindú responsable de que no se pueda llegar a ella? ¡Cualquiera sabe! En todo caso, mi ojo ha recibido un directo de frente. Sin embargo, el hombre aquel había contado demasiado de prisa con su victoria, porque se pone en guardia de boxeo ante mí y me grita. Boxe, boxe, man! De un gran puntapié en las partes, seguido de un cabezazo al estilo Papillon, el boxeador cae en el suelo tan largo como es.
La pelea se hace general. El manco ha salido en mi ayuda desde la cocina y distribuye golpes con el bastón con el que hace su spaghetti especial. Cuic llega con un largo tenedor de dos dientes y lo clava aquí y allá. Un granuja parisiense retirado de los bailes con gaita de la rue de Lappe se sirve de una silla como maza. Violentada, sin duda, por la pérdida de sus bragas, Indara se ha retirado de la riña.
Conclusión: cinco gringos han sido seriamente heridos en la cabeza, otros llevan dos agujeros producidos por el tenedor de Cuic en diversas partes del cuerpo. Hay sangre por todas partes. Un policía negro se ha puesto en la puerta para que nadie salga. Afortunadamente, porque llega un jeep de la Military Police. Con polainas blancas y la porra levantada, quieren entrar a la fuerza, y en vista de que todos sus —marinos están llenos de sangre, seguramente tienen intención de vengarlos. El policía negro los rechaza, luego pone el brazo con su porra a través de la puerta y dice:
—Majesty Police (Policía de Su Majestad).
Sólo cuando llegan los policías ingleses se nos hace salir y montar en el camión. Nos conducen a la Comisaría. Aparte de mi ojo tumefacto, ninguno de nosotros está herido, lo que hace que no quieran creer en nuestra legítima defensa.
Ocho días después, en el Tribunal, el presidente acepta nuestra tesis y nos pone en libertad a todos excepto a Cuic, a quien le caen tres meses por golpes y heridas. Era difícil encontrar una explicación a los múltiples dos agujeros repartidos profusamente por Cuic.
Como a continuación, en menos de quince días ha habido seis peleas, nos damos cuenta de que no podemos seguir así. Los marinos han decidido no dar esta historia por terminada, y como los que vienen tienen siempre pinta nueva, ¿cómo saber si son amigos o enemigos?
Así, pues, hemos vendido el restaurante, pero no al precio que lo habíamos comprado. La verdad es que, con la fama que había cobrado, los compradores no hacían cola.
—¿Qué vamos a hacer, manco?
—Mientras esperamos a que salga Cuic, descansaremos. No podemos volver a lo de la carreta y el asno, pues los vendimos junto con la clientela. Lo mejor es no hacer nada, reposar. Ya veremos después.
Cuic ha salido. Nos dice que lo han tratado bien. El único inconveniente —cuenta— es que estaba cerca de dos condenados a muerte. Los ingleses tienen una cochina costumbre: advierten a un condenado cuarenta y cinco días antes de la ejecución de que será colgado alto y corto tal día a tal hora, que la reina ha rechazado su petición de clemencia. «Entonces —nos cuenta Cuic—, todas las mañanas, los dos condenados a muerte se gritaban uno a otro: “Un día menos, Johnny, ¡no quedan más que tantos días!”. Y el otro no paraba de insultar a su cómplice toda la mañana». Aparte de eso, Cuic estaba tranquilo y bien considerado.