El banco de Dreyfus

Es la más pequeña de las tres Islas de la Salvación. La más al Norte, también; y la más directamente batida por el viento y las olas. Después de una estrecha planicie que bordea toda la orilla del mar, asciende rápidamente hacia una elevada llanura en la que están instalados el puesto de guardia de los vigilantes y una sola sala para los presidiarios, alrededor de una docena. A la isla del Diablo, oficialmente, no se debe enviar presos por delitos comunes, sino tan sólo a los condenados y deportados políticos.

Cada uno vive en una casita de techo de chapa. El lunes se les distribuye los víveres crudos para toda la semana y, cada día, un bollo de pan. Son unos treinta. Como enfermero, tienen al doctor Léger, quien envenenó a toda su familia en Lyon o sus alrededores. Los políticos no se tratan con los presidiarios y, alguna vez, escriben a Cayena protestando contra tal o cual presidiario de la isla. Entonces, agarran al denunciado y lo devuelven a Royale.

Un cable une Royale con la isla del Diablo, pues, muy a menudo, el mar está demasiado embravecido para que la chalupa de Royale pueda atracar en una especie de pontón de cemento.

El guardián jefe del campamento (hay tres de ellos) se llama Santori. Es un zangón sucio que, a veces, lleva barba de ocho días.

Papillon, espero que se porte usted bien, aquí. No me toque usted los cojones y yo le dejaré tranquilo. Suba al campamento. Le veré allá arriba.

En la sala me encuentro a seis forzados: dos chinos, dos negros, un bordelés y un tipo de Lille. Uno de los chinos me conoce bien; estaba conmigo en Saint-Laurent, en prevención por asesinato. Es un indochino, un superviviente de la rebelión del presidio de Poulo Condor, en Indochina.

Pirata profesional, atacaba los sampanes y, alguna vez, asesinaba a toda la tripulación con su familia. Excesivamente peligroso, tiene, sin embargo, una manera de vivir en común que capta la confianza y la simpatía de todo el mundo.

—¿Qué tal, Papillon?

—¿Y tú, Chang?

—Vamos tirando. Aquí estamos bien. Tú comer conmigo. Tú dormir allá, al lado de mí. Yo guisar dos veces al día. Tú pescar peces. Aquí, muchos peces.

Llega Santori.

—¡Ah! ¿Ya está instalado? Mañana por la mañana, irá usted con Chang a dar de comer a los cerdos. El traerá los cocos y usted los partirá en dos con un hacha. Hay que poner aparte los cocos cremosos para dárselos a los lechoncitos que aún no tienen dientes. Por la tarde, a las cuatro, el mismo trabajo. Aparte de esas dos horas, una por la mañana y otra por la tarde, es usted libre de hacer lo que quiera en la isla. Todos los pescadores deben subirle un kilo de pescado todos los días a mi cocinero, o bien langostinos. Así, todo el mundo está contento, ¿conforme?

—Sí, Monsieur Santori.

—Sé que eres hombre de fuga, pero como aquí es imposible fugarse, no voy a hacerme mala sangre. Por la noche, estáis encerrados, pero sé que, aun así, hay quien sale. Cuidado con los deportados políticos. Todos tienen un machete. Si te aproximas a sus viviendas, creen que vas a robarles una gallina o huevos. De este modo, puedes conseguir que te maten o te hieran, pues ellos te ven, y tú no.

Después de haber dado de comer a más de doscientos cerdos, he recorrido la isla durante todo el día, acompañado por Chang, quien la conoce a fondo. Un anciano, con una larga barba blanca, se ha cruzado con nosotros en el camino que rodea a la isla por la orilla del mar. Era un periodista de Nueva Caledonia que, durante la guerra de 1914, escribía contra Francia en favor de los alemanes. También he visto al asqueroso que mandó fusilar a Edith Cavell, la enfermera inglesa o belga que salvaba a los aviadores ingleses en 1917. Este repugnante personaje, gordo y macizo, tenía un bastón en la mano y con él azotaba una murena enorme, de más de un metro cincuenta de largo y gruesa como mi muslo.

El enfermero, por su parte, vive también en una de esas casitas que sólo deberían ser para los políticos.

El tal doctor Léger es un hombre alto, de aspecto apacible, sucio y robusto. Tan sólo su cara está limpia, coronada por cabellos grisáceos y muy largos en el cuello y las sienes. Sus manos están llenas de heridas mal cicatrizadas que debe de inferirse al agarrarse, en el mar, a las asperezas de las rocas.

—Si necesitas algo, ven y te lo daré. Pero ven sólo si estás enfermo. No me gusta que me visiten y, menos aún que me hablen. Vendo huevos y, alguna vez, un pollo o una gallina. Si matas a escondidas un lechoncito, tráeme un jamón y yo te daré un pollo y seis huevos. Ya que estás aquí, llévate este frasco de ciento veinte pastillas de quinina. Como seguramente has venido aquí para escaparte, en el caso de que, por milagro, lo consiguieras, la necesitarías mucho en la selva.

Pesco por la mañana y por la tarde cantidades astronómicas de salmonetes de roca. Envío de tres a cuatro kilos cada día a los guardianes.

Santori está radiante, pues jamás le habían dado tanta variedad de pescado y langostinos.

Ayer, el galeno Germain Guibert vino a la isla del Diablo. Como el mar estaba tranquilo, le acompañaba el comandante de Royale y Madame Guibert. Esta admirable mujer era la primera que ponía pie en la isla. Según el comandante, jamás un civil había estado en ella. He podido hablar más de una hora con la esposa del galeno. Ha venido conmigo hasta el banco donde Dreyfus se sentaba a mirar el horizonte, hacia la Francia que lo había repudiado.

—Si esta piedra pudiera transmitirnos los pensamientos de Dreyfus… dice, acariciando la piedra. —Papillon, seguramente es esta la última vez que nos vemos, ya que me dice que dentro de poco intentará fugarse. Rogaré a Dios para que le haga triunfar. Le pido que, antes de partir, venga a pasar un minuto en este banco que he acariciado y que lo toque para decirme así adiós.

El comandante me ha autorizado a enviar por el cable, cuando yo lo desee, langostinos y pescado para el doctor. Santori está de acuerdo.

—Adiós, doctor; adiós, señora.

Con la mayor naturalidad posible, los saludo antes de que la chalupa se separe del pontón. Los ojos de Madame Guibert me miran muy abiertos, como queriendo decirme: «Acuérdate siempre de nosotros, que tampoco te olvidaremos nunca».

El banco de Dreyfus está en lo más alto del extremo norte de la isla. Domina el mar desde más de cuarenta metros.

Hoy no he ido a pescar. En un vivero natural tengo más de cien kilos de salmonetes, y en un tonel de hierro atado con una cadena, más de quinientos de langostinos. Puedo dejar, pues, de ocuparme de pescar. Tengo de sobra para enviar al galeno, para Santori, para el chino y para mí.

Estamos en 1941, y hace once años que estoy preso. Tengo treinta y cinco años. Los más hermosos de mi vida los he pasado o en una celda o en el calabozo. Sólo he tenido siete meses de libertad completa en mi tribu india. Los críos que he debido tener con mis dos mujeres indias tienen ahora ocho años. ¡Qué horror! ¡Qué de prisa ha pasado el tiempo! Pero, mirando hacia atrás, contemplo esas horas, esos minutos, tan largos de soportar, empero, incrustados cada uno de ellos en este vía crucis.

¡Treinta y cinco años! ¿Dónde están Montmartre, la place Blanche, Pigalle, el baile del «Petit Jardin», el bulevar de Clichy? ¿Dónde está la Nénette, con su cara de Madona, verdadero camafeo que, con sus ojazos negros devorándome de desesperación, gritó en la Audiencia: «No te preocupes, querido, iré a buscarte allí»? ¿Dónde está Raymond Hubert con sus «Nos absolverán»? ¿Dónde están los doce enchufados del jurado? ¿Y la bofia? ¿Y el fiscal? ¿Qué hace mi papá y las familias que han fundado mis hermanas bajo el yugo alemán?

Y ¡tantas fugas! Veamos ¿cuántas fugas?

La primera, cuando salí del hospital, después de haber noqueado a los guardianes.

La segunda, en Colombia, en Río Hacha. La mejor. En esa, triunfé por completo. ¿Por qué abandoné mi tribu? Un estremecimiento amoroso recorre mi cuerpo. Me parece sentir aún en mí las sensaciones de los actos de amor con las dos hermanas indias.

Luego, la tercera, la cuarta, la quinta, y la sexta, en Barranquilla. ¡Qué mala suerte en esas fugas! ¡Aquel golpe de la misa, tan desdichadamente fracasado! ¡Aquella dinamita del demonio y, luego, Clousiot enganchándose los pantalones! ¡Y el retraso de aquel somnífero!

La séptima en Royale, donde aquel asqueroso de Bébert Celier me denunció. Aquella hubiera resultado, seguro, sin su maldita presencia. Y si hubiera cerrado el Pico, yo estaría libre con mi pobre amigo Carbonieri.

La octava, la última, la del asilo. Un error, un gran error por mi parte. Haber dejado al italiano elegir el punto de la botadura. Doscientos metros más abajo, cerca de la carnicería, y hubiéramos tenido, sin lugar a dudas, más facilidad para botar la balsa.

Este banco donde Dreyfus, condenado inocente, encontró el coraje de vivir a pesar de todo, tiene que servirme de algo. No debo confesarme vencido. Hay que intentar otra fuga.

Sí, esta piedra pulida, lisa, al borde de este abismo de rocas, donde las olas golpean rabiosamente, sin pausa, debe ser para mí un sostén y un ejemplo. Dreyfus jamás se dejó abatir, y siempre, hasta el fin, luchó por su rehabilitación. Es verdad que contó con Emile Zola y su famoso Yo acuso para defenderlo. De todas formas, si él no hubiera sido un hombre bien templado, ante tanta injusticia se hubiera arrojado, ciertamente, desde este mismo banco al vacío. Aguantó el golpe. Yo no debo ser menos que él, y no debo abandonar tampoco la idea de intentar otra fuga teniendo como divisa vencer o morir. La palabra morir debo desecharla, para pensar tan sólo que venceré y seré libre.

En las largas horas que paso sentado en el banco de Dreyfus, mi cerebro vagabundea, sueña con el pasado y recrea proyectos de color de rosa para el porvenir. A menudo, mis ojos son deslumbrados por un exceso de luz, por los reflejos platinados de la cresta de las olas. A fuerza de mirar ese mar sin realmente verlo, conozco todos los caprichos posibles e imaginables de las olas impelidas por el viento. El mar, inexorablemente, sin fatigarse jamás, ataca las rocas más avanzadas de la isla. Las escarba, las descascarilla y parece que le dijera a la isla del Diablo: «Vete, es preciso que desaparezcas; me estorbas cuando me lanzo hacia Tierra Grande; me obstaculizas el camino. Por eso, cada día, sin descanso, me llevo un trocito de ti». Cuando hay tempestad, el mar ataca a más y mejor, y no sólo ahonda y trae al retirarse todo cuanto ha podido destruir, sino que, además, trata por todos los medios de hacer llegar el agua a todos los rincones e intersticios para minar, poco a poco, por debajo, esos gigantes de roca que parecen decir: «Por aquí no se pasa».

Y entonces descubro un hecho muy importante, justamente debajo del banco de Dreyfus, de cara a unas rocas inmensas que tienen forma de lomo de asno, las olas atacan, se rompen y se retiran con violencia. Sus toneladas de agua no pueden desparramarse porque están encajonadas entre dos rocas que forman una herradura de unos cinco a seis metros de ancho. Luego, está el acantilado, de tal modo que el agua de la ola no tiene otra salida para volver al mar.

Mi descubrimiento es muy importante, porque si en el momento en que la ola rompe y se precipita en la cavidad me arrojo desde la peña con un saco de cocos sumergiéndome directamente en dicha ola, sin duda alguna que me arrastraría consigo al retirarse.

Sé de dónde puedo tomar muchos sacos de yute, pues en la pocilga hay tantos como se quiera para guardar los cocos.

Primero debo hacer una prueba. En luna llena, las mareas son más altas y, por lo tanto, las olas son más fuertes. Esperaré la luna llena. Un saco de yute bien cosido, lleno de cocos secos con su envoltura de fibra, puede disimularse perfectamente en una especie de gruta, para entrar en la cual es preciso ir por debajo del agua. La he descubierto al sumergirme para atrapar langostinos. Estos se adhieren al techo de la gruta, que recibe aire sólo cuando la marea está baja. En otro saco, atado al de los cocos, he puesto una piedra que debe pesar de treinta y cinco a cuarenta kilos. Como yo pienso partir con dos sacos en vez de uno y peso setenta kilos, quedan salvadas las proporciones.

Me siento muy excitado por esta experiencia. Este lado de la isla es tabú. Nadie podría imaginar jamás que a alguien se le ocurriera elegir el lugar más batido por las olas y, por lo tanto, el más peligroso, para evadirse.

Sin embargo, es el único sitio donde, si consigo alejarme de la costa, sería arrastrado hacia mar abierto y no podría, de ninguna manera, ir a estrellarme contra la isla de Royale.

De ahí y sólo de ahí debo partir.

El saco de cocos y la piedra son muy pesados y nada fáciles de llevar. No he podido izarlos a lo alto de la roca, que está resbaladiza y siempre mojada por las olas. Chang, a quien he puesto al corriente de mis intenciones, vendrá a ayudarme. He cogido todo un aparejo de pesca, de sedales de fondo, para que, si nos sorprenden, podamos decir que hemos ido a poner trampas para los tiburones.

—Animo, Chang. Un poco más y ya está.

La luna llena ilumina la escena como si fuera pleno día. El fragor de las olas me anonada. Chang me pregunta:

—¿Estás dispuesto, Papillon?, échaselo a aquella.

La ola, de casi cinco metros de alto, se precipita locamente contra la roca y rompe por debajo de nosotros, pero el choque es tan violento que la cresta pasa por encima de la peña y nos deja empapados. Ello no impide que lancemos el saco en el segundo mismo en que la ola se arremolina antes de retirarse. Arrastrado como una paja, el saco se interna en el mar.

—Ya está, Chang; va bien.

—Espera para ver si saco no volver.

Apenas cinco minutos más tarde, consternado, veo llegar mi saco, subido a la cresta de una ola de fondo inmensa, de más de siete u ocho metros de altura. La ola levanta como una paja aquel saco de cocos con su piedra. Lo lleva en la cresta, un poco antes de la espuma; con una fuerza increíble lo devuelve al punto de partida, un poco a la izquierda, y se aplasta contra la roca de enfrente. El saco se abre, los cocos se desparraman y la piedra se hunde al fondo de la cavidad.

Empapados hasta los huesos, pues la ola nos ha mojado por entero y nos ha barrido literalmente —por fortuna, del lado de tierra—, despellejados y contusos, Chang y yo, sin lanzar una mirada más al mar, nos alejamos lo más rápidamente posible de este lugar maldito.

—No buena, Papillon. No buena esta idea de fuga de la isla del Diablo. Es mejor Royale. Del lado sur puedes salir mejor que de aquí.

—Sí, pero en Royale la evasión se descubriría en dos horas, como máximo. Al no estar impulsado el saco de cocos más que por la ola, pueden cogerme en tenaza las tres canoas de la isla en tanto que aquí, en primer lugar, no hay embarcación alguna y, en segundo lugar, tengo toda la noche por delante antes de que se den cuenta de la fuga. Además, pueden creer que me he ahogado cuando pescaba. Aquí no hay teléfono. Si me voy durante un temporal, no habrá chalupa capaz de llegar hasta esta isla. Así, debo partir de aquí. Pero ¿cómo?

A mediodía cae un sol de plomo. Un sol tropical que casi hace hervir el cerebro, que calcina toda planta que haya logrado nacer, pero que, en todo caso, no ha podido crecer hasta el punto de ser lo bastante fuerte como para resistirlo. Un sol que hace evaporarse en pocas horas los charcos de agua no demasiado profundos, dejando una película blanca de sal. Un sol que hace danzar el aire. Sí, el aire se mueve, literalmente se mueve ante mis ojos, y la reverberación de la luz solar en el mar me quema las pupilas. Sin embargo, de nuevo en el banco de Dreyfus, todo eso no me impide observar el mar. Y es entonces cuando me doy cuenta de que soy —un perfecto imbécil.

La ola de fondo que, dos veces más alta que las demás ha devuelto el saco a las rocas, pulverizándolo, esta ola, digo, se repite sólo cada siete.

Desde mediodía hasta la puesta del sol, he mirado si era algo automático, si no había un cambio de tiempo y, por lo tanto, alguna irregularidad en la periodicidad y en la forma de esa ola gigantesca.

No, ni una sola vez la ola de fondo ha llegado antes o después. Seis olas de unos seis metros y, luego, formándose a más de trescientos metros de la costa, la ola de fondo. Llega derecha como una «I». A medida que se aproxima, aumenta de volumen y de altura. Casi nada de espuma en su cresta, al contrario de las otras seis. Muy poca. Hace un ruido peculiar, como un trueno que se aleja y se extingue a lo lejos. Cuando rompe contra las dos rocas y se precipita en el canal natural y va a chocar contra el acantilado, como su masa de agua es mucho mayor que la de las otras olas, se sofoca, gira muchas veces en la cavidad y precisa de diez a quince segundos para que esos remolinos, esas especies de torbellinos encuentren la salida y se vayan, arrancando y llevándose consigo grandes piedras que no hacen más que ir y venir con un fragor tal que se diría que se trata de centenares de cargamentos de piedras que se vuelcan brutalmente.

He metido una docena de cocos en el mismo saco, junto con una piedra, de casi veinte kilos, y apenas rompe la ola de fondo, arrojo el saco.

No puedo seguirlo con la vista porque hay demasiada espuma blanca en la cavidad, pero tengo tiempo de advertirlo por un segundo cuando el agua, como succionada, se precipita hacia el mar. El saco no regresa. Las otras seis olas no habían tenido la suficiente fuerza como para lanzarlo a la costa, y cuando se formó la séptima, a casi trescientos metros, el saco había debido de pasar ya el punto en que nace esa ola, pues no he vuelto a verlo.

Henchido de gozo y esperanza, me dirijo al campamento. Ya está; he encontrado una botadura perfecta. Nada de aventuras en este golpe. De todos modos, haré una prueba más seria, exactamente con las mismas condiciones que para mí: dos sacos de cocos bien atados el uno al otro y, encima, setenta kilos de peso repartidos en dos o tres piedras. Se lo cuento a Chang. Y mi compañero el chino de Poulo Condor escucha, todo oídos, mis explicaciones.

—Está bien, Papillon. Creo que lo has encontrado. Yo ayudar tú para el verdadero intento. Esperar marea alta ocho metros. Pronto equinoccio.

Ayudado por Chang, aprovechando una marea equinoccial de más de ocho metros, lanzamos a la famosa ola de fondo dos sacos de cocos cargados con tres piedras que deben pesar casi ochenta kilos.

—¿Cómo tú llamar niña salvada por ti en San José?

Lisette.

—Nosotros llamar Lisette a la ola que un día se te llevará. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Lisette llega con el mismo ruido que hace un tren al entrar en una estación. Se ha formado a más de doscientos cincuenta metros y, en pie, como un acantilado, avanza aumentando a cada segundo. Es, en verdad, muy impresionante. Rompe con tanta fuerza que Chang y yo somos literalmente barridos de la roca y, ellos solos, los sacos cargados, han caído en la cavidad. Nosotros, dado que en seguida hemos advertido, a la décima de segundo, que no podríamos mantenernos en la roca, nos hemos echado hacia atrás lo que no nos ha salvado de una manga de agua, pero nos ha impedido caer en la cavidad. Hemos hecho la prueba a las diez de la mañana. No corremos ningún riesgo, porque los tres guardianes están ocupados, en el otro extremo de la isla, con un inventario general. El saco se ha alejado, y lo distinguimos con toda claridad, muy lejos de la costa. ¿Ha sido llevado más lejos del lugar de nacimiento de la ola de fondo? No tenemos ningún punto de referencia para ver si está más lejos o más cerca. Las seis olas que siguen a Liseite no han podido atraparlo en su avance. Lisette se forma una vez más y parte de nuevo. Tampoco trae consigo los sacos. Así, pues, ha salido de su zona de influencia.

Hemos subido rápidamente al banco de Dreyfus para tratar de distinguir los sacos otra vez, y tenemos la alegría, en cuatro ocasiones, de verlos surgir muy lejos encima de la cresta de olas que no vuelven a la isla del Diablo, sino que se dirigen al Oeste. Indiscutiblemente, la experiencia es positiva. Partiré hacia la gran aventura a lomos de Lisette.

—Está allí, mira.

Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis… y he aquí que llega Lisette.

El mar continúa enfurecido en la punta del banco de Dreyfus, pero hoy está particularmente de mal humor. Lisette avanza con su ruido característico. Me parece más enorme aún, y hoy desplaza, sobre todo en la base, todavía más agua que de costumbre. Esta monstruosa masa líquida viene a atacar las dos rocas con más rapidez y más directamente que nunca. Y cuando rompe y se precipita contra el espacio que hay entre las enormes piedras, el golpe es aún más ensordecedor, si cabe, que las otras veces.

—¿Es ahí donde dices que hay que tirarse? Pues bien; compañero, has escogido el sitio a las mil maravillas. Yo no voy. Quiero fugarme, es cierto, pero no suicidarme.

A Sylvain le ha impresionado mucho Lísette, a quien acabo de presentarle. Está en la isla del Diablo desde hace tres días y naturalmente, le he propuesto que partamos juntos. Cada cual en una balsa. Así, si acepta, tendré un camarada en Tierra Grande para organizar otra fuga. En la selva, uno solo no se lo pasa divertido.

—No te asustes por adelantado. Reconozco que, a la primera impresión, cualquier hombre se echaría atrás. Sin embargo, es la única ola capaz de arrastrarte lo bastante lejos como para que las otras que la siguen no tengan suficiente fuerza para devolverte a las rocas.

—Cálmate, mira, hemos probado —dice Chang—. Es seguro jamás tú, una vez marchado, puedes volver a la isla del Diablo ni ir a parar a Royale.

He necesitado una semana para convencer a Sylvain. Es un tipo musculoso, de un metro ochenta, cuerpo de atleta y bien proporcionado.

—Bien. Admito que nos arrastre lo bastante lejos. Pero, luego ¿cuánto tiempo crees que tardaríamos en llegar a tierra Grande empujados por las mareas?

—Francamente, Sylvain, no lo sé. La deriva puede ser más o menos larga, eso dependerá del tiempo. El viento no nos afectará; en el mar estaremos demasiado en calma. Pero si hace mal tiempo, las olas serán más fuertes y nos empujarán más de prisa hasta la selva. En siete, ocho o diez mareas todo lo más, tenemos que haber sido arrojados a la costa. Así que, con los cambios, calcula de cuarenta y ocho a sesenta horas.

—¿Cómo lo calculas?

—De las Islas, derecho a la costa, no hay más que cuarenta kilómetros. A la deriva, eso representa que es la hipotenusa de un triángulo rectángulo. Mira el sentido de las olas. Más o menos, es preciso recorrer de ciento veinte a ciento cincuenta kilómetros como máximo. Cuando más nos aproximemos a la costa, más directamente nos dirigirán las olas y nos lanzarán a ella. A primera vista, ¿no crees que un pecio, a esa distancia, no recorre cinco kilómetros por hora?

Me mira fijamente y escucha con mucha atención mis explicaciones. Este chicarrón es muy inteligente.

—No, sabes lo que te dices, lo reconozco, y si hubiera mareas bajas que nos hicieran perder tiempo, porque ellas serán las que nos atraigan hacia el mar abierto, estaríamos, ciertamente, en la costa en menos de treinta horas. A causa de las mareas bajas, creo que tienes razón: entre cuarenta y ocho y sesenta horas, llegaremos a la costa.

—¿Estás convencido? ¿Partes conmigo?

—Casi. Supongamos que estamos en Tierra Grande, en la selva. ¿Qué hacemos, entonces?

—Hay que aproximarse a los alrededores de Kourou. Allí, hay una aldea de pescadores bastante importante, y se encuentran buscadores de balata y de oro. Hay que aproximarse con prudencia, pues también hay un campamento forestal de presidiarios. Ciertamente, hay pistas de penetración en la selva para ir hacia Cayena y hacia un campamento de chinos que se llama Inini. Será preciso amenazar a un preso o a un civil negro, y obligarlo a que nos conduzca a Inini. Si el tipo se porta bien, le daremos quinientos francos y que se largue. Si es un preso, le obligaremos a huir con nosotros.

—¿Qué vamos a hacer en Inini, en ese campamento especial para indochinos?

—Allí está el hermano de Chang.

—Sí, está mi hermano. El fugarse con vosotros, el seguro encontrar canoa y víveres. Cuando vosotros encontrar Cuic-Cuic, vosotros tener todo para la fuga. Un chino nunca es chivato. Así que cualquier anamita que encontréis en la selva, vosotros hablad y él avisar Cuic-Cuic.

—¿Por qué llamáis Cuic-Cuic a tu hermano? —pregunta Sylvain.

—No lo sé, son franceses quienes le bautizaron Cuic-Cuic. —Y añade—: Atención. Cuando vosotros casi llegados a Tierra Grande, encontrar arenas movedizas. Jamás andar por orilla; no bueno; tragaros. Esperar que otra marea os empuje hasta la selva para poder agarrar bejucos y ramas de árboles. Si no, vosotros jodidos.

—¡Ah, sí, Sylvain! No hay que andar nunca por la arena, aunque sea muy cerca de la costa. Es preciso esperar a que podamos agarrar ramas o bejucos.

—De acuerdo, Papillon. Estoy decidido.

—Como las dos balsas están hechas igual, poco más o menos, y como tenemos el mismo peso, seguro que no nos separaremos demasiado el uno del otro. Pero nunca se sabe. En caso de que nos perdamos, ¿cómo nos encontraremos? Desde aquí, no se ve Kourou. Pero tú has advertido, cuando estabas en Royale, que a la derecha de Kourou, aproximadamente a veinte kilómetros, hay una rocas blancas que se distinguen bien cuando les da el sol.

—Sí.

—Son las únicas rocas de toda la costa. A derecha e izquierda hasta el infinito, hay arenas movedizas. Esas rocas son blancas a causa de la mierda de los pájaros. Los hay a millares, y como jamás va un hombre allí, es un refugio para rehacerse antes de internarse en la selva. Nos zamparemos huevos y los cocos que llevemos. No encenderemos fuego. El primero que llegue esperará al otro.

—¿Cuántos días?

—Cinco. Es imposible que en menos de cinco días el otro no acuda a la cita.

Las dos balsas están hechas. Hemos forrado los sacos para que sean más resistentes. Le he pedido diez días a Sylvain para poder entrenarme el mayor número de horas posibles en cabalgar un saco. El hace lo mismo. Cada vez, nos damos cuenta de que cuando los sacos están a punto de volcar, se requieren esfuerzos suplementarios para mantenerse encima. Cada vez que se pueda, será preciso acostarse encima. Hay que tener cuidado de no dormirse, pues puede perderse el saco al caer uno al agua y no poderlo recobrar. Chang me ha confeccionado un saquito estanco que me colgaré del cuello, con cigarrillos y un encendedor de yesca. Rallamos diez cocos cada uno, para llevárnoslos. Su pulpa nos permitirá soportar el hambre y, también, saciar la sed. Al parecer, Santori tiene una especie de bota de piel para guardar vino, pero no la utiliza. Chang, que a veces va a casa del guardián, tratará de chorizársela.

Es para el domingo a las diez de la noche. La marea, debido al plenilunio, debe de ser de ocho metros. Lisette tendrá, pues, toda su fuerza. Chang dará él solo de comer a los cerdos el domingo por la mañana. Yo voy a dormir todo el día del sábado y todo el domingo. Partida a las diez de la noche. El flujo habrá comenzado ya a las dos.

Es imposible que mis dos sacos se desaten el uno del otro. Están atados con cuerdas de cáñamo trenzado, con alambre de latón y cosidos entre sí con un grueso hilo de vela. Hemos encontrado unos sacos mayores, y la abertura de cada uno encaja en la del otro. Los cocos no podrán escaparse de ningún modo.

Sylvain no para de hacer gimnasia, y yo me hago dar masaje en los muslos por las pequeñas olas que dejo romper contra ellos durante largas horas. Estos golpes repetidos del agua en mis muslos y las tracciones que me veo obligado a hacer ante cada ola para resistirla, me han dejado unas piernas y unos muslos de hierro.

En un pozo fuera de uso de la isla, hay una cadena de casi tres metros. La he trenzado a las cuerdas que atan mis sacos. Tengo un perno que pasa a través de los eslabones. En caso de que no pudiera resistir más, me ataría a los sacos con la cadena. Tal vez, así, pudiera dormir sin correr el riesgo de caer al agua y perder mi balsa. Si los sacos vuelcan, el agua me despertará y los volveré a colocar.

—Bueno, Papillon, ya sólo faltan tres días.

Sentados en el banco de Dreyfus, contemplamos a Lisette.

—Sí, sólo tres días, Sylvain. Yo creo que lo conseguiremos. ¿Y tú?

—Es verdad, Papillon. El martes por la noche o el miércoles por la mañana, estaremos en la selva. Y, entonces, ¡que nos echen un galgo!

Chang nos rallará los diez cocos de cada uno. Además de los cuchillos, llevamos dos machetes robados en la reserva de útiles.

El campamento de Inini se halla al este de Kourou. Sólo caminando por la mañana, cara al sol, estaremos seguros de seguir la dirección conveniente.

—El lunes por la mañana, Santori volver majareta dice Chang. —Yo no decir que tú y Papillon desaparecidos antes del lunes a las tres de la tarde, cuando guardián terminado siesta.

—¿Y por qué no llegas corriendo y dices que se nos ha llevado una ola mientras estábamos pescando?

—No, yo no complicaciones. Yo decir: «Jefe, Papillon y Stephen no venidos a trabajar hoy. Yo he dado de comer solo a los cerdos».

Ni más ni menos.