El medio de locomoción más empleado en esta ciudad es la bicicleta. Así, pues, me he comprado una para ir a cualquier parte sin dificultades. Como la ciudad es llana, y también los alrededores, pueden hacerse sin esfuerzo grandes distancias. En la bicicleta hay dos portaequipajes muy sólidos, uno delante y otro detrás, así que puedo, como muchos nativos, llevar fácilmente a dos personas.
Al menos dos veces por semana, damos un paseo de una hora o dos con mis amigas hindúes. Están locas de alegría y comienzo a comprender que una de ellas, la más joven, está a punto de enamorarse de mí.
Su padre, a quien nunca había visto, vino ayer. No vive lejos de mi casa, pero jamás había venido a vernos, y yo sólo conocía a los hermanos. Es un anciano alto, con una barba muy larga, blanca como la nieve. También sus cabellos están plateados y descubren una frente inteligente y noble. Sólo habla hindú, y su hija traduce. Me invita a ir a verle a su casa. En bicicleta no está lejos, me hace decir por medio de la princesita, como llamo yo a su hija. Le prometo visitarle dentro de poco.
Después de haber comido algunos pasteles con el té, se va, no sin que yo haya notado que ha examinado los menores detalles de la casa. La princesita está muy feliz de ver a su padre marcharse satisfecho por su vida y de nosotros.
Tengo treinta y seis años y muy buena salud; me siento joven aún y todo el mundo, por suerte, me considera así: no represento más de treinta años, me dicen todos mis amigos. Y esta pequeña tiene diecinueve años y la belleza de su raza, serena y llena de fatalismo en su manera de pensar. Sería para mí un regalo del cielo amar y ser amado por esta espléndida criatura.
Cuando salimos los tres, ella monta siempre en el portaequipajes de delante, y sabe muy bien que, cuando se mantiene bien sentada, con el busto erguido y, para hacer fuerza en los pedales, adelanto un poco la cabeza, estoy muy cerca de su cara. Si echa su cabeza hacia atrás veo, mejor que si no estuvieran cubiertos de gasa, toda la belleza de sus senos desnudos bajo el velo. Sus grandes ojos negros arden con todos sus fuegos cuando se producen esos semicontactos, y su boca roja oscura, en contraste con su piel de té, se abre de deseo de dejarse abrazar. Unos dientes admirables y de una esplendorosa belleza adornan esa boca maravillosa. Tiene una manera de pronunciar ciertas palabras y de hacer aparecer una puntita de lengua rosada en su boca entreabierta, que convertiría en libertino al santo más santo.
Esta noche, debemos ir al cine los dos solos, pues su hermano sufre, al parecer, una jaqueca, jaqueca que creo simulada para dejarnos solos. Se presenta con una túnica de muselina blanca que le llega hasta los tobillos y que, cuando camina, aparecen desnudos, rodeados por tres brazaletes de plata. Va calzada con sandalias cuyas tiras doradas le pasan por el dedo gordo. Eso le hace un pie muy elegante. En la aleta derecha de la nariz ha incrustado una pequeñísima concha de oro. El velo de muselina que lleva en la cabeza es corto y le cae un poco más abajo de los hombros. Una cinta dorada lo mantiene ajustado alrededor de la cabeza. Desde la cinta hasta la mitad de la frente, penden tres hilos adornados de piedras de todos los colores. Hermosa fantasía, por supuesto, que cuando se balancea deja ver el tatuaje demasiado azul de su frente.
Toda la familia hindú y la mía, representada por Cuic y el manco, nos contempla partir a los dos con caras felices por vernos exteriorizar nuestra felicidad. Todos parecen saber que volveremos del cine siendo novios.
Bien sentada en el cojín del portaequipajes de mi bicicleta, rodamos hacia el centro. En un largo trecho en que avanzo con el piñón libre, en un trecho de una avenida mal iluminada, esta muchacha espléndida, por su propia iniciativa, me roza la boca con un ligero y furtivo beso. Ha sido tan inesperado que tomara ella la iniciativa, que he estado a punto de caerme de la bicicleta.
Con las manos entrelazadas, sentados al fondo de la sala, le hablo con los dedos y ella me responde. Nuestro primer dúo de amor en esta sala de cine, donde se proyectaba una película que ni —siquiera hemos mirado, ha sido completamente mudo. Sus dedos, sus uñas largas, tan bien cuidadas y barnizadas, las presiones de los huecos de la mano cantan y me comunican mucho mejor que si hablara todo el amor que siente por mí y su deseo de ser mía. Ha apoyado su cabeza en mi hombro, lo que me permite besar su rostro.
Este amor tan tímido, tan difícil de manifestarse plenamente, no tarda en convertirse en una verdadera pasión. Antes de que sea mía, le he explicado que no podía casarme con ella porque ya estaba casado en Francia. Eso apenas si la ha contrariado un día. Una noche, se ha quedado en mi casa. Por sus hermanos, me dice, y por ciertos vecinos y vecinas hindúes, preferiría que yo me fuera a vivir con ella a casa de su padre. He aceptado, y nos hemos instalado en la casa de su padre, quien vive solo con una joven hindú, pariente lejana, que le sirve y le hace todos los trabajos domésticos. No está muy lejos de donde vive Cuic; unos quinientos metros aproximadamente. Y, así, mis dos amigos vienen cada día a verme por la noche y pasan no menos de una hora con nosotros. Muy a menudo, comen en casa.
Continuamos vendiendo legumbres en el puerto. Me voy a las seis y media y, casi siempre, me acompaña mi pequeña hindú. Un gran termo lleno de té, un bote de confitura y pan tostado en un gran saco de cuero aguardan a Cuic y al manco para que bebamos té juntos. Ella misma prepara este desayuno, y observa minuciosamente el rito de tomar los cuatro la primera comida del día. En su saco hay de todo cuanto hace falta: una pequeñísima estera bordada de encaje que, muy ceremoniosamente, extiende sobre la acera que ha barrido antes con una rama, y las cuatro tazas de porcelana con sus platillos. Y, sentados en la acera, con gran seriedad, nos desayunamos.
Resulta chocante estar en una acera bebiendo té como si estuviéramos en una sala, pero ella encuentra esto natural y Cuic, también. Por otra parte, no hacen ningún caso de la gente que pasa, y encuentran normal actuar así. Yo no quiero contrariarla. Está tan contenta de servirnos y de extender la mermelada encima de las tostadas, que si yo no quisiera, le produciría una gran pena.
El sábado pasado sucedió una cosa que me ha dado la clave de un misterio. En efecto, hace dos meses que vivimos juntos, y, muy a menudo, ella me entrega pequeñas cantidades de oro.
Son siempre trozos de joyas rotas: la mitad de un anillo de oro, un solo pendiente, un extremo de cadena, un cuarto o la mitad de una medalla o de una moneda. Como no tengo necesidad de ello para vivir, aunque ella me dice que lo venda, lo voy guardando en una caja. Tengo casi cuatrocientos gramos cuando le pregunto de dónde procede todo eso, me agarra, me abraza, se ríe, pero nunca me da ninguna explicación.
Así, pues, el sábado, hacia las diez de la mañana, mi pequeña hindú me pide que lleve a su padre en mi bicicleta no sé dónde.
—Mi papá —me dice— te indicará el camino. Yo me quedaré en casa cosiendo.
Intrigado, pienso que el viejo quiere hacer una visita bastante lejos, y, de buen grado, acepto llevarlo.
Con el viejo sentado en el portaequipajes delantero, sin hablar, pues sólo conoce el hindú, tomo las direcciones que él me indica con el brazo. Es lejos. Hace casi una hora que pedaleo. Llegamos a un barrio rico, a orillas del mar. Tan sólo hay hermosas villas. A una señal de mi «suegro», me detengo y observo. Saca una piedra redonda y blanca de debajo de su túnica y se arrodilla en el primer peldaño de una casa. Mientras hace rodar la piedra por el escalón, cuenta. Pasan algunos minutos, y una mujer vestida de hindú sale de la villa, se le acerca y le entrega algo sin decir palabra.
De casa en casa, repite la escena hasta las cuatro de la tarde. La cosa es larga y yo no acabo de entenderla. En la última villa, se le acerca un hombre vestido de blanco. Le hace levantarse y, pasándole un brazo bajo el suyo, le conduce a su casa. Permanece allí más de un cuarto de hora y sale, siempre acompañado del señor, quien, antes de dejarlo, le besa la frente o, más bien, sus cabellos blancos. Regresamos a casa. Pedaleo cuanto puedo para llegar pronto, pues son más de las cuatro y media.
Antes de la noche, por suerte, estamos de regreso. Mi linda hindú, Indara, acompaña primero a su padre y, luego me salta al cuello y me cubre de besos mientras me arrastra hacia la ducha para que me bañe. Me espera ropa limpia y fresca y, una vez lavado, afeitado y mudado, me siento a la mesa. Ella misma me sirve, como de costumbre. Deseo interrogarla, pero ella va y viene, haciendo como que está ocupada, para eludir el mayor tiempo posible el momento de las preguntas. Ardo en curiosidad. Lo único que sé es que nunca hay que forzar a un hindú o a un chino a que diga algo. Se debe aguardar siempre un tiempo antes de interrogar. Entonces, hablan solos porque adivinan y saben que se espera de ellos una confidencia y, si te consideran digno de ella, te la hacen. Esto es, por supuesto, lo que ha sucedido con Indara.
Una vez que, acostados, hemos hecho el amor largo rato y ella, saciada, ha apoyado en el hueco de mi axila desnuda su mejilla aún ardiente, me habla sin mirarme.
Cariño, cuando mi papá va en busca de oro no hace ningún mal, al contrario. Invoca a los espíritus para que protejan la casa por la que hace rodar su piedra. Para darle las gracias, le dan un pedazo de oro. Es una costumbre muy antigua de nuestro país, de Java.
Eso me cuenta mi princesa. Pero, un día, una de sus amigas conversa conmigo en el mercado. Esta mañana, ni ella ni los chinos han llegado aún. Así que la linda muchacha, también de Java, me cuenta otra cosa.
—¿Por qué trabajas, viviendo con la hija del hechicero? ¿No le da vergüenza hacerte levantar tan temprano hasta cuando llueve? Con el oro que gana su padre, podrías vivir sin trabajar. Ella no sabe amarte, pues no debería dejarte madrugar tanto.
—¿Y qué hace su padre? Explícamelo, porque yo no sé nada.
—Su padre es un hechicero de Java. Si quiere, atrae la muerte sobre ti o tu familia. La única manera de escapar al sortilegio que te hace con su piedra mágica es darle el oro suficiente para que la haga rodar en sentido contrario del que invoca la muerte. Entonces, deshace todos los maleficios y por el contrario, invoca la salud y la vida para ti y todos los tuyos que vivan en la casa.
—Eso no es lo mismo que me ha contado Indara.
Me prometo estudiar la cuestión a fondo para ver quién de las dos tiene razón. Algunos días después, estaba yo con mi «suegro» de larga barba blanca al borde de un riachuelo que atraviesa Penitence River’s y desemboca en el Demerara. La actitud de los pescadores hindúes me ilustró ampliamente. Cada uno de ellos le ofrecía un pescado y se apartaba de la orilla lo más de prisa posible. Comprendí. Ya no había necesidad de preguntarle nada a nadie más.
A mí, un suegro hechicero no me molesta para nada. No me habla más que en hindú y supone que lo comprendo un poco. Nunca llego a captar lo que quiere decir. Eso tiene su lado bueno, porque no podemos dejar de estar de acuerdo. Pese a todo, me ha encontrado trabajo: tatúo la frente de todas las muchachas de trece a quince años. Algunas veces, él mismo me descubre los senos de las muchachas y yo los tatúo con hojas o pétalos de flores de color verde, rosa o azul, dejando surgir el pezón como el pistilo de una flor. Las valientes, pues es muy doloroso, se hacen tatuar de amarillo canario la auréola y algunas, incluso, aunque más raramente, el pezón de amarillo.
Delante de la casa, ha colocado un letrero escrito en hindú en el que, al parecer, se anuncia: «Artista tatuador. —Precio moderado—. Trabajo garantizado». Este trabajo está bien pagado y, así pues, tengo dos satisfacciones: admirar los hermosos pechos de las javanesas y ganar dinero.
Cuic ha encontrado cerca del puerto un restaurante en venta. Me trae muy orgulloso la noticia y me propone que lo compremos. El precio es aceptable: ochocientos dólares. Vendiendo el oro del hechicero, más nuestros ahorros, podemos comprar el restaurante. Voy a verlo. Está en una callejuela, pero muy cerca del puerto. Hierve de gente a todas horas. Una sala bastante grande embaldosada de blanco y negro, ocho mesas a la izquierda ocho a la derecha y, en medio, una mesa redonda donde puede exponerse los entremeses y la fruta. La cocina es grande, espaciosa, bien iluminada. Dos grandes hornos y dos fogones inmensos.