Una balsa en una tumba

En cinco meses, he aprendido a conocer los más escondidos rincones de las Islas. Por el momento, mi conclusión es que el jardín que está cerca del cementerio donde trabajaba mí amigo Carbonieri —ya no está allí— es el lugar más seguro para preparar una balsa. Así que le pido a Carbonieri que reanude su trabajo en el jardín sin ayuda. Acepta. Gracias a Dega, se le envía allí de nuevo.

Esta mañana, al pasar frente a la casa del nuevo comandante, con un gran montón de salmonetes ensartados en un alambre, oigo al joven presidiario que oficia de asistente decirle.

—Comandanta, este es el que le traía pescado todos los días a Madame Barrot.

Y oigo a la joven y hermosa muchacha morena, de tipo argelino demasiado bronceada, preguntar:

—Entonces, ¿él es Papillon?

Y, dirigiéndose a mí, me dice:

—Invitada por Madame Barrot, he comido deliciosos langostinos pescados por usted. Entre en la casa. Beberá un vaso de vino y comerá un trozo de queso de cabra que acabo de recibir de Francia.

—No, gracias, señora.

—¿Por qué? Usted bien entraba cuando estaba Madame Barrot, ¿por qué no estando yo?

—Es que el marido de Madame Barrot me autorizaba a entrar en su casa.

Papillon, mi marido manda en el campamento y yo mando en la casa. Entre sin temor.

Siento que esta linda morena tan decidida puede ser útil y peligrosa.

Entro.

En la mesa del comedor, me sirve un plato de jamón ahumado y queso.

Sin ceremonias, se sienta frente a mí y me ofrece vino, y después café y un delicioso ron de Jamaica.

Papillon —me dice—, Madame Barrot, pese a los ajetreos de su marcha y a los de nuestra llegada, tuvo tiempo de hablarme de usted. Sé que era la única mujer de la Isla a la que le ofrecía pescado. Espero que a mí me haga el mismo favor.

—Es que ella estaba enferma, pero usted, por lo que veo, se encuentra bien.

—Yo no sé mentir, Papillon. Sí, me encuentro bien, pero me crie en un puerto de mar y adoro el pescado. Soy oranesa. Sólo hay una cosa que me molesta, y es que sé que usted no vende su pescado. Eso me fastidia.

En suma, que al final quedó decidido que yo le llevaría pescado.

Estaba fumándome un cigarrillo después de haberle dado tres buenos kilos de salmonetes y seis langostinos, cuando llega el comandante.

Me ve y dice:

—Te he dicho, Juliette, que aparte del asistente, ningún deportado puede entrar en la casa.

Me levanto, pero ella dice:

—Quédese donde está. Este deportado es el hombre que me recomendó Madame Barrot antes de marcharse. Así que no tienes nada que decir. Nadie entrará aquí más que él. Por otra parte, me traerá pescado cuando me haga falta.

—De acuerdo dice el comandante. —¿Cómo se llama usted?

Voy a levantarme para responder, cuando Juliette me apoya la mano en el hombro y me obliga a permanecer sentado:

—Aquí dice, —estamos en mi casa. El comandante ya no es el comandante, sino mi marido. Monsieur Prouillet.

—Gracias, señora. Me llamo Papillon.

—¡Ah! He oído hablar de usted y de su evasión hace más de tres años, del hospital de Saint-Laurent-du-Maroni. Por cierto, que uno de los vigilantes a quienes dejó usted fuera de combate a raíz de esa evasión era mi sobrino y el de su protectora. —Entonces, Juliette se echa a reír con una risa fresca y jovial, y añade—: ¿Así que es usted el que se cargó a Gaston? Bien, sepa que eso no cambiará en nada nuestras relaciones.

El comandante, siempre de pie, me dice:

—Es increíble la cantidad de homicidios y asesinatos que se cometen cada año en las Islas. Muchos más que en Tierra Grande. ¿A qué atribuye usted eso, Papillon?

—Aquí, mi comandante, como los hombres no pueden evadirse, son ariscos. Viven, uno tras otro, largos años, y es normal que se susciten odios y amistades indestructibles. Por otra parte, apenas se descubre el cinco por ciento de los homicidas, lo que determina que el asesino o el homicida esté casi seguro de su impunidad.

—Su explicación es lógica. ¿Cuánto tiempo hace que pesca y qué trabajo realiza para tener ese derecho?

—Soy pocero. A las seis de la mañana, he terminado mi trabajo, lo que me permite ir a pescar.

—¿El resto del día? —pregunta Juliette.

—No; debo regresar al campamento a mediodía, y puedo volver a salir a las tres, hasta las seis de la tarde. Es muy molesto, porque, según las horas de la marea, a veces pierdo la pesca.

—Le darás un permiso especial, ¿verdad, querido? —dice Juliette, volviéndose hacia su marido—. Desde las seis de la mañana hasta las seis de la tarde; así, podrá pescar a su comodidad.

—De acuerdo dice él.

Abandono la casa, felicitándome por haber procedido como lo he hecho, pues esas tres horas, desde el mediodía hasta las tres de la tarde, son preciosas. Es la hora de la siesta, y casi todos los centinelas duermen, con lo que la vigilancia disminuye.

Juliette, prácticamente, nos ha acaparado a mí y a mi pesca. Llega hasta el extremo de enviar al joven asistente para ver dónde estoy pescando, para recoger mis pescados. A menudo, este llega y me dice: «La comandanta me manda a buscar todo lo que hayas pescado, porque tiene invitados y quiere hacer una bullabesa», o esto, o lo de más allá. En una palabra, que dispone de mi pesca e incluso me pide que vaya a pescar tal o cual pez, o que me sumerja para atrapar langostinos. Esto me causa serias molestias, pero, por otra parte, mi persona está más que protegida. También tiene atenciones para conmigo:

Papillon, ¿es la hora de la marea?

—Sí, señora.

—Venga a comer a casa, así no tendrá que volver al campamento.

Y como en su casa, nunca en la cocina, sino siempre en el comedor. Sentada frente a mí, me sirve y me da de beber. No es tan discreta como Madame Barrot. A menudo, me interroga un poco socarronamente sobre mi pasado. Yo evito siempre el tema que le interesa más, mi vida en Montmartre, para explicarle mi juventud y mi infancia. Mientras, el comandante duerme en su habitación.

Una mañana temprano, después de haber tenido una buena pesca, y de haber atrapado casi sesenta langostinos, voy a casa de Juliette a las diez. Está sentada, lleva una bata blanca y una mujer, detrás de ella, se ocupa en marcarle ricitos. Digo buenos días y, luego, le ofrezco una docena de langostinos.

—No; dámelos todos ¿Cuántos hay?

—Perfecto. Déjalos ahí, por favor. ¿Cuántos te hacen falta para ti y tus amigos?

—Ocho.

—Entonces, toma los ocho y dale los demás al chico, que los pondrá en fresco.

No sé qué decir, jamás me ha tuteado, sobre todo delante de otra mujer que, seguramente, no va a dejar de contarlo. Voy a marcharme, muy molesto, cuando ella dice:

—Quédate tranquilamente, siéntate y bébete un pastís. Debes de tener calor.

Esta mujer autoritaria me desconcierta tanto que me siento. Saboreo lentamente un pastís mientras fumo un cigarrillo y miro a la joven que peina a la comandanta y que, de vez en cuando, me echa una ojeada. La comandanta, que tiene un espejo en la mano, lo advierte y le dice:

—Es lindo mi galán, ¿eh, Simone? Estáis todas celosas de mí, ¿verdad?

Y se echa a reír. Yo no sé qué cara poner. Y, estúpidamente, digo:

—Por suerte, su galán, como usted dice, no es muy peligroso, y en su situación no puede ser galán de nadie.

—No irás a decirme que no eres mi galán —dice la argelina—. Nadie ha podido domesticar a un león como tú, y yo hago de ti lo que quiero. Seguramente hay una razón para eso, ¿no es así, Simone?

—Si la hay no la conozco —dice Simone—, pero lo cierto es que usted, Papillon, es un salvaje para todo el mundo, salvo para la comandanta. Hasta el punto de que, la semana pasada, llevaba más de quince kilos de pescado, según me ha contado la mujer del jefe de vigilantes, y no quiso venderle dos miserables pescados que deseaba extraordinariamente, porque no había carne en la carnicería.

—¡Ah, y yo soy la última en enterarme, Simone!

—¿No sabes lo que le dijo a Madame Kargueret el otro día?, continúa diciendo Simone. —Ella lo ve pasar con langostinos y una gran murena: «Véndame esa murena o la mitad, Papillon.

—Usted sabe que nosotros, los bretones, sabemos prepararla muy bien». «No sólo los bretones la aprecian en su justo valor, señora. Muchas gentes, incluidos los archedenses, saben desde tiempo de los romanos que es un manjar exquisito». Y continuó su camino sin venderle nada.

Se retuercen de risa.

Regreso al campamento furioso y, por la noche, les cuento toda la historia a los hombres del barracón.

—El asunto es muy serio —dice Carbonieri—. Esa pájara te pone en peligro. Ve a su casa lo menos posible, y sólo cuando sepas que está el comandante.

Todo el mundo es de la misma opinión. Estoy decidido a hacerlo.

He descubierto a un carpintero de Valence. Es casi paisano mío. Mató a un guarda forestal. Es un jugador empedernido, siempre cargado de deudas. Durante el día se mata haciendo chapuzas y, por la noche, pierde todo lo que ha ganado. A menudo, tiene que hacer tal o cual cosa para compensar al prestamista. Entonces, abusan de él, y por un baúl de madera de palo de rosa de trescientos francos, le pagan ciento cincuenta o doscientos. He decidido abordarlo.

Un día, en el lavadero, le digo:

—Esta noche quiero hablarte; te espero en las letrinas. Te haré una señal.

Por la noche, nos encontramos solos para hablar con tranquilidad. Le digo:

—Bourset, somos paisanos, ¿sabes?

—¡No! ¿Cómo?

—¿No eres de Valence?

—Sí.

—Pues yo soy de Ardéche, así que somos paisanos.

—Y eso, ¿qué significa?

—Significa que no quiero que te exploten cuando debes dinero, y que te paguen la mitad del valor de un objeto que has construido. Tráemelo a mí y yo te lo pagaré a su justo valor. Eso es todo.

—Gracias dice Bourset.

No paro de intervenir para ayudarle, y él no para de andar discutiendo con sus acreedores. Todo va bien hasta el día en que tiene una deuda con Vidoli, bandido corso del maquis, uno de mis mejores compañeros. Lo sé por Bourset, quien viene a decirme que Vidoli lo amenaza si no le paga los setecientos francos que le debe, y que, en este momento, tiene un pequeño escritorio casi terminado, pero que no puede decir cuándo estará listo porque trabaja a escondidas. En efecto, no estamos autorizados para hacer muebles demasiado valiosos a causa de la gran cantidad de madera que precisan. Le contesto que veré lo que puedo hacer por él. Y, de acuerdo con Vicioli, monto una pequeña comedia.

Debe presionar a Bourset e incluso amenazarlo seriamente. Yo llegaré en plan de salvador. Y así sucede. Después de este asunto, digamos arreglado por mí, Bourset me convierte en su ojito derecho y me tiene una confianza absoluta. Por vez primera en su vida de presidiario, puede respirar tranquilo. Ahora, estoy decidido a arriesgarme.

Una noche, le digo:

—Te doy dos mil francos si haces lo que te pido: una balsa para dos hombres, construida con piezas sueltas.

—Escucha, Papillon: para nadie haría una cosa así, pero para ti estoy dispuesto a arriesgar dos años de reclusión si me pescan. Sólo hay un problema; no puedo sacar trozos de madera demasiado grandes del taller.

—Tengo a alguien que sí puede…

—¿Quién?

—Los tipos de la Carretilla, Naric y Quenier. ¿Cómo piensas hacerlo?

—Primero, hay que hacer un plano a escala. Luego, construir las piezas una por una, con muescas, para que todo encaje perfectamente. Lo difícil es encontrar madera que flote bien, pues en la isla sólo hay madera dura, que no flota.

—¿Cuándo me contestarás?

—Dentro de tres días.

—¿Quieres irte conmigo?

—No.

—¿Por qué?

—Tengo miedo de los tiburones y de ahogarme.

—¿Me prometes ayudarme a fondo?

—Te lo juro por mis hijos. Pero, te lo advierto, eso va para largo.

—Escúchame bien: voy a prepararte una coartada desde ahora por si las cosas salen mal. Copiaré el plano de la balsa en una hoja de cuaderno. Debajo, escribiré: «Bourset, si no quieres ser asesinado, construye la balsa que está dibujada aquí». Más tarde, te daré por escrito las órdenes para la ejecución de cada pieza. Una vez concluida cada pieza, la dejarás en el lugar que te indique. No trates de saber por quién ni cuándo se recogerá. —Esta idea parece aliviarlo—. Así, si te cogen, evito que te torturen, y no arriesgas más que un mínimo de seis meses.

—¿Y si te agarran a ti?

—Entonces, será lo contrario. Reconoceré ser el autor de las notas. Por supuesto, tú debes conservar las órdenes escritas. ¿Me lo prometes?

—¿No tienes miedo?

—No. ya se me ha pasado el susto, y, además, me complace ayudarte.

Aún no he dicho nada a nadie. Primero, aguardo la respuesta de Bourset. Al cabo de una larga e interminable semana, puedo hablar con él a solas en la biblioteca. No hay nadie más. Es un domingo por la mañana. Bajo el lavadero, en el patio, el juego está en su apogeo. Más de ochenta jugadores y otros tantos curiosos.

En seguida, me da esperanzas:

—Lo más difícil era estar seguro de tener madera ligera y seca en cantidad suficiente. Y me he ocupado de esto. Bastará una especie de armazón de madera que irá relleno de cocos secos con su cáscara de fibra, por supuesto. No hay nada más ligero que esa fibra, y el agua no puede penetrar en ella. Cuando la balsa esté dispuesta, será cuestión tuya procurarte los cocos suficientes para meterlos dentro. Mañana, haré la primera pieza. Me llevará tres días. A partir del jueves, podrá hacerse cargo de ella uno de los cuñados a la primera ocasión favorable. En ningún caso empezaré otra pieza antes de que la anterior haya salido del taller. Aquí está el plano que he hecho; cópialo Y escríbeme la carta prometida: ¿Has hablado con los de la Carretilla?

—Aún no; esperaba tu respuesta.

—Pues bien; ya la tienes: sí.

Bourset, no sé cómo agradecértelo. Toma, aquí tienes quinientos francos.

Entonces, mirándome fijamente, me dice:

—No, guárdate tu dinero. Si llegas a Tierra Grande, lo necesitarás para reorganizarte. A partir de hoy, no jugaré hasta que te hayas marchado. Con algunos trabajos, siempre ganaré algo con que pagarme los cigarrillos y el bistec.

—¿Por qué te niegas a cobrar?

—Porque no haría esto ni por diez mil francos. Me arriesgo demasiado, incluso con las precauciones que hemos tomado. Sólo puede hacerse gratis. Me has ayudado; eres el único que me ha tendido la mano. Aunque tenga miedo, me siento feliz por ayudarte a recobrar la libertad.

Mientras copio el plano en una hoja de cuaderno, siento vergüenza ante la ingenuidad de tanta nobleza. Ni siquiera se le ha ocurrido la idea de que mi actitud hacia él era calculada e interesada. Para rehabilitarme un poco ante mis propios ojos, me digo a mí mismo que debo evadirme a toda costa, incluso, si es preciso, a riesgo de situaciones difíciles y no siempre agradables. Por la noche, he hablado a Naric, llamado Bonne Bouille, quien, luego, se encargará de poner al corriente a su cuñado. Me dice, sin dudar:

—Cuenta conmigo para sacar las piezas del taller. Pero no tengas prisa, pues sólo se podrá sacarlas con un importante envío de material para hacer un trabajo de albañilería en la isla. En todo caso, te prometo no dejar escapar la primera ocasión.

Bien. Me falta hablar con Matthieu Carbonieri, porque quiero largarme con él. Está de acuerdo en todo.

—Matthieu, he encontrado quien me fabrique la balsa, y también el que sacará las piezas del taller. A ti te corresponde hallar un lugar en tu jardín para enterrar la balsa.

—No; en un plantío de legumbres es peligroso. Por la noche, hay guardianes que van a robarlas; y si caminan por encima y se dan cuenta de que debajo está hueco, estamos listos. Será mejor que haga un escondrijo en un muro de sustentación. Quitaré una piedra grande y excavaré una especie de pequeña gruta. Así, cuando me llegue una pieza, no tendrá más que levantar la piedra y volverla a poner en su sitio después de haber escondido la madera.

—¿Hay que llevar directamente las piezas a tu jardín?

—No; sería demasiado peligroso. Los de la Carretilla no pueden justificar su presencia en mi jardín. Lo mejor será que depositen la pieza en un sitio distinto cada vez, no demasiado lejos de mi jardín.

—Entendido.

Todo parece estar a punto. Faltan los cocos. Ya veré cómo puedo preparar una cantidad suficiente de ellos sin atraer la atención.

Entonces, me siento revivir. Ya sólo me queda hablar a Galgani y a Grandet. No tengo derecho a callarme, puesto que pueden ser acusados de complicidad. Lo normal sería separarme oficialmente de ellos e irme a vivir solo. Cuando les digo que voy a preparar una fuga y que, por tanto, debo separarme de ellos, me insultan y se niegan en redondo.

—Lárgate lo más de prisa que puedas —me dicen—. Nosotros ya nos las arreglaremos. Mientras tanto, quédate con nosotros, al fin y al cabo, ya nos hemos encontrado con otros casos parecidos al tuyo.

Hace ya más de un mes que la evasión está en marcha. He recibido siete piezas, dos de ellas grandes. He ido a ver el muro de contención donde Matthieu ha excavado el escondrijo. No se nota que la piedra haya sido movida, pues él toma la precaución de pegar musgo alrededor. El escondite es perfecto, pero la cavidad me parece demasiado pequeña para contenerlo todo. No importa; por el momento basta.

El hecho de estar preparándome para pirármelas me confiere una moral formidable. Como con mucho apetito, y la pesca me mantiene en un estado físico perfecto. Además, todas las mañanas hago más de dos horas de cultura física en las rocas. Sobre todo hago trabajar las piernas, pues la pesca ya se encarga de los brazos. He encontrado un truco para las piernas: me adentro más para pescar, y las olas van a romperse contra mis muslos. Para encajarlas y mantener el equilibrio, pongo en tensión los músculos. El resultado es excelente.

Juliette, la comandanta continúa mostrándose muy amable conmigo, pero ha advertido que sólo entro en su casa cuando está su marido. Me lo ha dicho francamente y, para tranquilizarme, me ha explicado que el día que la peinaban bromeaba. Sin embargo, la joven que le sirve de peluquera me espía muy a menudo, cuando regreso de la pesca. Siempre tiene alguna palabra amable que decirme sobre mi salud y mi moral. Así, pues, todo marcha a las mil maravillas. Bourset no pierde ocasión para hacer una pieza. Hace ya dos meses y medio que hemos empezado.

El escondite está lleno, como ya había previsto. Sólo faltan dos piezas, las más largas. Una de dos metros, la otra de uno cincuenta. Estas piezas no podrán entrar en la cavidad.

Mirando hacia el cementerio, advierto una tumba reciente; es la tumba de la mujer de un vigilante, muerta la semana anterior.

Un mísero ramo de flores marchitas está colocado sobre ella.

El guarda del cementerio es un viejo forzado medio ciego a quien llaman Papa. Se pasa todo el día sentado a la sombra de un cocotero. En el extremo opuesto del cementerio, y, desde donde está, no puede ver la tumba y si alguien se acerca a ella. Entonces, se me ocurre la idea de servirme de esta tumba para montar la balsa y colocar en la especie de armazón que ha hecho el carpintero la mayor cantidad posible de cocos. Entre unos treinta y treinta y cuatro, muchos menos de los que se había previsto. He dejado más de cincuenta en diferentes sitios. Sólo en el patio de Juliette hay una docena. El asistente cree que los he puesto allí en espera del día de hacer aceite.

Cuando me entero de que el marido de la muerta ha partido para Tierra Grande, tomo la decisión de vaciar una parte de la tierra de la tumba, hasta el ataúd.

Matthieu Carbonieri, sentado sobre el muro, vigila. En la cabeza, un pañuelo blanco recogido en las cuatro puntas. Cerca de él, hay otro pañuelo, este rojo, también con cuatro nudos. Mientras no haya peligro, conservará el blanco. Si aparece alguien, sea quien sea, se pondrá el rojo.

Este trabajo tan arriesgado sólo me ocupa una tarde y una noche. No me hace falta sacar la tierra hasta el ataúd, pues me he propuesto ensanchar el hoyo para que tenga la anchura de la balsa: un metro veinte poco más o menos. Las horas me han parecido interminables, y el pañuelo rojo ha aparecido muchas veces. Al fin, esta mañana he terminado. El hoyo está cubierto de hojas de cocotero trenzadas, formando una especie de superficie bastante resistente. Encima, una pequeña capa de tierra. Casi no se ve. Mis nervios están a punto de estallar.

Hace ya tres meses que dura esta preparación de fuga. Ensambladas y numeradas, hemos sacado todas las maderas del escondrijo. Reposan sobre el ataúd de la buena mujer, bien disimuladas por la tierra que recubre el trenzado. En la cavidad del muro, hemos metido tres sacos de harina y una cuerda de dos metros para hacer la vela, una botella llena de cerillas y raspadores, una docena de botes de leche y nada más por el momento.

Bourset está cada día más excitado. Diríase que es él quien debe partir en mi lugar. Naric se lamenta de no haber dicho que sí al principio. Habríamos calculado una balsa para tres en vez de dos.

Estamos en la estación de las lluvias. Llueve todos los días, lo que me ayuda en mis visitas a la tumba, donde casi he concluido de montar la balsa. No faltan más que los dos bordes del bastidor. Poco a poco, he reunido los cocos en el jardín de mi amigo. Se pueden coger fácilmente y sin peligro del establo abierto de los búfalos. Mis amigos nunca me preguntan dónde trabajo. Simplemente, de vez en cuando, me dicen:

—¿Qué tal?

—Todo va bien.

—Es un poco largo, ¿no crees?

—No se puede ir más de prisa sin correr un gran riesgo. Eso es todo. Pero, una vez, cuando me llevaba los cocos depositados en casa de Juliette, esta me vio y me dio un susto terrible.

—Dime, Papillon, ¿haces aceite de coco? ¿Por qué no aquí, en el patio? Tienes una maza para abrirlos y yo te prestaría una marmita grande para guardar la pulpa.

—Prefiero hacerlo en el campamento.

—Es extraño, porque en el campamento no debe de ser cómodo. —Luego, tras un momento de reflexión, añade—: ¿Quieres que te diga una cosa? No me creo que tú vayas a hacer aceite de coco. —Me quedo helado, y ella prosigue diciendo—: En primer lugar, ¿para qué habrías de hacerlo, cuando, a través de mí, tienes todo el aceite de oliva que deseas? Esos cocos son para otra cosa, ¿verdad?

Sudo la gota gorda. Espero, desde el principio, que suelte la palabra «evasión». Tengo la respiración entrecortada. Le digo.

—Señora, es un secreto, pero la veo tan intrigada y curiosa, que me va a estropear la sorpresa que le tenía preparada. Sin embargo, sólo le diré que esos grandes cocos han sido escogidos para hacer algo muy lindo, una vez vaciadas sus cáscaras, que tengo intención de ofrecerle. Esa es la verdad.

He ganado, porque responde:

Papillon, no te molestes por mí, y, sobre todo, te prohíbo que gastes el dinero para hacerme algo excepcional. Te lo agradezco sinceramente, pero no lo hagas, te lo ruego.

—Bien; ya veré.

¡Uf! De pronto, le pido que me invite a un pastís, cosa que no hago nunca. Ella, por suerte, no advierte mi confusión. El buen Dios está conmigo.

Llueve todos los días, sobre todo por la tarde y de noche. Temo que el agua, al infiltrarse a través de la poca tierra, descubra el entramado de coco. Matthieu repone continuamente la tierra que se va. Debajo, debe de estar inundado. Ayudado por Matthieu, retiro el entramado: el agua recubre casi por completo el ataúd. El momento es crítico. No lejos, se halla la tumba de dos niños que murieron hace mucho tiempo. Un día, fuerzo la losa, me meto dentro y, con una barra corta, ataco el cemento, lo más abajo posible, del lado de la tumba que guarda la balsa. Una vez roto el cemento, apenas hundo la barra en la tierra, se precipita un gran chorro de agua. El agua se vacía en la otra tumba y entra en la de los dos niños. Salgo cuando me llega a las rodillas. Colocamos de nuevo la lápida y la fijamos con masilla blanca que Naric me había procurado. Esta operación ha hecho disminuir la mitad del agua en nuestra tumba-escondrijo. Por la noche, Carbonieri me dice:

—Nunca terminaremos de tener problemas por culpa de esta fuga.

—Ya casi lo hemos conseguido, Matthieu.

—Casi. Esperémoslo.

Estamos, en verdad, encima de carbones ardientes.

Por la mañana, he bajado al muelle. Le he pedido a Chapar que me compre dos kilos de pescado, que iré por ellos a mediodía. De acuerdo. Subo de nuevo al jardín de Carbonieri. Cuando me aproximo, veo tres cascos blancos. ¿Por qué hay tres vigilantes en el jardín? ¿Están efectuando un registro? Es algo inusitado. Nunca he visto a tres vigilantes juntos en el jardín de Carbonieri. Espero más de una, hora, hasta que no puedo aguantarme más. Decido acercarme para ver qué pasa. Avanzo resueltamente por el camino que conduce al jardín. Los vigilantes me ven llegar. Estoy intrigado, casi a veinte metros de ellos, cuando Matthieu se coloca en la cabeza su pañuelo blanco. Al fin, respiro, y tengo tiempo de reponerme antes de llegar hasta el grupo.

—Buenos días, señores vigilantes. Buenos días, Matthieu. Vengo a buscar la papaya que me has prometido.

—Lo siento, Papillon, pero me la han robado esta mañana, cuando he ido a buscar las pértigas para mis alubias trepadoras. Pero, dentro de cuatro o cinco días, las habrá maduras; ya están un poco amarillas. Así, pues, vigilantes, ¿no quieren ustedes algunas ensaladas, tomates y rábanos para sus mujeres?

—Tu jardín está bien cuidado, Carbonieri. Te felicito —dice uno de ellos.

Aceptan los tomates, ensaladas y rábanos, y se van. Por mi parte, me marcho ostensiblemente un poco antes que ellos con dos ensaladas.

Paso por el cementerio. La tumba está medio descubierta por la lluvia, que ha corrido la tierra. A diez pasos, distingo el entramado. El buen Dios habrá estado de veras con nosotros si no nos descubren. El viento sopla cada noche como el diablo, barriendo la meseta de la isla con rabiosos rugidos y, a menudo, va acompañado de lluvia. Esperemos que dure. Es un tiempo ideal para salir, pero no para la tumba.

El fragmento mayor de madera, el de dos metros, ha llegado a destino sin novedad. Ha ido a reunirse con las otras piezas de la balsa. Yo mismo lo he montado: ha encajado con toda precisión, sin esfuerzo, en las muescas. Bourset ha llegado al campamento corriendo, para saber si había recibido esa pieza, de una importancia primordial, pero embarazosa. Se siente muy feliz de saber que todo ha ido bien. Se diría que dudaba de que llegara.

Lo interrogo:

—¿Tienes dudas? ¿Crees que alguien está al corriente de lo que hacemos? ¿Has hecho alguna confidencia? Responde.

—No, no y no.

—Sin embargo, me parece que te inquieta algo. Habla.

—Se trata de una impresión desagradable producida por la mirada demasiado curiosa e interesada de un tal Bébert Celier. Tengo la sospecha de que ha visto a Naric tomar la pieza de madera del taller, meterla en un tonel de cal y, luego, llevársela. Ha seguido a Naric con la mirada hasta la puerta del taller. Los dos cuñados iban a encalar un edificio. Por eso estoy angustiado.

—¿Ese Bébert Celier está en nuestra división, no? Así, pues, no es un confidente —le digo a Grandet.

—Ese hombre, antes, estaba en Obras Públicas —me dice—. Imagínate: batallón de África, uno de los soldados de cabeza dura, que ha recorrido todas las prisiones militares de Marruecos y Argelia, pendenciero, peligroso con el cuchillo, pederasta apasionado y jugador, jamás ha sido civil. Conclusión: no sirve para nada bueno y es peligrosísimo. Su vida es el presidio. Si tienes grandes dudas, tómale la delantera y asesínalo esta noche; así no tendrá tiempo de denunciarte, caso de que tenga esa intención.

—Nada prueba que sea un confidente.

—Es verdad —dice Galgani—, pero nada prueba tampoco que sea un buen chico. Tú sabes que a este tipo de presidiarios no les gustan las fugas porque perturban demasiado sus vidas tranquilas y organizadas. Para todo lo demás, no son chivatos, pero por una evasión, ¿quién sabe?

Consulto a Matthieu Carbonieri. Es de la opinión de matarlo esta noche. Quiere hacerlo él mismo. Cometo el error de impedírselo. Me repugna asesinar o dejar que alguien mate por simples apariencias. ¿Y si todo son imaginaciones de Bourset? El miedo puede hacerle ver las cosas al revés.

Bonne Bouille, ¿has advertido algo de particular en Bébert Celier? —pregunto a Naric.

—Yo, no. He sacado el tonel a cuestas, para que el guardián de la puerta no pudiera ver dentro. Según habíamos convenido, yo debía pararme delante del vigilante sin bajar el tonel, en espera de que llegara mi cuñado. Era para que el árabe viese bien que no tenía ninguna prisa por salir y darle así confianza para que no registrara el tonel. Pero, después, mi cuñado me advirtió que creyó ver que Bébert Celier nos observaba atentamente.

—¿Cuál es tu opinión?

—Que dada la importancia de esta pieza, que a primera vista denota que es para una balsa, mi cuñado estaba preocupado y tenía miedo. Ha creído ver más de lo que ha visto.

—También es esa mi opinión. No hablemos más. Para la última pieza, averiguad antes de actuar dónde se encuentra Bébert Celier. Tomad, respecto a él, las mismas precauciones que para un vigilante.

—Toda la noche la he pasado jugando de un modo disparatado a la marsellesa. He ganado siete mil francos. Cuanto más incoherentemente jugaba, más ganaba. A las cuatro y media, salgo a hacer lo que pudiéramos llamar mi servicio. Dejo al martiniqués que haga mi trabajo. La lluvia ha cesado y, aún de noche cerrada, voy al cementerio. Arreglo la tierra con los pies, pues no he conseguido encontrar la pala, pero mis zapatos hacen el mismo efecto. A las siete, cuando bajo a pescar, luce ya un sol maravilloso. Me dirijo hacia la punta sur de Royale, donde tengo la intención de botar la balsa. El mar está alto y terso. No sé nada, pero tengo la impresión de que no será fácil apartarse de la isla sin ser lanzados por una ola contra las rocas. Me pongo a pescar y, en seguida, capturo una gran cantidad de salmonetes de roca. En poquísimo tiempo, cobro más de cinco kilos. Termino, después de haberlos limpiado con agua de mar. Estoy muy preocupado y fatigado a causa de la noche pasada en aquella loca partida. Sentado a la sombra, me recupero diciéndome que esta tensión en que vivo desde hace más de tres meses toca a su fin, y, pensando en el caso de Celier, llego de nuevo a la conclusión de que no tengo derecho a asesinarlo.

Voy a ver a Matthieu. Desde el muro de su jardín, se ve bien la tumba. En la avenida, hay tierra. A mediodía, Carbonieri irá a barrerla. Paso por casa de Juliette y le doy la mitad del pescado. Me dice:

Papillon, he soñado cosas malas de ti; te he visto lleno de sangre y, luego, encadenado. No cometas estupideces; sufriría demasiado si te pasase algo. Ese sueño me ha trastornado tanto, que ni siquiera me he lavado ni peinado. Con el catalejo buscaba dónde pescabas y no te he visto. ¿De dónde has sacado este pescado?

—Del otro lado de la isla. Por eso no me ha visto.

—¿Por qué vas a pescar tan lejos, donde no puedo verte con el catalejo? ¿Y si se te lleva una ola? Nadie te verá para ayudarte a salir vivo de los tiburones.

—¡Oh, no exagere!

—¿Tú crees? Te prohíbo pescar detrás de la isla y, si no me obedeces, haré que te retiren el permiso de pesca.

—Vamos, sea razonable, señora. Para darle satisfacción, le diré a su asistente a dónde voy a pescar.

—Bien. Pero tienes aspecto de cansancio.

—Sí, señora. Subiré al campamento a acostarme.

—Bien, pero te espero a las cuatro para tomar café. ¿Vendrás?

—Sí, señora. Hasta luego.

Sólo me faltaba eso, el sueño de Juliette, para tranquilizarme. Como si no tuviera ya bastantes problemas reales había que añadir los sueños.

Bourset dice que se siente observado de veras. Hace quince días que esperamos la última pieza de un metro cincuenta. Nari, y Quenier opinan que no ven nada anormal. Sin embargo, Bourset persiste en no construir la tabla. Si no fuera porque tiene cinco muescas que deben coincidir al milímetro, Matthíeu la hubiera construido en el jardín. En efecto, en ella encajan las otras cinco nervaduras de la balsa. Naric y Quenier, que tienen que reparar la capilla, meten y sacan fácilmente material del taller. Más aún; a veces, se sirven de un carretón tirado por un pequeño búfalo. Hay que aprovechar esta circunstancia.

Bourset, acosado por nosotros hace la pieza a regañadientes. Un día, dice estar seguro de que cuando se marcha, alguien coge la pieza y la devuelve a su sitio. Falta practicar una muesca en el extremo. Se decide que la hará y que, luego, esconderá la madera bajo el banco de su taller. Debe colocar un cabello encima para ver si la tocan. Hace la muesca y, a las seis, es el último en abandonar el taller después de haber comprobado que no queda nadie más que el vigilante. La pieza es colocada en su sitio con el cabello. A mediodía, estoy en el campamento aguardando la llegada de los operarios del taller, ochenta hombres. Naric y Quenier están presentes, pero no Bourset. Un alemán se me acerca y me deja un billete bien cerrado y doblado. Veo que no lo han abierto. Leo: «El pelo ya no está. Así, pues, han tocado la pieza. Le he pedido al vigilante que me deje quedarme a trabajar durante la siesta, a fin de terminar un cofrecillo de palo de rosa en el que me ocupo. Me ha dado la autorización. Sacaré la pieza y la pondré donde Naric guarda sus útiles. Adviérteselo. Convendría que a las tres salieran inmediatamente con la tabla. Tal vez podamos adelantarnos al tipo que vigila la pieza».

Naric y Quenier están de acuerdo. Se colocarán en la primera fila de todos los obreros del taller. Antes que entre todo el mundo, dos hombres se pelearán un poco ante la puerta. Se solicita este favor a dos paisanos de Carbonieri, dos corsos de Montmartre: Massani y Santini. No preguntan el porqué, lo que está muy bien. Naric y Quenier tienen que aprovechar la situación para salir a toda velocidad con cualquier material, como si tuvieran prisa por ir a su trabajo y el incidente no les interesara. Todos estamos de acuerdo en que aún nos queda una oportunidad. Si sale bien, deberé estar un mes o dos sin mover ni un dedo, pues, seguramente, hay más de uno que sabe que se prepara una balsa, y luego… Encontrar quién y el escondrijo es cosa de los demás.

Por fin, a las dos y media, los hombres se preparan. Entre que se pasa lista y el desfile hacia los trabajos, se necesitan treinta minutos. Parten. Bébert Celier está casi en la mitad de la columna de las veinte filas de cuatro en fondo.

Naric y Quenier se encuentran en primera fila; Massani y Santini, en la duodécima; Bébert Celier, en la décima. Pienso que está bien así, pues, en el momento en que Naric agarre las maderas, las barras y la pieza, los otros aún no habrán terminado de entrar. Bébert estará casi en la puerta del taller o, en todo caso, un poco adelante. En el momento en que estalló la reyerta, como gritaban como condenados, todo el mundo, automáticamente, y Bébert también, se volvieron para mirar. Son las cuatro, todo se ha desarrollado como esperábamos y la pieza está bajo un montón de material, en la iglesia. No han podido sacarla de la capilla, pero en ese lugar está a las mil maravillas.

Voy a ver a Juliette, pero no está en casa. Cuando regreso, paso por la plaza donde se encuentra la Administración. A la sombra, en pie, veo a Massani y a Jean Santini que aguardan para entrar en el calabozo, cosa que ya se sabía desde el principio. Paso por su lado y les pregunto:

—¿Cuánto?

Santini respondió:

—Ocho días.

Un vigilante corso dice:

—¿No es lamentable ver a dos paisanos pelearse?

Regreso al campamento. A las seis llega Bourset, radiante:

—Parece —me dice— como si me hubieran dicho que tenía un cáncer y luego el doctor me dijera que se había equivocado, que no tengo nada.

Carbonieri y mis amigos hacen alharacas y me felicitan por la manera como he organizado la operación. Naric y Quenier también están satisfechos. Todo marcha bien. Duermo toda la noche, aunque los jugadores han venido a invitarme para la partida. Finjo tener un fuerte dolor de cabeza. Lo que pasa, en realidad, es que estoy muerto de sueño, pero contento y feliz de hallarme al borde del éxito. Lo más difícil está hecho.

Esta mañana, Matthieu ha alojado provisionalmente la pieza en el agujero del muro. En efecto, el guardián del cementerio limpia los senderos por el lado de la tumba-escondrijo. No sería prudente aproximarse ahora. Todas las mañanas, al alba, me apresuro a ir con una pala de madera a arreglar la tierra de la tumba. Después, con una escoba, limpio el caminito y luego, siempre a toda prisa, regreso a mi labor de limpieza, dejando en un rincón de las letrinas escoba y pala.

Hace exactamente cuatro meses que está en marcha la preparación de la fuga, y nueve días que, al fin, hemos recibido el último fragmento de la balsa. La lluvia ha dejado de caer cada día y, a veces, incluso durante la noche. Todas mis facultades están alerta para las dos horas H: primero, sacar del jardín de Matthieu la famosa pieza y colocarla en su sitio, en la balsa, con todas las nervaduras bien encastradas. Esa operación sólo puede hacerse de día. A continuación, la fuga, que no podrá ser inmediata porque, una vez sacada la balsa, será preciso introducir en ella los cocos y los víveres.

Ayer se lo conté todo a Jean Castelli, y también cuál es mi situación. Se siente feliz al ver que estoy llegando al final.

—La luna —me dice— está en su primer cuarto.

—Lo sé, y a medianoche no molesta. La marea baja a las diez, así que la mejor hora para la botadura sería de una a dos de la madrugada.

Carbonieri y yo hemos decidido precipitar los acontecimientos. Mañana, a las nueve, colocación de la pieza. Y, por la noche, la evasión.

A la mañana siguiente, con nuestras acciones bien coordinadas, paso por el jardín al cementerio y salto el muro con una pala. Mientras quito la tierra de encima del entramado, Matthieu aparta su piedra y acude a reunirse conmigo con la pieza. Juntos, levantamos el entramado y lo dejamos al lado. La balsa aparece en su lugar, en perfecto estado. Manchada de tierra adherida, pero sin un rasguño. La sacamos, pues para colocar la pieza se necesita espacio por el lado. Las cinco nervaduras quedan bien encajadas, cada una fija en su lugar. Para meterlas, nos vemos obligados a golpear con una piedra. Cuando por fin hemos terminado y estamos a punto de devolver la balsa a su sitio, aparece un vigilante empuñando un mosquetón.

—¡Ni un gesto o sois hombres muertos!

Dejamos caer la balsa y levantamos las manos. A este guardián le reconozco, es el jefe de vigilantes del taller.

—No cometáis la estupidez de oponer resistencia; estáis cogidos. Reconocedlo y salvad, por lo menos, vuestra piel, que sólo se aguanta por un hilo, tantas son las ganas que tengo de ametrallaros. Vamos, en marcha, y siempre manos arriba. ¡Caminad hacia la comandancia!

Al pasar por la puerta del cementerio, encontramos a un celador árabe. El vigilante le dice:

—Gracias, Mohamed, por el servicio que me has prestado. Pasa por mi casa mañana por la mañana y te daré lo que te he prometido.

—Gracias dice el chivo. —Iré sin falta, pero, jefe, Bébert Celier también tiene que pagarme, ¿verdad?

—Arréglate con él dice el guardián.

Entonces pregunto:

—¿Ha sido Bébert Celier quien ha dado el chivatazo, jefe?

—Yo no soy quien os lo ha dicho.

—Da lo mismo. Bueno es saberlo.

Apuntándonos siempre con el mosquetón, el guardián ordena:

—Mohamed, regístralos.

El árabe me saca el cuchillo que tenía en el cinturón, y también el de Matthieu.

Le digo:

—Mohamed, eres astuto. ¿Cómo nos has descubierto?

—Trepaba a lo alto de un cocotero cada día para ver dónde habíais escondido la balsa.

—¿Quién te dijo que hicieras eso?

—Primero, Bébert Celier; después, el vigilante Bruet.

—En marcha —dice el guardián—. Aquí ya se ha hablado demasiado. Podéis bajar ya las manos y caminar más de prisa.

Los cuatrocientos metros que debíamos recorrer para llegar a la comandancia me parecieron el camino más largo de mí vida. Me sentía anonadado. Tanta lucha para, al final, dejarse cazar como verdaderos estúpidos. ¡Oh, Dios, qué cruel eres conmigo! Nuestra llegada a la comandancia fue un hermoso escándalo, pues, en nuestro camino, encontrábamos más vigilantes que se añadían al que continuaba apuntándonos con su mosquetón. Al llegar, teníamos detrás a siete u ocho guardianes.

El comandante, advertido por el árabe, quien había corrido delante de nosotros, está en el quicio de la puerta del edificio de la Administración, así como Dega y cinco jefes de vigilantes.

—¿Qué sucede, Monsieur Bruet? —Preguntó el comandante.

—Sucede que he sorprendido en flagrante delito a estos dos hombres cuando escondían una balsa que, según creo, está terminada.

—¿Qué tiene usted que decir, Papillon?

—Nada. Hablaré en la instrucción, en el calabozo.

Se me encierra en un calabozo que, por su ventana cegada, da hacia el lado de la entrada de la comandancia. El calabozo está oscuro pero oigo a la gente que habla en la calle, frente al edificio.

Los acontecimientos discurren con rapidez. A las tres, se nos saca y se nos esposa.

En la sala, una especie de Tribunal: comandante, comandante segundo jefe, jefe de vigilantes. Un guardián actúa de escribano. Sentado aparte a una mesita, Dega, con un lápiz en la mano; seguramente, debe tomar al vuelo las declaraciones.

—Charriére y Carbonieri, escuchen el informe que Monsieur Brúet ha redactado contra ustedes: «Yo, Brúet, Auguste, jefe de vigilantes, director del taller de las Islas de la Salvación, acuso de robo y apropiación indebida de material del Estado a los dos presidiarios Charriére y Carbonieri. Acuso de complicidad al carpintero Bourset. Asimismo, creo poder demostrar la responsabilidad como cómplices de Naric y Quenier. A esto he de añadir que he sorprendido en flagrante delito a Charriére y Carbonieri mientras violaban la tumba de Madame Privat, que les servía de escondite para disimular su balsa».

—¿Qué tiene usted que decir? —pregunta el comandante.

—En primer lugar, que Carbonieri no tiene nada que ver con el asunto. La balsa está calculada para transportar a un solo hombre: yo. Tan sólo lo he obligado a ayudarme a apartar el entramado de debajo de la tumba, operación que no podía hacer yo solo. Así, pues, Carbonieri no es culpable de robo y apropiación indebida de material del Estado, ni de complicidad de evasión, puesto que la evasión no se ha consumado. Bourset es un pobre diablo que ha actuado bajo amenaza de muerte. En cuanto a Naric y Quenier, apenas si los conozco. Afirmo que nada tienen que ver con el asunto.

—No es eso lo que dice mi informador —dice el guardián.

—Ese Bébert Celier que le ha informado puede muy bien servirse de ese asunto para vengarse de alguien comprometiéndolo falsamente. ¿Quién puede confiar en lo que diga un soplón? —En resumen— dice el comandante: está usted acusado oficialmente de robo y apropiación indebida de material del Estado, de profanación de sepultura y de tentativa de evasión. Haga el favor de firmar el acta.

—No firmaré a menos que se añada a mi declaración lo referente a Carbonieri, Bourset y los cuñados Naric y Quenier.

—Acepto. Redacte el documento.

Firmo. No puedo expresar claramente todo lo que pasa por mí tras este fracaso en el último momento. En el calabozo estoy como loco; apenas como y no ando, pero fumo, fumo sin parar un cigarrillo tras otro. Por suerte, estoy bien provisto de tabaco gracias a Dega. Todos los días, doy un paseo de una hora por la mañana al sol, en el patio de las celdas disciplinarias.

Esta mañana, el comandante ha acudido a hablar conmigo. Cosa curiosa, él, que hubiera sufrido el perjuicio más grave si la evasión hubiera tenido éxito, es quien menos encolerizado está conmigo.

Me comunica sonriendo que su mujer le ha dicho que era normal que un hombre, si no está podrido, trate de evadirse. Con mucha habilidad, trata de que le confirme la complicidad de Carbonieri. Tengo la impresión de haberlo convencido explicándole que le era prácticamente imposible a Carbonieri rehusar ayudarme unos instantes a retirar el entramado.

Bourset ha mostrado la nota amenazadora y el plano trazado por mí. En lo que a él concierne, el comandante está convencido por completo de que todo ha sucedido así. Le pregunto cuánto puede costarme, en su opinión, la acusación de robo de material.

Me dice:

—No más de dieciocho meses.

En una palabra, poco a poco asciendo la pendiente de la sima en la que me he sumido. He recibido una nota de Chatal, el enfermero. Me advierte de que Bébert Celier está en una sala aparte, en el hospital, a punto para ser trasladado, con un diagnóstico raro: absceso en el hígado. Debe de ser una combina tramada entre la Administración y el doctor para ponerlo al abrigo de represalias.

Jamás se registra el calabozo ni mi persona. Me aprovecho de esta circunstancia para conseguir que me manden un cuchillo. Les digo a Naric y Quenier que soliciten una confrontación entre el vigilante del taller, Bébert Celier, el carpintero y yo, con la petición al comandante de que, después de esa confrontación, decida lo que considere justo: prevención, castigo disciplinario o puesta en libertad en el campamento.

En el paseo de hoy, Naric me ha dicho que el comandante ha aceptado mi propuesta. La confrontación tendrá lugar mañana a las diez. A esta audiencia asistirá un jefe de vigilantes que actuará como instructor. Tengo toda la noche para tratar de entrar en razón, pues mi intención es matar a Bébert Celier. No lo consigo. No, sería demasiado injusto que ese hombre fuera trasladado por lo que ha hecho y luego, desde Tierra Grande, se fugara, como recompensa por haber impedido otra fuga. Sí, pero, tú puedes ser condenado a muerte, porque se te puede imputar premeditación. No me importa. Mi decisión está tomada, tan desesperado estoy. Cuatro meses de esperanza, de gozo, de temor de ser sorprendido, de ingenio, para terminar, cuando ya estaba a punto de conseguirlo, tan lamentablemente por culpa de la lengua de un soplón. Pase lo que pase ¡mañana intentaré matar a Celier!

El único medio de no ser condenado a muerte es hacer que él saque su cuchillo. Para eso, es preciso que yo le haga ver ostensiblemente que tengo el mío abierto. Entonces, de seguro que sacará el suyo. Convendría poder hacer eso un poco antes o inmediatamente después de la confrontación. No puedo matarlo durante ella, pues corro el riesgo de que un vigilante me dispare un tiro de revólver. Cuento con la negligencia crónica de los guardianes.

Durante toda la noche, lucho contra esta idea. No puedo vencerla. Verdaderamente, en la vida hay cosas imperdonables. Sé que no está bien tomarse la justicia por su propia mano, pero eso es para gentes de otra clase social. ¿Cómo admitir que se pueda, dejar de pensar en castigar inexorablemente a un individuo tan abyecto? Yo no le había hecho ningún daño a esta rata de alcantarilla; ni siquiera me conoce. Sin embargo, me ha condenado a X años de reclusión sin tener nada que reprocharme. Él ha tratado de enterrarme para poder revivir. ¡No, no y no! Es imposible que le permita aprovecharse de su chivatazo. Imposible. Me siento perdido. Perdido por perdido, que también lo esté él, y más aún que yo. ¿Y si te condenan a muerte? Sería estúpido morir por culpa de una persona tan deleznable. Al fin, me prometo una sola cosa: si no saca su cuchillo, no le mataré.

No he dormido en toda la noche, y he fumado un paquete entero de tabaco gris. Me quedan dos cigarrillos cuando me traen el café a las seis de la mañana. Estoy en tal tensión, que ante el guardián, y aunque esté prohibido, le digo al repartidor de café:

—¿Puedes darme algunos cigarrillos o un poco de tabaco, con permiso del jefe? Estoy en las últimas, Monsieur Antartaglia.

—Sí, dáselos si tienes. Yo no fumo. Te compadezco sinceramente, Papillon. Yo, como corso, amo a los hombres y detesto las cochinadas.

A las diez menos cuarto, estoy en el patio esperando entrar en la sala. Naric, Quenier, Bourset y Carbonieri están también allí. El guardián que nos vigila es Antartaglia, el del café. Habla en corso con Carbonieri. Comprendo que le dice que es una lástima lo que le sucede, y que se juega tres años de reclusión. En ese momento, se abre la puerta y entran en el patio el árabe del cocotero, el árabe guardián de la puerta del taller y Bébert Celier. Cuando me ve, hace un ademán de retroceso, pero el guardián que los acompaña le dice:

—Adelántese y manténgase apartado, aquí, a la derecha. Antartaglia, no les permita usted que se comuniquen entre sí.

Estamos a menos de dos metros uno de otro. Antartaglia dice:

—Prohibido hablar entre los dos grupos.

Carbonieri continúa hablando en corso con su paisano, quien vigila ambos grupos. El guardián se ata el lazo de su zapato y yo hago un signo a Matthieu para que se ponga un poco más adelante. Comprende en seguida, mira hacia Bébert Celier y escupe en su dirección. Cuando el vigilante está de pie, Carbonieri continúa hablándole sin cesar y distrae su atención hasta el punto de que doy un paso sin que él lo note. Dejo resbalar el cuchillo hasta la mano. Tan sólo Celier puede verlo y, con una rapidez inesperada, pues tenía un cuchillo abierto en el pantalón, me asesta una puñalada que me hiere el músculo del brazo derecho. Yo soy zurdo y, de un golpe, hundo mi cuchillo hasta el mango en su pecho. Un grito bestial: «¡Aaah!». Cae como un fardo. Antartaglia, revólver en mano, me dice:

—Apártate, pequeño, apártate. No lo golpees en el suelo, pues me vería obligado a disparar contra ti, y no quiero hacerlo.

Carbonieri se aproxima a Celier y mueve su cabeza con el pie. Dice dos palabras en corso. Las entiendo. Celier está muerto. El guardián me ordena.

—Dame tu cuchillo, pequeño.

Se lo doy. Devuelve su revólver a la funda, se dirige a la puerta de hierro y llama. Un guardián abre. Le dice:

—Manda a los camilleros para que recojan a un muerto.

—¿Quién ha muerto? —pregunta el guardián.

—Bébert Celier.

—¡Ah! Creí que había sido Papillon.

Se nos devuelve a nuestro calabozo. La confrontación queda suspendida. Carbonieri, antes de entrar en el corredor, me dice:

—Pobre Papi; esta vez, vas listo.

—Sí, pero yo estoy vivo y él la ha espichado.

El guardián regresa solo, abre la puerta con mucha suavidad y me dice, aún muy trastornado:

—Llama a la puerta y di que estás herido. El ha sido el primero en atacarte; lo he visto yo.

Y vuelve a cerrar la puerta.

Estos guardianes corsos son formidables: o totalmente malos, o totalmente buenos, llamo a la puerta y exclamo:

—Estoy herido y quiero que me manden al hospital para que me curen.

El guardián regresa con el jefe de vigilantes del pabellón disciplinario.

—¿Qué te pasa? ¿Por qué armas tanto ruido?

—Estoy herido, jefe.

—¡Ah! ¿Estás herido? Creía que no te había tocado cuando te atacó.

—Tengo un corte en el músculo del brazo derecho.

—Abra dice el otro guardián.

La puerta se abre y, entonces, salgo. En efecto, tengo un buen corte en el músculo.

—Póngale las esposas y llévelo al hospital. No lo deje allí bajo ningún pretexto. Una vez lo hayan curado, devuélvalo a su celda.

Cuando salimos, hay más de diez guardianes con el comandante. El vigilante del taller me dice:

—¡Asesino!

Antes de que yo pueda responderle, el comandante le dice:

—Cállese, vigilante Bruet. Papillon ha sido atacado.

—No es verosímil —dice Bruet.

—Lo he visto yo y soy testigo de ello —interviene Antartaglia. Y sepa, Monsieur Bruet, que un corso nunca miente.

En el hospital, Chatal llama al doctor. Me aplica unos puntos de sutura sin dormirme ni ponerme una inyección de anestesia local. Luego, me coloca ocho grapas sin dirigirme palabra. Yo le dejo sin quejarme. Al final, dice:

—No he podido administrarte anestesia local porque ya no me quedan más inyecciones. —Luego, añade—: No está bien lo que has hecho.

—¡Vaya! De todas maneras, no iba a vivir mucho, con su absceso en el hígado.

Mi inesperada respuesta lo deja pasmado.

La instrucción continúa su curso. La responsabilidad de Bourset es desechada totalmente. Se admite que estaba atemorizado, lo que yo contribuyo a hacer creer. Contra Naric y Quenier faltan pruebas. Quedamos Carbonieri y yo. Para Carbonieri se descarta el robo y la apropiación indebida de material del Estado. Le queda la complicidad por tentativa de evasión. No le pueden caer más de seis meses. Para mí, en cambio, las cosas se complican. En efecto, pese a todos los testimonios favorables, el encargado de la instrucción no quiere admitir la legítima defensa. Dega, que ha visto todo el sumario, me dice que, pese al encarnizamiento del instructor, es imposible que se me condene a muerte, puesto que he sido herido. Un elemento sobre el que se apoya la acusación para hundirme es que los dos árabes declaran que fui el primero en sacar el cuchillo.

La instrucción ha terminado. Espero que me lleven a Saint-Laurent para sufrir el Consejo de Guerra. No hago más que fumar; casi no camino. Se me ha concedido un segundo paseo de una hora por la tarde. Ni el comandante ni los vigilantes, salvo el del taller y el de la instrucción, me han manifestado jamás hostilidad. Todos me hablan sin animosidad y me dejan pasar el tabaco que quiero.

Debo partir el viernes y estamos a martes. El miércoles por la mañana, a las diez, estoy en el patio desde hace dos horas, cuando el comandante me llama y me dice:

—Ven conmigo.

Salgo sin escolta con él. Le pregunto a dónde vamos. Desciende por el camino que conduce a su casa. Mientras andamos, me dice:

—Mi mujer quiere verte antes de que partas. No he querido impresionarla haciéndote acompañar por un vigilante armado. Espero que te portes bien.

—Sí, mí comandante.

Llegamos a su casa:

—Juliette, te traigo a tu protegido, tal como te prometí. Ya sabes que es preciso que lo devuelva antes de mediodía. Tienes casi una hora para conversar con él.

Y se retira discretamente.

Juliette se me acerca y me pone la mano en el hombro, mientras me mira fijamente a los ojos. Los suyos, negros, brillan más porque están inundados de lágrimas que, por fortuna, contiene.

—Estás loco, amigo mío. Si me hubieras dicho que querías marcharte, creo que hubiera sido capaz de facilitarte las cosas.

Le he pedido a mi marido que te ayude todo cuanto pueda, y me ha dicho que, por desgracia, eso no depende de él. Te he hecho venir, en primer lugar, para ver cómo estabas. Te felicito por tu valor y te encuentro mejor de lo que pensaba. Y también, te he llamado para decirte que quiero pagarte el pescado que tan generosamente me has regalado durante tantos meses. Toma, aquí tienes mil francos, es todo cuanto puedo darte. Lamento no poder hacer otra cosa.

—Escuche, señora, yo no necesito dinero. Le ruego que comprenda que no debo aceptar, pues eso sería, en mi opinión, manchar nuestra amistad. —Y rechazo los dos billetes de quinientos francos que tan generosamente me ofrece—. No insista, se lo ruego.

—Como quieras dice. —¿Un pastís ligero?

Y, durante más de una hora, esta admirable mujer no hace más que pronunciar palabras encantadoras. Supone que, seguramente, seré absuelto del homicidio de aquel cochino, y que todo lo demás me significará, tal vez, de dieciocho meses a dos años.

En el momento de partir, me estrecha largamente la mano entre las suyas y me dice:

—Hasta la vista y buena suerte.

Y estalla en sollozos.

El comandante me conduce de nuevo al cuartel celular. Por el camino, le digo:

—Comandante, tiene usted la mujer más noble del mundo.

—Ya lo sé, Papillon. No está hecha para vivir aquí; es demasiado cruel para ella. Y, sin embargo, ¿qué puedo hacer? De todos modos, dentro de cuatro años puedo pedir el retiro.

—Aprovecho esta ocasión en que estamos a solas, comandante, para agradecerle el haber hecho que me traten lo mejor posible, pese a las graves complicaciones que hubiera podido crearle a usted si me hubiera salido con la mía.

—Sí, hubieses podido ocasionarme grandes quebraderos de cabeza. A pesar de todo, ¿quieres que te diga una cosa? Merecías conseguirlo.

Y ya en la puerta del pabellón disciplinario, añade:

—Adiós, Papillon. Que Dios te proteja; tendrás necesidad de su ayuda.

—Adiós, comandante.

¡Sí! Tendré necesidad de que Dios me ayude, pues el Consejo de Guerra presidido por un comandante de Gendarmería de cuatro galones fue inexorable. Tres años por robo y apropiación indebida de material del Estado, profanación de sepultura y tentativa de evasión, más cinco años por acumulación de pena por la muerte de Celier. Total, ocho años de reclusión. De no haber resultado herido, seguramente me hubiese condenado a muerte.

Este tribunal tan severo para mí fue más comprensivo para un polaco llamado Dandosky, el cual había matado a dos hombres. Sólo le condenó a cinco años y, sin embargo, sin lugar a dudas, en su caso había premeditación.

Dandosky era un panadero que sólo hacía la levadura. Nada más trabajaba de tres a cuatro de la madrugada. Como la panadería estaba en el muelle, frente al mar, todas sus horas libres las pasaba pescando. De carácter tranquilo, hablaba mal el francés y no frecuentaba a nadie. Este hombre, condenado a trabajos forzados, dedicaba toda su ternura a un magnífico gato negro de ojos verdes que vivía con él. Dormían juntos, y el animal lo seguía como un perro al trabajo. En una palabra, entre el bicho y el polaco existía un gran cariño. El gato le acompañaba también cuando el polaco iba de pesca, pero si hacía demasiado calor, y no había un rincón sombreado, regresaba solo a la panadería y se acostaba en la hamaca de su amigo. A mediodía, cuando sonaba la campana, iba al encuentro del polaco y saltaba tras el pescadito que aquel hacía danzar ante sus narices, hasta que lo atrapaba.

Los panaderos viven todos juntos en una sala contigua a la panadería. Un día, dos presidiarios llamados Corrazi y Angelo invitaron a Dandosky a comer un conejo que Corrazi preparó con cebolla, plato que confeccionaba al menos una vez por semana. Dandosky se sienta y come con ellos, ofreciéndoles una botella de vino para acompañar la comida. Por la noche, el gato no regresa. El polaco lo busca inútilmente por todas partes. Pasa una semana, y ni rastro del gato. Triste por haber perdido a su compañero, Dandosky ya no tiene humor para nada. Está triste de veras de que el único ser que amaba y que tanto bien le hacía haya desaparecido misteriosamente. Enterada de su inmenso dolor, la mujer de un vigilante le ofrece un gatito. Dandosky lo rehúsa, e indignado, pregunta a la mujer cómo puede suponer que podrá amar a otro gato que no sea el suyo; eso sería, dice, una ofensa grave a la memoria de su querido desaparecido.

Un día, Corrazi pega a un aprendiz de panadero que es, también, repartidor de pan. No duerme con los panaderos, pero pertenece al campamento. Rencoroso, el aprendiz busca a Dandosky, lo encuentra y le dice:

—¿Sabes? El conejo que te invitaron a comer Corrazi y Angelo era tu gato.

—¡La prueba!, exclama el polaco, agarrando al aprendiz por la garganta.

—Vi a Corrazi cuando enterraba la piel de tu gato bajo el mango, un poco retirado, que está detrás de las canoas.

Como un loco, el polaco va a comprobarlo y, en efecto, encuentra la piel. La coge, está ya medio podrida, con la cabeza en descomposición. La lava en el agua del mar, la expone al sol para que se seque, luego la envuelve en un lienzo bien limpio y la entierra en un sitio seco, bien profundo, para que las hormigas no se la coman. Por lo menos, eso es lo que me cuenta.

Por la noche, al resplandor de una lámpara de petróleo, sentados en un banco muy pesado de la sala de los panaderos, Corrazi y Angelo, uno al lado del otro juegan a los naipes. Dandosky es un hombre de unos cuarenta años, de estatura media, fornido, de espalda ancha, muy fuerte. Ha preparado un grueso bastón de madera de hierro, tan pesado como pueda serlo este metal, y, llegando por detrás, sin una palabra, asesta un formidable bastonazo en la cabeza de cada uno de los jugadores. Los cráneos se abren como dos granadas y los sesos se esparcen por el suelo. Loco, furioso, lleno de rabia, no se contenta con haberlos matado, sino que agarra los cerebros y los estampa contra la pared de la sala. Todo queda salpicado de sangre y sesos.

Si yo no he sido comprendido por el comandante de Gendarmería, presidente del Consejo de Guerra, en cambio Dandosky, por dos asesinatos con premeditación, sí lo ha sido, por suerte para él, hasta el punto de ser condenado sólo a cinco años.