Es, pues, un verdadero milagro que regrese a cumplir condena normal en Royale. La abandoné con una pena de ocho años, y, a causa de aquella tentativa de salvamento, estoy de regreso diecinueve meses después.
He vuelto a encontrar a mis amigos: Dega continúa contable, Galgani sigue de cartero, Carbonieri, que fue absuelto en mi asunto de evasión, Grandet, el carpintero Bourset y los hombres de la Carretilla: Naric y Quenier; Chatal está en la enfermería, y Maturette, mi cómplice de la primera vez que me las piré, quien aún sigue en Royale, es ayudante de enfermero.
Los miembros del maquis corso aún están todos aquí, Essari, Vicioli, Césari, Razori, Fosco, Maucuer y Chapar, quien hizo guillotinar a La Garra por el asunto de la Bolsa de Marsella. Todos los protagonistas de la crónica sangrienta de los años que van de 1927 a 1935 están aquí.
Marsino, el asesino de Dufréne, murió la semana pasada de descomposición. Ese día, los tiburones tuvieron un plato exquisito: les fue servido uno de los expertos en piedras preciosas más cotizados de París.
Barrat, apodado La Comediante, el campeón de tenis millonario de Limoges, quien asesinó a un chófer y a su amiguito íntimo, demasiado íntimo. Barrat es jefe del laboratorio y farmacéutico del Hospital de Royale. En las Islas se es tuberculoso por derecho de pernada, según pretende un doctor chistoso.
En una palabra, mi llegada a Royale es un cañonazo. Cuando entro de nuevo en el edificio de los duros de pelar, estamos a sábado por la mañana. Casi todo el mundo se halla presente y todos, sin excepción, me festejan y me testimonian su amistad. Incluso el tipo de los relojes que no habla nunca desde la famosa mañana que iban a guillotinarlo por error, se molesta y viene a decirme buenos días.
—Entonces, amigos, ¿esto es cosa de todos?
—Sí, Papi, sé bien venido.
—Continúas teniendo tu sitio dice Grandet. —Ha permanecido vacío desde el día que te fuiste.
—Gracias a todos. ¿Qué hay de nuevo?
—Una buena noticia.
—¿Cuál?
—Esta noche, en la sala, frente a los buenos en conducta, han encontrado asesinado al chivato que te denunció y que te espiaba desde lo alto del cocotero. Seguro que ha sido un amigo tuyo que no ha querido que lo encontraras vivo y te ha ahorrado el trabajo.
—Desde luego; quisiera saber quién es para darle las gracias.
—Tal vez un día te lo diga. Han encontrado el cadáver esta mañana, a la hora de pasar lista, con un cuchillo clavado en el corazón. Nadie ha visto ni oído nada.
—Mejor así. ¿Y el juego?
—Bien. Guardamos tu sitio.
—Perfecto. Entonces, empezamos a vivir en trabajos forzados a perpetuidad. A saber cómo y cuándo acabará esta historia.
—Papi, quedamos todos muy impresionados cuando supimos que tenías que cumplir ocho años. No creo que haya en las Islas un solo hombre, ahora que estás aquí, capaz de negarte ayuda para lo que sea, incluso al precio más arriesgado.
—El comandante lo llama —dice un vigilante.
Salgo con el. En el puesto de guardia, muchos guardianes me dicen algunas palabras amables. Sigo al vigilante y encuentro al comandante Prouillet.
—¿Qué tal, Papillon?
—Bien, comandante.
—Me alegro de que te hayan indultado, y te felicito por el valeroso acto que tuviste para con la hijita de mi colega.
—Gracias.
—Te voy a destinar como boyero, en espera de que vuelvas a ser pocero, con derecho a pescar.
—Si eso no le compromete a usted demasiado, me gustaría.
—Esto es asunto mío. El vigilante del taller ya no está aquí, y yo, dentro de tres semanas, me voy a Francia. Bien; así, pues, ocuparás tu destino a partir de ahora.
—No sé como agradecérselo, mi comandante.
—Aguardando un mes antes de intentar otra fuga dice, riendo, Prouifflet.
En la sala, me encuentro con los mismos hombres y el mismo género de vida de antes de mi partida. Los jugadores, clase aparte, sólo piensan y viven para el juego. Los hombres que tienen jóvenes viven, comen y duermen con ellos. Son verdaderos matrimonios, en que la pasión y el amor entre hombres absorben, día y noche, todos sus pensamientos. Escenas de celos y pasiones sin freno en que la «mujer» y el «hombre» se espían mutuamente y provocan muertes inevitables si uno de ellos se cansa del otro y vuela en derechura hacia nuevos amores.
La semana pasada por la hermosa Charlie (Barrat), un negro que tiene por nombre Simplon mató a un tipo que se llamaba Sidero. Es el tercero que mata Simplon a causa de Charlie.
Apenas hace unas horas que estoy en el campamento, cuando dos sujetos ya vienen a verme.
—Oye, Papillon, quisiera saber si Maturette es tu chico.
—¿Por qué?
—Por razones que sólo me conciernen a mí.
—Escucha bien. Maturette se las piró conmigo a lo largo de dos mil quinientos kilómetros y se comportó como un hombre. Es todo cuanto tengo que decirte.
—Pero quiero saber si va contigo.
—No, no conozco a Maturette en el aspecto sexual. Lo aprecio como a un amigo, y todo lo demás no me afecta en absoluto, salvo si le hacen daño.
—Pero ¿y si un día fuera mi mujer?
—En ese caso, si él consiente, no me mezclaré en nada. Pero si para conseguir que sea tu chico lo amenazas entonces, tendrás que vértelas conmigo.
Con los pederastas activos o pasivos pasa lo mismo, pues tanto unos como otros se encastillan en una pasión y no piensan en otra cosa.
He encontrado al italiano del estuche de oro del convoy. Ha venido a saludarme. Le digo:
—¿Aún estás aquí?
—Lo he hecho todo. Mi madre me ha enviado doce mil francos, el guardián me ha cogido seis mil de comisión, he gastado cuatro mil para conseguir que me dieran la baja, he logrado que me mandaran a hacerme una radiografía a Cayena y no he podido obtener nada. Luego, he hecho que me acusen de haber herido a un amigo. Tú ya lo conoces: Razari, el bandido corso.
—Si, ¿y entonces?
—De acuerdo con él, se hizo una herida en el vientre, y entonces, bajamos los dos al Consejo de Guerra, él como acusador y yo como culpable. Allí, no tocamos tierra. En quince días, habíamos terminado. Condenado a seis meses, los he cumplido en la Reclusión, el año pasado. Tú ni siquiera supiste que estaba allí. Papi, no puedo más; me dan ganas de suicidarme.
—Es mejor que la espiches en el mar mientras te las piras; al menos, así morirás libre.
—Tienes razón, estoy dispuesto a todo. Si preparas algo, dímelo.
—Entendido.
Y la vida en Royale vuelve a empezar. Heme aquí de boyero. Tengo un búfalo al que llaman Brutus. Pesa dos mil kilos y es un asesino de otros búfalos. Ha matado ya a otros dos machos.
—Es su última oportunidad —me dice el vigilante Angosti, quien se ocupa de este servicio—. Si mata a otro búfalo, será sacrificado.
Esta mañana, he conocido a Brutus. El negro martiniqués que lo conduce debe quedarse una semana conmigo para adiestrarme. En seguida me he hecho amigo de Brutus meándome en su hocico: su gran lengua adora lamer cosas saladas. Luego, le he dado algunas hojas de mango tiernas que cogí en el jardín del hospital. Bajo con Brutus, enganchado como un buey al pértigo de una carreta digna del tiempo de los reyes holgazanes, tan rústicamente construida está; sobre ella, se encuentra un tonel de tres mil litros de agua. Mi trabajo y el de mí amigo Brutus consiste en ir al mar a llenar el tonel de agua, y volver a subir esta empinada cuesta hasta el llano. Una vez allí, abro el grifo del barril y el agua fluye por los vertederos, llevándose todos los residuos de la limpieza de la mañana. Empiezo a las seis y he terminado alrededor de las nueve.
Al cabo de cuatro días, el martiniqués declara que puedo desenvolvérmelas solo. No hay más que un inconveniente: por la mañana a las cinco, debo nadar por la charca en busca de Brutus, que se esconde porque no quiere trabajar. Como tiene la nariz muy sensible, un anillo de hierro la atraviesa y un trozo de cadena de cincuenta centímetros pende permanentemente de él. Cuando lo descubro, se aparta, se sumerge y va a salir más lejos. A veces, invierto más de una hora en atraparlo, en esta agua estancada y vomitada de la charca, llena de bichos y de nenúfares. Agarro rabietas yo solo:
—¡Imbécil! ¡Cabeza de chorlito! ¡Eres testarudo como un bretón! ¿Vas a salir, sí o no? ¡Mierda!
Sólo es sensible a la cadena, pero para tirar de ella tengo que atraparlo primero. De los insultos no hace el menor caso. Pero cuando, al fin, ha salido de la charca, entonces se vuelve manso.
Tengo dos bidones de grasa vacíos, llenos de agua dulce.
Empiezo por tomar una ducha, limpiándome bien del agua viscosa de la charca. Cuando estoy bien enjabonado y enjuagado, por lo general me queda más de la mitad de un bidón de agua dulce, y, entonces, lavo a Brutus con fibra de cáscara de coco. Le froto bien las partes sensibles y le echo agua mientras lo limpio. Brutus, entonces, se restriega la cabeza contra mis manos, y luego, va a colocarse él solo ante el larguero de la carreta. Nunca lo atosigo con el pincho como lo hacía el martiniqués. Me lo agradece, porque conmigo camina más deprisa.
Una hermosa bufalita está enamorada de Brutus y nos acompaña caminando a nuestro lado. Yo no la aparto, como hacía el otro boyero; al contrario. La dejo que se acople con Brutus y que nos acompañe a todas partes adonde vamos. Por ejemplo, no los molesto cuando se aparean y Brutus me lo agradece, pues sube sus tres mil litros a una velocidad increíble. Da la impresión de que quiere recuperar el tiempo que me ha hecho perder en sus sesiones con Marguerite, porque ella, la búfala, se llama Marguerite.
Ayer, en la lista de las seis, hubo un pequeño escándalo a causa de Marguerite. El negro martiniqués, al parecer, se subía a un pequeño muro y, desde allí, poseía carnalmente cada día al animal. Sorprendido por un guardián, le habían endiñado treinta días de calabozo. «Coito con un animal», fue la razón oficial. Pues bien; ayer, a la hora de pasar lista, Marguerite fue llevada al campamento, pasó por delante de más de sesenta hombres y, cuando llegó a la altura del negro, se volvió a él presentándole las nalgas. Todo el mundo soltó la carcajada, y el negro estaba rojo de confusión.
Debo hacer tres viajes de agua por día. Lo que me lleva más tiempo es llenar el tonel por los dos cargadores de abajo, pero, a fin de cuentas, todo resulta bastante rápido. A las nueve, he terminado y voy de pesca.
Me he aliado con Marguerite para sacar a Brutus de la charca. Rascándole en la oreja, emite un sonido casi de yegua en celo. Entonces Brutus sale solo. Aunque yo ya no tenga necesidad de lavarme, a él continúo bañándolo mejor que antes. Limpio y sin el olor nauseabundo del agua vomitiva donde pasa la noche, aún le gusta más a Marguerite, y él se muestra más vivaz.
Al regresar del mar, a mitad de la costa, se encuentra un lugar un poco llano donde tengo una piedra grande. Allí Brutus tiene la costumbre de resoplar cinco minutos. Entonces, calzo la carreta y, así el animal reposa mejor. Pero esta mañana, otro búfalo, Danton, tan grande como él, nos esperaba escondido detrás de los pequeños cocoteros que sólo tienen hojas, pues se trata de un plantel. Danton aparece y ataca a Brutus. Este se aparta y va el golpe, y el otro choca contra la carreta. Uno de sus cuernos ha penetrado en el tonel. —Danton hace esfuerzos enormes para soltarse, y yo aprovecho la ocasión para liberar a Brutus de sus arneses. Entonces, Brutus toma carrerilla por la parte de arriba, al menos treinta metros, y se precipita a galope contra Danton. El miedo o la desesperación hacen que este, antes de que mi búfalo se abalance sobre el, se suelte del tonel, astillándose un cuerno, pero Brutus no puede frenar a tiempo y carga contra la carreta, volcándola.
Entonces, asisto a un curioso espectáculo. Brutus y Danton se tocan los cuernos sin empujarse; no hacen más que frotarse mutuamente sus inmensos cuernos. Parece que se hablan y, sin embargo, no mugen; sólo resoplan. Luego, la búfala asciende lentamente por la costa, seguida por los dos machos que, de vez en cuando, se detienen y comienzan a frotarse y entrelazar los cuernos. Cuando se entretienen demasiado, Marguerite gime lánguidamente y prosigue avanzando hacia el llano. Los dos mastodontes, siempre en las mismas, la siguen. Después de tres paradas en las que se repite la misma ceremonia, llegamos al llano. Esta parte en la que desembocamos está delante del faro y forma una plaza desnuda de trescientos metros de largo, más o menos. En un extremo, el campamento de los presidiarios; a la derecha y a la izquierda, los edificios de los dos hospitales: deportados y militares.
Danton y Brutus siguen a la joven búfala a veinte pasos. Marguerite, por su parte, va tranquilamente al centro de la plaza y se detiene. Los dos enemigos llegan a su altura. Ella, de vez en cuando, lanza su mugido de lamento, largo y positivamente sexual. Los dos machos se tocan de nuevo los cuernos, pero esta vez tengo la impresión de que se hablan en serio, pues con su resoplido se mezclan sonidos que deben significar algo.
Después de esta conversación, uno parte hacia la derecha, lentamente, y el otro hacia la izquierda. Van a situarse en los extremos de la plaza. Hay, pues, trescientos metros entre ellos. Margueríte, siempre en el centro, espera. He comprendido: es un duelo con todas las de la ley, aceptado por ambas partes, con la joven búfala como trofeo. Esta está de acuerdo, por supuesto, y también orgullosa de que dos galanes se batan por ella.
A un bramido de Marguerite, se lanzan uno hacia el otro. En la trayectoria que cada uno puede recorrer, unos ciento cincuenta metros, inútil es decir que sus dos mil kilos se multiplican por la velocidad que van adquiriendo. El choque de esas dos cabezas es tan formidable, que ambos quedan nockout más de diez minutos. Los dos han doblado las patas. El primero en recuperarse, Brutus, esta vez va al galope a tomar posición.
La batalla ha durado dos horas. Unos guardianes querían matar a Brutus, pero yo me he opuesto y, en un momento dado en un choque, Danton se ha partido el cuerno que se había astillado contra el tonel. Huye, perseguido por Brutus. La batalla persecución ha durado hasta el día siguiente. Por allí donde han pasado, jardines, cementerio, lavandería, todo ha quedado destruido.
Sólo después de haberse batido durante toda la noche, a la mañana siguiente, hacia las siete, Brutus ha podido acorralar a Danton contra la pared de la carnicería, que está en la orilla del mar, y allí le ha metido un cuerno entero en el vientre. A fin de rematarlo bien, Brutus ha girado sobre sí mismo dos veces para que el cuerno barrene en el vientre de Danton que, en medio de un río de sangre y de tripas, está derribado, vencido de muerte.
Esta batalla colosal ha debilitado tanto a Brutus, que ha sido preciso que yo le libere su cuerno para que pueda reincorporarse. Tambaleándose, se aleja, por el camino que bordea el mar, y allí, Marguerite se ha puesto a caminar junto a el, levantando el grueso cuello que sustenta una cabeza sin cuernos.
No he asistido a su noche de bodas, pues el guardián responsable de los búfalos me acusó de haber desatado a Brutus y perdí mi destino de boyero.
He pedido hablar con el comandante acerca de Brutus.
—Papillon, ¿qué ha pasado? Brutus debe ser sacrificado; es demasiado peligroso. Ya ha matado a tres hermosos ejemplares.
—Precisamente he venido a pedirle que salve a Brutus. El guardián encargado de los búfalos no comprende nada. Permítame que le cuente por qué Brutus ha actuado en legítima defensa.
El comandante sonríe.
—Escucho…
—… Así, pues, comprenda usted, mi comandante, que mi búfalo fue el agredido —concluí yo, después de haber contado todos los detalles—. De no soltar a Brutus, Danton lo hubiese matado enganchado al pértigo, y, por lo tanto, sin posibilidades de defenderse, uncido al yugo y atado a la carreta como estaba.
—Es verdad dice el comandante.
Entonces, se presenta el encargado de los búfalos.
—Buenos días, comandante. Lo busco a usted, Papillon, porque esta mañana ha salido a la isla como si fuera al trabajo y, sin embargo, no tenía nada que hacer.
—He salido, Monsieur Angosti, para ver si podía detener aquella batalla; pero, por desgracia, estaban demasiado furiosos.
—Sí, es posible, pero ahora ya no tendrá usted que conducir al búfalo, ya se lo he dicho. Por otra parte, el domingo por la mañana pensamos matarlo y obtener de él carne para los reclusos.
—Usted no hará eso.
—No será usted quien me lo impida.
—No, pero sí el comandante. Y si no basta, el doctor Germain Guibert, a quien le pediré que intervenga para salvar a Brutus.
—¿Por qué se mezcla usted en esto?
—Porque me afecta. Al búfalo lo conduzco yo; es mi compañero.
—¿Su compañero? ¿Un búfalo? ¿Me toma usted el pelo?
—Escuche, Monsieur Angosti, ¿quiere usted dejarme hablar un momento?
—Déjele que haga la defensa de su búfalo —dice el comandante.
—Bien, hable.
—¿Cree usted, Monsieur Angosti, que las bestias hablan entre sí?
—¿Por qué no, si se comunican?
—Entonces, Brutus y Danton, de común acuerdo, se han batido en duelo.
Y, de nuevo, lo explico todo, de cabo a rabo.
—¡Cristacho! —exclama el corso—. Es usted un tipo raro, Papillon. Arrégleselas con Brutus, pero si mata a otro, no lo salvará nadie, ni siquiera el comandante. Le pongo de nuevo como boyero. Arrégleselas para que Brutus trabaje.
Dos días después, con la carreta reparada por los obreros del taller, Brutus, acompañado por su legítima Marguerite, reanudaba los acarreos cotidianos de agua de mar. Y yo, cuando llegábamos al llano donde descansaba con la carreta bien calzada con piedras, le decía:
—¿Dónde está Danton, Brutus?
Y aquel mastodonte, de un solo tirón, ponía en marcha la carreta y, con paso alegre, como el vencedor, terminaba el trayecto de una tirada.