Por la tarde, tras haber recibido diferentes vacunas, somos trasladados al puesto de Policía de la ciudad, una especie de Comisaría gigantesca donde centenares de policías entran y salen sin cesar. El superintendente de la Policía de Georgetown, primera autoridad policial responsable de la tranquilidad de este importante puerto, nos recibe inmediatamente en su despacho. A su alrededor, oficiales ingleses vestidos de caqui, impecables en sus shorts y sus calcetines blancos. El coronel nos hace seña de que nos sentemos ante el y, en perfecto francés, nos pregunta:
—¿De dónde venían ustedes cuando les localizaron en el mar? —Del presidio de la guayana francesa.
—Haga el favor de decirme los puntos exactos de donde se han evadido ustedes.
—Yo, de la isla del Diablo. Los otros, de un campo semipolítico de Inini, cerca de Kourou, Guayana francesa.
—¿A cuánto le condenaron?
—A perpetuidad.
—¿Motivo?
—Asesinato.
—¿Y los chinos?
—Asesinato también.
—¿Condena?
—Perpetuidad.
—¿Profesión?
—Electricista.
—¿Y ellos?
—Cocineros.
—¿Es usted partidario de De Gaulle o de Pétain?
—Nosotros no sabemos nada de eso. Somos prisioneros que tratamos de volver a vivir honradamente en libertad.
—Les asignaremos una celda que está abierta día y noche. Les pondremos en libertad cuando hayamos examinado sus declaraciones. Si han dicho ustedes la verdad, no tienen nada que temer. Comprendan que estamos en guerra y, por lo tanto, obligados a tomar aún más precauciones que en tiempo normal.
En suma, que al cabo de ocho días estamos en libertad. Nos hemos aprovechado de esos ocho días en el puesto de Policía para procurarnos efectos decentes. Correctamente vestidos, mis dos chinos y yo nos encontramos a las nueve de la mañana en la calle, provistos de una tarjeta de identidad con nuestras fotografías.
La ciudad, de 250 000 habitantes, es casi toda de madera, edificada a la inglesa: la planta baja, de cemento, y el resto, de madera. Las calles y avenidas bullen de público de todas las razas: blancos, achocolatados, negros, hindúes, coolíes, marinos ingleses y americanos y nórdicos. Estamos un poco abrumados por encontrarnos ante esta muchedumbre abigarrada. Nos invade un gozo desbordante tan grande en nuestros corazones, que hasta debe de verse en nuestras caras, incluso en las de los indochinos, pues muchas personas nos miran y nos sonríen amablemente.
—¿Adónde vamos? —pregunta Cuic.
—Tengo una dirección aproximada. Un policía negro me ha dado las señas de dos franceses en Penitence River’s.
Una vez informados, resulta ser un barrio donde viven exclusivamente hindúes. Me dirijo a un policía vestido de blanco, impecable. Le muestro la dirección. Antes de responder, nos pide nuestras tarjetas de identidad. Orgullosamente, se la doy.
—Muy bien; gracias.
Entonces, se toma la molestia de meternos en un tranvía, después de haber hablado con el conductor. Salimos del centro de la ciudad y, veinte minutos después, el conductor nos hace bajar. Debe ser aquí. Por la calle, preguntamos:
—¿Frenchmen?
Un joven nos hace señal de que le sigamos. Todo derecho, nos conduce a una casita baja. Apenas me aproximo, cuando tres hombres salen de ella haciendo ademanes acogedores.
—¿Cómo? ¿Estás aquí, Papi?
—¡No es posible!, dice el mayor, de cabellos completamente blancos. —Entra. Esta es mi casa. ¿Van contigo los chinos?
—Sí.
—Entrad y sed bien venidos.
Este viejo forzado se llama Guittou Auguste, llamado el Guittou. Es un marsellés de pura cepa que vino en el mismo convoy que yo, en el La Martinière, en 1933, hace nueve años. Tras una fuga malograda, fue liberado de su pena principal y, en calidad de liberado, se evadió hace tres años, me dice. Los otros dos son Petit-Louis, un tipo de Arlés, y un tolonés, Julot. También ellos partieron después de haber concluido su condena, pero hubieran debido quedarse en la Guayana francesa el mismo número de años a que habían sido condenados: diez y quince respectivamente (esta segunda condena se llama doblaje).
La casa tiene cuatro piezas: dos habitaciones, una cocina-comedor y un taller. Hacen calzado de balata, especie de caucho natural que se recoge en la selva y que se puede, con agua caliente, trabajar y modelar muy bien. El único inconveniente es que sí se expone mucho al sol, se funde, pues ese caucho no está vulcanizado. Esto se remedia intercalando láminas de tejido entre —las capas de balata.
Maravillosamente recibidos, con el corazón ennoblecido por el sufrimiento, Guittou nos prepara una habitación para nosotros tres y nos instala en su casa sin dudarlo. Sólo hay un problema: el cerdo de Cuic, pero Cuic pretende que no ensuciará la casa, que es seguro que irá a hacer sus necesidades él solo afuera.
Guítou dice:
—Bueno, ya veremos; por el momento, quédatelo.
Provisionalmente, hemos preparado tres camas en el suelo con viejos capotes de soldado.
Sentados ante la puerta, fumando los seis algunos cigarrillos, le cuento a Guittou todas mis aventuras de nueve años. Sus dos amigos y él escuchan todo oídos, y viven con intensidad mis aventuras, pues las sienten en su propia experiencia. Dos de ellos conocieron a Sylvain y se lamentan sinceramente de su horrible muerte. Ante nosotros, pasan y traspasan gentes de todas las razas. De vez en cuando, entra alguien que compra zapatos o una escoba, pues Guittou y sus amigos fabrican también escobas para ganarse la vida. Me entero por ellos de que, entre presidiarios y relegados, hay una treintena de evadidos en Georgetown. Por la noche se reúnen en un bar del centro, donde beben juntos ron o cerveza. Todos trabajan para subvenir a sus necesidades, cuenta Julot, y en su mayoría se portan bien.
Mientras tomamos el fresco a la sombra, a la puerta de la casita, pasa un chino a quien Cuic interpela. Sin decirme nada, Cuic se va con él, y también el manco. No deben de ir lejos pues el cerdo los sigue. Dos horas después, Cuic regresa con un asno que tira de una pequeña carreta. Orgulloso como Artabánín detiene su borrico, al que habla en chino. El asno parece comprender esa lengua. En la carreta, hay tres camas de hierro desmontables, tres colchones, almohadas y tres maletas. La que me da está llena de camisas, calzoncillos, jerséis de piel, más dos pares de zapatos, corbatas, etcétera.
—¿Dónde has encontrado esto, Cuíc?
—Me lo han dado mis compatriotas. Mañana iremos a visitarlos, ¿quieres?
—De acuerdo.
Esperábamos que Cuíc volviera a marcharse con el asno y la carreta, pero no ocurre nada de eso. Desunce el asno y lo ata en el patio.
—También me han regalado la carreta y el asno. Con esto, puedo ganarme la vida fácilmente. Mañana por la mañana, un paisano mío vendrá a adiestrarme.
—Se dan prisa, los chinos.
Guittou acepta que el vehículo y el asno estén, provisionalmente, en el patio. Todo va bien en nuestro primer día libre Por la noche, los seis, alrededor de la mesa de trabajo, comemos una buena sopa de legumbres hecha por Julot, y un buen plato de spaghetti.
—Cada cual, por turno, se encargará de la vajilla y de la limpieza de la casa —dice Guíttou.
Esta comida en común es el símbolo de una primera pequeña comunidad llena de calor. Esta sensación de saberse ayudado en los primeros pasos en la vida libre es muy reconfortante. Cuic, el manco y yo nos sentimos verdadera y plenamente felices. Tenemos un techo, una cama y amigos generosos que, en su pobreza, nos han ayudado noblemente.
—¿Qué querrías hacer esta noche, Papillon? —me pregunta Guittou—. ¿Quieres que bajemos al centro, a ese bar al que van todos los evadidos?
—Esta noche preferiría quedarme aquí. Baja tú, si quieres; no te molestes por mí.
—Sí, voy a bajar porque debo ver a alguien.
—Me quedaré con Cuíc y el manco.
Petit-Louis y Guittou se han vestido y puesto corbata y se han ido al centro. Tan sólo Julot se ha quedado para terminar algunos pares de zapatos. Mis camaradas y yo nos damos una vuelta por las calles adyacentes, para conocer el barrio. Todo aquí es hindú. Muy pocos negros, casi ningún blanco y algunos raros restaurantes chinos.
Penítence River’s, que es el nombre del barrio, es un rincón de la India o de Java. Las mujeres jóvenes son admirablemente bellas, y los ancianos llevan largas túnicas blancas. Muchos caminan descalzos. Es un barrio pobre, pero todo el mundo va vestido con pulcritud. Las calles están mal iluminadas, los bares donde se bebe y se come están llenos de gente, y en todas partes suena música hindú.
Un negro betún vestido de blanco y con corbata me para.
—¿Es usted francés, señor?
—Sí.
—Me complace encontrar a un compatriota. ¿Quiere usted aceptar un vaso?
—Comoquiera, pero estoy con dos amigos.
—No importa. ¿Hablan francés?
Henos aquí instalados, los cuatro, en la mesa de un bar contiguo a la acera. Este negro de Martinica habla un francés más selecto que el nuestro. Nos dice que tengamos cuidado con los negros ingleses pues, dice, todos son unos embusteros.
—No son como nosotros, los franceses; nosotros tenemos palabra, y ellos, no.
Sonrío para mis adentros al oír a este negro de Tombuctú decir «nosotros, los franceses» y, luego, quedo turbado de veras. Perfectamente, este señor es un francés, más puro que yo, pienso, pues reivindica su nacionalidad con calor y fe. El es capaz de dejarse matar por Francia; yo, no. Así, pues, él es más francés que yo. Así, estoy al corriente.
—Me complace encontrar a un compatriota y hablar mí lengua, pues hablo muy mal el inglés.
—Yo si me expreso corriente y gramaticalmente en inglés. Si puedo serle útil, estoy a su disposición. ¿Hace tiempo que está usted en Georgetown? —Ocho días nada más—. ¿De dónde viene?
—De la Guayana francesa.
—No es posible. ¿Es usted un evadido o un guardián del presidio que quiere pasarse a De Gaulle?
—No, soy un evadido.
—¿Y sus amigos?
—También.
—Monsieur Henri, no quiero conocer su pasado, pero ahora es el momento de ayudar a Francia y de redimirse. Yo estoy con De Gaulle y espero embarcarme para Inglaterra. Venga a verme mañana al «Martíner Club»; aquí está la dirección. Me sentiría feliz de que se uniera a nosotros. —¿Cómo se llama usted?— Homére.
—Monsieur Homére, no puedo decidirme en seguida. Primero, debo informarme sobre mi familia y, también, antes de tomar una decisión tan grave, analizarla. Fríamente, ya ve usted, Monsieur Homére, Francia me ha hecho sufrir mucho, me ha tratado de un modo inhumano.
El martiniqués, con su apasionamiento y un calor admirable, trata de convencerme con todo su corazón. Era en verdad emotivo escuchar los argumentos de este hombre en favor de nuestra Francia martirizada.
Muy tarde, regresamos a casa y, acostado, pienso en todo lo que me ha dicho ese gran francés. Debo reflexionar seriamente su proposición. Después de todo, la bofia, los magistrados y la Administración penitenciaria no son Francia. Dentro de mí siento que no he dejado de amarla. ¡Y pensar que hay boches en toda Francia! ¡Dios mío, cuánto deben sufrir los míos y qué vergüenza para todos los franceses!
Cuando me despierto, el asno, la carreta, el cerdo, Cuic y el manco han desaparecido.
—¿Qué, macho, has dormido bien? —me preguntan Guittou y sus amigos.
—Sí, gracias.
—¿Quieres café con leche o té? ¿Café y rebanadas de pan con mantequilla, tal vez?
Como de todo mientras les miro trabajar.
Julot prepara la masa de balata a medida de sus necesidades, y añade fragmentos duros al agua caliente, que mezcla con la masa blanda.
Petit-Louis prepara los trozos de tela y Guíttou hace el zapato.
—¿Producís mucho?
—No. Trabajamos para ganar veinte dólares al día. Con cinco, pagamos el alquiler y la comida. El resto, a cinco cada uno, para gastos, el vestir y lavar la ropa.
—¿Lo vendéis todo?
—No. Algunas veces, es preciso que uno de nosotros vaya a vender los zapatos por las calles de Georgetown. La venta a pie, a pleno sol, es dura.
—Si es preciso, yo lo haría con sumo gusto. No quiero ser un parásito. Debo contribuir también a ganarme el pienso.
—Está bien, Papi.
Me he paseado todo el día por el barrio hindú de Georgetown. Veo un gran anuncio de cine y siento un deseo loco de ver y oír por vez primera en mi vida, una película hablada y en color.
Le pediré a Guittou que me lleve esta noche. He caminado por las calles de Penitence River’s todo el día. La cortesía de estas gentes me gusta enormemente. Poseen dos cualidades: son pulcras y muy educadas. Esta jornada que he pasado solo por las calles de este barrio de Georgetown es, para mí, más grandiosa que mi anterior llegada a Trinidad.
En Trinidad, en medio de todas aquellas maravillosas sensaciones que nacían de mezclarme con la muchedumbre, me planteaba una pregunta constante: un día, antes de dos semanas, máximo tres, tendré que hacerme de nuevo a la mar. ¿Qué país querrá aceptarme? ¿Habrá una nación que me dé asilo? ¿Cuál será mi porvenir? Aquí, es diferente. Soy definitivamente libre. Puedo, incluso, irme a Inglaterra y alistarme en las Fuerzas francesas libres. ¿Qué debo hacer? Si me decido a ir con De Gaulle, ¿no dirán que lo he hecho porque no sabía dónde meterme? En medio de gente honesta, ¿no me tratarán como a un presidiario que no ha encontrado otro refugio y que, por eso, está con ella? Dicen que Francia se ha dividido en dos, Pétain y De Gaulle. ¿Cómo todo un mariscal de Francia no va a saber de qué parte están el honor y el interés del país? ¿Si un día ingreso en las Fuerzas libres, no me veré obligado más tarde a disparar contra franceses?
Aquí será duro, muy duro, conseguir una situación aceptable. Guittou, Julot y Petit-Louis están lejos de ser imbéciles, y trabajan por cinco dólares al día. En primer lugar, debo aprender a vivir en libertad. Desde 1931 —y estamos en 1942— soy un prisionero. No puedo, el primer día de mi libertad, resolver todas estas incógnitas. Ni siquiera conozco los primeros problemas que se plantean a un hombre para conseguir un puesto en la vida. Nunca he hecho trabajos manuales. Quizás un poco, como electricista. Pero cualquier aprendiz de electricista sabe más que yo. Debo prometerme una sola cosa: vivir con limpieza, al menos según mi propia moral.
A las cuatro de la tarde regreso a casa.
—¿Qué, Papi, es bueno saborear las primeras bocanadas del aire de la libertad? ¿Te has paseado a gusto?
—Sí, Guittou; he ido y venido por todas las calles de este gran barrio.
—¿Has visto a tus chinos?
—No.
—Están en el patio. Son mañosos tus compañeros. Se han ganado ya cuarenta dólares, y querían a toda costa que yo tomara veinte. Naturalmente, me he negado. Ve a verlos.
Cuic está cortando un repollo para su cerdo. El manco lava el asno que, feliz, se deja hacer.
—¿Qué tal, Papillon?
—Bien, ¿y vosotros?
—Estamos muy contentos; hemos ganado cuarenta dólares. —¿Qué habéis hecho?
—Hemos ido a las tres de la madrugada al campo, acompañados por un paisano nuestro, para que nos adiestrara. Había traído doscientos dólares. Con eso, hemos comprado tomates, ensaladas, berenjenas y, en fin, toda clase de legumbres verdes y frescas. También algunas gallinas, huevos y leche de cabra. Nos hemos ido al mercado, cerca del puerto de la ciudad, y lo hemos vendido todo, primero un poco a gentes del país, y, luego, a marinos americanos. Han quedado tan contentos de los precios, que mañana no debo entrar en el mercado: me han dicho que los espere frente a la puerta del muelle. Me lo comprarán todo. Toma, aquí está el dinero. Tú, que sigues siendo el jefe, debes guardar el dinero.
—Sabes muy bien, Cuic, que tengo dinero y no preciso de él.
—Guarda el dinero o no trabajamos.
—Escucha: los franceses viven casi con cinco dólares. Nosotros vamos a tomar cinco dólares cada uno y a dar otros cinco a la casa para la manutención. Los demás, los apartamos para devolver a tus paisanos los doscientos dólares que te han prestado.
—Comprendido.
—Mañana quiero ir con vosotros.
—No, no, tú duerme. Si quieres, reúnete con nosotros a las siete ante la puerta del muelle.
—De acuerdo.
Todo el mundo es feliz. En primer lugar, nosotros, por saber que podemos ganarnos la vida y no ser una carga para nuestros amigos. Por lo demás, Guittou y los otros dos, pese a su buen corazón, debían de preguntarse cuánto tiempo íbamos a tardar en ganarnos la vida.
—Para festejar este extraordinario esfuerzo de tus amigos, Papillon, vamos a por dos litros de pastís.
Julot se va y regresa con alcohol blanco de caña de azúcar y los productos necesarios. Una hora después, bebemos el pastís como en Marsella. Con la ayuda del alcohol, las voces suben de tono y las risas por la alegría de vivir son más fuertes que de costumbre. Unos vecinos hindúes, tres hombres y dos muchachas, al oír que en casa de los franceses hay fiesta, vienen sin cumplidos para que los invitemos. Traen espetones de carne de pollo y de cerdo muy sazonados. Las dos muchachas son de una belleza poco frecuente. Todas vestidas de blanco, descalzas, con brazaletes de plata en el tobillo izquierdo. Guittou me dice:
—No te vayas a creer, son verdaderas muchachas. Y que no se te escape ninguna palabra demasiado atrevida porque lleven los pechos descubiertos bajo su velo transparente. Para ellas, es algo natural. Yo soy demasiado viejo. Pero Julot y Petit-Louis probaron al principio de estar aquí y fracasaron. Las muchachas estuvieron mucho tiempo sin venir.
Estas dos hindúes son de una belleza maravillosa. Un punto tatuado en mitad de la frente les da un aspecto extraño. Nos hablan cortésmente, y el poco inglés que sé me permite comprender que nos desean la bienvenida a Georgetown.
Esta noche, Guittou y yo hemos ido al centro de la ciudad. Parece como si fuera otra civilización, completamente distinta de aquella en la que vivimos. Esta ciudad bulle de gentes. Blancos, negros, hindúes, chinos, soldados y marinos de uniforme, y gran cantidad de marinos vestidos de civil. Numerosos bares, restaurantes, cabarets y boites iluminan las calles con sus luces que brillan como en pleno día.
Después de asistir por primera vez en mi vida a la proyección de una película en color y hablada, aún completamente anonadado por esta nueva experiencia, sigo a Guittou, que me lleva a un bar enorme. Más de veinte franceses ocupan un rincón de la sala. La bebida: cuba-libres.
Todos los hombres son evadidos, duros. Unos partieron después de haber sido liberados, pues habían terminado su condena y debían cumplir el «doblaje» en libertad. Muertos de hambre, sin trabajo, mal vistos por la población oficial y también por los civiles guayanos, prefirieron marcharse a un país donde creían que iban a vivir mejor. Pero, según me cuentan, es duro.
—Yo corto madera en la selva por dos dólares cincuenta al día, en casa de John Fernandes. Bajo cada mes a Georgetown a pasar ocho días. Estoy desesperado.
—¿Y tú?
—Hago colecciones de mariposas. Voy a cazar a la selva, y cuando tengo una buena cantidad de mariposas diversas, las dispongo en una caja con tapa de cristal y vendo la colección.
Otros hacen de descargadores de muelle. Todos trabajan, pero ganan lo justo para vivir.
—Es duro, pero se es libre —dicen—. ¡Y es algo tan bueno la libertad!
Esta noche, viene a vernos un relegado, Faussard. Invita a todo el mundo. Estaba a bordo de un barco canadiense que, cargado de bauxita, fue torpedeado a la salida del río Demerara. Es survivor (superviviente) y ha recibido dinero por haber naufragado. Casi toda la tripulación se ahogó. El tuvo la suerte de poder embarcar en una chalupa de salvamento. Cuenta que el submarino alemán emergió y alguien les habló. Les preguntó cuántos barcos había en el puerto en espera de salir llenos de bauxita. Le contestaron que no lo sabían. El hombre que los interrogaba se echó a reír: «Ayer —dijo—, estuve en el cine tal de Georgetown. Mirad la mitad de mi entrada». Y, abriendo su chaqueta, les dijo: «Este traje es de Georgetown». Los incrédulos dicen que es mentira, pero Faussard insiste y, seguramente, es verdad. Desde el submarino se les dijo, incluso, el barco que los iba a recoger. En efecto, fueron salvados por el barco indicado.
Cada cual cuenta su historia. Estoy sentado con Guittou al lado de un viejo parisiense de las Halles. Petit-Louís, de la rue des Lombards, nos dice:
—Mi buen Papillon, yo había encontrado una combina para vivir sin dar golpe. Cuando aparecía en el periódico el nombre de un francés en la sección «muerto por el rey o la reina», no lo sé a ciencia cierta, iba a casa de un marmolista y encargaba la foto de una lápida en la que había pintado el nombre del barco, la fecha en que había sido torpedeado y el nombre del francés. Luego, me presentaba en las ricas villas de los ingleses y les decía que debían contribuir a comprar una estela para el francés muerto por Inglaterra, a fin de que en el cementerio hubiera un recuerdo suyo. Eso duró hasta la semana pasada, en que un cochino, bretón que había sido dado por muerto en un torpedeamiento, apareció tan fresco vivito y coleando. Visitó a algunas buenas mujeres a las que yo, precisamente, había pedido cinco dólares a cada una para la tumba de este muerto, que pregonaba por todas partes que estaba bien vivo y que nunca en mi vida había comprado una tumba al marmolista. Será preciso encontrar otra cosa para vivir, pues, a mi edad, ya no puedo trabajar.
Ayudado por los cuba-libres, cada cual exteriorizaba en voz alta, convencido de que sólo nosotros entendemos el francés, las más inesperadas historias.
—Yo hago muñecas de balata —dice otro—, y puños de bicicleta. Por desgracia, cuando las niñas se olvidan las muñecas al sol en el jardín, se funden o se deforman. Y no quieras saber lo que pasa, cuando me olvido de que he hecho ventas en tal o cual calle. Desde hace un mes, de día no puedo pasar por más de medio Georgetown. Con las bicicletas ocurre lo mismo. Al que deja la suya al sol, cuando vuelve a por ella, se le quedan pegadas las manos a los puños de balata que le he vendido.
—Yo —dice otro— hago fustas de montar con cabeza de negra, también de balata. A los marinos les digo que soy un evadido de Mers-el-Kébir y que están obligados a comprarme algo, pues no es culpa suya si continúo viviendo. Ocho de cada diez caen en el lazo.
Esta «corte de los milagros» moderna me divierte y, al mismo tiempo, me demuestra que, en efecto, no es fácil ganarse el pan.
Un tipo enciende la radio del bar. Se oye un llamamiento de De Gaulle. Todo el mundo escucha esa voz francesa que, desde Londres, arenga a los franceses de las colonias y de ultramar. La llamada de De Gaulle es patética, y nadie en absoluto abre la boca. De súbito, uno de los presidiarios, que ha bebido demasiados cuba-libres, se levanta y dice:
—¡Mierda, compañeros! ¡No está mal! ¡De golpe, he aprendido inglés y comprendo todo lo que dice Churchill!
Todo el mundo estalla en risas, y nadie se toma la molestia de disuadirle de su error de borracho.
Sí, tengo que hacer los primeros intentos de ganarme la vida y, según veo por los demás, no va a ser fácil. No soy demasiado cuidadoso. De 1930 a 1942, he perdido por completo la responsabilidad y el saber hacer para conducirme como es debido. Un ser que ha estado preso tanto tiempo sin tener que ocuparse de comer, de un piso, de vestirse; un hombre a quien han manejado, traído y llevado, a quien han acostumbrado a no hacer nada por sí mismo y a ejecutar automáticamente las órdenes más diversas sin analizarlas; ese hombre que, en unas semanas, se encuentra de golpe en una gran ciudad, que tiene que volver a aprender a andar por las aceras sin tropezar con nadie, a atravesar una calle sin que lo atropellen, a encontrar natural que, si lo manda, le sirvan de beber o de comer; ese hombre debe volver a aprender a vivir. Por ejemplo, hay reacciones inesperadas. En medio de todos esos presidiarios, liberados, relegados o fugados, que mezclan en su francés palabras inglesas o españolas, escucho todo oídos sus historias, y he aquí que, de repente, en este rincón de un bar inglés, tengo necesidad de ir al retrete. Pues bien, casi no se puede creer, pero, durante un cuarto de segundo, he buscado al vigilante al que debía pedir autorización. Ha sido un sentimiento muy fugaz, pero también muy extraño, hasta que he tenido conciencia de la realidad. Papillon, ahora no tienes que pedir autorización a nadie si quieres mear o hacer otra cosa.
También en el cine, en el momento en que la acomodadora nos buscaba una butaca desocupada, he sentido, como en un relámpago, deseos de decirle: «Por favor, no se moleste por mí, no soy más que un pobre condenado que no merece ninguna atención».
Mientras camino por la calle, me vuelvo muchas veces durante el trayecto del cine hasta el bar. Guittou, que se da cuenta de esta tendencia, me dice:
—¿Por qué te vuelves tan a menudo para mirar atrás? ¿Miras si te sigue el guardián? Aquí no hay guardianes, amigo Papi, se los has dejado a los duros.
En el lenguaje rico en imágenes de los duros, se dice que es preciso despojarse de la casaca de los forzados. Pero es más que eso, pues el uniforme de un presidiario sólo es un símbolo. Es preciso no sólo despojarse de la casaca, sino que también hay que arrancarse del alma y del cerebro la marca a fuego de una señal infamante.
Una patrulla de policías negros ingleses, impecables, acaba de entrar en el bar. Mesa por mesa, va exigiendo las tarjetas de identidad. Cuando llegan a nuestro rincón, el jefe escruta todos los rostros. Encuentra uno que no conoce, el mío.
—Su tarjeta de identidad, por favor, señor.
Se la doy, me echa una ojeada, me la devuelve y añade:
—Perdone, no le conocía. Bienvenido a Georgetown. Y se retira.
Cuando el policía se ha marchado, Paul el Saboyano observa:
—Estos rosbífs son maravillosos. A los únicos extranjeros a quienes tienen total confianza es a los presos evadidos. Poder demostrar a las autoridades inglesas que te has escapado del penal es obtener inmediatamente tu libertad.
Aunque hemos regresado tarde a casa, a las siete de la mañana estoy en la puerta principal del muelle. Menos de media hora después, Cuic y el manco llegan con la carreta llena de legumbres frescas, recogidas por la mañana, huevos y algunos pollos. Van solos. Les pregunto dónde está su paisano, el que debía enseñarles como operar. Cuic responde:
—Nos enseñó ayer. Ya es suficiente. Ahora, ya no necesitamos a nadie.
—¿Has ido muy lejos a buscar todo esto?
—Sí, a más de dos horas y media de distancia. Hemos partido a las tres de la madrugada y llegamos ahora.
Como si estuviera aquí desde hace veinte años, Cuic encuentra té caliente y, luego, galletas.
Sentados en la acera, cerca de la carretera, bebemos y comemos en espera de los clientes.
—¿Crees que vendrán los americanos de ayer?
—Así lo espero, pero si no vienen, ya venderemos a otros la mercancía.
—¿Y los precios? ¿Cómo te las arreglas?
—Yo no les digo: «esto vale tanto», sino: «¿Cuánto ofreces?».
—Pero tú no sabes hablar inglés.
—Es verdad, pero sé mover los dedos y las manos. Así, es fácil… —Y Cuic, después de una pequeña pausa, añade sonriente—: Pero tú sí hablas lo bastante como para vender y comprar.
—Sí, pero antes quisiera verte hacerlo solo.
La espera no es larga, pues llega una especie de jeep enorme llamado commandcar. El chófer, un suboficial y dos marinos descienden de él. El suboficial monta en la carreta y lo examina todo: ensaladas, berenjenas, etc. Cada bulto es inspeccionado. También tienta los pollos.
—¿Cuánto es todo?
Y la discusión empieza.
El marino americano habla con la nariz. No comprendo nada de lo que dice, y Cuic chapurrea en chino y en francés. En vista de que no llegan a entenderse, llamo aparte a Cuic.
—¿Cuánto has gastado en total?
Registra sus bolsillos y encuentra diecisiete dólares.
—Ciento veinticuatro dólares —me dice Cuic.
—¿Cuánto te ofrece?
—Creo que doscientos diez. No es bastante.
Me adelanto hacia el oficial. Me pregunta si hablo inglés. Un poquito.
—Hable despacio.
—O. K.
—¿Cuánto paga usted? No, doscientos diez dólares es poco. Doscientos cuarenta.
No quiere.
Hace como que se va y, luego, vuelve; se marcha de nuevo y monta en su jeep, pero me parece una comedia. En el momento en que se apea otra vez, llegan mis dos bellas vecinas, las hindúes, medio veladas. Sin duda, han observado la escena, pues hacen ver que no nos conocen. Una de ellas monta en la carreta, examina la mercancía y se dirige a nosotros:
—¿Cuánto es todo?
—Doscientos cuarenta dólares —le respondo.
—De acuerdo —dice.
Pero el americano saca doscientos cuarenta dólares y se los da a Cuic, diciéndoles a las hindúes que él lo había comprado antes. Mis vecinas no se retiran y miran a los americanos descargar la carreta y cargar, a continuación, el commandcar. En el último momento, un marino toma el cerdo pensando que forma parte de la mercancía adquirida. Por supuesto, Cuic no quiere que se lleven el cerdo, y empieza una discusión en la que no conseguimos explicar que el animal no estaba incluido en la operación.
Trato de hacer comprender a las hindúes, pero es muy difícil. Ellas tampoco comprenden. Los marinos americanos no quieren soltar el cerdo, Cuic no quiere devolver el dinero, y la cosa va a degenerar en pelea. El manco ha agarrado ya una madera de la carreta, cuando pasa un jeep de la Policía militar americana. El suboficial silba. La Military Police se acerca. Le digo a Cuic que devuelva el dinero, pero él no se atiene a razones. Los marinos tienen el cerdo y tampoco quieren devolverlo. Cuic se ha plantado delante del jeep, impidiendo que se vayan. Un grupo bastante numeroso de curiosos se ha formado alrededor de la bulliciosa escena. La Policía Militar da la razón a los americanos y, por supuesto, tampoco comprende nada nuestra jerga. Cree, sinceramente, que hemos querido engañar a los marinos.
Yo no sé qué hacer, cuando recuerdo que tengo un número de teléfono del «Mariner Club» con el nombre del martiniqués. Se lo doy al oficial de Policía diciéndole:
—Intérprete.
Me lleva a un teléfono. Llamo y tengo la suerte de encontrar a mi amigo Gauwsta. Le digo que explique al policía que el cochino no entraba en el negocio, que está amaestrado, que es como un perro para Cuic y que nos habíamos olvidado de decir a los marinos que no entraba en el trato. Luego, le paso el teléfono al policía. Tres minutos bastan para que lo comprenda todo. El mismo toma el cerdo y se lo devuelve a Cuic quien, muy feliz, lo coge en sus brazos y lo pone rápidamente en la carreta. El incidente termina bien, y los yanquis se ríen como niños. Todo el mundo se va y todo ha terminado bien.
Por la noche, en casa, damos las gracias a las hindúes, que ríen a más y mejor con esa historia.
Hace ya tres meses que estamos en Georgetown. Hoy, nos instalamos en la mitad de la casa de nuestros amigos hindúes. Dos habitaciones claras y espaciosas, un comedor, una cocinita de carbón vegetal y un patio inmenso con un rincón cubierto de chapa a guisa de establo. La carreta y el asno están al abrigo. Voy a dormir solo en una gran cama comprada de ocasión, con un buen colchón. En la habitación de al lado, cada cual en su lecho, mis dos amigos chinos. También tenemos una mesa y seis sillas, más cuatro taburetes. En la cocina, todos los utensilios necesarios para guisar. Después de haber dado las gracias a Guittou y a sus amigos por su hospitalidad, tomamos posesión de nuestra casa, como dice Cuic.
Delante de la ventana del comedor, que da a la calle, hay un sillón de junco, en forma de trono, regalo de las hindúes. En la mesa del comedor, en un recipiente de cristal, algunas flores traídas por Cuic.
Esta impresión de mi primer hogar, humilde, pero limpio, esta casa clara y pulcra que me rodea, primer resultado de tres meses de trabajo en equipo, me da confianza en mí y en el porvenir.
Mañana es domingo y no hay mercado, así que tenemos todo el día libre. Los tres hemos decidido invitar a comer en nuestra casa a Guitou y a sus amigos, así como a las hindúes y sus hermanos. El invitado de honor será el chino que ayudó a Cuic y al manco, el que les regaló el asno y la carreta y nos prestó los doscientos dólares para poner en marcha nuestra primera operación. En su sitio, encontrará un envoltorio con doscientos dólares y una nota dándole las gracias escrita en chino.
Después del cochino, al que adora, es a mí a quien Cuíc estima más. Me prodiga atenciones constantemente, y, así soy el que va mejor vestido de los tres, y, a menudo, llega a casa con una camisa, una corbata o un pantalón para mí. Todo eso lo compra de su peculio. Cuic no fuma, casi no bebe y su único vicio es el juego. Sólo sueña con tener los ahorros suficientes como para ir a jugar al club de los chinos.
Para vender nuestros productos comprados por la mañana, no tenemos ninguna seria dificultad. Hablo ya suficientemente el inglés para comprar y vender. Cada día, ganamos de veinticinco a treinta y cinco dólares entre los tres. Es poco, pero estamos muy satisfechos de haber encontrado con tanta rapidez un medio de ganarnos la vida. Yo no les acompaño todos los días a comprar, a pesar de que obtenga mejores precios que ellos, pero ahora soy yo siempre quien vende. Muchos marinos americanos e ingleses que han desembarcado para comprar provisiones para su barco me conocen. Discutimos cortésmente la venta, sin poner en ello mucho ardor. Hay un diablo de cantinero de un comedor de oficiales americano, un italoamericano, que me habla siempre en italiano. Se siente muy feliz de que yo le responda en su lengua, y sólo discute para divertirse. Al final, compra al precio que le he pedido al principio de la discusión.
De las ocho y media a las nueve de la mañana, estamos en casa. El manco y Cuic se acuestan después de que hayamos comido los tres una ligera colación. Yo me voy a ver a Guittou, cuando mis vecinas no vienen a casa. No hay gran trabajo doméstico que hacer: barrer, lavar la ropa, hacer las camas, conservar limpia la casa. Las dos hermanas nos hacen muy bien todo eso casi por nada: dos dólares diarios. Aprecio plenamente lo que significa ser libre y no temer por el porvenir.