Las Islas son en extremo peligrosas a causa de esta falsa libertad de que se goza. Sufro al ver a todo el mundo asentado cómodamente para vivir sin historia. Unos esperan el fin de su condena y otros, simplemente, se revuelcan en sus vicios.
Esta noche, estoy tendido en mi hamaca. Al fondo de la sala se ha organizado una timba infernal, hasta el punto de que mis dos amigos, Carbonieri y Grandet, se han visto obligados a ponerse de acuerdo para dirigir el juego. Uno solo no habría bastado. Yo trato de evocar mis recuerdos del pretérito. Se me resisten. Parece como si los juicios no hubiesen existido jamás. Debo esforzarme en esclarecer las imágenes brumosas de aquella jornada fatal, y no alcanzo a ver con nitidez a ningún personaje. Tan sólo el fiscal se presenta en toda su cruel realidad. ¡Maldita sea! Creía haberte ganado definitivamente cuando me vi en Trinidad, en casa de los Bowen. ¿Qué maleficio me echaste, so cerdo, para que seis fugas no hayan conseguido darme la libertad? La primera vez, cuando recibiste noticia de ello, ¿pudiste dormir tranquilo? Quisiera saber si tuviste miedo o sólo rabia al saber que tu presa se te había escapado, en el camino de la podredumbre a la que la habías arrojado, cuarenta y tres días después. Yo había roto la jaula. ¿Qué fatalidad me ha perseguido para volver a presidio al cabo de once meses? ¿Acaso me ha castigado Dios por haber despreciado la vida primitiva pero tan hermosa que hubiera podido continuar viviendo tanto tiempo como hubiera querido?
Lali y Zoraima, mis dos amores, aquella tribu sin gendarmes, sin otra ley que la mayor comprensión entre los seres que la constituyen… Sí; estoy aquí por mi culpa, pero sólo debo pensar en una cosa: evadirme, evadirme o morir. Sí, cuando supiste que habían vuelto a capturarme para devolverme a presidio, recuperaste tu sonrisa de vencedor del juicio y pensaste: «Todo está bien así, con él de nuevo en el camino de la podredumbre donde yo lo había puesto». Te equivocas. Mi alma, mi espíritu jamás pertenecerán a ese camino degradante. Tan sólo tienes mi cuerpo; tus vigilantes, tu sistema penitenciario comprueban por dos veces todos los días que no me he ido y, con eso, os basta. A las seis de la mañana:
—¿Papillon?
—Presente.
A las seis de la tarde:
—¿Papillon?
—Presente.
Entonces, todo va bien. Hace casi seis años que lo tenemos; debe empezar a pudrirse y, con un poco de suerte, uno de estos días, la campana llamará a los tiburones para recibirlo con todos los honores en el banquete cotidiano que les ofrece gratuitamente tu sistema de eliminación por desgaste.
Te equivocas; tus cálculos no son exactos. Mi presencia física nada tiene que ver con mi presencia moral. ¿Quieres que te diga una cosa? No pertenezco al presidio; no estoy asimilado en absoluto a las costumbres de mis compañeros de cautiverio, ni siquiera a las de mis amigos más íntimos. Soy candidato permanente a la fuga. Estoy conversando con mi acusador en el juicio, cuando dos hombres se acercan a mi hamaca.
—¿Duermes, Papillon?
—No.
—Quisiéramos hablar contigo.
—Hablad. Aquí no hay nadie que pueda oíros si habláis bajo.
—Bien, ahí va: estamos preparando una revuelta.
—¿Qué plan tenéis?
—Primero, matamos a todos los árabes, a todos los guardianes, a todas las mujeres y a todos los críos, que son de la raza de los podridos. Para eso, yo, Arnaud, y mi amigo Hautin, ayudados por cuatro hombres que están de acuerdo, atacaremos el depósito de armas de la comandancia. Trabajo allí para conservar las armas en buen estado. Hay veintitrés metralletas y más de ochenta fusiles, mosquetones y «Lebel». El golpe se dará…
—Detente, no sigas. Me niego a participar. Agradezco tu confianza, pero no estoy de acuerdo.
—Pensábamos que aceptarías ser el jefe de la revuelta. Deja que te dé los detalles que hemos estudiado, y verás que no puede fracasar. Hace cinco meses que preparamos el asunto. Están de acuerdo más de cincuenta hombres.
—No me des ningún nombre; me niego a ser el jefe e incluso a participar en este golpe.
—¿Por qué? Después de la confianza que hemos tenido de decírtelo, nos debes una explicación.
—Yo no te he pedido que me contaras tus proyectos. Por otra parte, en la vida, sólo hago lo que quiero yo, no lo que quieren los demás. Sabes que no soy asesino consumado. Puedo matar a alguien que me haya hecho una cochinada, pero no a mujeres y a críos inocentes. Pero lo peor no es eso, lo peor, y me extraña que no lo veáis, es otra cosa, y voy a decírosla: aunque triunféis en la revuelta, fracasaréis.
—¿Por qué?
—Porque lo principal, evadiros, es imposible. Admitamos que cien hombres sigan la revuelta. ¿Cómo partirán? Sólo hay dos lanchas en las Islas. Como mucho, entre las dos, no pueden llevar a más de cuarenta hombres. ¿Qué haréis con los sesenta restantes?
—Nosotros estaremos entre los cuarenta que partan en las lanchas.
—Eso es lo que tú te crees, pero los otros no son tan idiotas. Estarán armados como vosotros, y si cada uno de ellos tiene un poco de cerebro, cuando todos los que has dicho vayan a ser eliminados, acabaréis a tiros entre vosotros para conseguir un sitio en una de, las embarcaciones. Pero lo peor de todo es que ningún país querrá admitir esas dos lanchas, y los telegramas llegarán antes que vosotros a todos los posibles países adonde podáis ir, sobre todo habiendo dejado una legión de muertos tan numerosa a vuestras espaldas. En todas partes seréis detenidos y devueltos a Francia. Ya sabéis que vengo de Colombia, así que sé lo que me digo. Os aseguro que, después de semejante golpe, os devolverán en todas partes.
—Bien. Entonces, ¿no aceptas?
—No.
—¿Es tu última palabra?
—Es mi decisión irrevocable.
—No nos queda más que marcharnos.
—Un momento. Os pido que no habléis de este proyecto a ninguno de mis amigos.
—¿Por qué?
—Porque, ya por adelantado, os digo que se negarán, así que no vale la pena perder tiempo.
—Muy bien.
—¿Creéis que no habrá algún medio de abandonar ese proyecto?
—Francamente, Papillon, no.
—No comprendo vuestro ideal, puesto que, os lo advierto muy seriamente, aunque la revuelta triunfe, no alcanzaréis la libertad.
—Sobretodo, lo que queremos es vengarnos. Y ahora que nos has puesto al corriente de la imposibilidad de que un país nos admita, ¡pues bien!, cogeremos los trastos y formaremos una banda en la selva virgen.
—Tenéis mi palabra de que no hablaré de esto ni siquiera a mi mejor amigo.
—De eso, estamos seguros.
—Bien. Una cosa: advertidme con ocho días de antelación, para irme a San José y no estar en Royale cuando estalle la revuelta.
—Serás advertido a tiempo para que puedas cambiar de isla.
—¿No puedo hacer nada para conseguir que cambiéis de idea? ¿Queréis planear otra cosa conmigo? Por ejemplo, robar cuatro mosquetones y, una noche, atacar el puesto de guardia de las lanchas, sin matar a nadie, tomar una embarcación y marcharnos juntos.
—No. Hemos sufrido demasiado. Lo principal, para nosotros, es la venganza, incluso al precio de nuestra vida.
—¿Y los críos? ¿Y las mujeres?
—Todos son de la misma raza, de la misma sangre; es preciso que la espichen todos.
—No hablemos más.
—¿No nos deseas buena suerte?
—No. Os digo que renunciéis, hay mejores planes que esa cochinada.
—¿No admites nuestro derecho a vengarnos?
—Sí, pero no a costa de los inocentes.
—Buenas noches.
—Buenas noches. No hemos dicho nada, ¿de acuerdo, Papi?
—¡De acuerdo, machos!
Y Hautin y Arnaud se retiran. ¡Qué historia más rara! ¡Qué imbéciles son, esos dos, aparte de otros cincuenta o sesenta que, a la hora H, serán más de cien! ¡Qué historia de locos! Ninguno de mis amigos me ha dicho una palabra; así, pues, esos dos tipos no han debido hablar más que a los lechuzos. Es imposible que hombres destacados estén mezclados en este golpe. Lo que es más grave, pues los asesinos de esa especie son los peores; los otros son homicidas que no es lo mismo.
Esta semana me he informado muy discretamente sobre Arnaud y Hautin. Arnaud ha sido condenado, injustamente al parecer, a perpetuidad por un asunto que no merecía ni diez años.
El jurado lo condenó con tanta severidad porque, el año anterior, su hermano había sido guillotinado por haber matado a un sujeto. Arnaud, debido a que el fiscal habló más de su hermano que de él para crear una atmósfera hostil, fue condenado a aquella terrible pena. También fue horriblemente torturado a raíz de su detención, siempre debido a lo que había hecho su hermano.
Por su parte, Hautin no ha sabido nunca qué es la libertad. Está en prisión desde la edad de nueve años. Antes de salir de un correccional, a los diecinueve, mató a un individuo la víspera de su liberación para unirse a la Marina, en la que se había enrolado para salir del correccional. Debía de estar un poco loco, pues sus proyectos eran, al parecer, llegar a Venezuela, trabajar en una mina de oro y cargarse la pierna para percibir una fuerte indemnización. Esta pierna está un poco tiesa debido a una inyección de no sé qué producto que se dio voluntariamente en Saint-Martin-de-Ré.
Un golpe de teatro. Esta mañana, al pasar lista, han llamado a Hautin y al hermano de Matthieu Carboníerí, mi amigo. Su hermano Jean es panadero y, por lo tanto, está en el muelle, cerca de las embarcaciones.
Han sido enviados a San José sin explicación ni razón aparentes. Trato de enterarme de ello. Nada trasciende y, sin embargo, Arnaud estaba destinado desde hacía cuatro años al cuidado de las armas, y Jean Carbonieri era panadero desde hacía cinco años. No puede tratarse de una simple casualidad. Ha debido de haber un soplo, pero ¿qué clase de soplo y hasta dónde?
Decido hablar con mis tres amigos íntimos: Matthieu Carbonieri, Grandet y Galgani. Ninguno de los tres sabe nada. Así que ese Hautin y ese Arnaud no habían hablado más que a unos presidiarios vulgares, no a los destacados.
—¿Por qué me han hablado a mí, entonces?
—Porque todo el mundo sabe que quieres evadirte a cualquier precio.
—Pero no a ese.
—Ellos no han sabido ver la diferencia.
—¿Y tu hermano Jean?
—Cualquiera sabe cómo ha cometido la majadería de meterse en ese asunto.
—Quizá se haya metido sin comerlo ni beberlo, engatusado por alguien.
Los acontecimientos se precipitan. Esta noche han asesinado a Girasolo cuando entraba en las letrinas. Han encontrado sangre en la camisa del boyero martiniqués. Quince días más tarde, tras una instrucción demasiado rápida y la declaración de otro negro a quien han incomunicado, el antiguo boyero es condenado a muerte por un tribunal de excepción.
Un viejo presidiario, llamado Garvel o El Saboyano, viene a hablarme en el lavadero, en el patio.
—Papi, estoy en un aprieto, porque he sido yo quien ha matado a Girasolo. Quisiera salvar al negro, pero me asusta la idea de que puedan guillotinarme. A ese precio, no hablo. Pero si encontrara un truco para que no me cayeran más de tres o cinco años, me denunciaría.
—¿Cuál es tu condena a trabajos forzados?
—Veinte años.
—¿Cuántos has cumplido?
—Doce.
—Encuentra la manera de que te condenen a perpetuidad; así, no te envían a la Reclusión.
—¿Y qué hacer?
—Déjame tiempo para reflexionar; te lo diré esta noche.
Llega la noche. Le digo a Garvel:
—No puedes hacerte denunciar y reconocer los hechos.
—¿Por qué?
—Te arriesgas a ser condenado a muerte. La única manera de evitar la Reclusión es que te endiñen la perpetua. Denúnciate tú mismo. Motivo: que no puedes, en conciencia, dejar que guillotinen a un inocente. Búscate un guardián corso como defensor. Te diré su nombre después de haberle consultado. Es preciso actuar con rapidez. No creo que le rebanen el pescuezo, en seguida. Espera dos o tres días.
He hablado con el vigilante Collona, que me da una idea fantástica: lo llevo al comandante y digo que Garvel me ha pedido que lo defienda y que le acompañe a confesar, y yo le he garantizado que, por este aspecto de nobleza era imposible que lo condenaran a muerte, pero que, ¡dada la gravedad de su caso, debía esperar una condena a perpetuidad!
Todo ha ido bien. Garvel ha salvado al moreno, que ha sido puesto en seguida en libertad. Al falso testigo acusador le ha caído un año de prisión. A Robert Garvel, la perpetua.
Hace ya dos meses que esto sucedió. Garvel me da el resto de la explicación sólo ahora, cuando todo ha terminado. Girasolo era el hombre que, después de haberse enterado de los detalles del complot de la revuelta en la que había aceptado tomar parte, denunció a Arnaud, Hautin y Jean Carbonieri. Por suerte no conocía ningún nombre más.
Ante la enormidad de la denuncia, los guardianes no le creyeron. Sin embargo, por precaución, enviaron a San José a los tres presidiarios conjurados, sin decirles nada, ni tan siquiera interrogarles.
—¿Qué razón diste, Garvel, para explicar el asesinato?
—Que me había robado el estuche. Que yo dormía frente a él, lo que era exacto, y que, por la noche, me sacaba el estuche y lo escondía bajo la manta que me sirve de almohada. Una noche, fui a las letrinas y, cuando regresé, el estuche había desaparecido. Y por mis alrededores, sólo un hombre no dormía: Girasolo. Los guardianes creyeron mí explicación, y ni siquiera me hablaron de que había denunciado una revuelta verosímil.
—¡Papillon! ¡Papillon! —gritan en el patio—. ¡Se le busca!
—Presente.
—Recoja sus efectos personales. Le han destinado a San José.
—¡Mierda!
En Francia, acaba de estallar la guerra. Con ella, ha venido un nuevo reglamento: los jefes de servicio responsables de una evasión serán destituidos. Los deportados que sean detenidos en intento de evasión, serán condenados a muerte. Se considerará que la evasión está motivada por el deseo de unirse a las Fuerzas francesas libres que traicionan a la Patria. Se tolera todo, menos la evasión.
El comandante Prouillet hace ya más de dos meses que partió. A este nuevo no lo conozco. No hay nada que hacer. He dicho adiós a mis amigos. A las ocho, tomo la embarcación que debe conducirme a San José.
El papá de Lísette ya no está en el campamento de San José. Partió hacia Cayena con su familia la semana anterior. El comandante de San José se llama Dutain y es de El Havre. Me recibe. Llego solo, por supuesto, y soy entregado en el muelle al guardián de servicio por el jefe de vigilantes de la chalupa, con algunos papeles que me acompañan.
—¿Es usted Papillon?
—Sí, comandante.
—Es usted un personaje curioso —me dice, hojeando mis papeles.
—¿Por qué soy tan curioso?
—Porque, por un lado, está usted clasificado como peligroso desde todos los puntos de vista, sobre todo por una nota escrita con tinta roja: «En constante estado de preparación de fuga», pero, luego, una adición: «Intentó salvar a la hija del comandante de San José en medio de los tiburones». Yo tengo dos hijitas, Papillon; ¿quiere usted verlas?
Llama a las crías, de tres a cinco años, muy rubias ellas, que entran en su despacho acompañadas por un joven árabe vestido de blanco, y por una mujer morena, muy hermosa.
—Querida, ¿ves a este hombre? Es el que trató de salvar a tu ahijada, Lisette.
—¡Oh! Déjeme estrecharle la mano —dice la joven.
Estrecharle la mano a un presidiario es el mayor honor que puede hacérsele, jamás se da la mano a un condenado a trabajos forzados. Me conmueven su espontaneidad y su gesto.
—Sí, yo soy la madrina de Lisette. Estamos muy vinculados con los Grandoit. ¿Qué vas a hacer por él, querido?
—Primero, va al campamento. Después, tú me dirás qué destino quieres que le dé.
—Gracias, comandante; gracias, señora. ¿Pueden decirme el motivo de que me hayan enviado a San José? Es casi un castigo.
—En mi opinión, no hay ningún motivo. Simplemente, el nuevo comandante teme que te evadas.
—No anda equivocado.
—Además, han aumentado los castigos contra los responsables de una evasión. Antes de la guerra, había la posibilidad de perder un galón, pero, ahora, esto es seguro, aparte de otros problemas. Por eso te ha mandado aquí. Prefiere que te vayas de San José, de donde no es responsable, que de Royale, de donde sí lo es.
—¿Cuánto tiempo tiene usted que quedarse aquí, comandante?
—Dieciocho meses.
—No puedo esperar tanto tiempo, pero hallaré el medio de volver a Royale, para no ocasionarle en absoluto ningún perjuicio.
—Gracias —dice la mujer—. Me alegra saberle tan noble. Para cualquier cosa que necesite, venga aquí con toda confianza. Tú, papá, da orden al puesto de guardia del campamento para que se deje venir a Papillon a verme cuando lo pida.
—Sí, querida. Mohamed, acompaña a Papillon al campamento, y tú escoge el barracón al que quieras quedar afecto.
—Oh, para mí es fácil: el de los peligrosos.
—No hay ninguna dificultad en eso —dice, riendo el comandante.
Y llena un papel, que extiende a Mohamed.
Abandono la casa, al borde del muelle, que sirve de vivienda y de despacho al comandante, la antigua casa de Lisette y, acompañado por el joven árabe, llego al campamento.
El jefe del puesto de guardia es un viejo corso muy violento, y asesino reconocido. Lo llaman Filissari.
—Vaya, Papillon, de manera que vienes aquí, ¿eh? Ya sabes que yo soy muy bueno o muy malo. Conmigo no trates de evadirte, porque si fracasas, te mataré como a un conejo. Dentro de dos años me retiro, así que este no es el momento para que me ocurra un percance.
—Usted sabe bien que yo soy amigo de todos los corsos. No voy a decirle que no pienso evadirme, pero, si me evado, me las arreglaré para que sea a las horas en que no esté usted de servicio.
—Así está bien, Papillon. Entonces, no seremos enemigos. Los jóvenes, ya sabes, pueden soportar mejor las complicaciones que ocasiona una evasión, en tanto que yo, ¡figúrate! A mi edad y en vísperas del retiro. Bien, ¿has comprendido? Vete al barracón que te han designado.
Ya estoy en el campamento, en una sala exactamente igual que la de Royale, con cien o ciento veinte detenidos. Allí están Pierrot el Loco, Hautin, Arnaud y Jean Carbonieri. Lógicamente, debería colocarme junto a Jean, puesto que es el hermano de Matthieu, pero Jean no tiene la clase de su hermano y, además, no me conviene, a causa de su amistad con Hautin y Arnaud. Así, pues, me aparto de él, y me instalo al lado de Carrier, el bordelés, llamado Pierrot el Loco.
La isla de San José es más salvaje que Royale, y un poco más pequeña, aunque parece mayor porque es más larga. El campamento se encuentra a media altura de la isla, que está formada por dos mesetas superpuestas. En la primera, el campamento, y en la meseta de arriba, la temible Reclusión. Entre paréntesis, los reclusos continúan yendo a bañarse cada día una hora al mar. Esperemos que eso dure.
Cada mediodía, el árabe que trabaja en casa del comandante me trae tres escudillas superpuestas sostenidas por un hierro plano que termina en un puño de madera. Deja las tres escudillas y se lleva las de la víspera. La madrina de Lisette me envía cada día exactamente la misma comida que ha preparado para su familia.
El domingo he ido a verla para darle las gracias. He pasado la tarde hablando con ella y jugando con sus hijas. Al acariciar aquellas cabezas rubias, me digo que, algunas veces, es difícil saber donde está nuestro deber. El peligro que pesa sobre la cabeza de esta familia en el caso de que aquellos dos majaderos continúen con las mismas ideas, es terrible. Tras la denuncia de Girasolo, en la que los guardianes no creyeron, hasta el punto de que no los separaron, sino que tan sólo se limitaron a enviarles a San José, si digo una palabra para que los separen, confirmo la veracidad y la gravedad del primer chivatazo. Y entonces, ¿cuál sería la reacción de los guardianes? Será mejor que me calle.
Arnaud y Hautin casi no me dirigen la palabra en el barracón.
Mejor, desde luego; nos tratamos cortésmente, pero sin familiaridad. Jean Carbonieri no me habla; está enfadado porque no me he puesto con él. Por mi parte, estoy en un grupo de cuatro: Pierrot el Loco, Marquetti, segundo premio de Roma de violín, Y que a Menudo toca horas enteras, lo que me produce melancolía, y Marsori, un corso de Séte.
No he dicho nada a nadie, y tengo la sensación de que aquí nadie está al corriente de la preparación abortada de la revuelta de Royale. ¿Continúan con las mismas ideas? Los tres trabajan en una penosa tarea. Es preciso arrastrar o, mejor, izar grandes piedras con una correa. Estas piedras sirven para hacer una piscina en el mar. A una gran piedra, bien rodeada de cadenas, se le ata otra cadena muy larga, de quince a veinte metros, y, a derecha e izquierda, cada forzado, con su correa pasada alrededor del busto y de los hombros, agarra con un gancho un eslabón de la cadena. Entonces, a tirones, exactamente como las bestias, arrastran la piedra hasta su destino. A pleno sol, es un trabajo muy penoso y, sobre todo, deprimente.
Disparos de fusil, disparos de mosquetón y disparos de revólver procedentes de la parte del muelle. He comprendido que los locos han actuado. ¿Qué sucede? ¿Quién es el vencedor? Sentado en la sala, no me muevo. Todos los presidiarios dicen:
—¡Es la revuelta!
—¿La revuelta? ¿Qué revuelta?
Ostensiblemente, procuro dar a entender que no sé nada.
Jean Carbonieri, quien ese día no ha ido al trabajo, se me acerca, blanco como un muerto pese a que tiene el rostro quemado por el sol. En voz baja, le oigo decir:
—Es la revuelta, Papi.
Fríamente, le digo:
—¿Qué revuelta? No estoy al corriente.
Los disparos de mosquetón continúan. Pierrot el Loco regresa corriendo a la sala.
—Es la revuelta, pero creo que han fracasado. ¡Qué hatajo de cretinos! Papillon, saca tu cuchillo. ¡Al menos, matemos al mayor número posible antes de espicharla!
—¡Sí —repite Carbonieri—, matemos al mayor número posible! Chissilia, saca una navaja de afeitar. Todos tienen un cuchillo abierto en la mano. Les digo.
—No seáis estúpidos. ¿Cuántos somos?
—Nueve.
—Que siete arrojen sus armas. El primero que amenace a un guardián, lo mato. No tengo interés en dejarme matar a tiros en esta habitación, como un conejo. ¿Tú estás en el golpe?
—No.
—¿Y tú?
—Tampoco.
—¿Y tú?
—Yo no sabía nada.
—Bien. Aquí, todos somos hombres destacados, y nadie sabía nada de esta revuelta de lechuzos, ¿de acuerdo?
—Sí.
—El que esté de acuerdo debe comprender que, en cuanto reconozca haber sabido algo, será pasado por las armas. Así, pues, el que sea lo bastante imbécil como para hablar, sepa que no tiene nada que ganar. Echad vuestras armas a las letrinas, no tardarán en llegar.
—¿Y si han ganado los otros?
—Si han ganado los otros, que se las arreglen para rematar su victoria con una fuga. Yo, a ese precio, no quiero. ¿Y vosotros?
—Nosotros tampoco —dicen, a la vez, los ocho, incluido Jean Carbonieri.
Yo no he soplado palabra de lo que sé, es decir, que desde el momento que los disparos cesaron, los presidiarios habían perdido. En efecto, la matanza prevista no podría haber concluido ya.
Los guardianes llegan como locos empujando a garrotazos, a bastonazos, a puntapiés a los trabajadores del acarreo de piedras. Les hacen entrar en el edificio de al lado, apelotonados. Las guitarras, las mandolinas, los juegos de ajedrez y de damas, las 15 lámparas, los banquillos, las botellas de aceite, el azúcar, el café, la ropa blanca, todo es rabiosamente pisoteado, destruido y arrojado al exterior. Se vengan con todo lo que no es reglamentario…
Se oyen dos disparos, seguramente de revólver.
Hay ocho barracones en el campamento. En todos ocurre lo mismo y, de vez en cuando, llueven grandes garrotazos. Un hombre sale en cueros corriendo hacia las celdas disciplinarias, revolcándose literalmente a causa de los golpes de los guardianes encargados de llevarlo al calabozo.
Han ido delante y a nuestra derecha. En este momento se encuentran en el séptimo barracón. Sólo queda el nuestro. Estamos los nueve, cada uno en su sitio. Ninguno de los que trabajaban fuera ha regresado. Todos están quietos en su sitio correspondiente. Nadie habla. Yo tengo la boca seca y pienso: «¡Con tal de que no haya alguno que quiera aprovecharse de esta historia para cargárseme impunemente!».
—Aquí están —dice Carbonieri, muerto de miedo.
Más de veinte guardianes se precipitan dentro, todos con mosquetones y revólveres dispuestos para disparar.
—¡Cómo! —grita Filissari—, ¿aún no estáis en cueros? ¿A qué esperáis, hatajo de carroñas? Os fusilaremos a todos. Vamos, en cueros, que no tengamos que desnudaros cuando seáis cadáveres.
—Monsieur Filissari…
—¡Cierra el pico, Papillon! Aquí no hay perdón que valga. Lo que habéis maquinado es demasiado grave. ¡Y en esta sala de peligrosos, seguramente que estabais todos metidos en el ajo!
Los ojos se le salen de las órbitas, están inyectados en sangre, tienen un resplandor mortífero que no ofrece lugar a dudas.
—Tenemos derecho —dice Pierrot.
Decido jugarme el todo por el todo.
—Me sorprende que un napoleonista como usted vaya a asesinar, no retiro la palabra, a unos inocentes. ¿Quiere usted disparar? Pues bien, basta de discursos, no los necesitamos para nada. ¡Tire, pero tire rápido, maldita sea! Te creía un hombre, amigo Filissari, un verdadero napoleonista, pero me he equivocado. Tanto peor. Mira, ni siquiera deseo verte cuando vayas a disparar, te vuelvo la espalda. Volvedles todos la espalda, a estos sabuesos, para que no digan que íbamos a atacarlos.
Y todo el mundo, como un solo hombre, les presenta la espalda. Los guardianes quedan sorprendidos de mi actitud, tanto más cuanto que (después se ha sabido). Filissari ha abatido a dos desdichados en los otros barracones.
—¿Qué más tienes que decir, Papillon?
Siempre vuelto de espalda, respondo:
—Este cuento de la revuelta no me lo creo. ¿Una revuelta? ¿Para qué? ¿Para matar guardianes? ¿Y, luego, huir? ¿Pero adónde? Yo tengo experiencia en evasiones, y vengo de muy lejos, de Colombia. Por eso pregunto, ¿qué país concedería asilo a tales asesinos? ¿Cómo se llama ese país? No seáis imbéciles; ningún hombre que se respete puede estar mezclado en el golpe.
—Tú, quizá no. Pero ¿y Carbonieri? El sí lo está, seguro, porque, esta mañana, a Arnaud y Hautín les ha sorprendido que se hiciera el enfermo para no acudir al trabajo.
—Puras suposiciones, se lo aseguro. —Y me encaro con él. Enseguida lo comprenderá. Carbonieri es amigo mío, conoce todos los detalles de mi evasión y no puede hacerse ilusiones; sabe a qué atenerse sobre el resultado final de una fuga tras una revuelta.
En este momento, llega el comandante. Se queda fuera. Filissari sale y el comandante dice:
—¡Carbonieri!
—Presente.
—Al calabozo, sin cebarse con él. Vigilante fulano de Tal, acompáñele. Salgan todos; que sólo se queden aquí los jefes de vigilantes. Ocúpense de que regresen todos los de portados que se hayan dispersado por la isla. No maten a nadie llévenlos a todos, sin excepción, al campamento.
Entran en la sala el comandante, el segundo comandante y Filissari, que regresa con cuatro guardianes.
—Papillon, acaba de suceder algo muy grave —dice el comandante—. Como comandante de la penitenciaría, tengo una gran responsabilidad. Antes de tomar las disposiciones oportunas, desearía recibir algunas informaciones. Sé que en un momento tan crucial te hubieras negado a hablar conmigo en privado, por eso he venido aquí. Han asesinado al vigilante Duclos. Después, han querido apoderarse de las armas depositadas en mi casa, con lo que no hay duda de que se trataba de una revuelta. Sólo tengo unos minutos. Confío en ti, Papillon. Quiero saber cuál es tu opinión.
—Si hubiera habido una revuelta, ¿por qué no íbamos a estar todos al corriente de ella? ¿Por qué no se nos habría dicho nada? ¿Cuánta gente estaría comprometida? Estas tres preguntas que le formulo, comandante, se las voy a contestar, pero, antes, es preciso que diga usted cuántos hombres, después de haber matado al guardián, y de haberse apoderado, como supongo, del arma de este, se han movido.
—Tres.
—¿Quiénes son?
—Arnaud, Hautin y Marceau.
—Comprendo. Entonces, quiéralo o no, no ha habido revuelta.
—Mientes, Papillon —dice Filissari—. Esta revuelta debía de hacerse en Royale, Girasolo la denunció y nosotros no le creímos. Hoy, vemos que todo lo que dijo es verdad. Así, pues, ¡juegas con dos barajas, Papillon!
—Pero, entonces, si usted tiene razón yo soy un cerdo, y Pierrot el Loco también, y Carbonieri y Galgani y todos los bandidos corsos de Royale y los hombres destacados. A pesar de lo que ha sucedido no lo creo. Si hubiera habido una revuelta, los jefes seríamos nosotros y no ellos.
—¿Qué quiere hacerme creer? ¿Que nadie está comprometido aquí? Imposible.
—¿Qué acción han emprendido los demás? ¿Alguno, aparte de esos tres locos, ha movido un dedo? ¿Se ha intentado siquiera tomar el puesto de guardia en el que se encuentran cuatro vigilantes más el jefe, Monsieur Filissari, armados con mosquetones? ¿Cuántas embarcaciones hay en San José? Una sola chalupa. ¿Una chalupa para seiscientos hombres? No somos imbéciles ¿verdad? Y, luego, matar para evadirse. Aun admitiendo que veinte se marchen, es tanto como dejarse cazar y devolver en el primer sitio de arribada. Comandante, yo no sé aún cuántos hombres han matado sus subordinados o usted mismo, pero tengo casi la certidumbre de que eran inocentes. Y ¿qué significa eso de rompernos las pocas cosas que tenemos? Su cólera parece justificada, pero no olviden que el día que no permitan ya un mínimo de vida agradable a los presidiarios, ese día sí puede estallar una revuelta, la revuelta de los desesperados, la revuelta de un suicidio colectivo; espicharla por espicharla, espichémosla todos juntos: guardianes y condenados. Monsieur llutain, le he hablado con el corazón en la mano, porque creo que se lo merece simplemente por haber venido a informarse antes de tomar sus decisiones. Déjennos tranquilos.
—¿Y los que están conjurados? —interviene de nuevo Filissari.
—Cuenta de ustedes es descubrirlos. Nosotros no sabemos nada; a ese respecto, no podemos serles útiles. Se lo repito: esta historia es una locura de lechuzos, y nosotros no tenemos nada que ver con ella.
—Monsieur Filissari, cuando los hombres entren en el barracón de los peligrosos, mande cerrar la puerta hasta nueva orden. Dos vigilantes en la puerta, nada de cebarse en los hombres y no destruir sus pertenencias. En marcha.
Y se va con los demás guardianes.
¡Uf! ¡Qué peso nos quitamos de encima! Al cerrar la puerta, Filissari me espeta:
—¡Has tenido suerte de que yo sea napoleonista!
En menos de una hora, casi todos los hombres que pertenecen a nuestro barracón han regresado. Faltan dieciocho, y los guardianes advierten que, en su precipitación, los han encerrado en otros barracones. Cuando se reúnen con nosotros, nos enteramos de todo lo que ha pasado, pues estos hombres estaban trabajando cuando estalló la revuelta. Un ladrón estebanés me cuenta a media voz:
—Figúrate, Papi, que habíamos arrastrado una piedra de casi una tonelada cerca de cuatrocientos metros. El camino por el que Izamos la piedra no es demasiado acentuado y, llegamos a un pozo que está, más o menos, a unos cincuenta metros de la casa del comandante. Este pozo ha servido siempre para pararse y descansar. Está a la sombra de los cocoteros, y a mitad de camino del trayecto que debe recorrerse. Así, pues, nos detenemos como de costumbre, sacamos un gran cubo de agua fresca del pozo y bebemos; otros mojan su pañuelo, para ponérselo en la cabeza. Como la pausa es de unos diez minutos, el guardián se sienta, a su vez, en el brocal del pozo. Se quita el casco, y está enjugándose la frente y el cráneo con un pañuelo, cuando Arnaud se le acerca por detrás con un azadón en la mano, sin levantarlo, lo que hace que nadie pueda advertir con un grito al guardián. Levantar el azadón y golpear con el filo, justo en la mitad del cráneo, no ha requerido más de un segundo. Con la cabeza partida en dos, el guardián se ha desplomado sin un grito. En cuanto cae, Hautin, que está colocado ante él con toda naturalidad, le arrebata el mosquetón y Marceau le quita el cinto con su pistola. Con el arma en la mano, Marceau se vuelve hacia todos los forzados y dice: «Es una revuelta. Los que estén con nosotros que nos sigan». Ni uno solo de los llaveros se ha movido ni gritado, y ni uno solo de los trabajadores ha manifestado la intención de seguirlos. Arnaud nos ha mirado a todos continúa diciendo el estebanés —y nos ha dicho: «¡Hatajo de cobardes! ¡Ya os enseñaremos lo que es ser hombres!». Arnaud toma de las manos de Hautin el mosquetón y ambos corren hacia la casa del comandante. Marceau, tras haberse retirado un poco, se queda en el sitio. Conserva la pistola en la mano y ordena: «No os mováis, no habléis, no gritéis. ¡Vosotros, los llaveros, acostaos boca abajo!». Desde donde yo estaba, vi todo lo que pasó.
«Cuando Arnaud sube la escalera para entrar en casa del comandante, el árabe que trabaja allí abre la puerta llevando a las dos niñitas, una de la mano y la otra en brazos. Sorprendidos los dos, el árabe, con la niña en brazos, le larga un puntapié a Arnaud. Este quiere matar al árabe, pero el chivo levanta en alto a la criatura. Nadie grita. Ni el chivo ni los demás. Cuatro o cinco veces, el mosquetón apunta desde diferentes ángulos al árabe. Cada vez, la niña es colocada delante del cañón. Hautin agarra por el lado, sin subir la escalera, el bajo del pantalón del árabe. Este va a caerse y, entonces, de un solo golpe, lanza contra el mosquetón que sostiene Arnaud, a la niña. Sorprendidos en precario equilibrio en la escalera, Arnaud, la niña y el árabe, empujado por la pierna por Hautin, caen todos en un revoltillo. En este momento, se profieren los primeros gritos, primero de las criaturas, después los del árabe, seguidos por los insultos de Arnaud y Hautin. El árabe toma del suelo, más rápido que estos, el arma que había caído, pero la agarra sólo con la mano izquierda y por el cañón. Hautin ha vuelto a sujetarle la pierna con las manos. Arnaud lo coge del brazo derecho y le aplica una llave». El árabe arroja el mosquetón a más de diez metros.
«En el momento en que los tres echan a correr para apoderarse del arma, parte el primer disparo del fusil, hecho por un guardián de un grupo de forzados que transporta hojas secas. El comandante aparece en su ventana, y se pone a disparar, pero por miedo de herir al chivo, tira hacia el lugar donde se halla el mosquetón. Hautin y Arnaud escapan hacia el campamento por la carretera que bordea el mar, perseguidos por los disparos de fusil. Hautin, con su pierna rígida, corre con menos rapidez y es abatido antes de llegar al mar. Arnaud, por su parte, entra en el agua, imagínate entre el sitio de bañarse que se está construyendo y la piscina de los guardianes. Aquello está siempre infestado de tiburones. A Arnaud le llueven los disparos, pues otro guardián ha acudido en ayuda del comandante y de su compañero de las hojas secas. Está apostado tras una gran piedra.
»—¡Ríndete exclaman los guardianes— y salvarás la vida!
»—Jamás —responde Arnaud—, prefiero que se me zampen los tiburones, así dejaré de ver vuestras sucias jetas.
«Y se ha internado en el mar, derecho hacia los tiburones. Debió de darle una bala, pues, por un momento, se detiene. Pese a ello, los guardianes continúan disparando. Ha proseguido caminando, sin nadar. Aún no había sumergido el torso, cuando lo han atacado los tiburones. Se ha visto muy claramente cómo asestaba un puñetazo a uno de ellos —que, medio salido del agua, se lanzaba sobre él. Luego, ha sido literalmente descuartizado, pues los tiburones tiraban de todas partes sin cortar los brazos ni las piernas. En menos de cinco minutos, había desaparecido.
»Los guardianes han hecho lo menos cien disparos de fusil sobre la masa que componían Arnaud y los tiburones. Sólo uno de estos ha sido muerto, pues ha ido a varar en la playa con el vientre al aire. Como habían llegado guardianes de todos lados, Marceau creyó salvar la piel arrojando la pistola al pozo, pero los árabes se han levantado y, a bastonazos, a puntapiés y a puñadas, lo han empujado hacia los guardianes, diciendo que estaba comprometido en el golpe. A pesar de que sangraba por todas partes y tenía las manos en alto, los guardianes lo han matado a tiros de pistola y de mosquetón y, para terminar, uno de ellos le ha machacado la cabeza de un culatazo de mosquetón, del que se ha servido como si fuera una maza, agarrándolo por el cañón.
»Sobre Hautin, cada guardián ha vaciado el cargador. Eran treinta, a seis disparos cada uno. Le han metido, muerto o vivo, casi ciento cincuenta balas. Los tipos a quienes ha matado Filissari son hombres que, según los llaveros, en un principio se habían movido para seguir a Arnaud y que luego se habían rajado. Pura mentira porque, si tenía cómplices, nadie se ha movido.
Hace ya dos días que estamos encerrados todos en las salas correspondientes a cada categoría. Nadie sale al trabajo. A la puerta, los centinelas se relevan cada dos horas. Entre los barracones, otros centinelas. Prohibido hablar de un barracón a otro. Prohibido asomarse a las ventanas. Desde el pasillo que forman las dos hileras de hamacas, puede verse, manteniéndose apartado, por la puerta enrejada, el patio. Han venido guardianes de Royale como refuerzo. Ni un deportado está fuera, ni un árabe llavero. Todo el mundo está encerrado. De vez en cuando, sin gritos y sin golpes, se ve pasar a un hombre en cueros que, seguido de un guardián, se dirige hacia las celdas disciplinarias. Desde las ventanas laterales, los guardianes miran a menudo al interior de la sala. En la puerta, uno a la derecha y otro a la izquierda, los dos centinelas. Su tiempo de guardia es corto, dos horas, pero nunca se sientan y ni siquiera se colocan el arma en bandolera: el mosquetón está apoyado en su brazo izquierdo, pronto para disparar.
Hemos decidido jugar al póquer en grupos de cinco. Nada de marsellesa ni de grandes juegos en común, porque eso hace demasiado ruido. Marquetti, que interpretaba al violín una sonata de Beethoven, ha sido obligado a dejarlo.
—Para esa música; nosotros, los guardianes, estamos de luto.
Una tensión poco común reina no sólo en el barracón, sino en todo el campamento. Nada de café ni de sopa. Un bollo de pan por la mañana, corned-beef a mediodía, corned-beef por la noche: una lata por cada cuatro hombres. Como no nos han destruido nada, tenemos café y víveres: mantequilla, aceite, harina, etcétera. Los otros barracones carecen de todo. Cuando de las letrinas ha salido la humareda del fuego para hacer el café, un guardián ha mandado apagarlo. Un viejo marsellés, presidiario veterano a quien llaman Niston, es quien hace el café para venderlo. He tenido los redaños de contestar al guardián:
—Si quieres que apaguemos el fuego, entra a apagarlo tú mismo.
Entonces, el guardián ha disparado varios tiros por la ventana. Café y fuego han sido dispersados rápidamente.
Niston ha recibido un balazo en la pierna. Todo el mundo está tan excitado, que ha habido quienes han creído que empezaban a fusilarnos, y todos nos hemos echado al suelo, boca abajo.
El jefe del puesto de guardia, a esta hora, continúa siendo Filissari. Acude como un loco, acompañado de sus cuatro guardianes. El que ha disparado se explica; es de Auvernia. Filissari lo insulta en corso, y el otro, que no comprende nada, no sabe qué decir.
—No le entiendo.
Nos hemos echado en nuestras hamacas. Niston sangra por la pierna.
—No digáis que estoy herido; son capaces de acabar conmigo afuera.
Filissari se aproxima a la reja. Marquetti le habla en corso.
—Haced vuestro café; lo que acaba de suceder no se repetirá.
Y se va.
Niston ha tenido la suerte de que la bala no le haya quedado en el interior: habiendo entrado por la parte baja del músculo, ha vuelto a salir por la mitad de la pierna. Le aplicamos un torniquete, la sangre cesa de manar y le ponemos una compresa de vinagre.
—Papillon, salga.
Son las ocho, ya es de noche.
No conozco al guardián que me llama; debe de ser un bretón.
—¿Para qué habría de salir, a estas horas? No tengo nada que hacer fuera.
—El comandante quiere verle.
—Dígale que venga aquí. Yo no salgo.
—¿Entonces, se niega?
—Sí, me niego.
Mis amigos me rodean. Forman un círculo a mi alrededor. El guardián habla desde la puerta cerrada. Marquetti se dirige a ella y dice:
—No dejaremos salir a Papillon si no es en presencia del comandante.
—Pero él es precisamente quien lo envía a buscar.
—Dígale que venga en persona.
Una hora después, dos jóvenes guardianes se presentan en la puerta. Van acompañados por el árabe que trabaja en casa del comandante, la persona que lo ha salvado de una muerte cierta y ha impedido la revuelta.
—Papillon, soy yo, Mohamed. Vengo a buscarte; el comandante quiere verte; él no puede venir aquí.
Marquetti me dice:
—Papi, ese tipo está armado con un mosquetón.
Entonces, salgo del círculo de mis amigos y me aproximo a la puerta. En efecto, Mohamed lleva un mosquetón bajo el brazo. Vivir Para ver: ¡Un Presidiario oficialmente armado de un mosquetón!
—Ven —me dice el árabe—. Estoy aquí para protegerte y defenderte si es necesario.
Pero yo no lo creo.
—¡Vamos, ven con nosotros!
Salgo —Mohamed se coloca a mi lado y los dos guardianes detrás. Voy a la comandancia. Al pasar por el puesto de guardia, la salida del campamento, Filissari me dice:
—Papillon, espero que no vayas a quejarte de mí.
—Yo Personalmente, no, ni nadie del barracón de los peligrosos. De otro sitio, no lo sé.
Bajamos a la comandancia. La casa y el muelle están iluminados por lámparas de carburo que intentan expandir luz alrededor sin conseguirlo. Por el, camino, Mohamed me ha dado un Paquete de «Gauloises». Al entrar en la sala fuertemente iluminada por dos lámparas de carburo, encuentro sentado al comandante de Royale, al segundo comandante, al comandante de san José, al de la Reclusión y al segundo comandante de San José.
Afuera, he advertido, vigilados por guardianes, a cuatro árabes. He reconocido a dos que pertenecían al grupo de trabajo en cuestión.
—Aquí está Papillon, —dice el árabe.
—Buenas noches, Papillon —dice el comandante de San José.
—Buenas noches.
—Siéntate ahí, en esa silla.
Estoy de cara a todos. La puerta de la sala está abierta a la cocina, desde donde la madrina de Lisette me hace un signo amistoso.
—Papillon, —dice el comandante de Royale—, el comandante Dutain le considera a usted un hombre digno de confianza, enaltecido por la tentativa de salvamento de la ahijada de su esposa. Yo sólo le conozco por sus notas oficiales, que lo presentan como muy peligroso desde todos los puntos de vista. Debes olvidar esas notas y creer a mi colega Dutain. Veamos. Seguramente, vendrá una comisión para investigar, y todos los deportados de todas las categorías van a tener que declarar cuanto saben. Es cierto que usted y algunos otros tienen gran influencia sobre todos los condenados, y que estos seguirán al pie de la letra sus instrucciones. Hemos querido saber la opinión de usted sobre la revuelta y también si, más o menos, prevé lo que, en este momento, y en primer lugar su barracón y después los otros, podrían declarar.
—Yo no tengo nada que decir ni que influir en lo que digan los demás. Pero si la comisión viene para realizar de veras una investigación, con la atmósfera actual, puedo asegurarles que todos ustedes están destituidos.
—¿Qué dices, Papillon? Mis colegas de San José y yo hemos contenido la revuelta.
—Tal vez usted pudiera salvarse, pero no los jefes de Royale.
—¡Explíquese!
Y los dos comandantes de Royale se levantan y, luego, se sientan de nuevo.
—Si continúan hablando oficialmente de revuelta, todos ustedes están perdidos. Si quieren aceptar mis condiciones los salvo a todos, menos a Filissari.
—¿Qué condiciones?
—En primer lugar, que la vida vuelva a su curso habitual, inmediatamente, a partir de mañana por la mañana. Sólo si podemos hablar entre nosotros podemos influir en todo el mundo acerca de lo que debe declararse ante la comisión. ¿Está claro?
—Sí —,dice Dutain—. Pero ¿por qué debemos ser salvados?
—Ustedes, los de Royale, no son sólo los jefes de Royale, sino de las tres islas.
—Sí.
—Pues bien; ustedes recibieron una denuncia de Girasolo chivándoles que preparaban una revuelta. Los jefes eran Hautin y Arnaud.
—También Carbonieri —añade el guardián.
—No, eso no es verdad. Carbonieri era enemigo personal de Girasolo desde Marsella, y lo añadió arbitrariamente al golpe. Como fuere, ustedes no creyeron en la revuelta. ¿Por qué? Porque les dijo que esa revuelta tenía como objetivo matar a mujeres y niños, a árabes y a guardianes, cosa que parecía inverosímil. Por otra parte, había la cuestión de dos chalupas para ochocientos hombres en Royale, y una para seiscientos en San José. Ningún hombre sensato podía aceptar participar en semejante golpe.
—¿Cómo sabes todo eso?
—Es cuenta mía, pero si continúan ustedes hablando de revuelta, aunque me hicieran desaparecer, y aún más si lo hacen, todo esto se dirá y se probará. La responsabilidad, pues, corresponde a Royale, que envió a esos hombres a San José, pero sin separarlos. La decisión lógica, que hace que si la investigación lo descubre, no puedan ustedes escapar de recibir graves sanciones, era enviar a uno a la isla del Diablo y al otro, a San José, aunque reconozco que era difícil admitir esa historia de locos. Si hablan de revuelta, lo repito de nuevo, se pierden ustedes mismos. En cambio, si aceptan mis condiciones, yo me las arreglaré para que todo el mundo declare que Arnaud, Hautin y Marceau han actuado para causar el mayor daño posible antes de morir. He aquí las condiciones: primero, como ya les he dicho, que, desde mañana, la vida recupere su normalidad; segundo, que todos los hombres confinados en celdas bajo sospecha de estar conjurados salgan en seguida, y que no sean sometidos a un interrogatorio acerca de su posible complicidad en la revuelta, puesto que esta no existe; tercero que, cuanto antes, se envíe a Filissari a Royale, en primer lugar, por su seguridad personal, porque, si no ha habido revuelta, ¿cómo justificar el asesinato de tres hombres?, y, luego, porque ese vigilante es un abyecto asesino, y cuando actuó en el momento del incidente, tenía un miedo horrible, quería matar a todo el mundo, comprendidos nosotros, en el barracón. Lo que han hecho Arnaud y los otros era imprevisible. No tenían cómplices ni confidentes. Según opinan todos, eran unos botarates que habían decidido suicidarse de esa manera: matar al mayor número posible de personas antes de ser muertos ellos mismos, que es lo que debían buscar. Si ustedes quieren, me retiraré a la cocina y, así, podrán deliberar para darme su respuesta.
Entro en la cocina y cierro la puerta. Madame Dutain me estrecha la mano y me da café y coñac. Mohamed dice:
—¿Has dicho algo en mi favor?
—Eso concierne al comandante. Desde el momento que te ha armado, es que tiene la intención de eximirte.
La madrina de Lisette me dice bajito:
—¡Vaya! Esos de Royale ya tienen lo suyo.
—¡Pardiez! Para ellos era demasiado fácil admitir una revuelta en San José, donde todo el mundo debía saberlo menos su marido.
—Papillon, lo he oído todo y en seguida he comprendido que quería usted favorecernos.
—Es verdad, Madame Dutain.
Se abre la puerta.
—Papillon, pasa —dice un guardián.
—Siéntese, Papillon —dice el comandante de Royale. —Después de haber discutido el asunto, hemos concluido por unanimidad que usted, ciertamente, tenía razón. No ha habido revuelta. Esos tres deportados habían decidido suicidarse matando antes a la mayor cantidad posible de personas. Así, pues, mañana la vida volverá a empezar como antes. Monsieur Filissari será trasladado esta misma noche a Royale. Su caso nos incumbe, y sobre él no le pido ninguna colaboración. Contamos con que usted mantenga su palabra.
—Cuenten con ella. Hasta la vista.
—Mohamed y ustedes dos, señores vigilantes, devuelvan a Papillon a su barracón. Hagan venir a Monsieur Filissari; parte con nosotros hacia Royale.
Por el camino, le digo a Mohamed que deseo que salga en libertad. Me da las gracias.
—Así, pues, ¿qué querían de ti los guardianes?
En un silencio absoluto, cuento en voz alta, exactamente, palabra por palabra, todo lo que ha pasado.
—Si hay alguien que no esté de acuerdo o crea poder criticar el arreglo al que he llegado con los guardianes en nombre de todos, que lo diga.
Unánimemente, están todos de acuerdo.
—¿Piensas que te han creído eso de que nadie más estaba comprometido?
—No, pero si no quieren saltar, deben creerlo. Y nosotros, si no queremos meternos en líos, también debemos creerlo.
Esta mañana, a las siete, se han vaciado todas las celdas del cuartel disciplinario. Había más de ciento veinte detenidos. Nadie ha salido al trabajo, pero todos los barracones se han abierto, y el patio está lleno de presidiarios que, con toda libertad, hablan, fuman y toman el sol o descansan a la sombra a su antojo. Niston ha sido trasladado al hospital. Carbonieri me dice que habían puesto un letrero —«Sospechoso de estar comprometido en la revuelta» en no menos de cien puertas de las celdas.
Ahora que estamos todos reunidos, nos enteramos de la verdad. Filissari no ha matado más que a un hombre; los otros dos han sido muertos por dos guardianes jóvenes amenazados por individuos que, acorralados y creyendo que iban a eliminarlos, cargaban con sus cuchillos tratando de liquidar, al menos, a un vigilante antes de morir. He aquí como una verdadera revuelta que, por suerte, ha fracasado en su inicio, se ha transformado en un original suicidio de tres presos, tesis oficialmente aceptada por todo el mundo: Administración y condenados. De ello ha quedado una leyenda o una historia verdadera, no lo sé demasiado, comprendida entre esas dos palabras.
Al parecer, el entierro de los tres muertos en el campamento más Hautin y Marceau, se ha efectuado de la forma siguiente: como sólo hay una caja-ataúd con trampilla para arrojar los cadáveres al mar, los guardianes los han echado todos al fondo de una canoa, y los cinco a la vez, han sido lanzados a los tiburones. Se calculó la operación pensando que los últimos tendrían, así, tiempo de hundirse con sus piedras atadas a los pies, mientras sus amigos eran devorados por los escualos. Me han contado que ninguno de los cadáveres ha podido desaparecer en el mar, y que los cinco, a la caída de la noche, han danzado un ballet de lienzo blanco, como verdaderas marionetas animadas por el hocico o las colas de los tiburones en este festín, digno de Nabucodonosor. Los guardianes y los barqueros huyeron ante tanto horror.
Ha venido una comisión y ha permanecido casi cinco días en San José y dos en Royale. No he sido interrogado de manera especial, sino que he pasado ante ella como los otros. Por el comandante Dutain, he sabido que todo se ha desarrollado muy bien. A Filissari se le ha dado permiso hasta su retiro, así que no regresará ya más. Mohamed, como recompensa, ha sido redimido de toda su condena. El comandante Dutain ha conseguido un galón más.
Como siempre hay descontentos, un bordelés me preguntó ayer:
—¿Y qué hemos ganado nosotros, sacándoles las castañas del fuego a los guardianes?
Miro al tipo que ha dicho esto y le contesto:
—No gran cosa: cincuenta o sesenta hombres no cumplirán cinco años de reclusión por complicidad. ¿Te parece poco?
Esta tempestad se ha calmado felizmente. Una especie de tácita complicidad entre vigilantes y presidiarios ha desconcertado por completo a la famosa comisión de investigación que, tal vez, no pretendía más que eso: que todo se arreglara de la mejor manera posible.
Yo, personalmente, no he ganado ni perdido nada, aparte de que mis camaradas me están agradecidos por no haber tenido que sufrir una disciplina más dura. Al contrario, incluso se ha suprimido el acarreo de piedras. Esta horrible tarea ha sido abolida. Los búfalos son ahora los encargados de arrastrarlas, los presidiarios sólo deben colocarlas en su sitio.
Carbonieri ha regresado a la panadería. Yo trato de regresar a Royale. En efecto, aquí no hay taller, es imposible, pues, hacer una balsa.
La subida de Pétain al Gobierno ha agravado las relaciones entre deportados y vigilantes. Todo el personal de la Administración declara muy alto que es «pétainista», hasta el punto de que un guardián normando me decía:
—¿Quiere que le diga una cosa, Papillon? Yo nunca he sido republicano.
En las Islas, nadie tiene radio y no llegan las noticias. Por otra parte, se dice que, en la Martinica y en Guadalupe aprovisionamos a los submarinos alemanes. Es como para no entender nada. Las controversias son continuas.
—¡Mierda! ¿Quieres que te lo diga, Papi? Ahora es cuando hay que hacer la revuelta, para entregar las Islas a los franceses de De Gaulle.
—¿Tú crees que el Gran Charlot necesita el presidio? ¿Para hacer qué?
—¡Ah, para conseguir de dos mil a tres mil hombres!
—¿Leprosos, chochos, tuberculosos, enfermos de disentería? ¡Estás de broma! No es ningún tonto ese tipo, para complicarse la vida con presidiarios.
—¿Y los dos mil sanos que quedan?
—Eso Ya es otro cantar. Pero por el hecho de ser hombres, no significa que sirvan para pegar tiros. ¿Te crees que la guerra es como un atraco a mano armada? Un golpe dura diez minutos; la guerra, años. Para ser un buen soldado, es preciso tener la fe del patriota. Os guste o no, yo no veo aquí a un solo tipo capaz de dar su vida por Francia.
—¿Y por qué habríamos de dársela, después de todo lo que nos ha hecho?
—Entonces, ya veis que tengo razón. Por suerte, ese charlatán de Charlot cuenta con otros hombres, para hacer la guerra.
Y, sin embargo, ¡decir que esos cochinos de alemanes están en nuestra casa! Todos los guardianes de aquí, sin excepción, declaran estar con Pétain.
El conde De Bérac dice:
—Sería una manera de redimirse.
Y, entonces, ocurre el fenómeno siguiente: nunca, antes, un preso hablaba de redimirse. Y he aquí que ahora, todo el mundo, hombres del hampa y cabritos, todos esos pobres condenados, ven brillar un rayo de esperanza.
—¿Hacemos esa revuelta para incorporarnos a las órdenes De Gaulle, Papillon?
—Lo siento mucho, pero yo no tengo por qué redimirme a los ojos de nadie. La justicia francesa y su capítulo «rehabilitación» me los paso por el culo. Yo mismo me «rehabilitaré». Mi deber es fugarme y, una vez libre, ser un hombre normal que viva en una sociedad sin ser un peligro para ella. No creo que un presidiario pueda probar otra cosa de otro modo. Estoy dispuesto a cualquier acción con tal de darme el piro. No me interesa entregarle las Islas al Gran Charlot, y estoy seguro de que tampoco a él le interesa. Por otra parte, si empleáis esta artimaña, ¿sabéis lo que dirán los peces más gordos? Que os habéis apoderado de las Islas para ser libres vosotros, no para hacer un gesto a favor de la Francia libre. Y, luego, ¿sabéis acaso quién tiene razón? ¿De Gaulle o Pétain? Yo no sé absolutamente nada. Sufro como un pobre porque mi país está invadido, pienso en los míos, en mis padres —en mis hermanas, en mis sobrinas.
—Desde luego, hace falta ser idiotas para preocuparnos tanto por una sociedad que no ha tenido ninguna piedad de nosotros.
—Sin embargo, es normal, porque la bofia y el aparato judicial francés, y esos gendarmes y estos guardianes no son Francia. Es una clase aparte, compuesta por personas de mentalidad completamente distorsionada. ¿Cuántas de esas personas están hoy dispuestas a convertirse en servidores de los alemanes? ¿Qué te apuestas a que la Policía francesa detiene a compatriotas y los entrega a las autoridades alemanas? Bien. Yo digo y repito que no intervendré en una revuelta, cualquiera que sea el motivo. Sólo correré el riesgo de una fuga, pero ¿qué fuga?
Se producen discusiones muy serias entre diversos clanes.
Unos están en favor de De Gaulle, y los otros, de Pétain. En el fondo, no se sabe nada, pues, como he dicho, no hay un receptor de radio ni entre los vigilantes ni entre los deportados. Las noticias llegan por las embarcaciones que pasan y nos traen un poco de harina, de legumbres secas y de arroz. Para nosotros, la guerra, vista desde tan lejos, es difícil de comprender.
Al parecer, ha llegado a Saint-Laurent-du-Maroni un reclutador para las Fuerzas libres. Los presos no saben nada, excepto que los alemanes ocupan toda Francia.
Un incidente divertido: un cura ha venido a Royale y ha predicado después de la misa. Ha dicho:
—Si las Islas son atacadas, se os darán armas para ayudar a los vigilantes a defender el territorio de Francia.
Tal como lo digo. Tenía gracia, ese cura. ¡Y en verdad que debía tener una pobre opinión de nosotros! ¡Ir a pedir a los prisioneros que defiendan su celda! ¡Lo que nos quedaba por ver a los duros!
La guerra, para nosotros, se traduce en eso: doble efectivo de sabuesos, desde el simple guardián al comandante y al jefe de vigilantes; muchos inspectores, algunos de los cuales tienen un acento alemán o alsaciano muy pronunciado; muy poco pan; toca a cuatrocientos gramos por cabeza; muy poca carne.
En una palabra, —lo único que ha aumentado es el precio de una evasión fallida: condena a muerte y ejecución inmediata. Porque a la acusación de evasión se añade: «Ha intentado pasar a las órdenes de los enemigos de Francia».
Hace casi cuatro meses que estoy en Royale. Me he ganado un gran amigo: el doctor Germain Guibert. Su esposa, una dama excepcional, me ha pedido que le haga un huertecillo para ayudarla a vivir en este régimen de escasez. Le he plantado un huerto con ensaladas, rábanos, alubias verdes, tomates y berenjenas. Está encantada y me trata como a un buen amigo.
Ese doctor nunca ha estrechado la mano a un vigilante, cualquiera que sea su grado, pero sí, y muy a menudo, a mí y a ciertos presidiarios a quienes había aprendido a conocer y a estimar.
Una vez recobrada la libertad, he tomado contacto de nuevo con el doctor Germain Guibert, a través del doctor Rosemberg. Me ha enviado una foto de él y de su esposa en la Canebiére, Marsella. Regresaba de Marruecos y me felicitaba al saberme libre y feliz. Murió en Indochina al tratar de salvar a un herido que se había rezagado. Era un ser excepcional, y su mujer era digna de él. Cuando fui a Francia, en 1967, tuve deseos de ir a verla. Renuncié, porque había cesado de escribirme después de que yo le pidiera una declaración en mí favor, cosa que hizo. Pero, desde entonces, no volvió a enviarme noticias. No conozco la causa de este silencio, pero conservo en mi alma, por ambos cónyuges, el más alto reconocimiento por la manera como me trataron en su hogar, en Royale.
Algunos meses después, he podido regresar a Royale.