En la selva

Rápidamente, antes de que el sol se ponga, penetro en la selva medio nadando, medio caminando, pues también allí hay una ciénaga que te traga. El agua penetra muy adentro en la espesura, y la noche ha caído cuando aún no me encuentro a pie enjuto. Un olor a podrido me sube hasta la nariz, y hay tantos gases que los ojos me escuecen. Tengo las piernas llenas de hierbas y hojas. Continúo empujando mi saco. Antes de dar un paso, mis pies tantean el terreno bajo el agua, y sólo cuando aquel no se hunde, avanzo.

Paso mi primera noche sobre un gran árbol caído. Gran número de bichos me pasan por encima. Mi cuerpo arde y me pica. Acabo de ponerme la marinera, después de haber atado bien mi saco, que he izado sobre el tronco del árbol y cuyos dos extremos he asegurado. En el saco se halla mi vida, pues los cocos, una vez abiertos, me permitirán comer y resistir. Tengo el machete atado a mi muñeca derecha. Me tiendo, extenuado, sobre el árbol, en la horquilla formada por dos ramas que me hacen una especie de gran cavidad, y me duermo sin tener tiempo de pensar en nada. Sí, tal vez he murmurado dos o tres veces: «¡Pobre Sylvain!», antes de caer como un pesado fardo.

Me despiertan los gritos de las aves. El sol penetra muy lejos en la selva; viene horizontalmente, así que deben de ser las siete o las ocho de la mañana. A mi alrededor, todo está lleno de agua,

O sea que la marea sube. Tal vez el fin de la décima marea.

Hace ya sesenta horas que he partido de la isla del Diablo. No me doy cuenta de si estoy lejos del mar. De todas formas, esperaré a que el agua se retire para ir hasta el borde del mar a secarme y a tomar un poco el sol. Ya no tengo agua dulce. Sólo me quedan tres puñados de pulpa de coco, que como con delectación. También me paso pulpa por mis llagas. La pulpa, gracias al aceite que contiene, alivia mis quemaduras. Luego, fumo dos cigarrillos. Pienso en Sylvain, esta vez sin egoísmo. ¿No iba al principio, a evadirme sin amigo? Y era porque yo tenía la pretensión de arreglármelas solo. Entonces, nada ha cambiado; pero una gran tristeza atenaza mi corazón, y cierro los ojos como si eso pudiera impedirme ver la escena del hundimiento de mi compañero. Para él, todo se acabó.

He aparejado bien mi saco en la cavidad, y comienzo a extraer un coco de él. Llego a destrozar dos golpeándolos, con todas mis fuerzas contra el árbol, entre mis piernas. Hay que golpearlos de punta, de manera que la cáscara se abra. Es mejor hacerlo así que con el machete. Me he comido un coco fresco y he bebido la poca agua, demasiado azucarada, que contenía. El mar se retira con rapidez y entonces puedo caminar fácilmente por el fango y alcanzar la playa.

El sol está hoy radiante, y el mar, de una belleza sin igual. Durante largo tiempo, miro hacia el lugar donde supongo que Sylvain ha desaparecido. Mis efectos se secan pronto, así como mi cuerpo, que he lavado con agua salada que he sacado de un hoyo. Fumo un cigarrillo. Una mirada más hacia la tumba de mi amigo, y penetro en la selva, caminando sin demasiada dificultad. Con mi saco a la espalda, me interno lentamente bajo la cubierta vegetal. En menos de dos horas, encuentro al fin un terreno que no está inundado. Ninguna señal en la base de los árboles indica que la marea llegue hasta allí. Me propongo acampar en este lugar y descansar durante veinticuatro horas. Iré abriendo los cocos poco a poco y extraeré el fruto para guardarlo todo en el saco, dispuesto para ser comido cuando yo quiera. Podría encender fuego, pero no me parece prudente.

El resto de la jornada y de la noche ha transcurrido sin nada de particular. El griterío de los pájaros me despierta al levantarse el sol. Termino de sacar la pulpa de los cocos y, con un pequeñísimo fardo a la espalda, me encamino hacia el Este.

Alrededor de las tres de la tarde, encuentro un sendero. Es una pista o bien de los buscadores de «balata» (goma natural), o de los prospectores de maderas o de los proveedores de los buscadores de oro. El sendero es estrecho, pero limpio, sin atravesadas, o sea que se frecuenta a menudo. De vez en cuando, algunas huellas de cascos de asno o de mulo, sin herraduras. En agujeros de barro seco, advierto pisadas humanas, con el dedo gordo del pie claramente moldeado en la arcilla. Camino hasta que se hace de noche. Mastico coco, lo cual me nutre y, al mismo tiempo, me quita la sed. Algunas veces, Con esta mixtura, bien masticada, llena de aceite y de saliva, me froto la nariz, los labios y las mejillas. Los ojos se me pegan con frecuencia y están llenos de pus. En cuanto pueda, me los lavaré con agua dulce. En mi saco, con los cocos, tenía una caja estanca con un trozo de jabón de Marsella, una maquinilla de afeitar «Gillette», doce hojas y una brocha. La he recuperado intacta.

Camino con el machete en la mano, pero no tengo que servirme de él, pues el camino está libre de obstáculos. Incluso advierto, en el borde, cortes de rama casi frescos. Por este sendero, pasa gente, así que debo ir con precaución.

La selva no es la misma que conocí en mi primera huida en Saint-Laurent-du-Maroni. Esta tiene dos estrados, y no es tan tupida como en Maroni. La primera vegetación asciende hasta unos cinco o seis metros de altura y, más arriba, la bóveda de la selva, a más de veinte metros. Sólo hay luz del día a la derecha del sendero. A su izquierda, es casi de noche.

Avanzo con rapidez, a veces por un calvero debido a un incendio provocado por el hombre o por un rayo. Advierto rayos de sol. Su inclinación me demuestra que falta poco para que se ponga. Le vuelvo la espalda y me dirijo hacia el Este, o sea, hacia la aldea de los negros de Kourou, o hacia la penitenciaría del mismo nombre.

Se hará de noche de pronto. No debo andar de noche. Decido internarme en la selva y tratar de encontrar un rincón para acostarme.

A más de treinta metros del sendero, bien abrigado bajo un montón de hojas lisas del tipo de las del platanero, me he acostado sobre una capa de ese mismo follaje, que he cortado con mi machete. Dormiré completamente seco, y cabe la posibilidad de que no llueva. Me fumo dos cigarrillos.

No estoy demasiado fatigado esta noche. La pulpa de coco me mantiene en forma por lo que al hambre se refiere. ¡Lástima de sed, que me reseca la boca y no consigo insalivar con facilidad!

La segunda parte de la evasión ha comenzado, y he aquí la tercera noche que he pasado sin incidentes desagradables en Tierra Grande.

¡Ah, si Sylvain estuviera aquí conmigo! Pero no está aquí, macho, ¿qué le vas a hacer? Para actuar, ¿has tenido necesidad, alguna vez, de alguien que te aconseje o te apoye? ¿Eres un capitán o un soldado? No seas imbécil, Papillon; a no ser por el disgusto normal de haber perdido a tu amigo, por el hecho de estar solo en la selva no eres menos fuerte. Ya están lejos los tipos de Royale, San José y Diablo; hace seis días que los has abandonado. Kourou debe estar alerta. En primer lugar, los guardianes del campamento forestal, y, luego, los morenos de la aldea. Debe de haber también un puesto de Gendarmería. ¿Es prudente caminar hacia esa aldea? No conozco nada de sus alrededores. El campamento está enclavado entre la aldea y el río. Es todo cuanto sé de Kourou.

En Royale, había pensado amenazar al primer tipo que me tropezara y obligarle a conducirme a los alrededores del campamento de Inini, donde se hallan los chinos, entre ellos Cuic-Cuic, el hermano de Chang. ¿Por qué cambiar de plan? Si en Diablo han creído que nos hemos ahogado, no habrá problemas. Pero si han pensado en la fuga, Kourou es peligroso. Como es un campamento forestal, debe estar lleno de chivatos, y, entre ellos, muchos cazadores de hombres. ¡Pon atención, Papi! Nada de errores. No te dejes coger en sandwich. Es preciso que veas a los tipos, sean quienes sean, antes de que ellos reparen en ti. Conclusión: no debo caminar por el sendero, sino por la selva, paralelamente al camino. Hoy has cometido un estúpido error al andar por esta pista sin otra arma que un machete. Eso no es inconsciencia, sino locura. Así que, mañana, iré por la selva.

Me he levantado temprano, despertado por los gritos de las bestias y las aves que saludan al despuntar del día. Me despierto al mismo tiempo que la selva. Para mí, también comienza otra jornada. Me trago un puñado de coco bien mascado. Me paso otro por la cara, y en marcha.

Muy cerca del sendero, pero bajo cubierto, ando con bastante dificultad, pues aunque los bejucos y las ramas no son muy densos, es preciso apartarlos para avanzar. De todas formas, he hecho bien en abandonar el sendero, porque oigo silbar. Ante mí, el sendero prosigue todo recto más de cincuenta metros. No veo al silbador. ¡Ah!, ahí llega. Es un negro. Lleva un fardo a la espalda y un fusil en la mano derecha. Viste una camisa caqui y un short, con las piernas y los pies desnudos. Con la cabeza baja, no quita los ojos del suelo, y tiene la espalda inclinada bajo el peso de la voluminosa carga.

Disimulado tras un grueso árbol al borde mismo del sendero, espero que llegue a mi altura, con un cuchillo grande abierto. En el instante en que pasa ante el árbol, me arrojo sobre él. Mi mano derecha ha agarrado al vuelo el brazo que sostiene el fusil y, torciéndoselo, le obligo a soltarlo.

—¡No me mates! ¡Piedad, Dios mío!

Continúo de pie, con la punta de mi cuchillo apoyada en la base izquierda de su cuello. Me agacho y recojo el fusil, un viejo cacharro de un solo cañón, pero que debe de estar atiborrado de pólvora y de plomo hasta la boca. He levantado el percutor y tras apartarme dos metros, ordeno:

—Quítate el fardo, déjalo caer. No se te ocurra salir corriendo, porque te mato como si nada.

El pobre negro, aterrorizado, obedece. Luego, me mira.

—¿Es usted un evadido?

—Sí.

—¿Qué quiere usted? Tome todo cuanto tengo, pero, se lo ruego, no me mate; tengo cinco hijos. Por piedad, déjeme con vida.

—Cállate. ¿Cómo te llamas?

—Jean.

—¿A dónde vas?

—A llevar víveres y medicamentos a mis dos hermanos, que talan madera en la selva.

—¿De dónde vienes?

—De Kourou.

—¿Eres de esa aldea?

—He nacido en ella.

—¿Conoces Inini?

—Sí. A veces, trafico con los chinos del campamento de prisioneros.

—¿Ves esto?

—¿Qué es?

—Es un billete de quinientos francos. Puedes elegir: o haces lo que te digo, y te regalaré los quinientos francos y te devolveré el fusil, o, si rehúsas o tratas de engañarme, entonces te mato. Elige.

—¿Qué debo hacer? Haré todo lo que usted quiera, incluso a cambio de nada.

—Es preciso que me conduzcas, sin riesgo, a los alrededores del campamento de Inini. En cuanto yo haya establecido contacto con un chino, podrás irte. ¿Lo has comprendido?

—De acuerdo.

—No me engañes, porque eres hombre muerto.

—No, le juro que le ayudaré lealmente.

Tiene leche condensada. Saca seis botes y me los da, así como un bollo de pan de un kilo, y tocino ahumado.

—Esconde tu saco en la maleza, ya lo cogerás más tarde. Mira, aquí, en ese árbol, hago una marca con mi machete.

Bebo un bote de leche. También me da un pantalón largo completamente nuevo, de color azul, de mecánico. Me lo pongo sin soltar el fusil.

—Adelante, Jean. Toma precauciones para que nadie nos descubra, porque si nos sorprenden será por tu culpa y, entonces, tanto peor para ti.

Jean sabe caminar por la selva mejor que yo, y tengo dificultades para seguirlo, tanta es su habilidad para evitar ramas y bejucos. Este buen hombre camina por la maleza como pez en el agua.

—No sé si sabe que en Kourou han sido advertidos de que dos condenados se han evadido de las Islas. Así, que quiero ser franco con usted: habrá mucho peligro cuando pasemos cerca del campamento de forzados de Kourou.

—Tienes aspecto bondadoso y franco, Jean. Espero que no me equivoque. ¿Qué me aconsejas que haga para ir a Inini? Piensa que mi seguridad es tu vida, porque si me sorprenden los guardianes o los cazadores de hombres, me veré obligado a matarte.

—¿Cómo debo llamarle a usted?

Papillon.

—Bien, Monsieur Papillon. Es preciso adentrarse en la selva y pasar lejos de Kourou. Yo le garantizo que lo llevaré a Inini por la selva.

—Me fío de ti. Toma el camino que creas más seguro.

Por el interior de la selva se camina más lentamente, pero, desde que hemos abandonado las proximidades del sendero, noto que el negro está más calmado. Ya no suda con tanta abundancia, y sus rasgos aparecen menos crispados; está como tranquilizado.

—Me parece, Jean, que ahora tienes menos miedo.

—Sí, Monsieur Papillon. Estar al borde del sendero era muy peligroso para usted, y por lo tanto, también para mí.

Avanzamos con rapidez.

Este moreno es inteligente. Nunca se separa más de tres o cuatro metros de mí.

—Detente, quiero fumar un cigarrillo.

—Tenga, un paquete de «Gauloises».

—Gracias, Jean; eres un buen tipo.

—Es verdad que soy muy bueno. Sepa que soy, católico y sufro al ver cómo tratan a los presos los vigilantes blancos.

—¿Has tenido muchas ocasiones de verlo? ¿Dónde?

—En el campamento forestal de Kourou. Da pena verlos morir a fuego lento, devorados por ese trabajo de talar madera, y por la fiebre y la disentería. En las Islas, están ustedes mejor. Es la primera vez que veo a un condenado como usted, con perfecta salud.

—Sí, se está mejor en las Islas.

Nos hemos sentado en una gruesa rama de árbol. Le ofrezco uno de sus botes de leche. Rehúsa y prefiere mascar coco.

—¿Es joven tu mujer?

—Sí, tiene treinta y dos años. Yo, cuarenta. Tenemos cinco hijos, tres niñas y dos niños.

—¿Te ganas bien la vida?

—Con el palo de rosa no nos defendemos mal, y mi mujer lava y repasa la ropa para los vigilantes. Eso ayuda un poco. Somos muy pobres, pero todos comemos hasta hartarnos, y los niños van todos a la escuela. Siempre tienen zapatos que ponerse.

¡Pobre negro, que considera que, como sus niños tienen calzado que ponerse, todo va bien! Es casi tan alto como yo, y su rostro negro no tiene nada de antipático. Al contrario, sus ojos dicen con claridad que se trata de un hombre de sentimientos que lo honran, trabajador, sano, buen padre de familia, buen esposo y buen cristiano.

—¿Y usted, Papillon?

—Yo, Jean, trato de revivir. Enterrado en vida desde hace diez años, no dejo de escaparme para llegar a ser un día como tú, libre, con una mujer y críos, sin inferir, ni de pensamiento, daño a nadie. Tú mismo lo has dicho: este presidio está podrido, y un hombre que se respete debe huir de ese fango.

—Yo le ayudaré lealmente a conseguirlo. En marcha.

Con un sentido maravilloso de la orientación, sin dudar jamás de su camino, Jean me conduce directamente a los alrededores del campamento de los chinos, adonde llegamos cuando la noche ha caído ya desde hace casi dos horas. Viniendo de lejos, se oyen los golpes, pero no se ve la luz. Jean me explica que, para aproximarse de veras al campamento, es preciso evitar uno o dos puestos avanzados. Decidimos detenernos para pasar la noche.

Estoy muerto de fatiga y tengo miedo de dormirme. ¿Y si me equivoco con el negro? ¿Y si es un comediante y me quita el fusil durante el sueño y me mata? Matándome gana dos cosas: se deshace del peligro que yo represento para él y gana una prima por haber dado muerte a un evadido.

Sí, es muy inteligente. Sin hablar, sin esperar más se acuesta para dormir. Conservo la cadena y el perno. Tengo deseos de atarlo, pero luego pienso que puede soltar el perno tan bien como yo, y que, actuando con precaución, si duermo a pierna suelta, no oiré nada. Primero, trataré de no dormir. Tengo un paquete entero de «Gauloises». Voy a hacer todo lo posible por no dormirme. No puedo confiar en este hombre que, al fin y al cabo, es honrado y me cataloga como un bandido.

La noche es completamente negra. Jean está tendido a dos metros de mí, y yo no distingo más que lo blanco de la planta de sus pies desnudos. En la selva hay los ruidos característicos de la noche: sin cesar, el chillido del mono de papada grande, chillido ronco y potente que se oye a kilómetros de distancia. Es muy importante, porque si es regular, eso significa que su manada puede comer o dormir tranquila. No denota terror ni peligro, así que no hay fieras ni hombres por los alrededores.

Excitado, aguanto sin demasiados esfuerzos el sueño, ayudado por algunas quemaduras de cigarrillo y, sobre todo, por una bandada de mosquitos bien decididos a chuparme toda la sangre. Podría preservarme de ellos ensuciándome de saliva mezclada con tabaco. Si me pongo ese jugo de nicotina, me preservaré de los mosquitos, pero sin ellos creo que me dormiré. Sólo es de desear que esos mosquitos no sean portadores de la malaria o de la fiebre amarilla.

Heme ya salido, acaso provisionalmente, del camino de la podredumbre. Cuando entré en él, tenía veinticinco años, era en 1931. Estamos en 1941, o sea que han pasado diez años. En 1932, Pradel, el fiscal desalmado, pudo, mediante una requisitoria sin piedad e inhumana, arrojarme, joven y fuerte, a este pozo que es la Administración penitenciaria, fosa llena de líquido viscoso que debe disolverme poco a poco y hacerme desaparecer. Acabo de conseguir, al fin, realizar la primera parte de la fuga. He subido desde el fondo de ese pozo, y estoy en el brocal. Debo poner a contribución toda mi energía e inteligencia para ganar la segunda partida.

La noche pasa lentamente, pero transcurre y no me he dormido. Ni siquiera he soltado el fusil. He permanecido tan despierto, ayudado por las quemaduras y las picaduras de los mosquitos, que ni una sola vez se me ha caído el arma de las manos. Puedo estar contento de mí pues no he arriesgado mi libertad capitulando ante la fatiga. El espíritu ha sido más fuerte que la materia, y me felicito por ello cuando escucho los primeros cantos de los pájaros, que anuncian el próximo despuntar del día. Esos «más madrugadores que los demás» son el preludio de lo que no se hace esperar mucho tiempo.

El negro, después de haberse desperezado, se sienta y, ahora, está frotándose los pies.

—Buenos días. ¿No ha dormido usted?

—No.

—Es una tontería, porque le aseguro que no tiene nada que temer de mí. Estoy decidido a ayudarle para que triunfe en su proyecto.

—Gracias, Jean. ¿Tardará el día en penetrar en la maleza?

—Más de una hora, todavía. Sólo las bestias advierten tanto tiempo antes que todo el mundo que el día va a despuntar. Veremos casi con claridad de aquí a una hora. Présteme su cuchillo, Papillon.

Se lo tiendo sin dudar. Da dos o tres pasos y corta una rama de una planta gruesa. Me da un pedazo grande y se guarda el otro.

—Beba el agua que hay dentro y pásesela por la cara.

Con esa extraña cubeta, bebo y me lavo. Ya es de día. Jean me ha devuelto el cuchillo. Enciendo un cigarrillo, y Jean fuma también. En marcha. Hacia la mitad de la jornada, después de haber chapoteado muchas veces en grandes charcas de lodo muy difíciles de franquear, sin haber tenido ningún encuentro, malo o bueno, hemos llegado a los alrededores del campamento de Inini.

Nos hemos aproximado a una carretera de acceso al campamento.

Una estrecha línea férrea contornea un lado de este amplio espacio talado.

—Es —me dice Jean— una vía férrea por la que sólo circulan carretillas empujadas por los chinos. Estas carretillas hacen un ruido terrible, y se las oye desde lejos.

Asistimos al paso de una de ellas, coronada por un banco en el que se sientan dos guardianes. Detrás, dos chinos con largas varas de madera frenan el artilugio. Se desprenden chispas de las ruedas. Jean me explica que las varas tienen un extremo de acero, y que sirven para empujar o para frenar.

El camino está muy frecuentado. Pasan chinos llevando a sus espaldas rollos de bejucos, otros un jabalí, y algunos fardos de hojas de cocotero. Toda esta gente tiene aspecto de dirigirse hacia el campamento. Jean me dice que hay muchas razones para salir a la selva: cazar, buscar bejuco para fabricar muebles, hojas de coco para confeccionar esteras que protejan las legumbres de los huertos del ardor del sol, atrapar mariposas, moscas, serpientes, etc. Ciertos chinos están autorizados a ir a la selva algunas horas, una vez concluida la tarea impuesta por la Administración. Deben de estar todos de regreso antes de las cinco de la tarde.

—Toma, Jean. Aquí tienes tus quinientos francos y tu fusil. —Antes lo había descargado—. Tengo mi cuchillo y mi machete. Puedes irte. Gracias. Que Dios te recompense mejor que yo por haber ayudado a un desdichado a tratar de revivir. Has sido leal. Gracias, una vez más. Espero que cuando cuentes esta historia a tus hijos, les digas: «Ese presidiario tenía aspecto de ser un buen chico; no me arrepiento de haberle ayudado».

Monsieur Papillon, es tarde y no podré caminar mucho tiempo antes de la noche. Tome el fusil; me quedo con usted hasta mañana por la mañana. Quisiera, si usted me lo permite, detener yo mismo al chino que usted elija para que vaya a avisar a Cuic-Cuic. Tendrá menos miedo que si ve a un fugitivo blanco. Déjeme salir a la carretera. Ni siquiera un guardián, si se presentara, consideraría insólita mi presencia. Le diría que vengo a mirar palo de rosa para la empresa maderera «Symphoren», de Cayena. Confíe en mí.

—Entonces, toma tu fusil, porque —encontrarían extraño ver a un hombre desarmado en la selva.

—Es verdad.

Jean se ha plantado en el camino. Debo emitir un ligero silbido cuando el chino que aparezca me guste.

—Buenos días, señor —dice, en dialecto, un viejecillo chino que lleva al hombro un tronco de platanero, seguramente un cogollo de palma, delicioso de comer.

Silbo, pues este viejo cortés, que es el primero en saludar a Jean, me gusta.

—Buenos días, Chino. Para, yo hablar contigo.

—¿Qué querer, señor?

Y se detiene.

Hace casi cinco minutos que hablan. No oigo la conversación. Pasan dos chinos. Llevan una voluminosa cierva colgada de un palo. Pendiente de los pies, su cabeza se arrastra por el suelo. Se van sin saludar al negro, pero dicen algunas palabras en indochino a su compatriota, quien les responde.

Jean hace entrar al viejo en la selva. Llegan junto a mí. Me tiende la mano.

—¿Tú froufrou (evadido)?

—Sí.

—¿De dónde?

—De la isla del Diablo.

—Bien —ríe y me mira con sus ojos oblicuos, muy abiertos—, bien. ¿Cómo tú llamado?

Papillon.

—Yo no conocer.

—Yo amigo Chang, Chang Vauquien, hermano Cuic-Cuic

—¡Ah, bien! —Y vuelve a darme la mano—. ¿Qué tú querer?

—Advertir a Cuic-Cuic que yo esperar aquí a él.

—No posible.

—¿Por qué?

Cuic-Cuic robó sesenta patos jefe de campamento. Jefe querer matar Cuic-Cuic. Cuic-Cuic froufrou.

—¿Desde cuándo?

—Dos meses.

—¿Se fue al mar?

—No sé. Yo ir al campamento hablar otro chino amigo íntimo Cuic-Cuic. El decidir. Tú no moverte de aquí. Yo volver esta noche.

—¿Qué hora?

—No sé. Pero yo volver a traer comida para ti, y cigarrillos; tú no encender fuego, aquí. Yo silbar La Madelon. Cuando tu oír, tú salir a la carretera, ¿comprendido?

Y se va.

—¿Qué piensas tú, Jean?

—Nada está perdido, porque, si usted quiere, volveremos sobre nuestros pasos hasta Kourou y yo le procuraré una piragua, víveres y una vela para hacerse a la mar.

—Jean, voy muy lejos, y es imposible que parta solo. Gracias por tu ofrecimiento. En el peor de los casos, tal vez acepte.

El chino nos ha dado un grueso trozo de cogollo de palma. Nos lo comemos. Es fresco y delicioso, con un fuerte gusto de nuez. Jean va a vigilar; tengo confianza en él. Me paso jugo de tabaco por la cara y las manos, pues los mosquitos comienzan a atacar.

Papillon, silban La Madelon.

Jean acaba de despertarme.

—¿Qué hora es?

—No es tarde; quizá las nueve.

Salimos a la carretera. La noche es negra. El silbador se aproxima. Respondo. Se acerca, estamos muy cerca, lo oigo, pero no lo veo. Siempre silbando uno y otro, nos encontramos. Son tres. Cada uno de ellos me da la mano. La luna no tardará en aparecer.

—Sentémonos a orilla de la carretera —dice uno en perfecto francés—. En la sombra, no podrán vernos.

Jean ha venido a reunirse con nosotros.

—Primero, come; luego, hablarás, dice el bien hablado del grupo.

Jean y yo comemos una sopa de legumbres muy caliente. Eso nos entona. Decidimos guardar el resto de los alimentos para más tarde. Bebemos té azucarado con sabor a menta. Es delicioso.

—¿Eres amigo íntimo de Chang?

—Sí, y me ha dicho que venga en busca de Cuic-Cuic para a evadirme con él. Yo, una vez, ya me escapé muy lejos, hasta Colombia. Soy buen marino; por eso, Chang quería que condujera a su hermano. Confía en mí.

—Muy bien. ¿Qué tatuajes lleva Chang?

—Un dragón en el pecho y tres puntos en la mano izquierda.

Me ha dicho que esos tres puntos significan que ha sido uno de los jefes de la rebelión de Poulo Condor. Su mejor amigo es otro jefe de la rebelión que se llama Van Hue. Tiene el brazo cortado.

—Soy yo —dice el intelectual—. Tú eres, con seguridad, el amigo de Chang, y, por lo tanto, nuestro amigo. Escucha bien: Cuic-Cuic no ha podido hacerse a la mar aún porque no sabe manejar una embarcación. Está solo, en la selva, a unos diez kilómetros de aquí. Hace carbón vegetal. Unos amigos se lo venden y le entregan el dinero. Cuando tenga los ahorros suficientes, comprará una barca y buscará a alguien que quiera evadirse por mar con él. Donde está no corre ningún riesgo. Nadie puede llegar hasta la falsa isla donde se encuentra, porque está rodeada de arenas movedizas. Todo hombre que se aventure sin conocer el terreno es tragado por el cieno. Vendré a buscarte al despuntar el día para conducirte hasta donde está Cuic-Cuic. Venid con nosotros.

Avanzamos sin salirnos del borde de la carretera, pues la luna se ha levantado y difunde bastante claridad como para distinguir figuras a cincuenta metros. Cuando llegamos a un puente de madera, me dice:

—Desciende bajo el puente. Dormirás ahí. Yo vendré a buscarte mañana por la mañana.

Nos damos la mano y parten. Caminan sin esconderse. En caso de que fueran sorprendidos, dirían que han ido a inspeccionar unas trampas que colocaron en la selva durante el día. Jean me dice:

Papillon, no duermas aquí. Duerme en la selva, yo dormiré aquí. Cuando él venga, te llamaré.

—De acuerdo.

—Adiós, Jean, gracias y buena suerte. Que Dios te bendiga, a ti y a tu familia.

Insisto para que tome los quinientos francos. Me ha explicado, en caso de que fracasara con Cuic-Cuic, cómo aproximarme a su aldea, cómo encontrarla y cómo volver al sendero donde lo encontré. Se ve obligado a pasar por allí dos veces por semana. Estrecho la mano de este noble negro guayano y él sale a la carretera.

—Adelante —dice Van Hue, Penetrando en la selva.

Sin dudar, se orienta y avanzamos bastante de prisa, pues la maleza no es impenetrable. Evita cortar con su machete las ramas.

Me interno en la selva y duermo feliz después de haber fumado algunos cigarrillos, con la tripa llena de buena sopa.

Van Hue acude a la cita antes de hacerse de día. Para ganar tiempo, iremos por la carretera hasta que amanezca. Caminamos con rapidez durante más de cuarenta minutos. De golpe, despunta el día y a lo lejos oímos el ruido de una carretilla que avanza por la vía férrea. Nos metemos en la maleza. Los bejucos que dificultan el paso. Sólo los aparta.