La Fuga de los chinos

Soy el último en subir a bordo y, empujada por Chocolate, la embarcación avanza hacia el río. Nada de pagayas, sino dos buenos remos, uno manejado por Cuic-Cuic a proa, y el otro por mí. En menos de dos horas, atacamos el río.

Llueve desde hace más de una hora. Un saco de harina pintado me sirve de toldo, Cuic-Cuic tiene otro, y el manco igual.

El río es rápido y sus aguas están llenas de torbellinos. Pese a la fuerza de la corriente, en menos de una hora estamos en mitad del curso del agua. Ayudados por el flujo, tres horas después pasamos entre dos faros. Sé que el mar está próximo, pues los faros se hallan en las puntas extremas de la desembocadura. Con la vela y el foque al viento, salimos del Kourou sin ningún inconveniente. El viento nos coge de lado con tal fuerza que me veo obligado a hacer que se deslice sobre la vela. Entramos en el mar con dureza y, como una flecha, cruzamos el estuario y nos alejamos rápidamente de la costa. Ante nosotros, a cuarenta kilómetros, el faro de Royale nos indica la ruta.

Hace pocos días, yo estaba detrás de ese faro, en la isla del Diablo. Esta salida de noche al mar, esta rápida separación de Tierra Grande no es saludada por una explosión de gozo por mis dos compañeros chinos. Estos hijos del cielo no tienen la misma manera que nosotros de exteriorizar sus sentimientos.

Una vez en el mar, Cuic-Cuic se ha limitado a decir:

—Hemos salido muy bien.

El manco añade:

—Sí, hemos entrado en el mar sin ninguna dificultad.

—Tengo sed, Cuic-Cuic. Pásame un poco de tafia.

Después de haberme servido, beben ellos también un buen trago de ron.

He partido sin brújula, pero en mi primera fuga aprendí a dirigirme según el sol, la luna, las estrellas y el viento. Así, pues, sin dudar, con el mástil apuntado a la Polar, avanzo hacia mar abierto. La embarcación se porta bien: remonta las olas con suavidad y apenas cabecea. Como el viento es muy fuerte, por la mañana estamos muy lejos de la costa y de las Islas de la Salvación. Si no hubiera sido muy arriesgado, me hubiera acercado a la del Diablo para contemplarla, al contornearla, a mis anchas, desde alta mar.

Durante seis días, hemos tenido un tiempo agitado, pero sin lluvia ni tempestad. El viento, muy fuerte, nos ha empujado con bastante rapidez hacia el Oeste. Cuic-Cuic y Hue son admirables compañeros. No se quejan nunca ni del mal tiempo, ni del sol, ni del frío de la noche. Un solo inconveniente: ninguno de ellos quiere tocar la barra y pilotar durante algunas horas la embarcación para que yo pueda dormir. Tres o cuatro veces al día preparan de comer. Hemos acabado con todas las gallinas y gallos. —Ayer, bromeando, le dije a Cuic-Cuic:

—¿Cuándo nos comeremos el cerdo?

Le ha sentado pésimamente.

—Este animal es mi amigo, y antes de matarlo para comer, habría que matarme a mi primero.

Mis camaradas se ocupan de mí. No fuman para que yo pueda hacerlo tanto como quiera. Constantemente hay té caliente. Lo hacen todo sin que haya que decirles nada.

Hace siete días que hemos partido. Ya no puedo más. El sol golpea con tal fuerza, que hasta mis indochinos están cocidos como cangrejos. Me voy a dormir. Ato el gobernalle y dejo un pedacito muy pequeño de vela. La embarcación avanza según la empuja el viento. Duermo a pierna suelta casi cuatro horas.

Me he despertado sobresaltado a causa de una sacudida demasiado dura. Cuando me paso agua por la cara, me veo agradablemente sorprendido al comprobar que, durante mi sueño, Cuic-Cuic me ha afeitado sin que yo sintiera nada. Mi rostro está, asimismo, bien aceitado gracias a sus cuidados.

Desde ayer por la noche, sigo el rumbo Sur sudoeste, pues creo que he subido demasiado al Norte. Esta pesada embarcación tiene la ventaja, además de aguantar bien el mar, de no derivar con facilidad. Por eso, supongo que he subido demasiado, pues he contado la deriva y, quizá, casi no la ha habido. ¡Caramba, un globo dirigible! Es la primera vez en mi vida que veo uno. No parece que venga hacia nosotros, y está demasiado lejos para que nos demos perfecta cuenta de su tamaño.

El sol que se refleja en su metal de aluminio le da reflejos platinados y tan brillantes, que no se puede fijar los ojos en él. Ha cambiado de ruta, y se diría que se dirige hacia nosotros. En efecto, crece rápidamente y, en menos de veinte minutos está sobre nosotros. Cuic-Cuic y el manco están tan sorprendidos de ver este ingenio, que no cesan de parlotear en chino.

—¡Hablad en francés, maldita sea, para que os entiendan.

—Salchicha inglesa dice Cuic-Cuic.

—No, no es del todo una salchicha; es un dirigible.

Ahora que está bajo y gira por encima de nosotros en círculos estrechos, se ve con detalle el enorme ingenio. Sacan unas banderas y nos hacen señales con ellas. Como no comprendemos nada, no podemos responder. El dirigible insiste, pasando aún más cerca de nosotros, hasta el punto de que se distingue a las personas en la carlinga. Luego, se van derechos hacia tierra. Menos de una hora después, llega un avión que da muchas pasadas encima de nosotros.

El mar se ha embravecido, y el viento, de repente, se ha hecho más fuerte. El horizonte está claro por todos lados. No hay peligro de lluvia.

—Mira dice el manco.

—¿Dónde?

—Allá lejos, ese punto hacia donde debe de estar la tierra. Ese punto negro es un barco.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo supongo, e incluso te diré que es una lancha rápida.

—¿Por qué?

—Porque no desprende humo.

En efecto, no menos de una hora después, se distingue con mucha claridad un barco de guerra gris que parece dirigirse en derechura hacia nosotros. Aumenta, o sea que avanza a una velocidad prodigiosa, con su proa dirigida hacia donde estamos, hasta el punto de que tengo miedo de que pase demasiado cerca de nosotros. Sería peligroso, pues el mar está embravecido y su estela, contraria a la ola, podría echarnos a pique.

Es un torpedero de bolsillo, El Tarpon, según podemos leer cuando trazando un semicírculo, se muestra en toda su longitud. Con la bandera inglesa flotando a proa, esta lancha, después de haber descrito el semicírculo, se nos viene encima lentamente por la popa. Prudentemente, se mantiene a la misma altura y velocidad que nosotros. Gran parte de la tripulación está sobre el puente, vestida con el azul de la Marina inglesa. Desde la pasarela, con un megáfono ante la boca, un oficial de blanco grita:

—Stop. You stop!

—¡Arríalas velas, Cuic-Cuic!

En menos de dos minutos, vela, trinquete y foque son retirados. Sin vela estamos casi detenidos; sólo las olas nos arrastran de través. No podemos permanecer mucho tiempo así sin peligro. —Una embarcación que carece de impulso propio, motor o viento, no obedece al timón. Es muy peligroso cuando las olas son altas. Sirviéndome de las dos manos como bocina, grito:

—¿Habla usted francés, captain?

Otro oficial toma el megáfono del primero.

—Sí, captain, comprendo el francés.

—¿Qué quieren ustedes?

—Izar a bordo su embarcación.

—No. Es demasiado peligroso; no quiero que me la rompan.

—Nosotros somos un buque de guerra que vigila el mar, y ustedes deben obedecer.

—Me cisco en ello, porque nosotros no hacemos la guerra.

—¿No son ustedes náufragos de un buque torpedeado?

—No. Somos evadidos de un presidio francés.

—¿Qué presidio? ¿Qué es, qué quiere decir presidio?

—Prisión, penitenciaría. Convia, en inglés, Hard labour.

—¡Ah! Sí, sí, comprendo. ¿Cayena?

—Sí, Cayena.

—¿A dónde van ustedes?

—British Honduras.

—No se puede. Deben tomar la ruta Sursudoeste y dirigirse a Georgetown. Obedezca, es una orden.

—De acuerdo.

Le digo a Cuic-Cuic que ice las velas y partimos en la dirección mandada por el torpedero.

Oímos un motor detrás de nosotros. Es una chalupa que han botado del barco. No tarda en alcanzarnos. Un marino, con el fusil en banderola, está en pie a proa. La chalupa viene por la derecha y nos roza literalmente, sin detenerse ni pedir que nos paremos. De un brinco, el marino salta a nuestra canoa. La chalupa continúa y va a reunirse con la lancha.

Good afternoon[15] —dice el marino.

Avanza hacia mí, se sienta a mi lado y, luego, coloca la mano en la barra y dirige la embarcación más al Sur de lo que yo hacía. Le dejo la responsabilidad de gobernar, observando su modo de hacer. Sabe maniobrar muy bien; sobre eso, no cabe ninguna duda. Pese a todo, me quedo en mi sitio. Nunca se sabe.

¿Cigarettes?

Saca tres paquetes de cigarrillos ingleses y nos da uno a cada uno.

—Seguro dice Cuic-Cuic —que le han dado los paquetes de cigarrillos justo cuando se ha embarcado, pues no debe pasearse con tres paquetes encima.

Me río de la reflexión de Cuic-Cuic y, luego, me ocupo del marino inglés, que sabe manejar la embarcación mejor que yo. Puedo pensar con toda tranquilidad. Esta vez, la fuga ha sido un éxito definitivo. Soy un hombre libre, libre. Un sofoco me atenaza la garganta, y hasta creo que unas lágrimas asoman a mis ojos. Sí, estoy definitivamente libre, puesto que, desde la guerra ningún país devuelve a los fugados.

Antes de que termine la guerra, tendré tiempo de conseguir que me estimen y me conozcan en cualquier país donde me establezca. El único inconveniente es que, con la guerra, quizá no pueda elegir el país donde quisiera quedarme. Me da lo mismo, pues, en cualquier lugar donde viva, en poco tiempo me habré ganado la estima y la confianza de la población y de las autoridades por mi manera de vivir, que debe de ser y será irreprochable. Mejor aún: ejemplar.

La sensación de seguridad de haber salido victorioso al fin del camino de la podredumbre es tal, que no pienso en otra cosa. ¡Por fin has ganado, Papillon! Al cabo de nueve años, has salido definitivamente victorioso. Gracias, buen Dios; quizás hubieras podido hacerlo antes, pero tus caminos son misteriosos y no me quejo de Ti, pues gracias a tu ayuda aún soy joven, sano y libre.

Al pensar en el camino recorrido en estos nueve años de presidio, más los dos cumplidos antes en Francia, once en total, sigo el brazo del marino que me dice:

—Tierra.

A las cuatro de la tarde, tras haber contorneado un faro apagado, entramos en un río enorme, Demerara Ríver. Reaparece la chalupa, el marino me devuelve la barra y va a colocarse a proa. Agarra una gruesa cuerda al vuelo, que ata al banco de delante. El mismo arría las velas y, suavemente arrastrado por la chalupa, remontamos unos veinte kilómetros este río amarillo, seguidos a doscientos metros por el torpedero. Después de un recodo, surge una gran ciudad:

—Georgetown —grita el marino inglés.

En efecto, entramos en la capital de la Guayana inglesa, suavemente remolcados por la chalupa. Muchos buques de carga guardacostas y barcos de guerra. Al borde del río, están emplazados cañones en torretas. Hay todo un arsenal, tanto en las unidades navales como en tierra.

Es la guerra. Sin embargo, están en guerra desde hace más de dos años y yo no lo había notado. Georgetown, la capital de la Guayana inglesa, puerto importante sobre el Demerara River, está ciento por ciento en pie de guerra. La impresión de una ciudad en armas me causa extrañeza. Apenas atraca en un pontón militar, cuando el torpedero que nos sigue se acerca lentamente y, a su vez, atraca. Cuic-Cuic con su cerdo, Hue con un hatillo en la mano y yo sin nada subimos al muelle. En este pontón, reservado a la Marina, no hay ningún civil. Sólo marinos y militares. Llega un oficial; le reconozco. Es el que me ha hablado en francés desde el torpedero. Cortésmente, me tiende la mano, y me dice:

—¿Se encuentra usted bien? —sí, capitán.

—Perfecto. Sin embargo, tendrá que pasar por la enfermería, donde le pondrán varias inyecciones. Sus dos amigos también.