Atado al polaco, abandono las Islas. ¡Apenas hemos probado los calabozos de Saint-Laurent! Llegamos un lunes, sufrimos el Consejo de Guerra el jueves y, el viernes por la mañana, nos reembarcaron para las Islas.
Arribamos a estas, dieciséis hombres, doce de los cuales somos reclusos. El viaje se efectúa con una mar muy gruesa, y, muy a menudo el puente es barrido por una ola mayor que las otras. En mi desesperación, llego a desear que este cascarón se vaya a pique. No hablo con nadie, concentrado en mí mismo, en medio de este viento húmedo que me abofetea el rostro. No me protejo; al contrario. He dejado voluntariamente que saliera expelido por los aires el sombrero, que no necesitaré para nada durante los ocho años de reclusión. Cara al viento, respiro hasta sofocarme este aire que me azota. Tras haber deseado el naufragio, me recupero: «Celier ha sido comido por los tiburones, y tú tienes treinta años y ocho más por delante». Pero ¿pueden pasarse ocho años tras los muros de la «comedora de hombres»?
Según mi experiencia, creo que es imposible. Cuatro o cinco años deben ser el límite extremo de la resistencia. Si no hubiese matado a Celier sólo me quedarían tres años, tal vez dos, pero el homicidio lo ha agravado todo, incluida la evasión. No debía haber matado a aquella carroña. ¿Cómo pude cometer semejante error? Sin contar con que estuve a punto de que me matase, aquella basura. Vivir, vivir y vivir; esa hubiera tenido que ser y tiene que ser mí única religión.
Entre los vigilantes que acompañan el convoy, hay un guardián a quien conocí en la Reclusión. No sé cómo se llama, pero me muero de ganas de hacerle una pregunta.
—Jefe, quisiera preguntarle algo.
Sorprendido, se acerca y me dice:
—¿Qué?
—¿Ha conocido usted a hombres que hayan podido resistir ocho —años de reclusión?
Reflexiona y me dice:
—No, pero he conocido a muchos que han pasado cinco años, e incluso a uno, me acuerdo muy bien, que salió bastante bien parado y equilibrado al cabo de seis años. Estaba en la Reclusión cuando lo liberaron.
—De nada —dice el guardián—. Creo que tú tienes que cumplir ocho años…
—Sí, jefe.
—Sólo conseguirás salir con bien si no te castigan nunca.
Y se retira.
Esta frase es muy importante. Sí, sólo puedo salir vivo si jamás soy castigado. En efecto, la base de los castigos es la supresión de una parte o de toda la comida durante cierto tiempo, de manera que incluso al volver al régimen normal, nunca puede uno recuperarse. Algunos castigos un poco fuertes te impiden resistir hasta el final, y la espichas antes. Conclusión: no debo aceptar cocos o cigarrillos, incluso no debo escribir o recibir notas.
Durante el resto del viaje, rumio sin cesar esta decisión. Nada, absolutamente nada con el exterior ni con el interior. Se me ocurre una idea: la única manera de conseguir que me ayuden sin riesgos para la comida es que alguien pague desde el exterior a los repartidores de sopa, para que me den uno de los mayores y mejores trozos de carne al mediodía. Es fácil, porque uno echa el caldo, y el otro, que le sigue con una bandeja, echa a la gamella un trozo de carne. Es preciso que rasque en el fondo del perol y me dé mi cucharonada con la mayor cantidad posible de legumbres. Me reconforta haber dado con esta idea. De este modo, podré comer según el hambre que tenga y casi suficientemente si la combinación se organiza bien. De mi cuenta corre soñar y elevarme lo más posible, eligiendo temas agradables para no volverme loco.
Llegamos a las Islas. Son las tres de la tarde. Apenas he desembarcado, veo el vestido amarillo claro de Juliette, quien está junto a su marido. El comandante se aproxima con rapidez, antes, incluso, de que hayamos tenido tiempo de alinearnos, y me pregunta:
—¿Cuánto?
—Ocho años.
Vuelve junto a su mujer y le habla. Esta, emocionada, se sienta en una piedra. Está virtualmente postrada. Su marido la toma del brazo, ella se levanta y, después de haberme lanzado una mirada llena de tristeza con sus ojos inmensos, se van, marido y mujer, sin volverse.
—Papillon —pregunta Dega—, ¿cuánto?
—Ocho años de reclusión.
No dice nada y no se atreve a mirarme. Galgani se acerca, y antes de que me hable, le digo:
—No me mandes nada ni me escribas en absoluto. Con una pena tan larga, no puedo correr el riesgo de un castigo.
—Comprendo.
En voz baja, añado rápidamente:
—Arréglatelas para que me sirvan de comer lo mejor posible al mediodía y por la noche. Si consigues arreglar eso, acaso nos veamos algún día. Adiós.
Voluntariamente, me dirijo hacia la primera canoa que debe llevarnos a San José. Todo el mundo me mira como se mira un féretro que se baja a una fosa. Nadie habla. Durante el corto viaje, repito a Chapar lo que le he dicho a Galgani. Me responde:
—Eso debe ser factible. Animo, Papi. —Luego, me dice—: ¿Y Matthieu Carbonieri?
—Perdóname por haberlo olvidado. El presidente del Consejo de Guerra ha pedido que se redacte un suplemento de informaciones sobre su caso antes de tomar una decisión. ¿Eso es bueno o malo?
—Creo que es bueno.
Estoy en la primera fila de la pequeña columna de doce hombres que se encarama por la costa para llegar a la Reclusión. Subo aprisa, pues estoy impaciente —es curioso— por encontrarme solo en mi celda. Aprieto tanto el paso que el guardián me dice:
—Más despacio, Papillon. Se diría que tiene usted prisa por volver a la casa que ha abandonado hace tan poco tiempo.
Por fin, llegamos.
—¡Vaya! Le presento al comandante de la Reclusión.
—Lamento que haya vuelto, Papillon —dice. Después—: Reclusos, aquí, etc. —Su discurso habitual—. Edificio A, celda 127. Es la mejor, Papillon, porque está frente a la puerta del pasillo, y así tienes más luz y el aire no te falta nunca. Espero que te portes bien. Es mucho tiempo ocho años, pero ¿quién sabe?, acaso con una excelente conducta puedas conseguir una reducción de uno o dos años. Te lo deseo, porque eres un hombre animoso.
Heme, pues, en la 127. En efecto, la celda está justo enfrente de una gran puerta enrejada que da al pasillo. Aunque son casi las seis, todavía se ve bastante claridad. La celda ya no tiene ese regusto y ese olor a podrido que tenía la primera que ocupé. Eso me anima un poco: «Mi estimado Papillon, he aquí cuatro paredes que tienen que contemplar cómo vives durante ocho años. Niégate a contar los meses y las horas; es inútil. Sí quieres tomar una medida aceptable, debes contar por períodos de seis meses. Dieciséis veces seis meses y estarás libre de nuevo. De todas formas cuentas con una ventaja. Si la espichas aquí, al menos tendrás, si es de día, la satisfacción de morir a la luz. Eso es muy importante. No debe de ser muy alegre morirse a oscuras. Si estás enfermo, al menos aquí el doctor te verá el gaznate. No tienes por qué recriminarte por haber querido revivir evadiéndote y, a fe mía, tampoco por haber matado a Celier. Figúrate lo que sufrirías de pensar que mientras tú estás aquí, él ha tomado el portante. El tiempo dirá. Tal vez haya una amnistía, una guerra, un temblor de tierra, un tifón capaces de destruir la fortaleza. ¿Por qué no? Un hombre honrado que, de regreso en Francia, consigue conmover a los franceses y estos logran obligar a la Administración penitenciaria a suprimir esta forma de guillotinar a la gente sin guillotina. Tal vez un doctor, asqueado, le cuente todo esto a un periodista, a un cura, ¿qué sé yo? De todas formas, Celier hace ya tiempo que ha sido digerido por los tiburones. Yo estoy ahí y, si soy digno de mí mismo, tengo que salir vivo de este sepulcro».
Un, dos, tres, cuatro, cinco, media vuelta… Un, dos, tres, cuatro, cinco, otra media vuelta. Empiezo a andar, y de un golpe, vuelvo a encontrar la posición de la cabeza, de los brazos y la longitud precisa que debe tener el paso para que la péndola funcione perfectamente bien. Decido no caminar más que dos horas por la mañana y dos por la tarde, hasta que sepa con certeza si puedo contar con una alimentación privilegiada en cantidad. No empecemos, en este nerviosismo de los primeros días a gastar energía inútilmente.
Sí, es lamentable haber fracasado al final. Es verdad que sólo se trataba de la primera parte de la fuga, y que aún era preciso efectuar una travesía feliz de más de ciento cincuenta kilómetros sobre aquella frágil balsa. Y según el sitio adonde llegáramos de Tierra Grande, organizar una vez más otra huida. Si la botadura hubiera marchado bien y la vela de tres sacos de harina hubiera empujado la balsa a más de diez kilómetros por hora, en menos de quince horas, tal vez en doce, hubiéramos tocado tierra. Esto siempre contando con que lloviese, pues sólo con lluvia podíamos arriesgarnos a hacernos a la mar. Creo recordar que el día después de que me encerraran en el calabozo, llovió. No estoy seguro. Trato de encontrar qué faltas o qué errores cometimos.
Sólo encuentro dos. En primer lugar, el carpintero quiso hacer una balsa demasiado perfecta, demasiado segura, y, entonces para meter los cocos, tuvo que construir una armadura que valía casi por dos balsas, una incluida en la otra. De ahí que hubiera demasiadas piezas que confeccionar y que exigiera demasiado tiempo para construirlas con precaución.
En segundo lugar, lo más grave: a la primera duda sería sobre Celier, la misma noche, hubiera debido matarle. Si lo hubiera hecho, ¡vete a saber dónde estaría yo, ahora! Incluso si las cosas hubiesen salido mal en Tierra Grande o hubiese sido arrestado en el momento de la botadura, no me hubieran caído más de tres años y no ocho, y hubiera tenido la satisfacción de la acción emprendida. Sí, si todo se hubiera desarrollado bien, ahora estaría en las Islas o en Tierra Grande. ¡Cualquiera sabe! Tal vez charlando con Bowen en Trinidad, o en Curasao, protegido por el obispo Irénée de Bruyne. Y de allí no nos marcharíamos hasta estar seguros de que tal o cual nación nos aceptaría. En el caso contrario, me sería fácil regresar solo, directamente en un vaporcito, a la Guajira, a mi tribu.
Me he dormido muy tarde, pero he conseguido conciliar un sueño normal. Esta primera noche, no ha sido tan deprimente como pensaba. Vivir, vivir, vivir. Debo repetir en cada ocasión que esté a punto de abandonarme a la desesperación, tres veces, esta frase: «Mientras hay vida, hay esperanza».
Ha pasado una semana. Desde ayer, he advertido el cambio de las raciones de mi alimento. Un magnífico trozo de carne cocida a mediodía y, por la noche, una gamella de lentejas solas, casi sin agua. Como un niño, digo en voz alta:
—Las lentejas contienen hierro; eso es muy bueno para la salud.
Si esto dura, podré andar de diez a doce horas por día, y entonces: por la noche, fatigado, me hallaré en estado de viajar a las estrellas. No, no desbarro; estoy con los pies en el suelo, bien en el suelo, y pienso en todos los casos de presidiarios que he conocido en las Islas. Cada cual tiene su historia, antes y mientras. Pienso también en las leyendas que se cuentan en las Islas. Una de ellas, que me prometo verificar si un día vuelvo a la isla, es la de la campana.
Como ya he dicho, los presidiarios no son enterrados, sino arrojados al mar entre San José y Royale, en un lugar infestado de tiburones. El muerto está envuelto en sacos de harina, con una cuerda atada a los pies, de la que pende una pesada piedra. Una caja rectangular, siempre la misma, está instalada horizontalmente en la proa de la embarcación. Llegados al sitio indicado, los seis remeros forzados levantan sus remos en posición horizontal a la altura de la borda. Un hombre inclina la caja y otro abre una especie de trampa. Entonces, el cuerpo se desliza al agua. Es seguro, de eso no cabe la menor duda, que los tiburones cortan inmediatamente la cuerda. El muerto nunca tiene tiempo de hundirse mucho. Remonta a la superficie, y los tiburones comienzan a disputarse ese manjar exquisito para ellos. Ver comerse a un hombre, según los que lo han visto, es muy impresionante pues, además, cuando los tiburones son muy numerosos, llegan a levantar el lienzo con su contenido fuera del agua y, arrancando los sacos de harina, agarran grandes pedazos del cadáver.
Esto sucede exactamente como lo he descrito, pero hay una cosa que no he podido comprobar. Todos los condenados, sin excepción, dicen que lo que atrae a los tiburones a ese lugar es el sonido de la campana que se tañe en la capilla cuando ha muerto alguien. Al parecer, si uno está en el extremo de la escollera de Royale a las seis de la tarde, hay días en que no se ve ni un tiburón. Cuando suena la campana en la iglesia, en menos que canta un gallo, el lugar se llena de tiburones que esperan el muerto, pues nada más justifica que acudan allí a esa hora precisa. Deseemos que yo no sirva de plato del día a los tiburones de Royale en semejantes condiciones. Que me devoren vivo en una fuga, tanto me da; al menos, habrá sido mientras iba en busca de mi libertad. Pero después de una muerte por enfermedad en una celda, no, eso no debe suceder.
Comiendo según mi apetito gracias a la organización montada por mis amigos, me hallo en perfecto estado de salud. Camino desde las siete de la mañana hasta las seis de la tarde sin parar Por otra parte, la escudilla de la noche, llena de legumbres secas, alubias, lentejas, guisantes o arroz con tocino, la despacho pronto. Me la como siempre toda sin esforzarme. Caminar me hace bien; la fatiga que me procura es sana y he llegado a desdoblarme mientras camino. Ayer, por ejemplo, he pasado toda la jornada en los prados de una aldehuela del Ardéche que se llama Favras. Cuando mamá murió, iba allí a menudo a pasar algunas semanas a casa de mi tía, la hermana de mi madre, que era maestra en aquel pueblo. Pues bien; ayer yo estaba virtualmente en los bosques de castaños, recogiendo setas, y luego oía a mi amiguito, el zagal, gritar al perro pastor las órdenes que este ejecutaba a la perfección, para devolver una oveja perdida o para castigar a una cabra demasiado corredora. Más aún, incluso el frescor de la fuente ferruginosa acudía a mi boca, y degustaba el cosquilleo de las minúsculas burbujas que se me subían a la nariz. Esta percepción tan auténtica de momentos pasados hace más de quince años, esta facultad de revivirlos de verdad con tanta intensidad, no puede realizarse más que en la celda, lejos de todo ruido, en el silencio más absoluto.
Veo, incluso, el color amarillo del vestido de tata Outine. Oigo el murmullo del viento en los castaños, el ruido seco que produce una castaña cuando cae sobre la tierra seca, y apagado cuando la recibe un manto de hojas. Un enorme jabalí ha salido de las altas retamas y me ha causado tanto miedo, que he echado a correr, perdiendo, en mi trastorno, una gran parte de las setas que había recogido. Sí, he pasado, mientras caminaba toda la jornada en Fravas, con la tata y mi amiguito, el zagal de la Asistencia Pública, Julien. En estos recuerdos revividos, tan tiernos, tan claros, tan nítidos, nadie puede impedirme que me sumerja, que busque en ellos la paz que tanto necesita mi alma mortecina.
Para la sociedad, estoy en uno de los múltiples calabozos de la «comedora de hombres». En realidad, les he robado una jornada entera, que he pasado en Favras, en los prados, en los castañares; incluso he bebido agua mineral en la fuente llamada du Pécher.
He aquí que han pasado los primeros seis meses. Me he prometido contar de seis en seis meses así que he mantenido mi promesa. Sólo que, esta mañana, he reducido los dieciséis a quince… Ya no quedan más que quince veces seis meses.
Puntualicemos. No ha habido ningún incidente personal en estos seis meses. Siempre la misma comida, pero siempre, también, una ración muy decente y gracias a la cual mi salud no tiene por qué sufrir. A mi alrededor, muchos suicidas y locos furiosos a los que, por suerte, no tardan en llevarse. Es deprimente oír gritar, lamentarse o gemir durante horas y días enteros. He encontrado un truco bastante bueno, pero malo para los oídos. Corto un pedazo de jabón y me lo meto en los oídos para no escuchar esos gritos horripilantes. Por desgracia, el jabón me hace daño y se derrite al cabo de uno o dos días.
Por vez primera desde que estoy en presidio, he descendido a pedirle algo a un guardián. En efecto, un vigilante que reparte la sopa es de Montélimar, un pueblo cercano al mío. Lo conocí en Royale, y le he pedido que me traiga una bola de cera para ayudarme a soportar los clamores de los locos antes de que se los lleven. Al día siguiente, me ha traído una bola de cera del tamaño de una nuez. Es increíble el alivio que significa no oír ya a esos desdichados.
Estoy muy familiarizado con los grandes ciempiés. En seis meses, sólo me han picado una vez. Resisto muy bien cuando me despierto y siento que uno de ellos se pasea por mi cuerpo desnudo. Uno se acostumbra a todo, y, en este caso, se trata de una cuestión de autocontrol, pues los cosquilleos que producen esas patas y esas antenas son muy desagradables. Pero si no lo agarras bien, te pica. Es mejor esperar a que se baje él solo y, luego, eso sí, buscarlo y aplastarlo. Sobre mi banco de cemento siempre hay dos o tres pedacitos de pan del día. Por fuerza, el olor del pan lo atrae y lo obliga a acudir. Entonces voy y lo mato.
Debo echar de mí una idea fija que me persigue. ¿Por qué no maté a Bébert Celier el día mismo que tuvimos dudas acerca de su nefasto papel? Luego, llego a la conclusión de que el fin justifica los medios. El fin era conseguir la fuga. Había tenido la suerte de terminar una balsa bien hecha y de esconderla en un lugar seguro. Partir era cuestión de días. Puesto que sabía el peligro que representaba Celier en la penúltima pieza que, por milagro, llegó a buen puerto, hubiera tenido que liquidarlo sin más. ¿Y si me hubiera equivocado y las apariencias fueran falsas? Hubiera matado a un inocente. ¡Qué horror! Pero es lógico que te plantees un problema de conciencia, tú, un condenado a perpetuidad; o, peor aún, un condenado a ocho años de reclusión incluidos en una pena a perpetuidad.
¿Que crees ser, desperdicio, tratado como una inmundicia de la sociedad? Quisiera saber si los doce enchufados del jurado que te condenaron se han interrogado una sola vez para saber si, evidentemente, en conciencia, habían hecho bien condenándote con tanta severidad. Y si el fiscal, para quien aún no he decidido con qué voy a arrancarle la lengua, también se ha preguntado si no fue demasiado duro en su requisitoria. Incluso mis abogados no se acuerdan de mí, seguro. Deben de hablar, en términos generales, de ese «desgraciado caso de Papillon» allá por 1932: «Pues verán, mis queridos colegas, ese día no estaba yo muy en forma y, por añadidura, el fiscal Pradel tenía uno de sus mejores días. Resolvió el caso en favor de la acusación de una manera magistral. Es, en verdad, un adversario de gran clase».
Escucho todo esto como si estuviera junto al ahogado Raymond Hubert, en una conversación entre colegas o en una reunión mundana o, más bien, en uno de los pasillos del Palacio de Justicia.
Sólo uno, seguramente, puede mantener una postura de magistrado probo y honrado: el presidente Bévin. Ese hombre imparcial puede muy bien discutir entre colegas o en una reunión mundana sobre el peligro de hacer que juzgue a un hombre un jurado cualquiera. Ciertamente, debe decir con palabras escogidas, por supuesto, que los doce enchufados del jurado no están preparados para semejante responsabilidad, que están demasiado impresionados por el encanto del ministerio público o de la defensa, según quien prevalezca en esa rivalidad oratoria; que están de acuerdo con demasiada rapidez o condenan sin saber demasiado cómo, según una atmósfera positiva o negativa que llega a crear la más fuerte de las dos partes.
El presidente y también mi familia, sí, pero mi familia tal vez esté un poco en contra de mí por las molestias que, indudablemente, le he causado. Sólo mi papá, mi pobre padre, no ha debido de lamentarse de la cruz que su hijo le ha cargado sobre las espaldas; estoy seguro. Esta pesada cruz la arrastra sin acusar a su chico, y eso que, como maestro, es respetuoso con las leyes e incluso enseña a comprenderlas y aceptarlas. Estoy seguro de que, en el fondo, su corazón exclama: «¡Puercos, habéis matado a mi hijo o, peor, lo habéis condenado a morir a fuego lento, a los veinticinco años!». Si supiera dónde está su retoño, lo que han hecho con él, sería capaz de volverse anarquista.
Esta noche, la «comedora de hombres» ha merecido su nombre más que nunca. He comprendido que dos hombres se han ahorcado y otro se ha ahogado metiéndose trapos en la boca y en las narices. La celda 127 está cerca del sitio donde los vigilantes relevan la guardia, y, a veces, oigo algunos fragmentos de sus conversaciones.
Esta mañana, por ejemplo, no han hablado lo bastante bajo como para que yo no oyera lo que decían sobre los incidentes de la noche.
Han pasado otros seis meses. Hago una señal y grabo en la madera un hermoso «M». Tengo un clavo que me sirve sólo cada seis meses. Sí, hago la señal. La salud sigue siendo buena y la moral es muy elevada.
Gracias a mis viajes a las estrellas, es muy raro que sufra largas crisis de desesperación. Cuando las tengo, no tardo en superarlas, y me organizo, sin que falte nada, un viaje real o imaginario que aparta las malas ideas. La muerte de Celier me ayuda en mucho a vencer estos momentos de crisis agudas. Digo: yo vivo, vivo, estoy vivo y debo vivir, vivir, vivir para volver a vivir libre un día. El, que me ha impedido evadirme, está muerto y nunca será libre como yo lo seré un día; de eso no tengo la menor duda. De todas formas, si salgo a los treinta y ocho años, no seré viejo aún y, la próxima fuga, será la buena, estoy seguro.
Un, dos, tres, cuatro, cinco, media vuelta… Un, dos, tres cuatro, cinco, otra media vuelta. Desde hace algunos días mis piernas están negras y me sale sangre de las encías. ¿Conseguiré que me trasladen por enfermo? Presiono con mi pulgar la parte baja de mi pierna y la señal queda impresa. Parece como si estuviera lleno de agua. Desde hace una semana, no puedo ya caminar diez o doce horas por día. Después de andar sólo seis horas, en dos etapas, estoy muy cansado. Cuando me lavo los dientes ya no puedo frotármelos con la toalla rugosa empapada de jabón sin sufrir y sangrar mucho. Incluso ayer, se me cayó un diente: un incisivo de la mandíbula superior.
Estos nuevos seis meses terminan con una verdadera revolución. En efecto, ayer nos han hecho sacar la cabeza a todos, y ha pasado un doctor que levantaba los labios de cada uno. Y esta mañana, después de dieciocho meses justos de estar en esta celda, la puerta se ha abierto y me han dicho:
—Salga, sitúese contra la pared y aguarde.
Yo estaba en primera posición junto a la puerta y, poco después, han salido setenta hombres.
—Media vuelta a la izquierda.
Ahora, me encuentro en última posición de una fila que se dirige hacia el otro extremo del edificio y sale al patio.
Son las nueve. Un joven matasanos, con camisa caqui de manga corta, está sentado en medio del patio, tras una mesita de madera. Cerca de él, dos enfermeros forzados y un enfermero vigilante. Todos, comprendido el matasanos, son desconocidos para mí. Diez guardianes, con el mosquetón empuñado, montan guardia en la ceremonia. El comandante y los jefes de vigilantes, en pie, miran sin decir una palabra.
—Todo el mundo en cueros —grita el jefe de vigilantes—. Vuestros efectos, bajo el brazo. El primero. ¿Tu nombre?
—X…
—Abre la boca y las piernas. Arrancadle estos tres dientes. Alcohol yodado primero, después azul de metileno y jarabe de coclearia dos veces al día antes de las comidas.
Paso el último.
—¿Tu nombre?
—Vaya, tú eres el único que tienes un cuerpo presentable. ¿Acabas de llegar?
—No.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—Hoy se cumplen dieciocho meses.
—¿Por qué no estás tan delgado como los otros?
—Lo ignoro.
—Bien, pues voy a decírtelo. Porque comes mejor que ellos, a menos que sea que te masturbas menos. La boca; las piernas. Dos limones al día: uno por la mañana y otro por la noche. Chupa los limones y pásate el jugo por las encías; tienes el escorbuto.
Me limpian las encías con alcohol yodado, luego me las embadurnan con azul de metileno y me dan un limón. Media vuelta.
Soy el último de la fila y regreso a mi celda.
Lo que acaba de suceder es una verdadera revolución: sacar a los enfermos hasta el patio, dejarles ver el sol, presentarlos al médico, cerca de él, jamás se había visto en la Reclusión. ¿Qué sucede? ¿Es que, al fin, por casualidad, un médico se ha negado a ser cómplice mudo de ese criminal reglamento? Este matasanos, que más tarde será mi amigo, se llama Germain Guibert. Murió en Indochina. Su mujer me notificó la noticia por carta cuando yo estaba en Maracaibo, Venezuela, muchos años después de esa mañana.
Cada diez días, visita médica al sol. Siempre la misma receta: alcohol yodado, azul de metileno y dos limones. Mi estado no se agrava, pero tampoco mejora. Dos veces he pedido jarabe de coclearia y dos veces no me lo ha dado el doctor, lo que comienza a fastidiarme, porque continúo sin poder caminar más de seis horas diarias y la parte baja de mis piernas está aún hinchada y negra.
Un día, esperando mi turno para pasar la visita, me doy cuenta de que el raquítico arbolito bajo el que me abrigo un poco al sol es un limonero sin limones. Arranco una hoja y la masco y, luego, maquinalmente, corto una pequeñísima punta de rama con algunas hojas, sin ninguna idea preconcebida. Cuando el médico me llama, me meto la rama en el trasero y le digo:
—Doctor, no sé si es por culpa de sus limones, pero mire lo que me crece por detrás.
Y me vuelvo con mi ramita y sus hojas en el trasero.
Los guardianes, al principio, se echan a reír y, luego, el jefe de vigilantes dice:
—Será usted castigado, Papillon, por faltarle al respeto al doctor.
—Nada de eso —dice el médico—. No deben ustedes castigar a este hombre, dado que yo no me he quejado. ¿No quieres más limones? ¿Es eso lo que has querido decir?
—Sí, doctor; ya estoy harto de limones, que no me curan Quiero probar el jarabe de coclearia.
—No te he dado porque me queda muy poco y lo reservo para los enfermos graves. De todas formas, te recetaré una cucharada diaria, pero continuando con los limones.
—Doctor, yo he visto a los indios comer algas del mar, y he visto las mismas algas en Royale. Debe haberlas también en San José.
—Me das una gran idea. Mandaré que os distribuyan cada día cierta alga que, en efecto, yo mismo he visto a la orilla del mar. Los indios ¿se la comen cruda o cocida?
—Cruda.
—De acuerdo, gracias. Y, sobre todo, mi comandante, que este hombre no sea castigado; cuento con ello.
—Sí, capitán.
Se ha obrado un milagro. Salir dos horas cada ocho días al sol en espera o durante el turno para el reconocimiento, o que los otros puedan pasar, ver caras, murmurar algunas palabras. ¿Quién hubiera pensado que pudiera suceder una cosa tan maravillosa? Es un cambio fantástico para todos: los muertos se levantan y caminan al sol; al fin, estos enterrados en vida pueden decir algunas palabras. Es una botella de oxígeno que nos insufla vida a cada uno de nosotros.
Un jueves, a las nueve de la mañana, clac, clac, infinidad de clacs abren todas las puertas de las celdas. Todos debemos colocarnos de pie en el quicio de la puerta de nuestra celda.
—Reclusos exclama una voz, —inspección del gobernador. Acompañado por cinco oficiales de la Infantería colonial, ciertamente todos ellos médicos, un hombre alto, elegante, de cabellos grises, plateados, pasa lentamente a lo largo del pasillo ante cada celda. Oigo que se le señalan las largas penas y el motivo de ellas. Antes de llegar a mi altura hacen levantar a un hombre que no ha tenido fuerzas para aguardar tanto rato de pie. Es uno de los hermanos antropófagos Graville. Uno de los militares dice:
—¡Pero este es un cadáver ambulante!
El gobernador responde:
—Están todos en un estado deplorable.
La comisión llega hasta mí. El comandante dice:
—Este es el que tiene la pena más larga de la Reclusión.
—¿Cómo se llama usted? —pregunta el gobernador.
—¿Cuál es su condena?
—Ocho años por robo de material del Estado, etcétera y asesinato; tres y cinco años, con acumulación de pena.
—¿Cuánto has cumplido?
—Dieciocho meses.
—¿Su conducta?
—Buena —dice el comandante.
—¿Tu salud?
—Pasable —dice el médico.
—¿Qué tiene usted que decir?
—Que este régimen es inhumano y poco digno de un pueblo como Francia.
—¿Las causas?
—Silencio absoluto, nada de paseos y, hasta hace unos días, ninguna clase de cuidados.
—Pórtese bien y tal vez consiga una gracia para usted si todavía soy gobernador.
—Gracias.
A partir de ese día, por orden del gobernador y del médico jefe llegados de la Martinica y de Cayena, todos los días hay una hora de paseo con baño en el mar, en una especie de falsa piscina en la que los bañistas están protegidos de los tiburones por grandes bloques de piedra.
Cada mañana, a las nueve, por grupos de cien, bajamos de la Reclusión, completamente desnudos, al baño. Las mujeres y los críos de los vigilantes deben quedarse en sus casas para que podamos bajar en cueros.
Hace ya un mes que dura eso. Los rostros de los hombres han cambiado por completo. Esta hora de sol, este baño en el agua salada y el hecho de poder hablar durante una hora cada día han transformado radicalmente este rebaño de reclusos, moral y físicamente enfermos.
Un día, al regresar del baño a la Reclusión, me encuentro entre los últimos cuando se oyen gritos de mujer, desesperados, y dos disparos de revólver. Escucho.
—¡Socorro! ¡Mi hija se ahoga!
Los gritos proceden del muelle, que no es sino una pendiente de cemento que penetra en el mar y en la cual atracan las canoas. Otros gritos:
—Los tiburones.
Y otros dos disparos de revólver. Como todo el mundo se ha vuelto hacia esos gritos de socorro y esos tiros, sin reflexionar aparto a un guardián y echo a correr completamente desnudo hacia el muelle. Al llegar, veo a dos mujeres que gritan como condenadas a tres vigilantes y a unos árabes.
—¡Tírese al agua! —grita la mujer—. ¡No está lejos! ¡Yo no sé nadar, si no, iría! ¡Hatajo de cobardes!
—¡Los tiburones! —dice un guardián.
Y les dispara de nuevo.
Una niñita, con su vestido azul y blanco, flota en el mar, arrastrada poco a poco por una débil corriente. Va derecha hacia la confluencia de las corrientes que sirven de cementerio a los presidiarios, pero aún está muy lejos. Los guardianes no dejan de disparar y, ciertamente, han tocado a muchos tiburones, pues hay remolinos cerca de la pequeña.
—¡No tiren más! —grito.
Y, sin reflexionar, me lanzo al agua. Ayudado por la corriente, me dirijo muy rápido hacia la pequeña, que continúa flotando a causa de su vestido, batiendo los pies lo más fuerte posible para alejar a los tiburones.
Estoy sólo a treinta o cuarenta metros de ella, cuando llega una canoa salida de Royale, que ha visto la escena desde lejos. Llega hasta la pequeña antes que yo, la agarran y la ponen a salvo. Lloro de rabia, sin pensar siquiera en los tiburones, cuando, a mi vez, soy izado a bordo. He arriesgado mi vida para nada.
Al menos, así lo creía yo, pero, un mes más tarde, como una especie de recompensa, el doctor Germain Guibert consigue una suspensión de mi condena por razones de salud.