Cuic-Cuic

En menos de tres horas, nos hallamos ante una ciénaga. Nenúfares en flor y grandes hojas verdes están pegados al lodo. Seguimos la orilla del banco de cieno.

—Pon atención en no resbalar, porque desaparecerías sin esperanza de volver a salir —me advierte Van Hue, que acaba de verme tropezar.

—Ve delante. Yo te seguiré, y así prestaré más atención.

Ante nosotros un islote, a casi ciento cincuenta metros. De la mitad de la minúscula isla sale humo. Deben de ser las carboneras. En el pantano advierto un caimán del que sólo emergen los ojos. ¿De qué puede nutrirse en esta ciénaga este cocodrilo?

Después de haber caminado más de un kilómetro a lo largo de la orilla de esta especie de estanque de lodo, Van Hue se detiene y se pone a cantar en chino a voz en grito. Un tipo se aproxima al borde de la isla. Es pequeño y va vestido tan sólo con un short. Los dos indochinos hablan entre sí. La conversación es larga, y ya empiezo a impacientarme cuando, al fin, paran de hablar.

—No vengas por aquí —dice Van Hue.

Le sigo y volvemos sobre nuestros pasos.

—Todo va bien; es un amigo de Cuic-Cuic. Cuic-Cuic ha ido de caza y no tardará en regresar. Hay que esperarlo ahí.

Nos sentamos. Menos de una hora después, llega Cuic-Cuic. Es un tipillo muy seco, amarillo anamita, con los dientes muy laqueados, casi negros, brillantes, con ojos inteligentes y francos.

—¿Eres amigo de mi hermano Chang?

—Sí.

—Bien. Puedes irte, Van Hue.

—Gracias —dice Van Hue.

—Toma, llévate esta codorniz.

—No, gracias.

Me estrecha la mano y se va.

Cuic-Cuic me arrastra tras un cerdo que camina ante el. Puede decirse que le sigue los pasos.

—Pon mucha atención, Papillon. El menor paso en falso, un error, y te hundes. En caso de accidente, no podría socorrerte, porque entonces no sólo desaparecerías tú, sino también yo. El camino que debe atravesarse nunca es el mismo, pues el lodo se mueve, pero el cerdo siempre encuentra un paso. Sólo una vez tuve que esperar dos días para pasar.

En efecto, el cerdo negro olisquea y rápidamente, se interna en el pantano. El chino le habla en su lengua. Yo le sigo, desconcertado por el hecho de que ese animalito le obedezca como un perro. Cuic-Cuic observa, y yo abro los ojos, pasmado. El cerdo se mete en el pantano sin hundirse nunca más que unos centímetros. Rápidamente también, mi nuevo amigo se interna a su vez y dice:

—Pon los pies en las huellas de los míos. Es preciso darse mucha prisa, pues los agujeros que ha hecho el cerdo se borran de inmediato.

Hemos hecho la travesía sin dificultades. La arena movediza nunca me ha llegado más arriba de los tobillos, y aun eso hasta el final.

El cerdo había dado dos largos rodeos, lo que nos obligó a caminar por esta costra firme durante más de doscientos metros. El sudor me fluía por todos los poros. No puedo decir que tuviera sólo miedo, porque en verdad, estaba aterrorizado.

Durante la primera parte del trayecto, me preguntaba si mi destino quería que yo muriera como Sylvain. Lo evocaba, al pobre, en su último instante y, aun estando muy despierto, distinguía su cuerpo, pero su rostro parecía tener mis rasgos. ¡Qué impresión me ha producido esta travesía! No puedo olvidarla.

—Dame la mano.

Y Cuic-Cuic, ese tipillo todo él huesos y piel, me ayuda a brincar a la orilla.

—Bueno, compañero, te aseguro que aquí no vendrán a buscarnos los cazadores de hombres.

—¡Ah, por ese lado, estoy tranquilo!

Penetramos en el islote. Un olor a gas carbónico se apodera de mi garganta. Toso. Es el humo de dos carboneras que se consumen. Aquí, no corro el riesgo de tener mosquitos. Bajo el viento, arropada por el humo, hay una barraquita de techo de hojas; las paredes también son de hojas trenzadas. Una puerta y, ante ella, el pequeño indochino que vi antes que a Cuic-Cuic.

—Buenos días, señor.

—Háblale en francés y no en dialecto; es un amigo de mi hermano.

El indochino, la mitad de un hombre, me examina de pies a cabeza. Satisfecho de su inspección, me tiende la mano sonriendo con una boca desdentada.

—Entra y siéntate.

La cocina está limpia. Algo cuece al fuego en una gran marmita.

No hay más que una cama hecha de ramas de árboles, a un metro del suelo por lo menos.

—Ayúdame a fabricar un lugar para que duerma esta noche.

—Sí, Cuic-Cuic.

En menos de media hora, mi yacija está hecha. Los dos chinos ponen la mesa y comemos una sopa deliciosa y, luego, arroz blanco con carne y cebollas.

—El amigo de Cuic-Cuic es quien vende el carbón vegetal. No vive en la isla, y por eso, al caer la noche, nos encontramos solos Cuic-Cuic y yo.

—Sí, robé todos los patos del jefe del campamento, por eso me he fugado.

Con nuestros rostros iluminados a intervalos por las llamas de fuego estamos sentados uno frente a otro. Nos examinamos y hablando… cada uno de nosotros trata de conocer y comprender al otro.

El rostro de Cuic-Cuic casi no es amarillo. Con el sol, su amarillo natural se ha vuelto cobrizo. Sus ojos, muy rasgados, negro brillante, me miran fijamente cuando hablo. Fuma largos cigarros hechos por él mismo con hojas de tabaco negro.

Yo continúo fumando cigarrillos que lío en papel de arroz que me proporcionó el manco.

—Así que me fugué porque el jefe, el amo de los patos, quería matarme. De eso hace tres meses. Lo malo es que he perdido en el juego no sólo el dinero de los patos, sino también el del carbón de dos carboneras.

—¿Dónde juegas?

—En la selva. Cada noche juegan los chinos del campamento de Inini y liberados que vienen de Cascade.

—¿Has decidido hacerte a la mar?

—No deseo otra cosa, y cuando vendía mi carbón vegetal pensaba comprar una embarcación, y encontrar a un tipo que supiera manejarla y quisiera partir conmigo. Pero en tres semanas, con la venta del carbón, podremos comprar la canoa y hacernos a la mar, puesto que tú sabes pilotar.

—Yo tengo dinero, Cuic-Cuic. No habrá que esperar a vender el carbón para comprar la embarcación.

—Entonces, todo va bien. Hay una buena chalupa en venta por dos mil quinientos francos. Quien la vende es un negro, un talador de madera.

—Bien. ¿La has visto?

—Sí.

—Yo también quiero verla.

—Mañana iré a ver a Chocolate, como le llamo. Cuéntame toda fuga, Papillon. Yo creía que era imposible evadirse de la isla del Diablo. ¿Por qué motivo no partió contigo mi hermano Chang?

Le cuento la fuga, la ola Lisette y la muerte de Silvain.

Comprendo que Chang no quisiera partir contigo. Era arriesgado de veras. Tú eres un hombre afortunado, por eso has podido llegar vivo hasta aquí. Estoy contento de que haya sido así.

Hace más de tres horas que Cuic-Cuic y yo conversamos. Nos acostamos pronto, pues él al despuntar el día, quiere ir a ver a Chocolate. Después de haber puesto una gruesa rama en la rústica cocina para mantener el fuego toda la noche, nos echamos a dormir. La humareda me hace toser y se apodera de mi garganta, pero tiene una ventaja: ni un solo mosquito.

Echado en mi yacija, cubierto con una buena manta, bien caliente, cierro los ojos. No puedo dormirme. Estoy demasiado excitado. Sí, la fuga se desarrolla bien. Si la embarcación es buena, antes de ocho días me haré a la mar. Cuic-Cuic es pequeño, seco, pero debe de tener una fuerza poco común y una resistencia a toda prueba. Es, ciertamente, leal y correcto con sus amigos, pero debe de ser también muy cruel con sus enemigos. Es difícil leer en un rostro de asiático, no expresa nada. Sin embargo, sus ojos hablan en su favor.

Me duermo y sueño con un mar lleno de sol, con mi barca franqueando alegremente las olas, en marcha hacia la libertad.

—¿Quieres café o té?

—¿Qué bebes tú?

—Té.

—Pues dame té.

El día apenas despunta. El fuego ha quedado encendido desde ayer y en una cacerola hierve agua. Un gallo lanza su alegre canto. No hay gritos de pájaros alrededor de nosotros; seguramente, el humo de las carboneras los ahuyenta. El cerdo está acostado en la cama de Cuic-Cuic. Debe de ser perezoso, porque continúa durmiendo. Galletas hechas con harina de arroz se tuestan en la brasa. Después de haberme servido té azucarado, mi compañero corta una galleta en dos, la unta de margarina y me la da. Nos desayunamos copiosamente. Como tres galletas bien tostadas.

—Me voy, acompáñame. Si gritan o silban, no respondas. No corres ningún riesgo porque nadie puede venir aquí. Pero si te dejas ver al borde de la ciénaga, pueden matarte de un disparo de fusil.

El cerdo se levanta a los gritos de su dueño. Come, bebe y, después, sale. Lo seguimos. Va directo a la ciénaga. Baja bastante lejos del lugar donde llegamos ayer. Después de haber andado unos diez metros, regresa. El paso no le agrada. Al cabo de tres tentativas, consigue cruzar. Cuic-Cuic, inmediatamente y sin aprensión, franquea la distancia hasta tierra firme.

Cuic-Cuic no debe regresar hasta la noche. He comido yo solo la sopa que había puesto al fuego. Tras haber cogido ocho huevos del gallinero, me he hecho, con margarina, una tortilla de tres huevos. El viento ha cambiado de dirección y la humareda de las dos carboneras de frente a la choza se dirige a un lado. Al abrigo de la lluvia que ha caído por la tarde, bien acostado en mi lecho de madera, no he sido perturbado por el gas carbónico.

Por la mañana, he dado la vuelta a la isla. Casi en su centro, se abre un calvero bastante grande. Árboles caídos y leña cortada me indican que de allí saca Cuic-Cuic la madera para sus carboneras. Veo también un gran agujero de arcilla blanca de donde saca, seguramente, la tierra necesaria para cubrir la madera con el fin de que se consuma sin llama. Las gallinas van a picotear al calvero. Una rata enorme huye bajo mis pies y, algunos metros más allá, encuentro una serpiente muerta de casi dos metros de largo. Sin duda, es la rata la que acaba de matarla. Toda esta jornada que he pasado solo en el islote ha sido una serie de descubrimientos. Por ejemplo, he encontrado una familia de osos hormigueros. La madre y tres pequeños. Un enorme hormiguero bullía en torno a ellos. Una docena de monos, muy pequeños, saltan de árbol en árbol en el claro. Ante mi llegada los micos gritan hasta destrozarme los oídos.

Cuic-Cuic regresa por la noche.

—No he visto a Chocolate y tampoco la embarcación. Ha debido de ir en busca de víveres a Cascade, la aldehuela donde tiene su casa. ¿Has comido bien?

—Sí.

—¿Quieres comer más?

—No.

—Te he traído dos paquetes de tabaco gris, de ese que usan los soldados, pues no había otro.

—Gracias, da igual. Cuando Chocolate se va, ¿cuánto tiempo se queda en la aldea?

—Dos o tres días, pero aun así iré mañana y todos los días pues no sé cuándo ha partido.

Al día siguiente, cae una lluvia torrencial. Ello no impide a Cuic-Cuic marcharse, completamente en cueros. Lleva sus efectos bajo el brazo, envueltos en una tela encerada. No le acompaño:

—No vale la pena de que te mojes —me ha dicho.

La lluvia acaba de cesar. Por el sol me parece que son, más o menos, de las diez a las once. Una de las dos carboneras, la segunda, se ha derrumbado bajo el alud de agua. Me aproximo para ver el desastre. El diluvio no ha conseguido apagar del todo la madera. Continúa saliendo humo del montón informe. De repente, me froto los ojos antes de mirar de nuevo, tan imprevisto es lo que veo: cinco zapatos salen de la carbonera. En seguida se advierte que estos zapatos, puestos perpendicularmente sobre el tacón, tienen cada uno un pie y una pierna en el extremo. Así, pues, hay tres hombres cociéndose en la carbonera. No vale la pena describir mi primera reacción: produce un escalofrío en la espalda descubrir algo tan macabro. Me inclino y, empujando con el pie un poco de carbón vegetal medio calcinado, descubro el sexto pie.

No se anda con chiquitas, el tal Cuic-Cuic; transforma en cenizas, en serie, a los tipos que despacha. Estoy tan impresionado que, primero, me aparto de la carbonera y voy hasta el calvero a tomar el sol. Tengo necesidad de calor. Sí, pues en esta temperatura asfixiante, de repente tengo frío y siento la necesidad de un rayo del buen sol de los trópicos.

Al leer esto, se pensará que es ilógico, que yo habría debido tener más bien sudores después de semejante descubrimiento. Pues no. Estoy transido de frío, congelado moral y físicamente. Mucho después, pasada una hora larga, gotas de sudor han empezado a fluir de mi frente, pues cuanto más lo pienso, tanto más me digo que, después de haberle confesado que tengo mucho dinero en el estuche, es un milagro que aún esté vivo.

A menos que me reserve para ponerme en la base de una tercera carbonera.

Recuerdo que su hermano Chang me contó que había sido condenado por piratería y asesinato a bordo de un junco. Cuando atacaban un barco para saquearlo, suprimían a toda la familia, naturalmente por razones políticas. Así, pues, son tipos ya entrenados en los asesinatos en serie. Por otra parte, aquí estoy prisionero. Me encuentro en una posición extraña.

Puntualicemos. Si mato a Cuic-Cuic en el islote y lo meto, a su vez, en la carbonera, ni visto ni oído. Pero el cerdo, entonces, no me obedecería; ni siquiera entiende francés, esta especie de cerdo amaestrado. Así que no hay manera de salir del islote. Si amenazo al indochino, me obedecerá, pero entonces es preciso que, después de haberlo obligado a sacarme de la isla, lo mate en tierra firme. Si lo arrojo a la ciénaga, desaparecerá, pero debe haber una razón para que queme a los individuos y no los tire al pantano, lo cual sería más fácil. Los guardianes no me preocupan, pero si sus amigos chinos descubren que lo he matado, se transformarán en cazadores de hombres y, con su conocimiento de la selva, no es grano de anís tenerlos detrás de los talones.

Cuic-Cuic no tiene más que un fusil de un cañón que se carga por la boca. No lo abandona nunca, ni siquiera para hacer la sopa. Duerme con él y hasta se lo lleva cuando se aleja de la choza para hacer sus necesidades. Debo tener mi cuchillo siempre abierto, pero es preciso que duerma. ¡Pues sí que he elegido bien a mi socio para escaparme!

No he comido en todo el día. Y aún no he tomado ninguna determinación cuando oigo cantar. Es Cuic-Cuic, que vuelve. Escondido detrás de las ramas, lo veo venir. Lleva un fardo en equilibrio sobre la cabeza. Cuando está muy cerca de la orilla, me muestro. Sonriendo, me pasa el paquete, envuelto en un saco de harina, brinca a mi lado y, rápidamente, se dirige hacia la casita. Le sigo.

—Buenas noticias, Papillon. Chocolate ha regresado. Sigue teniendo la embarcación. Dice que puede llevar una carga de más de quinientos kilos sin hundirse. Lo que llevas son sacos de harina para hacer una vela y un foque. Es el primer paquete. Mañana, traeremos los otros, porque tú vendrás conmigo para ver si la canoa te satisface.

Todo esto me lo explica Cuic-Cuic sin volverse. Caminamos en fila. Primero, el cerdo; luego, él y, después, yo. Pienso que no tiene aspecto de haber proyectado echarme a la carbonera, puesto que mañana debe llevarme a ver la embarcación, y comienza a hacer gastos para la fuga; incluso ha comprado sacos de harina.

—Vaya, se ha derrumbado una carbonera. Es la lluvia, sin duda. Con semejante manga de agua que ha caído, no me extraña.

Ni siquiera va a ver la carbonera, y entra directamente en la barraca. Ya no sé qué decir ni qué determinación tomar. Hacer como que no he visto nada es poco aceptable. Parecería extraño que, en todo el día, no me hubiera acercado a la carbonera, que está a veinticinco metros de la casita.

—¿Has dejado apagar el fuego?

—Sí, no le he prestado atención.

—Pero ¿no has comido?

—No, no tenía hambre.

—¿Estás enfermo?

—No.

—Entonces, ¿por qué no te has zampado la sopa?

Cuic-Cuic, siéntate. Debo hablarte.

—Deja que encienda el fuego.

—No.

—Quiero hablarte en seguida, mientras aún sea de día.

—¿Qué sucede?

—Sucede que la carbonera, al derrumbarse, ha dejado aparecer a tres hombres que tenías cociéndose dentro. Dame una explicación.

—¡Ah, era por eso que te encontraba raro! —Y, sin emocionarse en absoluto, me mira fijamente y me dice—: Después de este descubrimiento no estabas tranquilo. Te comprendo; es natural. Y hasta he tenido suerte de que no me apuñalaras por la espalda. Escucha, Papillon: esos tres tipos eran tres cazadores de hombres. Hace una semana o, más bien, diez días, había vendido una buena cantidad de carbón a Chocolate. El chino a quien viste me había ayudado a sacar los sacos de la isla. Es una historia complicada: con una cuerda de más de doscientos metros se arrastran cadenas de sacos que se deslizan por la ciénaga. Bueno. De aquí a un pequeño curso de agua donde estaba la piragua de Chocolate, habíamos dejado muchas huellas. Sacos en mal estado habían dejado caer algunos fragmentos de carbón. Entonces, empezó a rondar el primer cazador de hombres. Por los gritos de las bestias, supe que había alguien en la selva. Vi al tipo sin que él lo advirtiera. No fue difícil atravesar al lado opuesto donde él estaba y, describiendo un semicírculo, sorprenderlo por detrás. Murió sin tan siquiera ver quién lo había matado. Como había advertido que el pantano devuelve los cadáveres que, tras haberse hundido al principio, vuelven a ascender a la superficie al cabo de unos días, lo traje aquí y lo metí en la carbonera.

—¿Y los otros dos?

—Fue tres días antes de tu llegada. La noche era muy negra y silenciosa, lo que es bastante raro en la selva. Esos dos estaban alrededor del pantano desde la caída de la noche. Uno de ellos, de vez en vez, cuando la humareda iba hacia donde estaban, fue presa de un acceso de tos. A causa de ese ruido, fui advertido de su presencia. Antes de despuntar el día, me aventuré a atravesar la ciénaga por el lado opuesto al lugar donde había localizado la tos. Para resumir, te diré que al primer cazador de hombres lo degollé. Ni siquiera un grito. En cuanto al otro, armado de un fusil de caza, cometió el error de descubrirse, pues estaba demasiado ocupado escrutando la maleza del islote para ver lo que pasaba allí. Lo abatí de un disparo de fusil, y como no estaba muerto, le hundí mi cuchillo en el corazón. He aquí, Papillon, quiénes son los tres tipos que has descubierto en la carbonera. Se trata de dos árabes y un francés. Atravesar la ciénaga con cada uno de ellos a cuestas no fue fácil. Tuve que hacer dos viajes, pues pesaban mucho. Al fin, pude meterlos en la carbonera.

—¿Seguro que sucedió así?

—Sí, Papillon, te lo juro.

—¿Por qué no los echaste a la ciénaga?

—Como te he dicho, la ciénaga devuelve los cadáveres. Algunas veces caen ciervos grandes y, una semana después, ascienden de nuevo a la superficie. Se huele a podrido hasta que las aves de presa los devoran. El festín dura mucho tiempo, y sus gritos y su vuelo atraen a los curiosos. Papillon, te lo juro, no temas nada de mí. Para asegurarte, toma, toma el fusil, si quieres.

Tengo un deseo loco de aceptar el arma, pero me domino y, de la manera más natural posible, digo:

—No, Cuic-Cuic. Si estoy aquí es porque me siento con un amigo. Mañana debes volver a quemar a los cazadores de hombres, porque vete a saber qué puede suceder cuando hayamos partido de aquí. No tengo deseos de que me acusen, ni en rebeldía, de tres asesinatos.

—Sí, volveré a quemarlos mañana. Pero estate tranquilo; nunca pondrá nadie los pies en esta isla. Es imposible pasar sin hundirse.

—¿Y con una canoa de caucho?

—No había pensado en eso.

—Si alguien trajera a los gendarmes hasta, aquí y a ellos se les metiera en la cabeza la idea de venir a la isla créeme que, con una canoa, pasarían; por eso, es preciso partir lo antes posible.

—De acuerdo. Mañana volveremos a encender la carbonera que, por otra parte, no se ha apagado. Sólo hay que hacer dos chimeneas de aireación.

—Buenas noches, Cuic-Cuic.

—Buenas noches, Papillon. Y, te lo repito, duerme tranquilo, puedes confiar en mí.

Tapado con un cobertor hasta la barbilla, gozo del calor que la prenda me proporciona. Enciendo un cigarrillo. Menos de diez minutos después Cuic-Cuic ronca. Su cerdo, a su lado, respira con fuerza. El fuego ya no despide llamas, pero el tronco de árbol, una brasa que enrojece cuando la brisa penetra en la choza, produce una impresión de paz y sosiego. Saboreo esta comodidad y me duermo con un pensamiento: o mañana me despierto y, entonces, todo irá bien entre Cuic-Cuic y yo, o el chino es un artista más consumado que Sacha Guitry para disimular sus intenciones y contar historias y, en ese caso, ya no veré la luz del sol porque sé demasiado sobre él, y eso puede molestarle.

Con un cuartillo de café en la mano, el especialista en asesinatos en serie me despierta y, como si nada hubiera pasado, me da los buenos días con una sonrisa magníficamente cordial. El día se ha levantado.

—Toma, bébete el café. Cómete una galleta: ya tiene margarina.

Después de haber comido y bebido, me lavo afuera, tomando agua de un tonel que está siempre lleno.

—¿Quieres ayudarme, Papillon?

—Sí —le digo sin preguntarle a qué.

Tiramos de los pies de los cadáveres medio quemados. Advierto, sin decir nada, que los tres tienen el vientre abierto. El simpático Cuic-Cuic debió de buscar en sus intestinos si llevaban un estuche. ¿Seguro que eran cazadores de hombres? ¿Por qué no cazadores de mariposas o de bestias? ¿Los ha matado para defenderse o para robarles? En fin, ya he pensado bastante en eso. Volvemos a colocarlos en un agujero de la carbonera, bien cubiertos de madera y arcilla. Abrimos dos chimeneas de aireación y la carbonera reanuda sus dos funciones: hacer carbón vegetal y transformar en cenizas los tres fiambres.

—En marcha, Papillon.

El cochinillo encuentra un paso en poco tiempo. En fila india, franqueamos la ciénaga. Siento una angustia tremenda en el momento de arriesgarme por aquel lugar. El hundimiento de Sylvain ha dejado en mí una impresión tan fuerte, que no puedo aventurarme con serenidad. Al fin, con gotas de sudor frío, me lanzo tras Cuic-Cuic. Cada uno de mis pies se encaja en la huella de los suyos. No hay vuelta de hoja: si él pasa, yo debo pasar también.

Más de dos horas de marcha nos conducen al lugar donde Chocolate corta madera. No hemos tenido ningún encuentro en la selva y, por lo tanto, no hemos debido escondernos nunca.

—Buenos días.

—Buenos días, Cuic-Cuic.

—¿Qué tal?

—Bien.

—Enséñale la embarcación a mi amigo.

La embarcación es muy fuerte; se trata de una especie de chalupa de carga. Es muy pesada, pero robusta. Tanteo con mi cuchillo por todas partes. No penetra en ningún sitio más de medio centímetro. La base está también intacta. La madera con que la han fabricado es de primera calidad.

—¿Por cuanto la vende usted?

—Por dos mil quinientos francos.

—Le doy dos mil.

—Trato hecho.

—Esta embarcación no tiene quilla. Le pagaré quinientos francos más, pero es preciso que le ponga una quilla, un gobernalle y un mástil. La quilla, de madera dura, como el gobernalle. El mástil, de tres metros, de madera ligera y flexible. ¿Cuándo estará listo?

—Dentro de ocho días.

—Aquí tiene dos billetes de mil y uno de quinientos francos. Los cortaré en dos. Le daré la otra mitad cuando me entregue la embarcación. Guarde los tres medios billetes con usted. ¿Comprendido?

—De acuerdo.

—Quiero permanganato, un barril de agua, cigarrillos y cerillas, víveres para cuatro hombres durante un mes: harina, aceite, café y azúcar. Estas provisiones se las pagaré aparte. Me lo entregará todo en el río, en el Kourou.

—Señor, no puedo acompañarle a la desembocadura.

—No se lo he pedido, le digo que me entregue la canoa en el río, y no en este recodo.

—Aquí tiene los sacos de harina, una cuerda, agujas e hilo de vela.

Cuic-Cuic y yo regresamos a nuestro escondite. Llegamos sin complicaciones mucho antes de la noche. Durante el regreso, ha llevado al cerdo a cuestas, pues estaba fatigado.

Hoy también estoy solo, empeñado en coser la vela, cuando oigo gritos. Escondido en la maleza, me aproximo a la ciénaga y miro a la otra orilla: Cuic-Cuic discute y gesticula con el chino intelectual. Creo comprender que quiere pasar al islote y que Cuic-Cuic no le deja. Cada uno de ellos tiene un machete en la mano. El más excitado es el manco. ¡Con tal de que no me mate a Cuic-Cuic! He decidido mostrarme. Silbo. Se vuelven hacia mí.

—Quiero hablar contigo, Papillon —grita el otro—. Cuic-Cuic no quiere dejarme pasar.

Al cabo de diez minutos más de discusión en chino, llegan al islote precedidos por el cerdo. Sentados en la cabaña, con un cuartillo de té cada uno en la mano, espero a que se decidan a hablar.

—Quiere dice Cuic-Cuic —fugarse a toda costa con nos otros. Yo le explico que no cuento para nada en este asunto que eres tú quien paga y quien manda en todo. No quiere creerme.

Papillon dice el otro, —Cuic-Cuic está obligado a llevarme con él.

—¿Por qué?

—Fue él, hace dos años, quien me cortó el brazo en una riña por una cuestión de juego. Me hizo jurar que no le mataría. Yo lo juré, pero con una condición: que durante toda su vida debe alimentarme, al menos mientras yo se lo exija. Así que, si se va, no lo veré más en mi vida. Por eso, o te deja partir a ti solo, o me lleva consigo.

—¡Lo que me faltaba por ver! Escucha: acepto llevarte. La embarcación es buena y grande, y podríamos partir más, si quisiéramos. Si Cuic-Cuic está de acuerdo, te llevo.

—Gracias —dice el manco.

—¿Qué dices, tú, Cuic-Cuic?

—De acuerdo, si tú lo quieres.

—Una cosa importante. ¿Puedes salir del campamento sin ser declarado como desaparecido, y buscado por prófugo, y llegar al río antes de la noche?

—No hay inconveniente. Puedo salir a partir de las tres de la tarde, y en menos de dos horas estoy en la orilla del río.

—Por la noche, ¿encontrarás el sitio, Cuic-Cuic, para que embarquemos a tu amigo sin perder tiempo?

—Sí, sin ninguna duda.

—Ven dentro de una semana para saber el día de la partida.

El manco se marcha contento después de haberme estrechado la mano. Los veo a los dos cuando se separan, en la otra orilla. Se dan la mano antes de separarse. Todo va bien. Cuando Cuic-Cuic está de nuevo en la cabaña, digo:

—Has hecho un pacto muy raro con tu enemigo: aceptar alimentarlo durante toda su vida no es una cosa corriente. ¿Por qué le cortaste el brazo?

—Una riña de juego.

—Hubieras hecho mejor matándolo.

—No, porque es muy buen amigo. En el Consejo de Guerra ante el que comparecí por eso, me defendió a fondo, diciendo que él me había atacado y que yo actué en legítima defensa. Yo acepté el pacto libremente, y debo cumplirlo hasta el fin. Sólo que no me atreví a decírtelo porque tú pagas toda la fuga.

—De acuerdo, Cuic-Cuic; no hablemos más de eso. Es cosa tuya. Una vez libre, si Dios quiere, haz lo que te parezca.

—Mantendré mi palabra.

—¿Qué piensas hacer, si un día eres libre?

—Poner un restaurante. Soy muy buen cocinero y él, un especialista en chowmeim, una especie de spaghetti chinos.

Este incidente me ha puesto de buen humor. La historia es tan divertida, que no puedo impedir hacer rabiar a Cuic-Cuic.

Chocolate ha cumplido su palabra: cinco días más tarde, todo está dispuesto. En medio de una lluvia torrencial, hemos ido a ver la embarcación. Nada que añadir. Mástil, gobernalle y quilla han sido adaptados perfectamente, con un material de primera calidad. En una especie de recodo del río, nos espera la barca con su barril y los víveres. Falta avisar al manco. Chocolate se encarga de ir al campamento a hablar con él. Para evitar el peligro de aproximarse a la orilla con el fin de recogerlo, él mismo lo llevará directamente al escondrijo.

La salida del río Kourou está marcada por dos faros de posición. Si llueve, podemos salir sin riesgo por el centro del río, sin izar velas, por supuesto, para no llamar la atención. Chocolate nos ha dado pintura negra y un pincel. En la vela, pintamos una gran K y el número 21. Esta K 21 es la matrícula de una embarcación de pesca que, algunas veces, sale a pescar por la noche. En caso de que nos vieran desplegar la vela a la salida al mar, nos tomarían por la otra embarcación.

Será mañana por la noche a las siete, una hora después de que oscurezca. Cuic-Cuic afirma que encontrará el camino, y está seguro de conducirme en derechura al escondite. Abandonaremos la isla a las cinco, así tendremos una hora de día para caminar.

El regreso a la cabaña es alegre. Cuic-Cuic, sin volverse, pues yo marcho detrás, lleva el cochinillo a cuestas y no deja de hablar:

—Por fin, voy a abandonar el presidio. Seré libre gracias a ti y a mi hermano Chang. Tal vez un día, cuando los franceses se hayan ido de Indochina, pueda regresar a mi país.

En una palabra, confía en mí, y saber que la embarcación me ha gustado le pone alegre como unas pascuas. Duermo mi última noche en el islote, mi última noche —por lo menos eso espero en tierra de la Guayana.

Si salgo del río y me hago a la mar, seguro que eso significa la libertad. El único peligro es el naufragio, pues, desde la guerra, ya no devuelven a los evadidos en ningún país. En eso, al menos, la guerra nos sirve de algo. Si nos pescan, nos condenan a muerte, es cierto, pero falta que nos cojan. Pienso en Sylvain: debía de estar aquí, conmigo, a mi lado, si no hubiese cometido aquella imprudencia. Me duermo mientras redacto un telegrama: «Señor fiscal Pradel: Al fin, definitivamente, he superado el camino de la podredumbre al que usted me arrojó. He necesitado nueve años».

El sol está bastante alto cuando Cuic-Cuic me despierta. Té y galletas. Todo está lleno de cajas. Advierto dos jaulas de mimbre.

—¿Qué quieres hacer con esas jaulas?

—Meteré en ellas las gallinas para comérnoslas por el camino.

—¡Estás chalado, Cuic-Cuic! No te lleves las gallinas.

—Sí, quiero llevármelas.

—¿Estás mal de la cabeza? Si a causa de la marea salimos por la mañana y las gallinas y los gallos cloquean y cantan en el río, ¿te das cuenta del peligro?

—Pues yo no tiro las gallinas.

—Cuécelas y mételas en grasa y aceite. Se conservarán y, los tres primeros días, nos las zamparemos.

Convencido al fin, Cuic-Cuic parte en busca de las gallinas, pero los cacareos de las cuatro primeras que ha atrapado han debido de amoscar a las otras, porque no hemos podido agarrar ni una más, pues todas se han refugiado en la maleza. Misterio de los animales que han presentido, no sé cómo, el peligro.

Cargados como mulos, atravesamos la ciénaga detrás del cerdo. Cuic-Cuic me ha suplicado que lo llevemos con nosotros.

—¿Me das tu palabra de que a ese animal no se le ocurrirá chillar?

—Te juro que no. Se calla cuando se lo ordeno. Incluso, cuando dos o tres veces hemos sido perseguidos por un tigre que merodeaba para sorprendernos, no ha gritado. Y, sin embargo tenía los pelos de punta en todo el cuerpo.

Convencido de la buena fe de Cuic-Cuic, accedo a llevar su querido cerdo. Cuando llegamos al escondite, es de noche. Chocolate está allí con el manco. Dos lámparas eléctricas me permiten comprobarlo todo. No falta nada: los anillos de la vela están pasados por el mástil, el foque, en su sitio, dispuesto para ser izado. Cuic-Cuic hace dos o tres veces la maniobra que le indico. En seguida comprende lo que espero de él. Pago al negro, que se ha mostrado muy correcto. Es tan ingenuo, que ha traído papel de pegar y las mitades de los billetes. Me pide que se los pegue. Ni por un momento ha pensado que yo podría quitarle el dinero. Cuando las gentes no abrigan malos pensamientos hacia los demás es porque ellas mismas son buenas y rectas. Chocolate era un hombre bueno y honrado. Después de haber visto cómo se trata a los forzados, no tenía ningún remordimiento de ayudar a tres de ellos a evadirse de este infierno.

—Adiós, Chocolate. Buena suerte para ti y para tu familia.

—Muchas gracias.