Domingo, siete de la tarde. Acabo de despertarme. Voluntariamente, duermo desde el sábado por la mañana. La luna no sale hasta las nueve, así que, afuera, es negra noche. Pocas estrellas en el cielo. Gruesas nubes cargadas de lluvia pasan de prisa por encima de nuestras cabezas. Acabamos de salir del barracón. Como a menudo vamos a pescar clandestinamente de noche incluso a pasearnos por la isla, todos los demás presidiarios encuentran la cosa muy natural.
Un muchachito entra con su amante, un árabe fornido. Seguramente, vienen de hacer el amor en cualquier rincón. Al verlos levantar la tabla para entrar en la sala, pienso que, para el mayor, poder besar a su amigo dos o tres veces al día es el colmo de la felicidad. Poder satisfacer hasta la saciedad sus necesidades eróticas, transforma para él el presidio en un paraíso. En cuanto al chico, ni más ni menos. Puede tener de veintitrés a veinticinco años. Su cuerpo no es ya el de un efebo. Se ve obligado a vivir en la sombra para conservar su piel blanca lechosa, y empieza a no ser ya un Adonis. Pero, en presidio, hay más amantes de los que puede soñarse tener estando en libertad. Además de su amante de corazón, o sea el chivo, hace clientes a veinticinco francos la sesión, exactamente como una prostituta del bulevar Rochechouart, en Montmartre. Además del placer que le proporcionan sus clientes, obtiene suficiente dinero para vivir él y su «hombre» con comodidad. Estos, los clientes, se revuelcan voluntariamente en el vicio y, desde el día que ponen los pies en presidio, no tienen otro ideal que el sexo.
El fiscal que los hizo condenar ha fracasado en su intención de castigarlos, haciéndoles ir por el camino de la podredumbre. Porque en esa podredumbre han encontrado precisamente la felicidad.
Ajustado el tablón tras el homosexual, nos quedamos solos Chang, Sylvain y yo.
—En marcha.
Rápidamente, llegamos a la parte norte de la isla.
Al sacar las balsas de la gruta nos hemos quedado empapados los tres. El viento sopla con los aullidos característicos del viento de mar desencadenado. Sylvain y Chang me ayudan a empujar mi balsa a lo alto de la peña. En el último momento, decido atarme la muñeca izquierda a la cuerda del saco. De repente, tengo miedo de perder mi saco y de ser arrastrado sin él. Sylvain sube a la roca de enfrente, ayudado por Chang. La luna está ya muy alta, y se ve muy bien.
Me he enrollado una toalla alrededor de la cabeza. Debemos esperar seis olas. Más de treinta minutos.
Chang ha regresado junto a mí. Me rodea el cuello y, luego, me abraza. Acostado sobre la roca y agazapado en una hendidura de la piedra, me agarrará las piernas para ayudarme a soportar el choque de Lisette cuando esta rompa.
—¡Sólo queda una —grita Sylvain—, y la otra es la buena!
Está ante su balsa para cubrirla con su cuerpo y protegerla de la manga de agua que, a no tardar, pasará sobre él. Yo mantengo la misma posición, pero afianzado además por las manos de Chang, quien, en su nerviosismo, me clava las uñas en los tobillos.
Llega Lisette que viene a buscarnos. Llega derecha como la aguja de una iglesia. Con su ensordecedor fragor de costumbre, rompe contra nuestras dos rocas y va a dar contra el acantilado.
Me he lanzado una fracción de segundo antes que mi compañero, quien cae también en seguida, y Lisette absorbe las dos balsas, juntas la una a la otra, hacia el mar abierto, con una velocidad vertiginosa. En menos de cinco minutos, nos hallamos a más de trescientos metros de la costa. Sylvain aún no ha montado sobre su balsa. Yo ya estaba encima de la mía al cabo de dos minutos. Con un trozo de paño blanco en la mano, encaramado al banco de Dreyfus, a donde ha debido subir rápidamente, Chang nos envía su último adiós. Hace ya más de cinco minutos que hemos salido del sitio peligroso donde las olas se forman para embestir la isla del Diablo. Las que nos empujan son mucho más largas, casi sin espuma, y tan regulares que partimos a la deriva, formando cuerpo con ellas, sin sacudidas y sin que la balsa amenace volcarse.
Ascendemos y descendemos estas profundas y elevadas ondas, llevados suavemente hacia el mar abierto, pues la marea baja.
Al remontar la cresta de una de esas olas, puedo, una vez más, volviendo del todo la cabeza, vislumbrar el trapo blanco de Chang. Sylvain no está muy lejos de mí, a unos cincuenta metros hacia el mar abierto. En muchas ocasiones, levanta un brazo y lo sacude en señal de alegría y de triunfo.
La noche no ha sido dura, y hemos advertido poderosamente el cambio de atracción del mar. La marea con la que partimos nos empujó a mar abierto, y esta, ahora, nos empuja hacia Tierra Grande.
El sol se levanta en el horizonte, así que son las seis. Nos hallamos demasiado bajos en el agua para ver la costa. Pero me doy cuenta de que estamos muy lejos de las islas, pues apenas se las distingue (aunque el sol las ilumina en su altura), sin poder adivinar que son tres. Veo una masa; eso es todo. Al no poder distinguirlas con detalle, pienso que están a treinta kilómetros por lo menos.
Sonrío por el triunfo, por el éxito de esta fuga.
¿Y si me sentara en mi balsa? El viento, de este modo, me empujaría al golpearme en la espalda.
Ya estoy sentado. Suelto la cadena y doy una vuelta alrededor de mi cintura. El perno, bien engrasado, permite apretar fácilmente la tuerca. Levanto las manos en alto para que el viento las seque. Voy a fumar un cigarrillo. Ya está. Larga, profundamente, aspiro las primeras bocanadas y expulso el humo con suavidad. Ya no tengo miedo, pues es inútil describiros los dolores de barriga que he pasado después, antes y durante los primeros momentos de la acción. No; no tengo miedo, hasta el punto de que, terminado el cigarrillo, decido comerme algunos bocados de pulpa de coco. Me trago un gran puñado y, luego, fumo otro cigarrillo. Sylvain está bastante lejos de mí. De vez en vez, cuando nos encontramos en un mismo momento en la cresta de una ola, podemos vernos furtivamente. El sol incide con fuerza diabólica sobre mi cráneo, que empieza a hervir. Mojo mi toalla y me la enrollo a la cabeza. Me he quitado la marinera de lana, pues, a pesar del viento, me sofocaba.
¡Maldita sea! Mi balsa ha volcado y he estado a punto de ahogarme. Me he bebido dos buenos tragos de agua de mar.
Pese a mis esfuerzos, no conseguía enderezar los sacos y subirme encima de ellos. La culpa la tiene la cadena. Mis movimientos no son lo bastante libres con ella. Al final, haciéndola deslizarse por un lado, he podido nadar en línea recta junto a los sacos y respirar profundamente. Empiezo a tratar de liberarme por completo de la cadena, y mis dedos intentan inútilmente desenroscar la tuerca. Estoy rabioso y, quizá, demasiado crispado, y no tengo bastante fuerza en los dedos para soltarla.
¡Uf! ¡Por fin, ya está! Acabo de pasar un mal rato. Estaba literalmente enloquecido al creer que no me sería posible librarme de la cadena.
No me tomo la molestia de enderezar la balsa. Agotado, no me siento con fuerzas para hacerlo. Me izo sobre ella. Que la parte de abajo se haya convertido en la de arriba, ¿qué importa? Nunca más me ataré, ni con la cadena ni con nada. Al partir, ya me di cuenta de la estupidez que cometí atándome por la muñeca. Semejante experiencia hubiera debido bastarme.
El sol, inexorablemente, me quema los brazos y las piernas. La cara me arde. Si me la mojo, es peor, pues el agua se evapora inmediatamente y me quema más aún.
El viento ha amainado mucho, y aunque el viaje resulta más cómodo, pues las olas son ahora menos altas, avanzo con menos rapidez. Así, pues, más vale mucho viento y mala mar que calma.
Siento calambres tan fuertes en la pierna derecha, que grito como si alguien pudiera oírme. Con el dedo, hago cruces donde tengo el calambre, recordando que mi abuela me decía que eso los quita. El remedio de comadre, sin embargo, fracasa. El sol ha descendido mucho al Oeste. Aproximadamente son las cuatro de la tarde, y es la cuarta marea desde la partida. Esta marea ascendente parece empujarme con mayor fuerza que la otra hacia la costa.
Ahora veo sin interrupción a Sylvain, y él también me ve muy bien. Desaparece muy raras veces, pues las olas son poco profundas. Se ha quitado la camisa y está con el torso desnudo. Sylvain me hace señales. Está a más de trescientos metros delante de mí, pero hacia el mar abierto. A la vista de la ligera espuma que hay alrededor de él, diríase que está frenando la balsa para que pueda aproximarme a la suya. Me acuesto sobre mis sacos y, hundiendo los brazos en el agua, remo yo también. Si él frena y yo impulso, tal vez acortemos la distancia que nos separa.
He elegido bien a mi compañero en esta evasión. Sabe estar a la altura que el momento requiere. Ciento por ciento.
He dejado de remar con las manos. Me siento fatigado. Debo ahorrar mis fuerzas. Comeré y, después, trataré de enderezar la balsa. La bolsa de la comida está debajo, así como la botella de cuero con agua dulce. Tengo sed y hambre. Mis labios están ya agrietados y me arden. La mejor manera de volver los sacos es colgarme de ellos, de cara a la ola, y luego empujar con los pies en el momento en que asciendan a lo alto de la ola.
Tras cinco tentativas fallidas, consigo enderezar la balsa de un solo golpe. Estoy extenuado por los esfuerzos que acabo de hacer, y me cuesta Dios y ayuda enderezarme sobre los sacos.
El sol está en el horizonte y, dentro de poco, desaparecerá. Son, pues, cerca de las seis. Esperemos que la noche no sea demasiado agitada, pues comprendo que son las prolongadas inmersiones lo que me quita las fuerzas.
Bebo un buen trago de agua de la bota de cuero de Santori, después de haber comido dos puñados de pulpa de coco. Satisfecho, con las manos secas por el viento, extraigo un cigarrillo y lo fumo con deleite. Antes de que caiga la noche, Sylvain ha agitado su toalla y yo la mía, en señal de buenas noches. Continúa estando igual de lejos de mí. Estoy sentado con las piernas extendidas. Acabo de retorcer todo lo posible mi marinera de lana y me la pongo. Estas marineras, incluso mojadas, conservan el calor, y tan pronto como ha desaparecido el sol, he sentido frío.
El viento refresca. Sólo las nubes, al Oeste, están bañadas de luz rosada en el horizonte. Todo el resto está ahora en la penumbra, que se acentúa minuto a minuto. Al Este, de donde viene el viento, no hay nubes. Así, pues, no hay peligro de lluvia, por el momento.
No pienso absolutamente en nada, como no sea en mantenerme bien, en no mojarme inútilmente y en preguntarme si sería inteligente, en caso de que la fatiga me venciera, atarme a los sacos, o si resultaría demasiado peligroso después de la experiencia que he tenido con la cadena. Luego, me doy cuenta de que me he visto entorpecido en mis movimientos porque la cadena era demasiado corta, pues un extremo estaba inútilmente desaprovechado, entrelazado a las cuerdas y a los alambres del saco. Este extremo es fácil de recuperar. Entonces, tendría más facilidad de maniobra. Arreglo la cadena y me la ato de nuevo a la cintura. La tuerca, llena de grasa, funciona sin dificultad. No hay que enroscarla demasiado, como la primera vez. Así, me siento más tranquilo, pues tengo un miedo cerval de dormirme y perder el saco.
Sí, el viento arrecia y, con él, las olas. El tobogán funciona a las mil maravillas con diferencias de nivel cada vez más acentuadas.
Es noche cerrada. El cielo está constelado de millones de estrellas, y la Cruz del Sur brilla más que todas las demás.
No veo a mi compañero. Esta noche que comienza es muy importante, pues si la suerte quiere que el viento sople toda la noche con la misma fuerza, ¡adelantaré camino hasta mañana por la mañana!
Cuanto más avanza la noche, más fuerte sopla el viento. La luna sale lentamente del mar y presenta un color rojo oscuro. Cuando, liberada, surge al fin enorme, toda entera, distingo con claridad sus manchas negras, que le dan el aspecto de un rostro.
Son, pues, más de las diez. La noche se va haciendo cada vez más clara. A medida que se eleva la luna, la claridad se vuelve muy intensa. Las olas están plateadas en la superficie, y su extraña reverberación me quema los ojos. No es posible dejar de mirar estos reflejos plateados, y, en verdad, hieren y achicharran mis ojos ya irritados por el sol y el agua salada.
Prefiero decirme que exagero, no tengo la voluntad de resistir y me fumo tres cigarrillos seguidos.
Nada anormal respecto a la balsa que, en un mar fuertemente embravecido, sube y baja sin problemas. No puedo dejar mucho tiempo las piernas alargadas sobre el saco, pues la posición de sentado me produce en seguida calambres muy dolorosos.
Estoy, por supuesto, constantemente calado hasta los huesos. Tengo el pecho casi seco, porque el viento me ha secado la marinera, sin que ninguna ola me moje, luego, más arriba de la cintura. Los ojos me escuecen cada vez más. Los cierro. De vez en cuando, me duermo. «No debes dormirte». Es fácil de decir, pero no puedo más. Así, pues, ¡mierda! Lucho contra esos sopores. Y cada vez que recobro el sentido de la realidad, siento un dolor agudo en el cerebro. Saco mi encendedor de yesca. De vez en cuando, me produzco una quemadura colocando su mecha encendida sobre el antebrazo o el cuello.
Soy presa de una horrible angustia que trato de apartar con toda mi fuerza de voluntad. ¿Me dormiré? Y, —al caer al agua, ¿me despertará el frío? He hecho bien atándome a la cadena.
No puedo perder estos dos sacos porque son mi vida. Será cosa del diablo, si resbalando de la balsa, no me despierto.
Desde hace unos minutos, vuelvo a estar empapado. Una ola rebelde, que sin duda no quería el camino regular de las demás, ha venido a chocar contra mí por el lado derecho. No sólo me ha mojado ella, sino que, habiéndome colocado de través, otras dos olas normales me han cubierto literalmente de la cabeza a los pies.
La segunda noche está muy avanzada. ¿Qué hora puede ser? Por la posición de la luna, que comienza a descender hacia el Oeste, deben de ser cerca de las dos o las tres de la madrugada. Hace cinco mareas, o treinta horas, que estamos en el agua. Haber quedado calado hasta los huesos me sirve de algo: el frío me ha despertado por completo. Tiemblo, pero conservo sin esfuerzo, los ojos abiertos. Tengo las piernas anquilosadas y decido colocarlas debajo de las nalgas. Alzando las manos, cada una a su vez, consigo sentarme encima de las piernas. Tengo los dedos de los pies helados, acaso se calienten bajo mi peso.
Sentado a la usanza árabe, permanezco así largo rato. Haber cambiado de postura me hace bien. Trato de ver a Silvain, pues la luna ilumina muy frecuentemente el mar. Sólo que ya ha descendido, y como la tengo de cara, me impide distinguir bien. No, no veo nada. Sylvain no tenía nada con que atarse a los sacos.
¿Quién sabe si aún está encima de ellos? Busco desesperadamente, pero es inútil. El viento es fuerte, pero regular. No cambia de manera brusca, y eso es muy importante. Estoy acostumbrado a su ritmo, y mi cuerpo forma literalmente un todo con mis sacos.
A fuerza de escrutar a mi alrededor, tengo una sola idea fija en la cabeza: distinguir a mi compañero. Seco mis dedos al viento y, luego, silbo con todas mis fuerzas con los dedos en la boca. Escucho. Nadie responde. ¿Sabe Sylvain silbar con los dedos? No lo sé. Hubiera debido preguntárselo antes de partir. ¡Hasta hubiéramos podido fabricar fácilmente dos silbatos! Me recrimino por no haber pensado en eso. Luego, me coloco las manos delante de la boca y grito: «¡Uh, uh!». Tan sólo el ruido del viento me responde. Y el rumor de las olas.
Entonces, no pudiendo aguardar más, me levanto y, derecho sobre mis sacos, levantando la cadena con la mano izquierda, me mantengo en equilibrio el tiempo que cinco olas tardan en montarme en su cresta. Cuando llego a lo alto, estoy completamente en pie y, para el descenso y el ascenso, me agacho. Nada a la derecha, nada a la izquierda, nada delante. ¿Estará detrás de mí?
No me atrevo a ponerme en pie y mirar atrás. Lo único que creo haber distinguido sin sombra de duda, es, a mi izquierda, una línea negra que resalta en esta claridad lunar. Seguro que es la selva.
Cuando se haga de día, veré los árboles, y eso me hace bien. «¡Cuando sea de día verás la selva, Papi! ¡Oh, que el buen Dios haga que veas también a tu amigo!».
He estirado las piernas, tras haberme frotado los dedos de los pies. Luego, decido secarme las manos y fumar un cigarrillo. Fumo dos. ¿Qué hora puede ser? La luna está muy baja. Ya no me acuerdo de cuánto tiempo, antes de la salida del sol, desapareció la luna la noche pasada. Trato de recordarlo cerrando los ojos y evocando las imágenes de la primera noche. En vano. ¡Ah, sí! De pronto, veo con claridad levantarse el sol por el Este y, al mismo tiempo, una punta de luna sobre la línea del horizonte, al Oeste. Así, pues, deben de ser casi las cinco. La luna es bastante lenta para precipitarse al mar. La Cruz de Sur ha desaparecido desde hace rato, y también las Osas Mayor y Menor. Tan sólo la Estrella Polar brilla más que todas las otras. Desde que la Cruz del Sur se ha retirado, la Polar es la reina del cielo.
El viento parece arreciar. Al menos, es más espeso, como si dijéramos, que durante la noche. Por ello, las olas son más fuertes y más profundas, y en sus crestas los borregos blancos son más numerosos que al comienzo de la noche.
Hace ya treinta horas que estoy en el mar. Es preciso reconocer que, por el momento, la cosa marcha mejor que peor, y que la jornada más dura será la que va a comenzar.
Ayer, al estar expuesto al sol desde las seis de la mañana a las seis de la tarde, me cocí y recocí fuertemente. Hoy, cuando el sol me dé de nuevo encima, no será nada agradable. Mis labios están ya agrietados y, sin embargo, aún estoy en la frescura de la noche. Me escuecen mucho, como también los ojos. Los antebrazos y las manos, igual. Si puedo, no dejaré los brazos al descubierto. Falta saber si podré soportar la marinera. Lo que me escuece también terriblemente es la entrepierna y el ano. Eso no es debido al sol, sino al agua salada y al frotamiento con los sacos.
De todas formas, muchacho, quemado o no quemado, la cuestión es que te fugas, y estar donde estás bien vale soportar muchas cosas y más aún. Las perspectivas de llegar vivo a Tierra Grande son positivas en un ochenta por ciento, y eso ya es algo, ¿sí o no? Incluso si llego literalmente escaldado y con medio cuerpo en carne viva, no, es un precio caro por semejante viaje y semejante resultado. No has visto un solo tiburón. ¿Están todos de vacaciones? No negarás que tu suerte es bien rara. Esta vez, ya verás, es la buena. De todas tus fugas, demasiado bien cronometradas, demasiado bien preparadas, al final, la del éxito será la más idiota. Dos sacos de cocos y luego, a donde te empujen el viento y el mar. A Tierra Grande. Confiesa que no hace falta salir de Saint-Cyr[14] para saber que todo lo que flota es rechazado hacia la costa.
Si el viento y el oleaje se mantienen durante el día con la misma fuerza que esta noche, seguro que por la tarde tocamos tierra.
El monstruo de los trópicos surge detrás de mí. Tiene el aspecto de estar decidido a asar el mundo, hoy, pues pone en juego todos sus fuegos. Aparta la claridad lunar de golpe, y ni siquiera espera haber salido del todo de su cama para imponerse como amo y señor indiscutido de los trópicos. Ya el viento, en poquísimo tiempo, se ha hecho casi tibio. Dentro de una hora hará calor. Una primera sensación de bienestar se desprende de todo mi cuerpo. Estos primeros rayos apenas me han rozado, cuando un calor dulce recorre mi ser desde la cintura hasta la cabeza. Me quito la toalla, que me había puesto a manera de albornoz, y expongo mis mejillas a los rayos como lo haría si se tratara de un fuego de leña. Este monstruo, antes de calcinarme, primero quiere hacerme sentir cómo él es la vida antes de ser la muerte.
Mi sangre circula fluida por mis venas, e incluso mis muslos mojados sienten la circulación de esta sangre vivificada.
Veo la selva muy nítidamente. La cima de los árboles, por supuesto. Tengo la impresión de que no está lejos. Esperaré a que el sol ascienda un poco más para ponerme de pie sobre mis sacos y ver si puedo divisar a Sylvain.
En menos de una hora, el sol está ya alto. Sí, hará calor, ¡maldita sea! Mi ojo izquierdo está medio cerrado y pegado. Tomo agua en el hueco de la mano y me lo froto. Pica. Me quito la marinera. Me quedaré con el torso desnudo unos instantes, antes de que el sol apriete demasiado.
Una ola más fuerte que las otras me agarra por debajo y me levanta muy alto. En el momento en que se hincha, antes de volver a descender, veo a mi compañero medio segundo. Está sentado, con el torso desnudo, en su balsa. No me ha visto. Está a menos de doscientos metros de mí, ligeramente adelante, a la izquierda. El viento continúa siendo fuerte, así que decido, para aproximarme a Sylvain, puesto que está delante de mí, casi en la misma línea, pasarme la marinera sólo por los brazos y mantenerlos en alto, sujetando el bajo con la boca. Esta especie de vela seguramente me empujará más de prisa que a él.
Durante casi media hora, mantengo la vela. Pero la marinera me hace daño en los dientes, y las fuerzas que hay que emplear para resistir el viento me extenúan demasiado. Cuando abandono mi idea, tengo, empero, la sensación de haber avanzado más rápidamente que dejándome llevar por las olas.
¡Hurra! Acabo de ver al grande. Está a menos de cien metros. Pero ¿qué hace? No parece inquietarse por saber dónde estoy. Cuando otra ola me levanta lo bastante, lo veo una, dos tres veces. He notado con claridad que tenía puesta la mano derecha ante los ojos, o sea, que escruta el mar. ¡Mira atrás, estúpido! Ha debido mirar, seguro, pero no te ha visto.
Me pongo en pie y silbo. Cuando asciendo desde el fondo de la ola, veo a Sylvain enfrente, de cara a mí. Levanta la marinera al aire. Nos hemos dicho buenos días lo menos veinte veces antes de volvernos a sentar. Cada vez que estamos en la cúspide de una ola nos saludamos, y, por suerte, él asciende al mismo tiempo que yo. En las dos últimas olas, tiendo el brazo hacia la selva, que ya se puede distinguir con detalle. Estamos a menos de diez kilómetros de ella. Acabo de perder el equilibrio, y he caído sentado en mí balsa. De haber visto a mi compañero y la selva tan cerca, un gozo inmenso se apodera de mí, una emoción tal, que lloro como un crío. En las lágrimas que me limpian los ojos purulentos, veo mil cristalitos de todos los colores y, estúpidamente pienso que parecen vidrieras de una iglesia. Dios está contigo, Papi. En medio de los elementos monstruosos de la naturaleza, el viento, la inmensidad del mar, la profundidad de las olas, el imponente techo verde de la selva, se siente uno infinitamente pequeño, comparado con todo cuanto le rodea y, tal vez sin proponérselo, se encuentra a Dios, se le toca con el dedo. De la misma manera que lo palpé por la noche, en los millares de horas que he pasado en los lúgubres calabozos donde fui enterrado en vida, sin un rayo de luz, lo toco hoy en este sol que se levanta para devorar lo que no es bastante fuerte para resistirlo; toco de veras a Dios, lo siento a mi alrededor, en mí. Incluso me su surra en el oído: «Sufres y sufrirás más aún, pero esta vez he decidido estar contigo. Serás libre y vencerás, te lo prometo».
No haber tenido jamás instrucción religiosa; no saber el A B C de la religión cristiana; ser ignorante hasta el punto de ignorar quién es el padre de Jesús y si su madre era de veras la Virgen María, y su padre, un carpintero o un camellero; toda esa ignorancia no impide encontrar a Dios cuando se le busca de verdad, y se le llega a identificar con el viento, el mar, el sol, la selva, las estrellas; hasta con los peces que ha debido de sembrar profusamente para que el hombre se alimente.
El sol ha ascendido con rapidez. Deben de ser casi las diez de la mañana. Estoy completamente seco de la cintura a la cabeza. He empapado mi toalla y me la he colocado a manera de albornoz en la cabeza. Acabo de ponerme la marinera, pues los hombros, la espalda y los brazos me queman atrozmente. Incluso las piernas, que, sin embargo, muy a menudo son bañadas por el agua, están rojas como cangrejos.
Como la costa está más cerca, la atracción es más fuerte y las olas se dirigen casi perpendicularmente hacia ella. Veo los detalles de la selva, lo que me hace suponer que sólo esta mañana, en cuatro o cinco horas, nos hemos aproximado sobremanera. Gracias a mi primera fuga, sé apreciar las distancias. Cuando se ven las cosas con detalle, se está a menos de cinco kilómetros, y yo veo las diferencias de grosor entre los troncos de árboles, incluso, desde la cresta de una ola más alta, distingo con mucha nitidez un gran mastodonte echado de través, bañando su follaje en el mar.
¡Toma! ¡Delfines y pájaros! ¡Con tal de que los delfines no se diviertan empujando mi balsa! He oído contar que tienen la costumbre de empujar hacia la costa todo lo que flota o a los hombres, y que, por supuesto, los ahogan con sus golpes de hocico, aunque con la mejor intención, que es la de ayudarlos. No, van y vienen; tres o cuatro hasta han venido a husmear, a ver de qué se trata, pero se marchan sin tan siquiera rozar mi balsa ¡Uf!
A mediodía, el sol está vertical sobre mi cabeza. Sin duda alguna, tiene la intención de cocerme a fuego lento, el maldito. Mis ojos supuran sin parar, y la piel de mis labios y de mi nariz se ha agrietado. Las olas son más cortas y se precipitan rabiosamente con un ruido ensordecedor hacia la costa.
Veo casi de continuo a Sylvain. No desaparece casi nunca, pues las olas no son ya lo bastante profundas. De vez en cuando, se vuelve y levanta el brazo. —Continúa con el torso desnudo y la toalla en la cabeza.
Las olas nos arrastran hacia la costa. Hay una especie de barra donde vienen a chocar con un ruido espantoso y, luego, franqueada la barra llena de espuma, cargan al ataque de la selva.
Estamos a menos de un kilómetro de la costa, y distingo los pájaros blancos y rosados, con sus penachos aristocráticos, que se pasean, picoteando en las arenas movedizas. Los hay a millares. Casi ninguno de ellos se echa a volar a más de dos metros de altura. Estos vuelecitos breves los hacen para evitar ser mojados por la espuma. Todo está lleno de espuma, y el mar es de un amarillo de barro, como de vómitos. Estamos tan cerca, que distingo en el tronco de los árboles la línea sucia que deja el agua en su altura máxima.
El ruido de los remolinos no consigue apagar los gritos agudos de esos millares de zancudas de todos los colores. ¡Pam! ¡Pam! Luego, doscientos o trescientos metros más. ¡Pluf! He tocado fondo, estoy varado en la arena movediza. No hay bastante agua para llevarme. Según el sol, son las dos de la tarde. Esto significa que hace cuarenta horas que partí. Fue anteayer, a las diez de la noche, tras dos horas de marea baja. Así, pues, es la séptima marea, y es normal que haya varado: es la marea baja. Empezará a subir hacia las tres. Por la noche, estaré en la selva. Conservemos la cadena para no ser arrancado de los sacos, pues el momento más peligroso será aquel en que las olas empiecen a pasar sobre mí sin arrastrarme, no obstante, por falta de calado. No voy a flotar, por lo menos, hasta dos o tres horas después de la subida de la marea.
Sylvain está a mi derecha, delante, a más de cien metros. Me mira y hace gestos. Pienso que quiere gritar algo, pero su garganta no parece que pueda emitir ningún sonido, pues yo debería oírle. Como han desaparecido los remolinos, nos encontramos en la arena movediza, sin otro ruido que nos moleste que los gritos de las zancudas. Yo estoy, más o menos, a quinientos metros de la selva, y Sylvain, a cien o ciento cincuenta metros de mí, más arriba. Pero ¿qué hace ese grandísimo imbécil? Está de pie y ha dejado su balsa. ¿Se ha vuelto majareta? No debe caminar, pues a cada paso que dé se hundirá un poco más y, tal vez, no pueda regresar a la balsa. Quiero silbar, pero no puedo. Me queda un poco de agua. Vacío la bota y, luego, trato de gritar para detenerlo. No puedo emitir un solo sonido. De la arena movediza salen burbujas de gases, o sea que la costa no es más que una ligera costra, bajo la cual hay fango, y el tipo que se deja atrapar en él, está listo.
Sylvain se vuelve hacia mí, me mira y me hace señas que no comprendo. Yo le hago ademanes exagerados con los que quiero decir: ¡No, no, no te muevas de tu balsa, no llegarás nunca hasta la selva! Como está detrás de sus sacos de cocos, no me doy cuenta de si se encuentra lejos o cerca de su balsa. Primero, pienso que debe de estar muy cerca, y que en caso de que se hundiera, podría agarrarse a ella.
De repente, comprendo que se ha apartado bastante, y que se ha hundido en las arenas sin poder librarse y regresar a la balsa. Me llega un grito. Entonces, me tiendo boca abajo en mis sacos, y con las manos en las arenas movedizas empujo con todas mis fuerzas. Mis sacos avanzan por debajo de mí y consigo deslizarme más de veinte metros. Entonces, torciendo a la izquierda, me pongo en pie y veo, sin ser estorbado ya por sus sacos, a mi compañero, a mi hermano, enterrado hasta el vientre. Está a más de diez metros de su balsa. El terror me devuelve la voz y grito:
—¡Sylvain! ¡Sylvain! ¡No te muevas! ¡Acuéstate en la arena! ¡Si puedes, libérate de las piernas!
El viento ha llevado mis palabras hasta él. Sacude la cabeza de arriba abajo para decirme que sí. Vuelvo a colocarme boca abajo y arranco la arena, haciendo deslizar mi saco. La rabia me da fuerzas sobrehumanas, y, con bastante rapidez, avanzo hacia Sylvain más de treinta metros. Seguro que he invertido más de una hora en hacerlos, pero estoy muy cerca de él; quizá a cincuenta o sesenta metros. Le distingo mal.
Sentado, con las manos, los brazos y el rostro llenos de barro, trato de secarme el ojo izquierdo, en el que ha entrado fango salado que me lo quema y me impide ver no sólo con él, sino también con el otro ojo, el derecho, que, para acabarlo de arreglar, se pone a lagrimear. Al final, veo a Sylvain. No está acostado, sino de pie, y sólo su torso emerge de las arenas movedizas.
La primera ola acaba de pasar. Ha saltado por encima de mí, literalmente, sin despegarme del suelo, y ha ido a extinguirse más lejos, cubriendo las arenas con su espuma. Ha pasado también sobre Silvain, quien continúa con el busto fuera. Entonces, pienso: «A medida que lleguen las olas, más mojada estará la arena. Es preciso que llegue hasta él, cueste lo que cueste».
Una energía de animal que va a perder su cría se apodera de mí y, como una madre que quiere sacar a su pequeño de un peligro inminente, manoteo, manoteo, manoteo en esa arena para avanzar hasta Sylvain. Me mira sin decir palabra, sin hacer un gesto, con sus ojos grandes abiertos hacia los míos, que lo devoran literalmente. Mis ojos, fijos en él, sólo se ocupan de no abandonar su mirada y se desinteresan por completo de ver dónde hundo las manos. Me arrastro un poco, pero a causa de otras dos olas que han pasado sobre mí, cubriéndome por completo, la arena se ha vuelto menos consistente, y avanzo mucho menos de prisa que hace una hora. La siguiente ola casi me ha asfixiado y me ha apartado de la balsa. Me siento para ver mejor. A Silvain la arena le llega hasta las axilas. Estoy a menos de cuarenta metros de él. Me mira intensamente. Veo que sabe que va a morir, hundido allí, como un pobre infeliz, a trescientos metros de la tierra prometida.
Vuelvo a tenderme y continúo escarbando esta arena, que ahora es casi líquida. Mis ojos y los suyos están fijos los unos en los otros. Me hace una señal para decir que no me esfuerce más. De todas formas, continúo, y estoy a menos de treinta metros de él cuando llega una gran ola que me cubre con su masa de agua y casi me arranca de mis sacos que, sueltos, avanzan cinco o seis metros.
Cuando la ola ha pasado, miro. Sylvain ha desaparecido. La arena, cubierta por una ligera capa de agua espumante, está completamente lisa. Ni siquiera la mano de mi pobre amigo aparece para darme un último adiós. Mi reacción es horriblemente bestial, desagradable, y el instinto de conservación se sobrepone a todo sentimiento: «Tú, tú estás vivo. Tú estás solo, y cuando estés en la selva, sin tu amigo, no te será fácil salir con bien de la evasión».
Una ola que rompe sobre mi espalda, pues me he sentado, me llama al orden. Me ha doblado, y el golpe ha sido tan fuerte que, a causa de él, se me corta la respiración durante varios segundos. La balsa ha vuelto a deslizarse algunos metros, y sólo entonces, al ver cómo la ola va a morir cerca de los árboles, lloro a Sylvain: «¡Estábamos tan cerca! ¡Si no te hubieras movido…! ¡A menos de trescientos metros de los árboles! ¿Por qué? Pero, dime: ¿por qué has cometido esta estupidez? ¿Cómo pudiste suponer que esta costra seca era lo bastante fuerte como para permitirte alcanzar a pie la costa? ¿El sol? ¿La reverberación? ¡Qué sé yo! ¿No podías resistir ya este infierno? Dime: ¿por qué un hombre como tú no ha podido soportar achicharrarse unas horas más?».
Las olas se suceden sin cesar con un ruido de trueno. Llegan cada vez menos espaciadas, unas tras otras, y cada vez mayores. En cada ocasión, me veo cubierto enteramente por ellas y me deslizo algunos metros, siempre en contacto con la arena. Hacia las cinco, las olas, de súbito, se transforman en un fuerte oleaje, me despego del suelo y floto. Al tener fondo debajo de ellas, las olas ya casi no hacen ruido. El tronar de las primeras olas ha cesado. El saco de Sylvain ha entrado ya en la selva.
Yo no llego con demasiada brutalidad, soy depositado a veinte metros apenas de la selva virgen. Cuando la ola se retira, estoy varado de nuevo en la arena, decidido a no moverme de mi saco hasta que tenga una rama o un bejuco entre las manos. Casi veinte metros. He empleado más de una hora en conseguir tener bastante profundidad para ser levantado de nuevo y llevado a la selva. La ola que me ha empujado con un rugido me ha proyectado literalmente sobre los árboles. Suelto el perno y me libero de la cadena. No la tiro, tal vez la necesite.