—Como hay guerra y los castigos han sido reforzados en caso de evasión fallida, no es el momento de pensar en una fuga, ¿verdad, Salvidia?
El italiano del estuche de oro del convoy y yo discutimos en el lavadero, tras haber releído el cartel que nos da a conocer las nuevas disposiciones en caso de evasión. Le digo:
—Sin embargo, el riesgo de ser condenado a muerte no me impedirá huir. ¿Y a ti?
—Yo, Papillon, no puedo más, quiero darme el piro. Pase lo que pase. He solicitado que me destinen al asilo de locos como enfermero. Sé que en la despensa del asilo se encuentran dos toneles de doscientos veinticinco litros, o sea, más que suficientes para construir una balsa. Uno está lleno de aceite de oliva y el otro, de vinagre. Bien atados el uno al otro, de manera que no puedan separarse, me parece que existiría una oportunidad de llegar a Tierra Grande. Bajo los muros que rodean los edificios destinados a los locos, por el lado exterior, no hay vigilancia. En el interior, sólo hay una guardia permanente de un vigilante enfermero que, ayudado por unos presos, vigila sin cesar lo que hacen los enfermos. ¿Por qué no vienes conmigo allí?
—¿Como enfermero?
—Esto es imposible, Papillon. Sabes muy bien que jamás se te dará un destino en el asilo. Su situación, alejada del campamento, su escasa vigilancia, reúne todas las condiciones para que no te manden allá. Pero podrías ir como loco.
—Es difícil, Salvidia. Cuando un doctor te clasifica como «Chalado», no te da ni más ni menos que el derecho de hacer impunemente cualquier cosa. En efecto, se te reconoce como irresponsable de tus actos. ¿Te das cuenta de la responsabilidad que contrae el galeno cuando admite eso y firma un diagnóstico en tal sentido? Puedes matar a un preso, incluso a un guardián o a la mujer de un guardián o a un crío. Puedes evadirte, cometer cualquier delito y la justicia ya no puede nada contra ti. Lo máximo que puede hacerte es meterte en una celda acolchada, en cueros, con la camisa de fuerza. Este régimen sólo puede durar cierto tiempo, y, un día, ellos tendrán que suavizar el tratamiento. Resultado: por cualquier acto gravísimo, incluida la evasión, sales bien librado.
—Papillon, tengo confianza en ti y quisiera pirármelas contigo. Haz lo imposible por ir a reunirte conmigo, como loco. En mi calidad de enfermero, podré ayudarte a encajar el golpe lo mejor posible y aliviarte en los momentos más duros. Reconozco, que debe ser terrible encontrarse, sin estar enfermo, en medio de seres tan peligrosos.
—Sube al asilo, Romeo. Yo voy a estudiar la cuestión a fondo y, sobre todo, a informarme bien acerca de los primeros síntomas de la locura para convencer al galeno. No es mala idea hacer que el galeno —me declare irresponsable.
Comienzo a estudiar seriamente el asunto. No hay ningún libro sobre la materia en la biblioteca del penal. Siempre que puedo, discuto con hombres que han estado más o menos tiempo enfermos. Poco a poco, me hago una idea bastante clara:
1.º Todos los locos sufren dolores atroces en el cerebelo.
2.º A menudo, sienten zumbidos en los oídos.
3.º Como son muy nerviosos, no pueden permanecer largo tiempo acostados en la misma postura sin verse sacudidos por una verdadera descarga de los nervios que los despierta y les hace sobresaltarse dolorosamente, con todo su cuerpo tenso y a punto de estallar.
Es preciso, pues, dejar que se descubran esos síntomas sin indicarlos directamente. Mi locura debe ser, precisamente, lo bastante peligrosa como para obligar al doctor a tomar la decisión de internarme en el asilo, pero no lo bastante violenta como para justificar los malos tratos de los vigilantes, camisa de fuerza, golpes, supresión del alimento, inyección de bromuro, baño frío o demasiado caliente, etc. Si represento bien la comedia, conseguiré engatusar al galeno.
Hay una cosa en mi favor: ¿por qué, por qué razón habría de ser yo un simulador? Al no encontrar el galeno ninguna respuesta lógica a esta pregunta, es probable que pueda yo ganar la partida. No tengo otra solución. Se han negado a enviarme a la isla del Diablo. Ya no puedo soportar más el campamento desde que fue asesinado mi amigo Matthieu. ¡Al demonio con las dudas! Está decidido. El lunes me presentaré a reconocimiento. No, no debo hacerme el enfermo; es mejor que otro se encargue de eso y que sea de buena fe. Debo realizar dos o tres actos anormales en el dormitorio. Entonces, el guardián de cabaña hablará de ellos al vigilante y este me obligará a apuntarme a reconocimiento.
Hace tres días que no duermo, no me lavo y no me afeito. Cada noche, me masturbo muchas veces y como muy poco. Ayer, le pregunté a mi vecino por qué ha quitado de mi sitio una fotografía que jamás ha existido. Ha jurado por lo más sagrado que no ha tocado mis cosas. A menudo, la sopa permanece en una tina algunos minutos antes de ser distribuida. Acabo de aproximarme a la tina y, delante de todos, me he meado dentro. Un escalofrío ha recorrido toda la cabaña, pero mi pinta ha debido impresionar a todo el mundo, pues nadie ha murmurado una palabra. Sólo Grandét me ha dicho:
—Papillon, ¿por qué haces eso?
—Porque se han olvidado de echarle sal.
Y, sin hacer caso de los demás, he ido en busca de mi escudilla y se la he tendido al guardián de cabaña para que me sirviera.
En un silencio total, todo el mundo me ha mirado mientras me comía la sopa.
Estos dos incidentes han bastado para que, esta mañana, me encuentre ante el galeno sin haberlo solicitado.
—Entonces, matasanos, ¿sí o no?
Repito mi pregunta. El doctor, estupefacto, me mira. Lo con templo fijamente con ojos llenos de naturalidad.
—Sí —contesta el galeno—. Y tú, ¿estás enfermo?
—No.
—Entonces, ¿por qué has venido a reconocimiento?
—Por nada. Me dijeron que usted estaba enfermo. Me complace ver que no es verdad. Hasta la vista.
—Espera un poco Papillon. Siéntate ahí, frente a mí. Mírame.
Y el galeno me examina los ojos con una lámpara que arroja un pequeñísimo haz de luz.
—¿No has visto nada de lo que creías descubrir, matasanos? Tu luz no es lo bastante fuerte, pero, al menos, creo que has comprendido, ¿no es así? Dime, ¿los has visto?
—¿El qué? —pregunta el galeno.
—No te hagas el tonto. ¿Eres un doctor o veterinario? No irás a decirme que no has tenido tiempo de verlos antes de que se escondan. O no me lo quieres decir o me tomas por un estúpido.
Tengo los ojos brillantes de fatiga. Mi aspecto, sin afeitar y sin lavar, juega en mi favor. Los guardianes escuchan, pasmados, pero yo no hago ningún gesto de violencia que pueda justificar su intervención. Conciliador y entrando en mi juego para no excitarme, el galeno se levanta y me coloca la mano sobre el hombro. Yo continúo sentado.
—Sí. No quería decírtelo, Papillon, pero he tenido tiempo de verlos.
—Mientes, matasanos, con toda tu sangre fría colonial. ¡Porque no has visto nada en absoluto! Lo que yo pensaba que buscabas son los tres puntos negros que tengo en el ojo izquierdo. Los veo sólo cuando miro al vacío o cuando leo. Pero si tomo un espejo, veo claramente mi ojo, pero ni rastro de los tres puntos. Se esconden tan pronto como agarro el espejo para mirarlos.
—Hospitalícenlo dice el galeno. —Llévenselo inmediatamente. Que no regrese al campamento. Papillon, ¿me dices que no estás enfermo? Tal vez sea verdad, pero yo te encuentro muy fatigado; así que te mandaré algunos días al hospital para que descanses. ¿Quieres?
—No me importa. En el hospital o el campamento, siempre estoy en las Islas.
El primer paso está dado. Una media hora después, me encuentro en el hospital, en una celda clara, con una buena cama limpia, con sábanas blancas. En la puerta, un letrero: «En observación». Poco a poco, autosugestionándome, me transformo en un chalado. Es un juego peligroso el gesto de torcer la boca y morderme el labio inferior, ese gesto estudiado en un trozo de espejo, lo he trabajado tan bien, que a veces me sorprendo haciéndolo sin haber tenido la intención. No conviene entretenerse mucho tiempo con ese jueguecito, Papi. A fuerza de obligarte a sentirte virtualmente desequilibrado puedes salir malparado, si no tarado. Sin embargo, debo emplearme a fondo si quiero llegar a la meta. Ingresar en el asilo, ser clasificado como irresponsable y, después, pirármelas con mi compañero. ¡Darme el piro! Esta frase mágica me transporta, y me veo ya sentado encima de los dos toneles, empujado hacia Tierra Grande en compañía de mi compañero, el enfermero italiano.
El galeno pasa visita cada día. Me examina largo y tendido, y siempre nos hablamos educada y gentilmente. El hombre está turbado, pero aún no convencido. Así, pues, voy a decirle que siento punzadas en la nuca, primer síntoma.
—¿Qué tal, Papillon? ¿Has dormido bien?
—Sí, doctor. Gracias, estoy casi bien. Gracias por el Match que me prestó. En cuanto a dormir, la cosa cambia. En efecto, detrás de mi celda hay una bomba, seguramente para regar algo, pero el pam-pam que produce el brazo de esa bomba, durante toda la noche, me llega hasta la nuca y se diría que, en el interior, produce como un eco: ¡pam-pam! Y eso, toda la noche. Es insoportable. Así que le agradecería que me cambiara de celda.
El galeno se vuelve hacia el guardián y, rápidamente, murmura:
—¿Hay una bomba?
El guardián hace con la cabeza signo de que no.
—Vigilante, cámbielo de celda. ¿Adónde quieres ir?
—Lo más lejos posible de esta maldita bomba, en el extremo del corredor. Gracias, doctor.
La puerta se cierra y me encuentro solo en mi celda. Un ruido casi imperceptible me alerta. Se me observa por una rendija. Seguramente, es el galeno, pues no le he oído alejarse cuando se han retirado. Así que, rápidamente, tiendo el puño hacia la puerta que esconde la bomba imaginaria y grito, no demasiado fuerte:
—¡Párate, párate, maldita asquerosa! ¿No acabarás de regar, jardinero del demonio?
Y me acuesto en mi cama, con la cabeza escondida bajo la almohada.
No he oído cerrarse la aldaba de la mirilla, pero sí unos pasos que se alejan. Conclusión: eran el galeno y el guardián.
Por la tarde, me han cambiado de celda. La impresión que he causado esta mañana ha debido de ser buena porque, para acompañarme unos metros, hasta el fondo del corredor, había dos guardianes y dos presos enfermeros. Como ellos no me han dirigido la palabra, yo tampoco lo he hecho. Me he limitado a seguirlos sin decir nada. Dos días después, segundo síntoma: los zumbidos en los oídos.
—¿Qué tal, Papillon? ¿Has terminado de leer la revista que te mandé?
—No, no la he leído. Me he pasado todo el día y parte de la noche tratando de ahogar un mosquito o moscardón que ha anidado en mi oído. Me pongo un trozo de algodón, pero no hay manera. El ruido de sus alas no se detiene, y zum, zum, zum… Aparte de cosquillearme desagradablemente, el bordoneo es continuo. ¡Y eso acaba por fastidiar, matasanos! ¿Qué piensas de ello? Quizá, si no he conseguido asfixiarlos, podríamos tratar de ahogarlos. ¿Qué dices?
El gesto que hago con la boca no se detiene, y veo que el doctor lo nota. Me toma la mano y me mira fijamente a los ojos. Advierto que está turbado y apenado.
—Sí, amigo Papillon, vamos a ahogarlos. Chatal, mande que le hagan lavados de oído.
Cada mañana, estas escenas se repiten con variantes, pero el doctor no parece decidirse a enviarme al asilo.
Chatal, en una ocasión en que ha venido a ponerme una inyección de bromuro, me advierte:
—Por el momento, todo va bien. El galeno está seriamente afectado, pero lo de mandarte al asilo puede ir para largo. Demuéstrale que puedes ser peligroso si quieres, para que se decida pronto.
—¿Qué tal, Papillon?
El galeno, acompañado por los guardianes enfermeros y por Chatal, me saluda cortésmente al abrirse la puerta de mi celda.
—Para el carro, matasanos. —Mi actitud es agresiva—. Sabes muy bien que me va mal. Y me pregunto quién de vosotros es cómplice del tipo que me tortura.
—¿Y quién te tortura? ¿Y cuándo? ¿Y cómo?
—En primer lugar, matasanos, ¿conoces los trabajos del doctor D’Arsonval?
—Sí, supongo…
—Sabes que ha inventado un oscilador de ondas múltiples para ionizar el aire alrededor de un enfermo aquejado de úlceras duodenales. Con este oscilador, se envían corrientes eléctricas. Pues bien; figúrate que un enemigo mío ha chorizando un aparato del hospital de Cayena. Cada vez que estoy durmiendo tranquilamente, pulsa el botón y la descarga me alcanza en pleno vientre y en los muslos. Me disparo de golpe, y doy un salto en mi cama de más de diez centímetros de altura. ¿Cómo quieres que así pueda resistir y dormir? Esta noche no ha parado. Apenas he comenzado a cerrar los ojos, ¡pam!, cuando ha llegado la corriente. Todo mi cuerpo se distiende como un resorte al ser liberado. ¡No puedo más, matasanos! Advierte a todo el mundo que al primero que descubra que es cómplice de ese tipo, lo desmonto. No tengo ninguna clase de armas, es cierto, pero sí bastante fuerza como para estrangularlo, sea quien sea. ¡A buen entendedor, etcétera! Y déjame en paz con tus buenos días de hipócrita y tus «¿qué tal, Papillon?». Te lo repito, matasanos, ¡para el carro!
El incidente ha dado sus frutos. Chatal me ha dicho que el médico ha advertido a los guardianes que tengan mucho cuidado. Que no abran jamás la puerta de mi celda si no son dos o tres, y que me hablen siempre cortésmente. El médico dice: «Sufre de manía persecutoria, y hay que enviarlo al asilo lo antes posible».
—Creo que, acompañado por un solo vigilante, puedo encargarme de conducirlo al asilo —ha propuesto Chatal, para evitar que me pongan la camisa de fuerza.
—Papi, ¿has comido bien?
—Sí, Chatal, la comida está buena.
—¿Quieres venir conmigo y con Monsieur Jeannus?
—¿Adónde vais?
—Vamos hasta el asilo a llevar los medicamentos. Te sentará bien un paseo.
Y los tres salimos del hospital, hacia el asilo. Mientras caminamos, Chatal habla y, luego, en un momento dado, cuando estamos a punto de llegar, dice:
—¿Estás cansado del campamento, Papillon?
—¡Oh, sí! Estoy harto, sobre todo desde que mi amigo Carbonieri ya no está allí.
—¿Porqué no te quedas unos días en el asilo? Así, el tipo del aparato acaso tarde más en enviarte la corriente.
—Es una buena idea, pero ¿tú crees que me admitirán? No estoy enfermo del cerebro.
—Déjame hacer. Hablaré por ti —dice el guardián, muy contento de que caiga en la supuesta trampa de Chatal.
Así, pues, estoy en el asilo con un centenar de locos. ¡Y no es grano de anís vivir con unos majaretas! En grupos de treinta a cuarenta, tomamos el aire en el patio mientras los enfermeros limpian las celdas. Todo el mundo va completamente desnudo, día y noche. Por fortuna, hace calor. A mí, me han dejado el calzado.
Acabo de recibir del enfermero un cigarrillo encendido. Sentado al sol, pienso que hace ya cinco días que estoy aquí y que aún no he podido ponerme en contacto con Salvidia.
Se me acerca un loco. Conozco su historia. Se llama Fouchet. Su madre había vendido su casa para enviarle quince mil francos a través de un vigilante, y así tratar de evadirse. El guardián debía quedarse cinco mil y entregar diez mil. Ese guardián arrambló con todo, y luego se marchó a Cayena. Cuando Fouchet supo por otro conducto que su madre le había mandado la pasta, y que se había despojado de todo inútilmente, se volvió loco furioso y, el mismo día, atacó a unos vigilantes. Reducido, no tuvo tiempo de hacer daño. Desde aquel día, hace ya tres o cuatro años de ello, está con los locos.
—¿Quién eres?
Miro a ese pobre hombre, joven aún, de unos treinta años, plantado ante mí y que me interroga.
—¿Quién soy? Un hombre como tú, ni más ni menos.
—Es una contestación estúpida. Veo que eres un hombre puesto que tienes una verga y unos cojones; si fueras una mujer, tendrías un agujero. Te pregunto quién eres, es decir, cómo te llamas.
—Papillon.
—¿Papillon? ¿Eres una mariposa? Pobre de ti. Una mariposa vuela y tiene alas. ¿Dónde están las tuyas?
—Las he perdido.
—Es preciso que las encuentres, así podrás escaparte. Los guardianes no tienen alas. Los engañarás. Dame tu cigarrillo.
Sin darme tiempo a tendérselo, me lo saca de la boca. Luego, se sienta frente a mí y fuma con delectación.
—Y tú, ¿quién eres? —le pregunto.
—Yo soy un desdichado. Cada vez que tienen que darme algo que me pertenece, me estafan.
—¿Por qué?
—Porque así son las cosas. Así que mato la mayor cantidad posible de guardianes. Esta noche, he colgado a dos. Sobre todo, no se lo digas a nadie.
—¿Por qué los has colgado?
—Me han robado la casa de mi madre. Figúrate que mi madre me ha enviado su casa, y ellos, como la han encontrado bonita, se la han quedado y viven dentro. ¿Acaso no he hecho bien en colgarles?
—Tienes razón. Así no se aprovecharán de la casa de tu madre.
—El guardián gordo que ves allí, detrás de la reja, ¿lo ves?, también vive en la casa. A ese, también me lo cargaré, ya verás.
Se levanta y se va.
¡Uf! No es divertido estar obligado a vivir entre locos, sino peligroso. Por la noche, gritan en todas partes, y cuando hay luna llena, están más excitados que nunca. ¿Cómo puede influir la luna en la agitación de los dementes? No puedo explicarlo, pero he comprobado muchas veces que influye.
Los guardianes redactan informes sobre los locos que están en observación. Conmigo, hacen experimentos. Por ejemplo, olvidan voluntariamente sacarme al patio. Esperan a ver si lo reclamo. O bien no me dan una comida. Tengo un bastón con un bramante y hago ver que pesco. El jefe de vigilantes dice:
—¿Pican, Papillon?
—No pueden picar. Imagínate que, cuando pesco, hay un pececito que me sigue a todas partes, y cuando un pez grande va a picar, el pequeño le advierte: «No seas estúpido y no piques; pesca Papillon». Por eso nunca atrapo nada. Sin embargo, continúo pescando. Tal vez, un día, haya uno que no lo crea.
Oigo que el guardián le dice al enfermero:
—¡Ese ya tiene lo suyo!
Cuando me siento en la mesa común del refectorio, nunca puedo comerme un plato de lentejas. Hay un gigante de un metro noventa por lo menos, de brazos, piernas y torso velludos como un mono. Me ha elegido como chivo expiatorio. Para empezar, se sienta siempre a mi lado. Las lentejas se sirven muy calientes, con lo que, para comerlas, es preciso aguardar a que se enfríen. Con mi cuchara de palo, tomo un poco y, soplando encima, llego a comer algunas cucharadas. Ivanhoe —pues cree ser Ivanhoe toma su plato, lo agarra por los bordes y se lo traga todo de un tirón. Luego, toma el mío y hace lo mismo. Una vez se lo ha zampado, lo pone delante de mí ruidosamente y me mira con sus ojos enormes inyectados en sangre, como si quisiera decir: «¿Has visto cómo me como las lentejas?» Empiezo a estar harto de Ivanhoe y como aún no estoy clasificado como loco, he decidido dar un golpe de teatro a sus costillas. Otra vez hay lentejas. Ivanhoe no me mira. Se ha sentado a mi lado. Su rostro aparece radiante y saborea por adelantado el gozo de soplarse sus lentejas y las mías. Coloco ante mí una gran jarra de tierra cocida llena de agua, muy pesada. Apenas el gigante levanta mi plato y comienza a dejar fluir las lentejas en su garganta, me pongo en pie, y con todas mis fuerzas, le rompo la jarra de agua en la cabeza. El gigante se derrumba con un grito de bestia. De forma igualmente repentina, todos los locos empiezan a lanzarse los unos contra los otros, armados con los platos. Se desencadena un zipizape espantoso. Además, la pelea colectiva está orquestada por los gritos de todo el mundo.
Agarrado en vilo, me encuentro de nuevo en mi celda, donde cuatro robustos enfermeros me han llevado a toda velocidad y sin miramientos. Grito como un desesperado que Ivanhoe me ha robado la cartera con mi tarjeta de identidad. ¡Esta vez, lo consigo! El médico se ha decidido a declararme irresponsable de mis actos. Todos los guardianes están de acuerdo en reconocer que soy un loco apacible, pero que, en algunos momentos, puedo ser peligroso. Ivanhoe lleva un hermoso vendaje en la cabeza. Se la he abierto, al parecer, en más de ocho centímetros. Por suerte, no se pasea a las mismas horas que yo.
He podido hablar con Salvidia. Tiene ya el duplicado de la llave de la despensa donde se guardan los toneles. Trata de procurarse la cantidad suficiente de alambre para atarlos juntos. Le he dicho que temo que los alambres se rompan a causa de los estirones que van a dar los toneles en el mar, y que sería mejor tener cuerdas, que serían más elásticas. Tratará de conseguirlas, y así habrá cuerdas y alambres. También es preciso que haga tres llaves: una de mi celda, otra del pasillo que conduce a ella y una tercera de la puerta principal del asilo. Las rondas son poco frecuentes. Un solo guardián para cada turno de cuatro horas. De nueve de la noche a una de la madrugada, y de una a cinco. Dos de los guardianes, cuando están de centinela, duermen durante todo el tiempo y no efectúan ninguna ronda. Cuentan con el preso enfermero, que está de guardia con ellos. Así, pues, todo va bien, sólo es cuestión de paciencia. Un mes, todo lo más, y podremos dar el golpe.
El jefe de vigilantes me ha dado un cigarro malo encendido al salir al patio. Pero aun malo, me parece delicioso.
Contemplo ese rebaño de hombres desnudos que cantan, lloran, hacen gestos de idiota, hablan solos. Todavía mojados por la ducha que todos toman antes de volver al patio, con sus pobres cuerpos maltratados por los golpes recibidos o que ellos mismos se han dado, y marcados por las huellas de los cordones de la camisa de fuerza demasiado apretados. Es, precisamente, el espectáculo del fin del camino de la podredumbre. ¿Cuántos de estos chalados han sido reconocidos responsables de sus actos por los psiquiatras en Francia?
Titin —lo llaman así— pertenece a mí convoy de 1933. Mató a un tipo en Marsella, luego tomó un «simón», cargó a su víctima en él y se hizo conducir al hospital donde, al llegar, dijo: «Aquí tienen. Cuídenlo. Creo que está enfermo». Detenido allí mismo, el jurado no supo ver en él ningún grado, por mínimo que fuese, de irresponsabilidad. Sin embargo, tenía que haber estado ya mochales para haber hecho semejante cosa. El tipo más imbécil, normalmente, se hubiera dado cuenta de que iba a hacerse sospechoso. Y ahí está Titin sentado a mi lado. Tiene disentería crónica. Es un verdadero cadáver ambulante. Me mira con sus ojos de color gris hierro, atontados. Me dice:
—Tengo monitos en el vientre, paisano. Los hay que son malos, y me muerden en los intestinos, y por eso hago sangre cuando están enfadados. Otros son de una raza velluda, llenos de pelos, y tienen las manos suaves como plumas. Me acarician dulcemente e impiden que los otros, los perversos, me muerdan. Cuando esos suaves monitos quieren defenderme, no hago sangre.
—¿Te acuerdas de Marsella, Titin?
—Caramba, si me acuerdo de Marsella. Muy bien, me acuerdo. La plaza de la Bolsa, con sus estatuas…
—¿Recuerdas los nombres de algunas?
—No, no me acuerdo de los nombres; sólo de un estúpido «Simón» que me condujo al hospital con mi amigo enfermo y que me dijo que yo era causa de su enfermedad. Eso es todo.
—¿Y tus amigos?
—No lo sé.
Le doy mi colilla al pobre Titin y me levanto con una inmensa piedad en el corazón por ese pobre ser que morirá como un perro. Sí, es muy peligroso convivir con locos, pero ¿qué hacer? En todo caso, es la única manera, creo yo, de planear una fuga sin que se corra el riesgo de sufrir condena.
Salvidia está casi dispuesto. Tiene ya dos de las tres llaves; sólo le falta la de mi celda. Yo tengo que fingir, de vez en cuando, una crisis.
He organizado una tan perfecta, que los guardianes enfermeros me han metido en una bañera con agua muy caliente y me han puesto dos inyecciones de bromuro. Esa bañera está cubierta por una tela muy fuerte, de manera que no pueda salir. Tan sólo mi cabeza sobresale por un agujero. Hace ya más de dos horas que estoy en este baño con esta especie de camisa de fuerza, cuando entra Ivanhoe. Estoy aterrorizado al ver la manera como me mira ese bruto. Tengo un miedo espantoso de que me estrangule. Ni siquiera puedo defenderme, pues mis brazos están bajo la tela.
Se me aproxima, sus grandes ojos me contemplan con atención y tiene el aspecto de cavilar dónde ha visto antes esa cabeza que emerge como de un cepo. Su aliento y un olor a podrido inundan mi rostro. Tengo deseos de pedir socorro a gritos, pero temo ponerle más furioso aún con mis voces. Cierro los ojos y espero, convencido de que va a estrangularme con sus manazas de gigante. Esos escasos segundos de terror no los olvidaré fácilmente. Al fin, se aleja de mí, yerra por la sala y, luego, va hacia los pequeños volantes que dan el agua. Cierra la fría y abre del todo el agua hirviendo. Grito como un condenado, pues estoy a punto de ser literalmente cocido. Ivanhoe ha salido. Hay vapor en toda la sala, me ahogo al respirarlo y hago esfuerzos sobrehumanos, aunque en vano, para tratar de forzar esta tela maldita. Al fin, me socorren. Los guardianes han visto el vapor que salía por la ventana. Cuando me sacan de aquel hervidero, tengo horribles quemaduras y sufro muchísimo. Sobre todo, en los muslos y en las partes donde la piel se ha levantado. Pintado todo yo de ácido pícrico, me acuestan en la salita de la enfermería del asilo. Mis quemaduras son tan graves, que llaman al doctor. Algunas inyecciones de morfina me ayudan a pasar las primeras veinticuatro horas. Cuando el galeno me pregunta qué ha sucedido, le digo, que ha surgido un volcán en la bañera. Nadie comprende qué ha pasado. Y el guardián enfermero acusa al que ha preparado el baño por haber regulado mal los grifos.
Salvidia acaba de salir después de haberme untado de pomada pícrica. Está preparado, y me señala que es una suerte que esté en la enfermería, ya que si fracasa la fuga, podemos volver a esta parte del asilo sin ser vistos. Debe de hacerse rápidamente con una llave de la enfermería. Acaba de imprimir la huella en un trozo de jabón. Mañana tendremos la llave. De mi cuenta corre decir el día que me sienta lo bastante curado como para aprovechar la primera guardia de uno de los guardianes que no hacen ronda.
La hora H será esta noche, durante la guardia de una a cinco de la madrugada. Salvidia no está de servicio. Para ganar tiempo, vaciará el tonel de vinagre hacia las once de la noche. El otro, el de aceite, lo haremos rodar lleno, pues el mar está muy embrabecido, y el aceite acaso nos sirva para calmar las olas al botarlo.
Tengo un pantalón hecho con sacos de harina, cortado por las rodillas, una blusa de marinero y un buen cuchillo al cinto. También tengo un saquito impermeable que me colgaré del cuello. Contiene cigarrillos y un encendedor de yesca. Salvidia, por su parte, ha preparado una alforja estanca con harina de mandioca, que ha embebido de aceite y azúcar. Casi tres kilos, me dice. Es tarde. Sentado en mi cama aguardo a mi compañero. Mi corazón bate con grandes latidos. Dentro de unos instantes, la fuga comenzará. Que la suerte y Dios me favorezcan, para que, ¡al fin!, resulte para siempre vencedor del camino de la podredumbre.
Cosa extraña, no tengo más que un pensamiento fugitivo sobre el pasado, y se dirige hacia mí padre y mi familia. Ni una imagen de la Audiencia, del jurado o del fiscal.
En el momento en que se abría la puerta, evocaba, a pesar mío, a Matthieu literalmente arrastrado de pie por los tiburones.
—Papi, ¡en marcha!
Le sigo.
Rápidamente, cierra la puerta y esconde la llave en un rincón del pasillo.
—Date prisa, date prisa.
Llegamos a la despensa, cuya puerta está abierta. Sacar el tonel vacío es cosa de niños. Salvidia se rodea el cuerpo de cuerdas y yo, de alambres. Tomo la alforja de harina y empiezo, en la noche negra como la tinta, a empujar rodando mí tonel hacia el mar. Salvidia viene detrás, con el tonel de aceite. Por supuesto, es muy resistente, y mi compañero consigue con bastante facilidad frenarlo lo suficiente en esta bajada a pico.
—Con suavidad, con suavidad; procura que no tome velocidad.
Lo espero, por si deja escapar su tonel que, entonces, tropezaría con el mío. Desciendo de espaldas, yo delante y mi tonel detrás. Sin ninguna dificultad llegamos a la parte baja del camino. Hay un pequeño acceso al mar, pero las rocas son difíciles de franquear.
—Vacía el tonel. Nunca podremos pasar estas rocas si está lleno.
El viento sopla con fuerza y las olas rompen rabiosamente contra las rocas. Ya está vacío.
—Métele el corcho bien adentro. Espera; ponle esa placa de hierro encima.
Los agujeros ya están hechos.
—Hunde bien las puntas.
Con el fragor del viento y de las olas, los golpes no pueden oírse.
Bien atados el uno al otro, los dos toneles resultan difíciles de pasar por encima de las rocas. Cada uno de ellos tiene una capacidad de doscientos veinticinco litros. Son voluminosos y nada fáciles de manejar. El lugar escogido por mi compañero para botar la improvisada balsa, no facilita las cosas.
—¡Empuja, maldita sea! Levántalo un poco. ¡Cuidado con esta ola!
Los dos somos levantados, junto con los toneles, y repelidos duramente contra la roca.
—¡Cuidado! ¡Van a romperse, aparte de que también nosotros podemos rompernos una pata o un brazo!
—Cálmate, Salvidia. O pasa adelante, hacia el mar, o ven aquí atrás. Aquí estás bien. Tira hacia ti de un solo golpe cuando yo grite. Al mismo tiempo, yo empujaré, y seguramente nos apartaremos de las rocas. Pero, para eso, es preciso, ante todo, aguantar y mantenerse en el sitio, aunque seamos cubiertos por la primera ola.
Cuando grito estas órdenes a mi compañero, en mitad de esta batahola de viento y de oleaje, creo que las ha oído. Una gran ola cubre por completo el bloque compacto que formamos el tonel, Salvidia y yo. Entonces, rabiosamente, con todas mis fuerzas, empujo la balsa. El, seguramente, también estira, pues de un solo golpe nos vemos libres y arrastrados por la ola. Salvidia ha sido el primero en subirse encima de los toneles y, en el momento en que yo, a mi vez, me izo, una ola enorme nos coge por debajo y nos lanza como una pluma contra una roca puntiaguda y salediza. El espantoso golpe es tan fuerte, que los toneles se parten y los fragmentos se dispersan. Cuando la ola se retira, me lleva a veinte metros de la roca. Nado y me dejo arrastrar por otra ola que avanza directamente hacia la costa. Aterrizo literalmente sentado entre dos rocas. Tengo tiempo de agarrarme antes de ser arrastrado de nuevo. Con contusiones en todas partes, consigo alejarme de allí, pero cuando salgo del agua, me doy cuenta de que he sido llevado a más de cien metros del punto donde efectuamos la botadura.
Sin tomar precauciones, grito:
—¡Salvidia! ¡Romeo! ¿Dónde estás?
No me contesta nadie. Anonadado, me echo en el camino, me despojo del pantalón y de mi blusa de marinero de lana, y me encuentro completamente desnudo, sin más que mis botas. ¡Maldita sea! ¿Dónde está mi amigo? Y grito de nuevo hasta desgañitarme:
—¿Dónde estás?
Tan sólo el viento, el mar y las olas me responden. Me quedo allí no sé cuánto tiempo, inmóvil, Completamente agotado física y moralmente. Luego, lloro de rabia y arrojo el saquito que llevo al cuello, con el tabaco y el encendedor, atención fraternal de mi amigo hacia mí, pues él no fuma.
En pie, cara al viento, cara a esas olas monstruosas que vienen a barrerlo todo, levanto el puño e increpo al Cielo.
El viento amaina, y esa calma aparente me hace bien y me devuelve a la realidad.
Subiré de nuevo al asilo y, si puedo, volveré a la enfermería. Con un poco de suerte, será posible.
Asciendo otra vez la costa con una sola idea: regresar y acostarme en mi cama. Ni visto ni oído. Sin dificultades, llego al corredor de la enfermería. He saltado el muro del asilo, pues no sé dónde ha puesto Salvidia la llave de la puerta principal.
Sin necesidad de buscar mucho, encuentro la llave de la enfermería. Entro de nuevo y cierro tras de mí con dos vueltas. Me dirijo a la ventana y arrojo la llave muy lejos; cae al otro lado de la pared. Y me acuesto. Lo único que podría delatarme es el hecho de que mis botas estén mojadas. Me levanto y voy a sacudirlas a la letrina. Con la sábana subida hasta la cara, poco a poco entro en calor. El viento y el agua de mar me habían helado. ¿Acaso mi compañero se ha ahogado de veras? Tal vez ha sido arrastrado mucho más lejos que yo, y ha podido ir a dar en el extremo de la isla. ¿No he regresado demasiado, pronto? Hubiera debido esperar un poco más. Me recrimino por haber admitido con demasiada rapidez que mi compañero estaba perdido.
En el cajón de la mesita de noche, se encuentran dos pastillas para dormir. Me las trago sin agua. La saliva me basta para que se deslicen cuello abajo.
Duermo hasta que, sacudido, veo al guardián enfermero ante mí. La habitación, está llena de sol y la ventana, abierta. Tres enfermeros miran desde fuera.
—¿Qué pasa, Papillon? Duermes como una marmota. Son las diez de la mañana. ¿No te has bebido el café? Está frío. Mira, bébetelo.
No del todo despierto, advierto al menos que, por lo que a mí respecta, nada parece anormal.
—¿Por qué me ha despertado?
—Porque como tus quemaduras están curadas, tenemos necesidad de la cama. Vas a volver a tu celda.
—De acuerdo, jefe.
Y lo sigo. Al pasar, me deja en el patio. Aprovecho la ocasión para dejar secar mi calzado.
Hace ya tres días que la fuga ha fracasado. Ningún rumor ha llegado hasta mí. Voy de mi celda al patio y del patio a mi celda. Salvidia no ha vuelto a aparecer, así que el pobre ha muerto, sin duda aplastado contra las rocas. Yo mismo me he escapado por los pelos y, con toda seguridad, me he salvado porque iba detrás en vez de delante. ¿Cómo saber lo que ha pasado? Es preciso que salga del asilo. Va a ser más difícil hacer creer que estoy curado o, al menos, apto para regresar al campamento, que ingresar en el asilo. Ahora, es preciso que convenza al doctor de que estoy mejor.
—Monsieur Rouviot es el jefe de enfermeros, —tengo frío por la noche. Le prometo no ensuciar mi ropa. ¿Por qué no me da usted un pantalón y una camisa, por favor?
El guardián está estupefacto. Me mira muy sorprendido y me dice:
—Siéntate conmigo, Papillon. Dime, ¿qué te pasa?
—Jefe, estoy sorprendido de encontrarme aquí. Esto es el asilo, de modo que estoy entre los locos, ¿no? ¿Acaso, por azar, he perdido la chaveta? ¿Por qué estoy aquí? Tenga la amabilidad de decírmelo, jefe.
—Querido Papillon, has estado enfermo, pero veo que tienes mejor aspecto. ¿Quieres trabajar?
—Sí.
—¿Qué quieres hacer?
—Cualquier cosa.
Y heme aquí vestido, ayudando a limpiar las celdas. Por la noche, me dejan la puerta abierta hasta las nueve, y me encierran sólo cuando entra de turno el guardián de noche.
Un auvernés, preso enfermero, me ha hablado por primera vez ayer por la noche. Estábamos solos en el puesto de guardia. El guardián aún no había llegado. Yo no conocía a aquel tipo, pero él, según dice, me conoce bien.
—No vale la pena que continúes fingiendo ya, macho.
—¿Qué quieres decir?
—Pero, bueno, ¿acaso crees que me la has dado con queso con tu comedia? Hace siete años que soy enfermero con los majaretas, y desde la primera semana comprendí que eras un tambor (simulador).
—¿Y qué más?
—Que lamento sinceramente que fracasaras en tu fuga con Salvidia. A él le costó la vida. De veras que lo siento, porque era un buen amigo, a pesar de que, antes, nunca se franqueó conmigo, pero no se lo tomo en cuenta. Si tú tienes necesidad de lo que sea, dímelo; me sentiré feliz de hacerte un favor. Sus ojos tienen una mirada tan franca, que no dudo de su rectitud. Y si nunca oí hablar bien de él, tampoco oí hablar mal, así que debe ser un buen chico.
¡Pobre Salvidia! Debió de armarse una buena cuando se advirtió que se había marchado. Han encontrado los fragmentos de tonel devueltos por el mar. Están seguros de que se lo han zampado los tiburones. El galeno organiza un follón de mil demonios a causa del aceite derramado. Dice que, con la guerra, tardaremos en volver a conseguirlo.
—¿Qué me aconsejas que haga?
—Voy a hacer que te nombren del grupo que sale del asilo todos los días a buscar víveres al hospital. Te servirá de paseo. Comienza a portarte bien. Y de diez conversaciones, mantén ocho sensatas, pero tampoco hay que curarse demasiado de prisa.
—Gracias. ¿Cómo te llamas?
—Dupont.
—Gracias, macho. No olvidaré tus buenos consejos.
Hace ya casi un mes que se me fastidió el piro. Seis días más tarde, han encontrado el cuerpo flotante de mi compañero. —Por un azar inexplicable, los tiburones no se lo habían zampado. Pero los demás peces, al parecer, habían devorado todas sus entrañas y una parte de la pierna, según me cuenta Dupont. Su cráneo estaba roto. En razón de su grado de descomposición, no se le ha hecho la autopsia. Pregunto a Dupont si tiene la posibilidad de hacerme salir una carta para el Correo. Habría que remitírsela a Galgani para que, en el momento de sellar la saca del Correo, la deslice dentro.
Escribo a la madre de Romeo Salvidia, en Italia:
Señora: Su hijo ha muerto sin cadenas en los pies. Ha muerto en el mar, valientemente, lejos de los guardias y de la prisión. Ha muerto libre y luchando audazmente para conquistar su libertad. Nos habíamos prometido el uno al otro escribir a nuestra familia si una desgracia nos sucedía a cualquiera de los dos. Cumplo con este doloroso deber, besando a usted filialmente la mano.
El amigo de su hijo,
PAPILLON.
Una vez cumplido este deber, decido no pensar más en esta pesadilla. Es la vida. Queda salir del asilo, ir cueste lo que cueste a la isla del Diablo e intentar una nueva fuga.
El guardián me ha nombrado jardinero de su jardín. Hace ya dos meses que me porto bien, y he conseguido que me aprecien hasta el punto de que ese imbécil de guardián no quiere soltarme. El auvernés me dice que, en la última visita el galeno quería hacerme salir del asilo para enviarme al campamento en «salida de prueba». El guardián se ha opuesto diciendo que su jardín nunca había sido trabajado con tanto cuidado.
Así que, esta mañana, he arrancado todas las fresas y las he arrojado a la basura. En el sitio de cada fresa, he plantado una crucecita. Tantas fresas, tantas cruces. No vale la pena describir el escándalo que se armó. Aquel animalote de guardián de presidio ha llegado al grado máximo de la indignación. Babeaba y se ahogaba al querer hablar, pero ningún sonido brotaba de su boca. Sentado en una carretilla, al final ha llorado a moco tendido. Me he pasado un poco de rosca, pero ¿qué podía hacer?
El galeno no se ha tomado el asunto por lo trágico.
—Este enfermo —insiste— debe ser sometido a una «salida de prueba» al campamento, para readaptarse a la vida normal. Esa idea extravagante se le ha ocurrido por estar solo en el jardín.
—Dime, Papillon, ¿por qué has arrancado las fresas y has colocado cruces en su lugar?
—No puedo explicar esta acción, doctor, y le pido perdón al vigilante. A él le gustaban tanto las fresas, que estoy desolado de veras. Le pediré al buen Dios que le conceda otras.
Heme aquí en el campamento. Vuelvo a encontrar a mis amigos. El lugar de Carbonieri está vacío, y yo coloco mi hamaca al lado de ese espacio vacío, como si Matthieu continuara estando allí.
El doctor me ha hecho coser en la blusa de marinero: «En tratamiento especial». Nadie más que el galeno debe mandarme. Me ha dado orden de recoger las hojas desde las ocho a las diez de la mañana, frente al hospital. He bebido el café y he fumado algunos cigarrillos en compañía del galeno, en un sillón, ante su casa. Su esposa está sentada con nosotros, y el galeno trata de que yo le hable de mi pasado, ayudado por su mujer.
—¿Y qué más, Papillon? ¿Qué le sucedió después de haber dejado a los indios pescadores de perlas?
Todas las tardes las paso con estas personas admirables.
—Venga a verme cada día, Papillon —dice la esposa del doctor—. En primer lugar, quiero verlo y, luego también escuchar las historias que le han sucedido.
Cada día, paso algunas horas con el galeno y su mujer, y algunas veces, con ella sola. Al obligarme a narrar mi vida pasada, están convencidos de que eso contribuye a equilibrarme definitivamente. He decidido solicitar al galeno que me mande a la isla del Diablo.
Es cosa hecha: debo partir mañana. Este doctor y su esposa saben a qué voy a la isla del Diablo. Han sido tan buenos conmigo, que no he querido engañarlos:
—Matasanos, ya no soporto este presidio; haz que me envíen a la isla del Diablo, para que me las pire o la espiche, pero que esto se acabe de una vez.
—Te comprendo, Papillon. Este sistema de represión me disgusta, y la Administración está podrida.
Así que ¡adiós y buena suerte!