Muerte de Carbonieri

Ayer, mi amigo Matthieu Carbonieri recibió una cuchillada en pleno corazón. Este crimen va a desencadenar una serie de asesinatos. Carbonieri estaba en el lavadero, completamente desnudo, y recibió la cuchillada cuando tenía la cara llena de jabón. Siempre que nos duchamos, tenemos la costumbre de abrir la navaja y dejarla bajo la ropa, a fin de tener tiempo de echar mano de ella si se acerca algún supuesto enemigo. No haber tenido esa precaución, a Carbonieri le ha costado la vida. A mi compañero lo ha matado un armenio, un verdadero rufián.

Con la autorización del comandante, y ayudado por otro compañero, yo mismo he bajado a mi amigo hasta el muelle. Como el cuerpo pesaba, al descender por la costa, he tenido que pararme tres veces a descansar. He hecho que le atasen los pies con una gran piedra y, en vez de cuerda, he usado alambre. Así, los tiburones, no podrán cortarlo y el cadáver se sumergirá en el mar sin que hayan podido devorarlo.

Suena la campana y llegamos al muelle. Son las seis de la tarde. El sol se pone en el horizonte. Montamos en la canoa. En la famosa caja, que sirve para todo el mundo, con la tapadera echada, Matthieu duerme el sueño eterno. Para él todo se acabó.

—¡Prepárate para tirarlo! —grita el guardián que va al timón.

En menos de diez minutos hemos llegado a la corriente que forma el canal entre Royale y San José. Y, entonces, de súbito, se me hace un nudo en la garganta. Decenas de aletas de tiburones sobresalen del agua, evolucionando velozmente en un espacio restringido de menos de cuatrocientos metros. Ya están aquí los devoradores de presidiarios; han acudido a la cita a su hora y en el lugar exacto.

Que el buen Dios haga que los escualos no tengan tiempo de atrapar a mi amigo. Levantamos los remos en señal de despedida. Alzamos la caja. Enrollado en sacos de harina el cuerpo de Matthieu resbala, arrastrado por el peso de la gran piedra, y en seguida toca agua.

¡Horror! Apenas se ha sumergido en el mar, cuando creo que ya ha desaparecido para siempre, vuelve a la superficie echado por los aires por, ¡yo qué sé!, siete, diez o veinte tiburones, ¿quién puede saberlo? Antes de que la canoa se retire, los sacos de harina que envuelven el cuerpo han sido arrancados y, entonces, sucede una cosa inexplicable. Matthieu aparece unos dos o tres segundos de pie sobre el agua. Le ha sido amputado ya la mitad del antebrazo derecho. Con la mitad del cuerpo fuera del agua, avanza en derechura hacia la canoa y, luego, en medio de un remolino más fuerte, desaparece definitivamente. Los tiburones han pasado por debajo de nuestra canoa, y un hombre ha estado a punto de perder el equilibrio y caerse al agua.

Todos, incluidos los guardianes, están petrificados. Por primera vez he tenido deseos de morir. Ha faltado poco para que me arrojara a los tiburones con el fin de desaparecer para siempre de este infierno.

Lentamente, subo del muelle al campamento. No me acompaña nadie. Me he echado las parihuelas al hombro y llego al rellano donde mi búfalo Brutus atacó a Danton. Me detengo y me siento. Ha caído la noche, aunque son sólo las siete. Al Oeste, el cielo aparece ligeramente aclarado por algunas lenguas de sol; este ha desaparecido por el horizonte. El resto está negro, agujereado a intervalos por el pincel del faro de la isla. Estoy muy afligido.

¡Mierda! ¿No has querido ver un entierro y, por añadidura, el de tu compañero? Pues bien; lo has visto. ¡Y de qué modo! ¡La campana y todo lo demás! ¿Estás contento? Tu maldita curiosidad ha quedado saciada.

Queda por despachar al tipo que ha matado a tu amigo. ¿Cuándo? ¿Esta noche? ¿Por qué esta noche? Es demasiado pronto, y ese tipo estará a la expectativa. En su chabola son diez. No conviene precipitarse. Veamos. ¿Con cuántos hombres puedo contar? Cuatro y yo: cinco. Está bien. Liquidaremos a ese tipo. Sí, y si es posible, me marcharé a la isla del Diablo. Allá, no se necesita balsa, ni hay que preparar nada. Dos sacos de cocos y me echo al mar. La distancia hasta la costa es relativamente corta: cuarenta kilómetros en línea recta. Con las olas, los vientos y las mareas deben convertirse en ciento veinte kilómetros. Será simple cuestión de resistencia. Soy fuerte, y dos días en el mar, a caballo de mis sacos, debo poder aguantarlos.

Tomo las parihuelas y subo al campamento. Cuando llego a la puerta, me registran, cosa extraordinaria pues no sucede nunca. El guardián en persona me quita la navaja.

—¿Quiere usted que me maten? ¿Por qué me desarma? ¿Sabe que, haciendo eso, me envía a la muerte? Si me matan será por su culpa.

Nadie contesta, ni los guardianes, ni los llaveros árabes. Se abre la puerta y entro en la cabaña. «Aquí no se ve nada. ¿Por qué hay una lámpara en vez de tres?».

Papi, ven por aquí.

Grandet me tira de la manga. En la sala no hay demasiado ruido. Se nota que algo grave va a suceder o ha sucedido ya.

—No tengo mi navaja. Me la han quitado en el registro.

—Esta noche no la necesitarás.

—¿Por qué?

—El armenio y su amigo están en las letrinas.

—¿Y qué hacen allí?

—Están muertos.

—¿Quién se los ha cargado?

—Yo.

—¡Qué rapidez! ¿Y los otros?

—Quedan cuatro de su chabola. Paulo me ha dado su palabra de honor de que no se moverían y te esperarían para saber si estás de acuerdo en que el asunto se detenga ahí.

—Dame una navaja.

—Toma la mía. Me quedo en este rincón; ve a hablar con ellos.

Avanzo hacia su chabola. Mis ojos se han acostumbrado ya a la poca luz. Al fin, alcanzo a distinguir el grupo. En efecto, los cuatro están de pie delante de su hamaca, apretujados.

—Paulo, ¿quieres hablarme?

—Sí.

—¿A solas o delante de tus amigos? ¿Qué quieres de mí? Dejo prudentemente un metro cincuenta entre ellos y yo. Mi navaja está abierta dentro de mi manga derecha, y el mango bien situado en el hueco de mi mano.

—Quería decirte que tu amigo, creo yo, ha sido suficientemente vengado. Tú has perdido a tu mejor amigo, y nosotros, a dos. En mi opinión, esto debería detenerse aquí. ¿Qué opinas tú?

—Paulo, tomo nota de tu oferta. Lo que podríamos hacer si estáis de acuerdo, es que las dos chabolas se comprometan a no hacer nada durante ocho días. De aquí a entonces, ya se verá lo que debe hacerse. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Y me retiro.

—¿Qué han dicho?

—Que creían que Mathieu, con la muerte del armenio y de Sans Soud, había sido suficientemente vengado.

—No —dice Galgani.

Grandet no dice nada. Jean Castellí y Louis Gravon están de acuerdo en hacer un pacto de paz.

—¿Y tú, Papi?

—En primer lugar, ¿quién ha matado a Matthieu? El armenio. Bien. Yo he propuesto un acuerdo. He dado mi palabra, y ellos, la suya, de que durante ocho días nadie se moverá.

—¿No quieres vengar a Matthieu? —pregunta Galgani.

—Muchacho, Matthieu ya está vengado. Han muerto dos por el. ¿Para qué matar a los otros?

—¿Se limitaban a estar al corriente? Eso es lo que hay que saber.

—Buenas noches a todos. Perdonadme. Voy a dormir, si puedo.

Al menos, tengo necesidad de estar solo y me tiendo en mi hamaca. Siento una mano que se desliza sobre mí y me quita suavemente la navaja. Una voz cuchichea en la noche:

—Duerme, si puedes, Papi, duerme tranquilo. Nosotros, de todas formas, por turno, montaremos guardia.

La muerte de mi amigo, tan brutal y repugnante, carece de motivo serio. El armenio lo ha matado porque, por la noche, jugando, le había obligado a pagar un envite de ciento setenta francos. Ese so cretino se sintió disminuido porque le habían obligado a humillarse delante de treinta o cuarenta jugadores. Cogido en sandwich entre Matthieu y Grandet, no había más remedio que obedecer.

Cobardemente, mata a un hombre que, en su ambiente, era el prototipo del aventurero auténtico. Este golpe me ha afectado mucho, y no tengo más satisfacción que la de que los asesinos sólo hayan sobrevivido a su crimen unas horas. Es bien poca cosa.

Grandet, como un tigre, con una velocidad digna de un campeón de esgrima, ha atravesado el cuello de cada uno de ellos, antes de que tuvieran tiempo de ponerse en guardia, Me imagino que el lugar donde han caído debe de estar inundado de sangre. Estúpidamente, pienso: «Tengo ganas de preguntar quién los ha tirado en las letrinas». Pero no quiero hablar. Con los párpados cerrados, veo ponerse el sol trágicamente rojo y violeta, iluminando con sus últimos fulgores aquella escena dantesca: los tiburones disputándose a mi amigo… ¡Y aquel cuerpo de pie, con el antebrazo ya amputado, avanzando hacia la canoa…! Era verdad, pues, que la campana llama a los tiburones y que los muy asquerosos saben que se les va a servir la pitanza cuando aquella suena… Aún veo aquellas decenas de aletas, con lúgubres reflejos argentados, deslizarse como submarinos, virando en redondo… De veras que eran más de cien… Para él, para mi amigo, todo se acabó: el camino de la podredumbre ha concluido su trabajo hasta el fin.

¡Espicharla de una cuchillada por una bagatela a los cuarenta años! ¡Pobre amigo mío! Yo ya no puedo más. No. No. No. Deseo que los tiburones me digieran, pero vivo, mientras arriesgo mí libertad, sin sacos de harina, sin piedra, sin cuerda. Sin espectadores, ni forzados, ni guardianes. Sin campana. Si igualmente tienen que zamparme, ¡pues bien!, que me zampen vivo, luchando contra los elementos para tratar de alcanzar Tierra Grande.

Se acabó. Basta ya de fugas bien planeadas. Isla del Diablo, dos sacos de cocos y ahuecas el ala, sin más, a la buena de Dios.

Después de todo, será sólo cuestión de resistencia física. ¿Cuarenta y ocho o sesenta horas? ¿Acaso un tiempo tan largo de inmersión en el agua del mar, unido al esfuerzo de los músculos de los muslos contraídos entre los sacos de cocos, no me paralizará las piernas en un momento dado? Si tengo la suerte de poder ir a la isla del Diablo, haré probaturas. Lo primero es salir de Royale e ir a la isla del Diablo. Luego, ya veremos.

—¿Duermes, Papi?

—No.

—¿Quieres un poco de café?

—Está bien.

Y me siento en mi hamaca y acepto el cuartillo de café caliente que me tiende Grandet, con un «Gouloise» encendido.

—¿Qué hora es?

—La una de la madrugada. He relevado la guardia a medianoche, pero como veía que seguías moviéndote, he pensado que no dormías.

—Tienes razón. La muerte de Matthieu me ha trastornado, pero su entierro en donde están los tiburones me ha afectado más aún. Ha sido horrible, ¿sabes?

—No me digas nada, Papi; ya me supongo lo que ha podido ser. Nunca debiste ir.

—Creía que la historia de la campana era un cuento. Y, además, con un alambre atado al pedrusco, jamás hubiera creído que los tiburones tuvieran tiempo de agarrarlo al vuelo. ¡Pobre Matthieu! Toda mi vida recordaré aquella horrible escena. Y tú ¿cómo te las has arreglado para eliminar tan de prisa al armenio y a Sans Souci?

—Estaba en el otro extremo de la isla, colocando una puerta de hierro en la carnicería, cuando me he enterado de que habían matado a nuestro amigo. Era mediodía. En vez de subir al campamento, he ido al trabajo, como quien va a arreglar la cerradura. En un tubo de un metro he podido encajar un puñal afilado por los dos lados. El mango estaba vaciado, y también el tubo. He regresado al campamento a las cinco con el tubo en la mano. El guardián me ha preguntado de qué se trataba, y yo le he contestado que la barra de madera de mi hamaca se había roto y que, por esta noche, iba a utilizar el tubo. Aún era de día cuando he entrado en el dormitorio, pero había dejado el tubo en el lavadero. Antes de pasar lista, lo he recuperado. Empezaba a caer la noche. Rodeado por nuestros amigos, he encajado rápidamente el puñal en el tubo. El armenio y Sans Souci estaban de pie en su sitio, delante de su hamaca; Paulo, un poco atrás. Ya sabes que Jean Casteli y Louis Gravon son muy valientes, pero están viejos y les falta agilidad para pelear en una reyerta en toda regla.

»Yo quería actuar antes de que llegaras, para evitar que te vieras mezclado en eso. Con tus antecedentes, si nos agarraban, arriesgabas el máximo. Jean se ha quedado al fondo de la sala y ha apagado una de las lámparas; Gravon, en el otro extremo, ha hecho lo mismo. La sala estaba casi a oscuras, con una sola lámpara de petróleo en medio. Yo tenía una linterna grande de bolsillo que me había dado Dega. Jean ha salido delante, y yo detrás. Al llegar a su altura, ha levantado el brazo y les ha puesto la lámpara encima. El armenio, deslumbrado, se ha cubierto los ojos con el brazo izquierdo, y yo he tenido tiempo de atravesarle el cuello con mi lanza. Sans Souci, deslumbrado a su vez, ha asestado una cuchillada hacia delante, a ciegas, en el vacío. Le he golpeado con tanta fuerza con mi lanza, que lo he atravesado de parte a parte. Paulo se ha tirado al suelo y ha rodado bajo las hamacas. Como Jean había apagado las lámparas, renuncié a perseguir a Paulo bajo las hamacas, y eso le ha salvado.

—¿Y quién ha arrojado los cadáveres a las letrinas?

—No lo sé. Creo que los mismos de su chabola, para quitarles los estuches que llevaban en el vientre.

—Pero ¡debe de haber todo un charco de sangre!

—Así es. Literalmente degollados, han debido de vaciarse de toda su resina. La idea de la linterna eléctrica se me ha ocurrido mientras preparaba la lanza. Un guardián, en el taller, cambiaba las pilas de la suya. Eso me ha dado una idea, y en seguida me he puesto en contacto con Dega para que me procurara una. Pueden hacer un registro en regla. La lámpara eléctrica ha salido de aquí y se ha devuelto a Dega a través de un llavero árabe, y también el puñal. —Por ese lado no hay problemas. No tengo nada que censurarme. Ellos han matado a nuestro amigo con los ojos llenos de jabón, y yo los he despachado con los ojos llenos de luz. Estamos en paz. ¿Qué dices a eso, Papi?

—Has hecho bien, y no sé cómo agradecerte que hayas actuado con tanta rapidez para vengar a nuestro amigo y, por añadidura, que hayas tenido la idea de mantenerme al margen de esta historia.

—No hablemos de eso. He cumplido con mi deber. Tú has sufrido tanto y deseas tan vivamente ser libre, que yo tenía que hacerlo por fuerza.

—Gracias, Grandet. Sí, quiero irme, ahora más que nunca. Ayúdame, pues, para que este asunto se detenga aquí. Con toda franqueza, me sorprendería mucho que el armenio hubiera puesto al corriente a su chabola antes de actuar. Paulo no hubiera aceptado nunca un asesinato tan cobarde. Conocía las consecuencias.

—Yo opino igual. Tan sólo Galgani dice que son todos culpables.

—Veremos lo que pasa a las seis. No saldré a hacer la limpieza. Me fingiré enfermo para asistir a los acontecimientos.

Son las cinco de la mañana. El guardián de cabaña se aproxima a nosotros:

—Chicos, ¿creéis que debo avisar al puesto de guardia? Acabo de descubrir dos fiambres en las letrinas.

Este hombre es un viejo presidiario de setenta años que nos quiere hacer creer, precisamente a nosotros, que desde las seis y media de la tarde, hora en que aquellos tipos fueron liquidados, no sabía nada. El recinto debe de estar lleno de sangre, así que, por fuerza, los hombres se han empapado los pies en el charco que hay en medio del pasillo.

Grandet responde con el mismo tono que el viejo:

—Cómo, ¿hay dos difuntos en las letrinas? ¿Desde qué hora?

—¡Vete a saber!, dice el viejo. —Yo duermo desde las seis. Ahora, al ir a mear, he resbalado, rompiéndome la crisma en una charca viscosa. Al encender mi mechero, he visto que era sangre y, en las letrinas, he encontrado a los tipos.

—Llama, ya veremos qué pasa.

—¡Vigilantes! ¡Vigilantes!

—¿Por qué gritas tan fuerte, viejo gruñón? ¿Se ha pegado fuego en tu choza?

—No, jefe. Hay dos fiambres en los cagaderos.

—¿Y qué quieres que le haga? ¿Que los resucite? Son las cinco y cuarto; a las seis, ya veremos. Impide que se acerque alguien a las letrinas.

—Lo que usted dice es imposible. A esta hora, próxima a levantarse, todo el mundo va a mear o a cagar.

—Tienes razón. Espera, voy a informar al jefe de guardia.

Vienen tres sabuesos, un jefe de vigilantes y dos vigilantes. Creemos que van a entrar, pero no, se quedan en la puerta enrejada.

—¿Dices que hay dos muertos en las letrinas?

—Sí, jefe.

—¿Desde qué hora?

—No lo sé; acabo de encontrarlos cuando he ido a mear.

—¿Quiénes son?

—No lo sé.

—¡Vaya! Pues yo te lo diré, viejo retorcido. Uno es el armenio. Ve a ver.

—En efecto, son el armenio y Sans Souci.

—Bien; esperemos a la hora de pasar lista.

Y se van.

A las seis, suena la primera campana. Se abre la puerta. Los dos repartidores de café pasan de cama en cama; detrás de ellos, los repartidores de pan.

A las seis y media, la segunda campana. El día ha despuntado ya, y el coursier aparece lleno de pisadas de los que, esta noche han caminado sobre la sangre.

Llegan los dos comandantes. Es ya completamente de día. Les acompañan ocho vigilantes y el doctor.

—¡Todo el mundo en cueros y firmes junto a la hamaca de cada cual! ¡Pero esto es una verdadera carnicería! ¡Hay sangre por todas partes!

El segundo comandante es el primero en entrar en las letrinas. Cuando sale, está blanco como un lienzo.

—Han sido literalmente degollados dice —y, por supuesto, nadie ha visto ni oído nada.

Silencio absoluto.

—Tú, viejo, eres el guardián de la cabaña. Estos hombres están secos. Doctor, ¿cuánto tiempo llevan muertos, aproximadamente?

—De ocho a diez horas —dice el galeno.

—¿Y tú no los has descubierto hasta las cinco? ¿No has visto ni oído nada?

—No. Soy duro de oído, señor, y casi no veo, y, por añadidura, tengo setenta años, de los que he pasado cuarenta en presidio. Así que, compréndalo usted, duermo mucho. Me acuesto a las seis de la tarde, y sólo las ganas de mear me han despertado a las cinco. Ha sido una casualidad, porque por lo general, no me despierto hasta que suena la campana.

—Tienes razón, es una casualidad —dice irónicamente el comandante. Incluso nosotros—, todo el mundo ha dormido tranquilo durante la noche, vigilantes y condenados. Camilleros, llévense a los dos cadáveres al anfiteatro. Quiero que les haga la a autopsia, doctor. Y vosotros, salid de uno en uno al patio, en cueros.

Todos pasamos ante los comandantes y el doctor. Se examina minuciosamente a los hombres. Nadie tiene heridas, pero muchos presentan salpicaduras de sangre. Explican que han resbalado al ir a las letrinas. Grandet, Galgani y yo somos examinados con más minuciosidad que los otros.

Papillon, ¿dónde está tu sitio?

Registran mis pertenencias.

—¿Y tu navaja?

—Mi navaja me la ha quitado a las siete de la tarde, en la puerta, el vigilante.

—Es verdad —dice este—. Ha armado un gran escándalo diciendo si queríamos que lo asesinaran.

—Grandet, ¿es de usted este cuchillo?

—Pues claro. Si está en mi sitio, es que es mío.

El comandante examina escrupulosamente el cuchillo, limpio como una moneda recién salida de la acuñación, sin una mancha.

El galeno regresa de las letrinas y dice:

—A esos hombres los han degollado con un puñal de doble filo. Han sido muertos de pie. Es como para no entender nada. Un presidiario no se deja degollar como un conejo, así, sin defenderse. Debería haber alguien herido.

—Usted mismo lo ve, doctor; nadie tiene siquiera un rasguño.

—¿Eran peligrosos esos dos hombres?

—Excesivamente, doctor. El armenio debía ser, con toda seguridad, el asesino de Carbonieri, que fue muerto ayer en el lavadero a las nueve de la mañana.

—¡Asunto liquidado! —dice el comandante—. Sin embargo conserve el cuchillo de Grandet. Al trabajo todo el mundo, salvo los enfermos. Papillon, ¿consta usted actualmente como enfermo?

—Sí, comandante.

—No ha perdido usted el tiempo para vengar a su amigo. Yo no me chupo el dedo, ¿sabe? Por desgracia, no tengo pruebas y sé que no las encontraremos. Por última vez, ¿nadie tiene nada que declarar? Si uno de vosotros puede arrojar luz sobre este doble crimen, le doy mi palabra de que será trasladado, a Tierra Grande.

Silencio absoluto.

Toda la chabola del armenio se ha declarado enferma, En vista de ello, Grandet, Galgani, Jean Castellí y Louis Gravon también se han hecho rebajar, en el último momento. Quedamos cinco de mi chabola y cuatro de la del armenio, más el relojero, el guardián de cabaña, que gruñe sin cesar por el trabajo de limpieza que le espera, y dos o tres tipos más, entre ellos un alsaciano, el gran Sylvain.

Este hombre vive solo en los duros, y todo el mundo es amigo suyo. Autor de un acto poco común que lo ha mandado veinte años a los duros, es un hombre de acción muy respetado. El sólo atracó un vagón postal del rápido París-Bruselas, dio muerte a los dos guardianes y arrojó sobre el balastro los sacos postales que, recogidos por cómplices a lo largo de la vía, totalizaron una suma importante.

Sylvain, al ver las dos chabolas cuchichear cada una en su rincón, e ignorando que nos hemos comprometido a no actuar en seguida, se permite tomar la palabra:

—Espero que no vayáis a batiros en toda regla, al estilo de los tres mosqueteros.

—Hoy, no —dice Galgani—. Lo dejaremos para más tarde.

—¿Por qué más tarde? No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy —dice Paulo—. Pero no veo la razón de que nos matemos mutuamente. ¿Qué dices tú, Papillon?

—Una sola pregunta: ¿Estabais al corriente de lo que iba a hacer el armenio?

—Te doy mi palabra de honor, Papi, de que no sabíamos nada, y, ¿quieres que te diga una cosa? De no haber muerto el armenio, no sé cómo hubiera encajado yo el golpe.

—Entonces, si es así, ¿por qué no concluir esta historia para siempre?, dice Grandet.

—Nosotros estamos de acuerdo. Estrechémonos la mano y no hablemos más de este triste episodio.

—Conformes.

—Yo soy testigo —dice Sylvain—. Me complace que esto se haya terminado.

—No hablemos más.

Por la tarde, a las seis, suena la campana. Al escucharla, no puedo impedir evocar la escena de la víspera, y a mi amigo con medio cuerpo erguido, avanzando hacia la canoa. La imagen es tan impresionante, incluso veinticuatro horas después, que ni por un segundo deseo que el armenio y Sans-Souci sean literalmente llevados por la horda de tiburones.

Galgani no dice una palabra. Sabe lo que pasé con Carbonieri. Mira al vacío balanceando las piernas, que pende a derecha e izquierda de su hamaca. Grandet aún no ha entrado. Hace ya más de diez minutos que el tañido de las campanas se ha apagado, cuando Galgani, sin mirarme y siempre balanceando las piernas, dice a media voz:

—Espero que ningún trozo de ese asqueroso de armenio se lo zampe uno de los tiburones que dieron cuenta de Matthieu. Sería demasiado estúpido que, separados en vida, se encontraran en el vientre de un tiburón.

Va a ser de veras un gran vacío para mí la pérdida de ese amigo noble y sincero. Lo mejor será que me vaya de Royale y actúe lo más de prisa posible. Todos los días me repito lo mismo.