Apenas entramos en el patio del campamento, nos rodea la benévola atención de todos los presidiarios. Encuentro a Pierrot el Loco, Jean Sartrou, Colondini, Chissilia. Hemos de ir a la enfermería los tres, nos dice el vigilante. Y, escoltados por una veintena de hombres, cruzamos el patio para entrar en la enfermería. En unos minutos, Maturette y yo tenemos delante una docena de paquetes de cigarrillos y de tabaco, café con leche muy caliente, chocolate hecho con cacao puro. Todo el mundo quiere darnos algo. A Clousiot, el enfermero le pone una inyección de aceite alcanforado y otra de adrenalina para el corazón. Un negro muy flaco dice:
—Enfermero, dale mis vitaminas, las necesita más que yo.
—Es en verdad conmovedora esa prueba de solidaridad.
—¿Quieres parné? Antes de que vayas a Royale, tengo tiempo de hacer una colecta.
—No, muchas gracias, ya tengo. Pero ¿cómo sabes que a Royale?
—Nos lo ha dicho el contable. Los tres. Creo, incluso que iréis al hospital.
El enfermero es un bandido corso del maquis. Se llama Essari. Posteriormente, habría de conocerlo mucho, ya contaré su historia completa, es interesante de veras. Las dos horas en la enfermería han pasado muy de prisa. Hemos comido y bebido bien Saciados y contentos, nos vamos hacia Royale. Clousiot ha mantenido casi todo el rato los ojos cerrados, salvo cuando me acercaba a él y le ponía la mano sobre la frente. Entonces, abría los ojos, velados ya, y me decía:
—Papi, somos amigos de verdad.
—Más que eso, somos hermanos —le respondía.
Todavía con un solo vigilante, bajamos. En medio, la camilla de Clousiot y, a ambos lados, Maturette y yo, En la puerta del campo, todos los presidiarios nos dicen adiós y nos desean buena suerte. Les damos las gracias, pese a sus protestas. Pierrot el Loco me ha pasado al cuello un macuto lleno de tabaco, cigarrillos, chocolate y botes de leche «Nestlé». Maturette también ha recibido uno. No sabe quién se lo ha dado. Tan sólo el enfermero Fernández y un vigilante nos acompañan al muelle. Nos entrega una ficha para el hospital de Royale a cada uno. Comprendo que son los presidiarios enfermeros Essarí y Fernández quienes, sin consultar al galeno, nos hospitalizan. Ya está ahí la lancha. Seis remeros, dos vigilantes a popa armados de mosquetones y otro al timón. Uno de los remeros es Chapar, el del caso de la Bolsa de Marsella. Bueno, en marcha. Los remos se hunden en el mar y, mientras boga, Chapar me dice:
—¿Qué tal, Papi? ¿Recibiste siempre el coco?
—No, los últimos cuatro meses, no.
—Ya sé, hubo un percance. El hombre se portó bien. Sólo me conocía a mí, pero no se chivó.
—¿Qué ha sido de él?
—Murió.
—No es posible. ¿De qué?
—Al parecer, según un enfermero, le reventaron el hígado de una patada.
Desembarcamos en el muelle de Royale, la más importante de las tres islas. En el reloj de la panadería, son las tres. Este sol de la tarde es verdaderamente fuerte, me deslumbra y me calienta demasiado. Un vigilante pide dos camilleros. Dos presidiarios, forzudos ellos, impecablemente vestidos de blanco, cada cual con una muñequera de cuero negro, levantan como una pluma a Clousiot. Maturette y yo seguimos a este. Un vigilante, con unos papeles en la mano, camina detrás de nosotros.
El camino, de más de cuatro metros de anchura, está hecho de cantos rodados. La subida es dura. Afortunadamente, los dos camilleros se paran de vez en cuando y esperan que les alcancemos. Entonces, me siento en el brazo de la camilla, junto a la cabeza de Clousiot, y le paso suavemente la mano por la frente y la cabeza. Cada vez que lo hago, me sonríe, abre los ojos y dice:
—¡Mi, amigo Papi!
Maturette le coge la mano.
—¿Eres tú, pequeño? —murmura Clousiot.
Parece inefablemente feliz de sentirnos a su lado. Durante un alto, cerca de la llegada, encontramos un grupo que va al trabajo. Casi todos son presidiarios de mi convoy. Todos, al pasar, nos dicen una palabra amable. Al llegar arriba, frente a un edificio cuadrado y blanco, vemos, sentadas a la sombra, a las más altas autoridades de las Islas. Nos acercamos al comandante Barrot, apodado Coco seco, y a otros jefes del penal. Sin levantarse y sin ceremonias, el comandante nos dice:
—Así, pues, ¿no ha sido demasiado dura la Reclusión? Y ese de la camilla, ¿quién es?
—Es Clousiot.
Le mira y, luego dice:
—Llevadles al hospital. Cuando salgan, haced el favor de avisarme para que me sean presentados antes de ingresar en el campamento.
En el hospital, en una gran sala muy bien iluminada, nos acomodan en camas muy limpias, con sábanas y almohadas. El primer enfermero que veo es Chatal, el enfermero de la sala de alta vigilancia de Saint-Laurent-du-Maroni. Se ocupa en seguida de Clousiot y da orden a un vigilante de llamar al doctor. Este llega sobre las cinco. Tras un examen largo y minucioso, le veo mover la cabeza, con expresión descontenta. Extiende su receta y luego se dirige hacia mí.
—No somos buenos amigos, Papillon y yo —le dice a Chatal.
—Me extraña, pues es un buen chico, doctor.
—Quizá, pero es reacio.
—¿Por qué motivo?
—Por una visita que le hice en la Reclusión.
—Doctor —le digo—, ¿llama usted una visita a eso de auscultarme a través de una ventanilla?
—Está prescrito por la Administración que no se abra la puerta de un condenado.
—De acuerdo, doctor, pero en bien de usted espero que sólo colabore en la Administración y que no forme parte de ella.
—De eso hablaremos en otra ocasión. Voy a tratar de reanimarles, tanto a su amigo como a usted. En cuanto al otro, temo que sea demasiado tarde.
Chatal me cuenta que el doctor, sospechoso de preparar una evasión, fue internado en las Islas. Me informa también de que Jésus, aquel que me engañó en mi fuga, ha sido asesinado por un leproso. No sabe el nombre del leproso y me pregunto si no será uno de los que tan generosamente nos ayudaron.
La vida de los presidiarios en las islas de la Salvación es completamente distinta de lo que pueda imaginarse. La mayor parte de los hombres son muy peligrosos, por varias razones. Principalmente, porque todo el mundo come bien, pues se trafica con todo: alcohol, cigarrillos, café, chocolate, azúcar, carne, legumbres frescas, pescado, langostinos, cocos, etc. Así es que todos gozan de perfecta salud, en un clima muy sano. Sólo los condenados temporales tienen la esperanza de ser liberados, pero los condenados a perpetuidad —¡perdido por perdido!— son peligrosos sin excepción. Todo el mundo está comprometido en el tráfico cotidiano, presidiarios y vigilantes. Es una mezcolanza fácil de comprender. Mujeres de vigilantes buscan jóvenes presidiarios para las faenas caseras (y, muy a menudo, los toman por amantes). Los llaman «mozos de familia». Algunos son jardineros, otros cocineros. Esta categoría de deportados es la que sirve de enlace entre el campamento y las casas de los guardianes. Los «mozos de familia» no son mal vistos por los demás presidiarios, pues gracias a ellos puede traficarse con todo. Pero no son considerados como puros. Ningún hombre del auténtico hampa acepta rebajarse a desempeñar esas tareas. Ni ser llavero, ni trabajar en el comedor de los vigilantes. Por el contrario, pagan muy caro los empleos que no tienen ninguna relación con los guardianes: poceros, barrenderos, conductores de búfalos, enfermeros, jardineros del penal, carniceros, panaderos, barqueros, carteros, guardas del faro. Todos estos empleos son desempeñados por los verdaderos duros. Un verdadero duro nunca trabaja en las faenas de mantenimiento de muros de contención, carreteras, escaleras, plantación de cocos; es decir, en las faenas a pleno sol o bajo la vigilancia de los guardianes. Se trabaja de siete a doce y de dos a seis. Esto da una idea del ambiente de esa mezcla de gentes tan diferentes que viven en común, presos y guardianes, verdadera aldea donde todo se comenta, todo se enjuicia, donde todo el mundo se ve vivir y se observa.
Dega y Galgani han venido a pasar el domingo conmigo en el hospital. Hemos comido pescado con ajiaceite, patatas, queso, café, vino blanco. Este yantar lo hemos hecho en la habitación de Chatal; estaban presentes él, Dega y Galgani, Maturette, Grandet y yo. Me han pedido que les contase toda mí fuga en sus más pequeños detalles. Dega ha decidido no volver a intentar nada para evadirse. Espera que le llegue de Francia un indulto de cinco años. Con los tres años cumplidos en Francia y los tres de aquí, sólo le quedarían cuatro años. Está resignado a cumplirlos. En cuanto a Galgani, pretende que un senador corso se ocupe de su caso.
Luego, llega mi turno. Les pregunto por los sitios más propicios, aquí, para una evasión. Se produce una algarabía general. Para Dega, es una cuestión que ni siquiera se le ha ocurrido, como tampoco a Galgani. Por su parte, Chatal supone que un huerto debe tener sus ventajas para preparar una balsa. En cuanto a Grandet, me informa que es herrero en las «Obras». Es un taller donde, me dice, hay de todo: pintores, carpinteros, herreros, albañiles, fontaneros (casi ciento veinte hombres). Sirve para el mantenimiento de los edificios de la Administración. Dega, que es contable general, me conseguirá el puesto que quiera. A mí me toca escogerlo. Grandet me ofrece la mitad de su empleo de director de juegos, de forma que con lo que gane, sobre los jugadores, podré vivir bien sin gastar el dinero de mi estuche. Más adelante, comprobaré que es un empleo muy interesante, pero sumamente peligroso.
El domingo ha pasado con una rapidez asombrosa.
—Las cinco ya dice Dega, que luce un hermoso reloj, —hay que volver al campamento.
Al irnos, Dega me da quinientos francos para jugar al póquer pues, a veces, se hacen buenas partidas en nuestra sala. Grandet me da una magnífica navaja con muelle, cuyo acero ha templado él mismo. Es un arma temible.
—Anda armado siempre, noche y día.
—¿Y los cacheos?
—La mayoría de vigilantes que los hacen son llaveros árabes. Cuando un hombre es considerado peligroso, nunca le encuentran arma alguna, aunque la palpen.
—Nos volveremos a ver en el campamento —me dice Grandet.
Antes de irnos, Galgani me dice que ya me ha reservado un sitio en su rincón y que haremos chabola juntos (los miembros, de una chabola comen juntos y el dinero de uno es de todos). En cuanto a Dega, no duerme en el campamento, sino en un cuarto del edificio de la Administración.
Hace ya tres días que estamos aquí, pero como me paso las noches al lado de Clousiot, no me he dado perfecta cuenta de la vida en esta sala del hospital donde somos casi sesenta. Además… como Clousiot está muy mal, le aíslan en una pieza donde ya hay un enfermo grave. Chatal le ha atiborrado de morfina. Teme, que no pase de esta noche.
En la sala, treinta camas a cada lado de un pasillo de tres metros de ancho, casi todas ocupadas. Dos lámparas de petróleo, alumbran el conjunto. Maturette me dice:
—Allí juegan al póquer.
Voy a ver a los jugadores. Son cuatro.
—¿Puedo hacer el quinto?
—Sí. Siéntate. Cada cartulina vale un mínimo de cien francos. Para jugar, son precisas tres cartulinas, o sea, trescientos francos. Ahí tienes trescientos francos en fichas.
Doy a guardar doscientos a Maturette. Un parisiense, llamado Dupont, me dice:
—Jugamos a la inglesa, sin comodín. ¿Lo sabes?
—Sí.
—Entonces, te concedemos el honor de dar las cartas.
La velocidad con que juegan esos hombres es increíble. El envite debe ser muy rápido, de lo contrario el director de juegos dice: «Envite tardío», y hay que joderse. En eso, descubro una nueva clase de presidiarios: los jugadores. Viven del juego, para el juego, en el juego. Sólo les interesa jugar. Entonces, se olvidan de todo: lo que han sido, su condena, lo que podrían hacer para modificar su vida. El compañero de juego puede ser un buen tipo o no, pero sólo le interesa una cosa: jugar.
Hemos jugado toda la noche. A la hora del café, nos paramos He ganado mil trescientos francos. Me voy hacia la cama cuando Paulo se me acerca y me pide que le preste doscientos francos para jugar a la belote de Cos. Necesita trescientos francos y sólo tiene cien.
—Toma, ahí tienes trescientos. Vamos a medias —le digo.
—Gracias, Papillon, eres de veras el tipo del que he oído hablar. Seremos amigos.
Me tiende la mano, se la estrecho y se va muy contento.
Clousiot ha muerto esta mañana. En un momento de lucidez, la víspera había dicho a Chatal que no le pusiese más morfina:
Quiero morir consciente del trance, sentado en mi cama con mis amigos al lado.
Está rigurosamente prohibido entrar en las habitaciones de aislamiento, pero Chatal ha cargado con la responsabilidad y nuestro amigo ha podido morir en nuestros brazos. Le he cerrado los ojos. Maturette estaba descompuesto por el dolor.
—Se ha ido el compañero de nuestra hermosa aventura. Lo han arrojado a los tiburones.
Cuando he oído estas palabras: «Lo han arrojado a los tiburones», me he quedado helado. En efecto, en las Islas no hay cementerio para los presidiarios. Cuando un condenado muere, es arrojado al mar a las seis, a la puesta del sol, entre San José y Royale, en un paraje infestado de tiburones.
La muerte de mi amigo me hace insoportable el hospital. Mando decir a Dega que voy a salir pasado mañana. Me envía unas letras: «Pide a Chatal que te haga conceder quince días de reposo en el campamento, así tendrás tiempo de escoger el empleo que te guste». Maturette se quedará algún tiempo más. Chatal quizá lo tome como ayudante de enfermero.
En cuanto salgo del hospital, me conducen al edificio de la Administración, ante el comandante Barrot, llamado Coco seco.
—Papillon —me dice—, antes de ingresarle en el campamento, he tenido interés en charlar un poco con usted. Aquí, tiene un amigo valioso, mi contable general, Louis Dega. Pretende que usted no es merecedor de las notas que nos vienen de Francia, y que, al considerarse usted como un condenado inocente, es normal que esté en permanente rebeldía. Le diré que no estoy muy de acuerdo con él al respecto. Lo que me gustaría saber es en qué estado de ánimo se halla usted actualmente.
—En primer lugar, mi comandante, para poder contestarle, ¿puede usted decirme cuáles son las notas de mi expediente?
—Véalas usted mismo.
Y me tiende una cartulina amarilla en la que leo, más o menos, lo siguiente:
Henri Charriére alias Papillon, nacido el 16 de noviembre de 1906, en… Ardéche, condenado por homicidio premeditado a trabajos forzados a perpetuidad por los Tribunales del Sena. Peligroso desde todos los puntos de vista. Vigilar estrechamente. No podrá disfrutar de empleos de favor.
Central de Caen: Condenado incorregible. Susceptible de fomentar y dirigir una revuelta. Mantener en constante observación.
Saint-Martin-de-Ré: Individuo disciplinado, pero muy influyente en sus camaradas. Intentará evadirse en cualquier sitio.
Saint-Laurent-du-Maroni: Ha cometido una salvaje agresión contra tres vigilantes y un llavero para evadirse del hospital. Regresa de Colombia. Buen comportamiento en su prevención. Condenado a una pena leve de dos años de reclusión.
Reclusión de San José: Buena conducta hasta su liberación.
—Con eso, amigo Papillon —dice el director, cuando le devuelvo la ficha—, no estamos tranquilos de tenerle como pensionado. ¿Quiere usted hacer un pacto conmigo?
—¿Por qué no? Depende del pacto.
—Es usted un hombre que, sin duda, hará todo lo posible para evadirse de las Islas, pese a las grandes dificultades que ello entraña. Quizás incluso lo consiga. Ahora bien, yo todavía estaré cinco meses en la dirección de las Islas. ¿Sabe usted cuánto cuesta una evasión a un comandante de las Islas? Un año de sueldo normal. Es decir, la pérdida completa de los haberes coloniales, retraso del permiso durante seis meses y su reducción a tres. Y, según las conclusiones de la indagación, si se reconoce negligencia por parte del comandante, posible pérdida de galón. Ya ve usted que es serio. Ahora bien, si quiero hacer mi labor honradamente, no porque sea usted capaz de evadirse tengo derecho a encerrarle en una celda o un calabozo. A menos que invente faltas imaginarias. Y eso no quiero hacerlo. Entonces, me gustaría que me diese usted su palabra de que no intentará la evasión hasta que me haya marchado de las Islas. Cinco meses.
—Comandante, le doy mí palabra de honor de que no me iré mientras esté usted aquí, si no tarda más de seis meses.
—Me voy dentro de menos de cinco meses, es absolutamente seguro.
—Muy bien, pregunte a Dega, le dirá que tengo palabra.
—Le creo.
—Pero, en compensación, pido otra cosa.
—¿Qué?
—Que durante los cinco meses que debo pasar aquí, pueda tener ya los empleos de los que podría beneficiarme más tarde y, quizás, incluso, cambiar de isla.
—Bien, conforme. Pero que eso quede entre nosotros.
—Sí, mí comandante.
Manda llamar a Dega, quien le convence de que mi sitio no está con los hombres de buena conducta, sino con los del hampa, en el edificio de los peligrosos, donde se encuentran todos mis amigos. Me entregan mi saco completo de efectos de presidiario y el comandante hace añadir algunos pantalones y chaquetas blancas incautadas a los sastres.
Y con dos pantalones impecablemente blancos, nuevos, flamantes, tres guerreras y un sombrero de paja de arroz, me encamino, acompañado por un guardián, hacia el campamento central. Para ir del pequeño edificio de la Administración al campamento, hay que cruzar toda la explanada. Pasamos por delante del hospital de los vigilantes, bordeando una tapia de cuatro metros que rodea toda la penitenciaría. Tras haber dado casi la vuelta a ese inmenso rectángulo, llegamos a la puerta principal. «Penitenciaría de las Islas —Sección Royale». La inmensa puerta es de madera y está abierta de par en par. Debe medir casi seis metros de alto. Dos puestos de guardia con cuatro vigilantes en cada una. Sentado en una silla, un oficial. Nada de mosquetones; todos llevan pistola. Veo también cuatro o cinco llaveros árabes.
Cuando llego debajo del pórtico, salen todos los guardianes. El jefe, un corso, dice:
—Ahí viene un novato, y de categoría.
Los llaveros se disponen a cachearme, pero él les detiene:
—No le fastidiéis haciéndole sacar toda su impedimenta. Hala y pasa, Papillon. En el edificio especial, seguramente, te esperan muchos amigos. Me llamo Sofrani. Buena suerte en las Islas.
—Gracias, jefe.
Y entro en un inmenso patio donde se alzan tres grandes edificaciones. Sigo al vigilante que me conduce a una de ellas. Sobre la puerta, una inscripción: «Edificio A—Grupo especial». Frente a la puerta abierta, el vigilante grita:
—¡Guardián de cabaña! —Entonces, aparece un viejo presidiario—. Aquí tienes un novato —dice el jefe, y se va.
Penetro en una sala rectangular muy grande donde viven ciento veinte hombres. Como en el primer barracón, en Saint-Laurent-du-Maroni, una barra de hierro discurre por uno de sus lados más largos, interrumpida tan sólo por el emplazamiento de la puerta, una reja que se cierra durante la noche. Entre la pared y esa barra, están tendidas, muy rígidas, lonas que sirven de cama y que se llaman hamacas aunque no lo sean. Esas «hamacas» son muy cómodas e higiénicas. Encima de cada una hay dos tablas donde se puede dejar los trastos: una para la ropa blanca, otra, para los víveres, la escudilla, etc. Entre las hileras de hamacas, un pasadizo de tres metros de ancho, el coursier. Los hombres viven aquí también en pequeñas comunidades, las chabolas. Las hay que son sólo de dos hombres, pero también las hay de diez.
Apenas hemos entrado, cuando de todos lados llegan presidiarios vestidos de blanco:
—Papi, ven por aquí.
—No, vente con nosotros.
Grandet coge mi saco y dice:
—Hará chabola conmigo.
Le sigo. Colocamos la lona, bien estirada, que me servirá de cama.
—Toma, ahí tienes una almohada de plumas de gallinas, macho dice Grandet.
Encuentro un montón de amigos. Muchos corsos y marselleses, algunos parisienses, todos amigos de Francia o sujetos que conocí en la Santé, la Conciergerie o en el convoy. Pero, extrañado de verles aquí, les pregunto:
—¿No estáis en el trabajo, a estas horas?
Entonces, todos se guasean.
—¡Ah! ¡Esta sí que es buena! En este edificio, el que trabaja no lo hace más de una hora diaria. Después, vuelve a la chabola.
Este recibimiento es caluroso de veras. Esperemos que dure.
Pero no tardo en percatarme de algo que no había previsto: después de los varios días pasados en el hospital, debo aprender a vivir de nuevo en comunidad.
Presencio algo que nunca hubiese imaginado. Entra un tío, vestido de blanco, que trae una bandeja cubierta con un trapo blanco impecable, y grita:
—Bistec, bistec, ¿quién quiere bistecs?
Poco a poco, llega a nuestra altura, se para, levanta el trapo blanco y aparece, bien apilados, como en una carnicería de Francia, toda una bandeja llena de bistecs. Se ve que Grandet es un cliente habitual, pues no le pregunta si quiere bistecs, sino cuántos quiere que le ponga.
—Cinco.
—¿Solomillo o lomo?
—Solomillo. ¿Qué te debo? Dame la cuenta, porque, ahora que somos uno más, no subirá lo mismo.
El vendedor de bistecs saca una agenda y se pone a calcular:
—Son ciento treinta y cinco francos, todo incluido.
—Cóbrate y empezamos de nuevo a cero.
Cuando el hombre se va, Grandet me dice:
—Aquí, si no tienes pasta, la espichas. Pero hay un sistema para tenerla siempre: la apañadura.
Entre los duros, «la apañadura» es la manera que cada uno tiene de apañárselas para hacerse con dinero. El cocinero del campo vende en bistecs la misma carne destinada a los presos. Cuando la recibe en la cocina, corta aproximadamente la mitad. Según los trozos, prepara bistecs, carne para estofado o para hervir. Una parte es vendida a los vigilantes a través de sus mujeres, y otra parte a los presidiarios que tienen medios para comprarla. Desde luego, el cocinero da una parte de lo que gana así al vigilante encargado de la cocina. El primer edificio donde se presenta con su mercancía siempre es el del grupo Especial, edificio A, el nuestro.
Así, pues, la apañadura es lo que hace el cocinero que vende la carne y la grasa; el panadero que vende pan de lujo y pan blanco en barritas destinado a los vigilantes; el carnicero de la carnicería que vende la carne; el enfermero que vende inyecciones; el contable que acepta dinero para hacer que te den tal o cual puesto, o, sencillamente, para eximirte de un trabajo; el horticultor que vende legumbres frescas y fruta; el presidiario empleado en el laboratorio que vende resultados de análisis y llega hasta a fabricar falsos tuberculosos, falsos leprosos, enteritis, etcétera; los especialistas de robo en el corral de las casas de los vigilantes que venden huevos, gallinas, jabón; los «mozos de familia» que trafican con el ama de la casa donde trabajan y traen lo que se les pide: mantequilla, leche condensada, leche en polvo, latas de atún, de sardinas, quesos y, por supuesto, vinos y licores (así, en mi chabola, siempre hay una botella de «Ricard» y cigarrillos ingleses o americanos); igualmente, los que tienen derecho a pescar y vender su pescado y sus langostinos.
Pero la mejor «apañadura», la más peligrosa también, es ser director de juegos. La regla es que nunca pueda haber más de tres o cuatro directores de juegos por edificio de ciento veinte hombres. El que se decide a encargarse de los juegos, se presenta una noche, en el momento de la partida, y dice:
—Quiero un puesto de director de juego.
Le contestan:
—No.
—¿Todos decís no?
—Todos.
—Entonces, escojo a Fulano, para tomar su puesto.
El designado ha comprendido. Se levanta, va al centro de la sala y ambos se desafían a navaja. El que gana, se queda con los juegos. Los directores de juegos se quedan con el cinco por ciento de cada jugada ganadora.
Los juegos dan pie a otras pequeñas apañaduras. Hay el que, prepara las mantas bien tendidas en el suelo, el que alquila banquetas a los jugadores que no pueden sentarse a la moruna, el vendedor de cigarrillos. Este coloca sobre la manta varias cajas de cigarros vacías, llenas de cigarrillos franceses, ingleses, americanos y hasta liados a mano. Cada uno tiene un precio y el jugador se sirve él mismo y echa escrupulosamente en la caja el precio fijado. Hay también el que prepara las lámparas de petróleo y cuida de que no humeen demasiado. Son lámparas hechas con botes de leche cuya tapa superior ha sido horadada para pasar una mecha que se empapa de petróleo y que, a menudo, hay que despabilar. Para los que no fuman, hay bombones y pasteles hechos mediante apañadura especial. Cada edificio posee uno o dos cafeteros. En su puesto, cubierto por dos sacos de yute y confeccionado a la manera árabe, toda la noche hay café caliente. De vez en cuando, el cafetero pasa a la sala y ofrece café o cacao mantenido caliente en una especie de marmita noruega de fabricación casera.
Por último, hay la pacotilla. Es una especie de apañadura artesana. Algunos trabajan el carey de las tortugas capturadas por los pescadores. Una tortuga de carey tiene trece placas que pueden pesar hasta dos kilos. El artista hace con ellas brazaletes, zarcillos, collares, boquillas, peines y armazones de cepillos. Hasta he visto un cofrecito de carey rubio, una verdadera maravilla. Otros esculpen cocos, astas de buey, de búfalo, ébano y madera de las Islas, en forma de serpientes. Otros hacen trabajos de marquetería de alta precisión, sin un clavo, todo a base de entalladuras. Los más hábiles trabajan el bronce. Sin olvidar los artistas pintores.
A veces, se asocian varios talentos para realizar un solo objeto. Por ejemplo, un pescador captura un tiburón. Prepara su mandíbula abierta, con todos sus dientes bien pulidos y bien rectos. Un ebanista confecciona un modelo reducido de ancla, con madera lisa y grano apretado, bastante ancha en medio para que se pueda pintar. Se fija la mandíbula abierta a esta ancla en la cual un pintor pinta las Islas de la Salvación rodeadas por el mar. El tema más a menudo utilizado es el siguiente: se ve la punta de la isla Royale, el canal y la isla de San José. Sobre el mar azul, el sol poniente lanza todas sus luces. En el agua, una embarcación con seis presidiarios de pie, con el torso desnudo, los remos alzados verticalmente y tres guardianes, empuñando metralletas, a popa. A proa, dos hombres levantan un féretro del que se desliza, envuelto en un saco de harina, el cadáver de un presidiario. En la superficie del agua, se ven tiburones que esperan el cadáver con las fauces abiertas. Abajo, a la derecha del cuadro, está escrito: «Entierro en Royale», y la fecha.
Todas esas diversas «pacotillas» se venden en las casas de los vigilantes. Las mejores piezas se pagan a menudo por adelantado o son hechas por encargo. El resto se vende a bordo de los barcos que recalan en las Islas. Es el feudo de los barqueros. Hay también los guasones, los que cogen un vaso de metal abollado y graban en él: «Este vaso perteneció a Dreyfus —isla del Diablo— fecha». Lo mismo hacen con cucharas o escudillas. Los marinos bretones tienen un truco infalible: grabar en cualquier objeto el nombre de «Sezertec».
Ese tráfico permanente hace entrar mucho dinero en las Islas y, por tanto, los vigilantes tienen interés en que se haga. Entregados a sus combinas, los hombres resultan más fáciles de manejar y se hacen a su nueva vida.
La pederastia cobra carácter oficial. Hasta el comandante, todo el mundo sabe que Fulano es la mujer de Zutano y, cuando se manda a uno de ellos a otra isla, se procura que el otro se reúna pronto con él, si no se pensó en trasladarles juntos.
De todos esos hombres, no hay tres de cada cien que traten de fugarse de las Islas. Ni siquiera los que sufren cadena perpetua. La única manera es tratar por todos los medios de ser desinternado y enviado a Tierra Grande, Saint-Laurent, Kourou o Cayena, lo que sólo es posible para los internados temporales. Para los internados de por vida es imposible, aparte del homicidio. En efecto, cuando se ha matado a alguien, se es enviado a Saint-Laurent para comparecer ante el tribunal. Pero como para ir allí antes hay que confesar, se arriesgan cinco años de reclusión por homicidio, sin saber si se podrá aprovechar la breve estancia en el cuartel disciplinario de Saint-Laurent —tres meses a lo sumo para tratar de evadirse.
También se puede probar el desinternamiento por razones médicas. Si se es reconocido tuberculoso, se es enviado al campamento para tuberculosos llamado «Nouveau Camp», a ochenta kilómetros de Saint-Laurent.
Está también la lepra o la enteritis disentérica crónica. Es relativamente fácil llegar a ese resultado, pero entraña un terrible peligro: la cohabitación en un pabellón especial, aislado, durante casi dos años, con los enfermos de verdad. De ahí a pretenderse leproso y pillar la lepra, a tener pulmones estupendos y salir tuberculoso, a menudo no hay más que un paso. En cuanto a la disentería, es más difícil aún escapar al contagio, heme aquí, pues, instalado en el edificio A, con mis ciento veinte camaradas. Hay que aprender a vivir en esta comunidad donde no se tarda en ser catalogado. Primero, es menester que todo el mundo sepa que no se os puede atacar sin peligro. Una vez has conseguido hacerte temer hay que ser respetado por la manera de comportarse con los guardianes, no aceptar determinados puestos, rehusar determinadas faenas, no reconocer ninguna autoridad a los llaveros, no obedecer, ni siquiera a costa de un incidente, a un vigilante. Si se ha jugado toda la noche, ni siquiera se sale a pasar lista. El guardián de cabaña, (a este edificio le llaman «la cabaña»), grita: «Enfermo acostado». En las otras dos «cabañas», los vigilantes, a veces, van a buscar al, «enfermo» llamado y le obligan a pasar lista. Pero nunca en el edificio de los destacados. En conclusión, lo que buscan ante todo, del pez más grande al más pequeño, es la tranquilidad de presidio.
Mi amigo Grandet, con quien hago chabola, es un marsellés de treinta y cinco años. Muy alto y flaco como un clavo, pero muy fuerte. Somos amigos desde Francia. Nos frecuentábamos en Tolón, en Marsella y en París.
Es un célebre reventador de cajas de caudales. Es bueno, pero, quizá muy peligroso. Hoy estoy casi solo en esta sala inmensa. El jefe de cabaña barre y pasa el rastrillo por el suelo de cemento. Veo a un hombre que está arreglando un reloj, con un chirimbolo de madera en el ojo izquierdo. Sobre su hamaca, una tabla con unos treinta relojes colgados. Ese tipo, que tiene los rasgos de un hombre de treinta años, tiene el pelo completamente blanco. Me acerco a él y le miro trabajar. Luego, intento entablar conversación con él. No levanta siquiera la cabeza y sigue callado. Me aparto, un poco molesto, y salgo al patio para sentarme en el lavadero. Encuentro a Titi la Belote, quien se está adiestrando con unos naipes nuevos. Sus dedos ágiles barajan y vuelven a barajar las treinta y ocho cartas con una rapidez inaudita. Sin dejar de mover sus manos como un prestidigitador, me dice:
—Hola, compañero, ¿qué tal te va? ¿Estás bien en Royale?
—Sí, pero hoy me aburro. Voy a trabajar un poco, así saldré del campamento. He querido charlar un momento con un tipo que hace de relojero, pero ni siquiera me ha contestado.
—Ya sé, Papi, ese tipo se ríe de todo el mundo. Sólo vive para sus relojes. Todo lo demás le importa un bledo. Claro que, después de lo que le pasó, tiene derecho a estar majareta. Por menos nos hubiésemos trastornado nosotros. Figúrate que ese joven (se le puede llamar joven, pues no tiene treinta años) fue condenado a muerte, el año pasado, por haber violado, al parecer, a la mujer de un guardián. Pura mentira. Hacía tiempo que se cepillaba a su patrona, la legítima de un jefe de vigilantes bretón. Como trabajaba en casa de ellos como «mozo, de familia», cada vez que el bretón estaba de servicio diurno, el relojero se tiraba a la mujer. Sólo que cometieron un error: la tía ya no le dejaba lavar y planchar la ropa. Lo hacía ella misma, y el cornudo de su marido, que la sabía holgazana, encontró el hecho curioso y empezó a sospechar. Pero no tenía pruebas de su infortunio. Entonces, combinó un golpe para sorprenderles en flagrante delito y matarles a los dos. No contaba con la reacción de la parienta. Un día, abandonó la guardia dos horas después de haber entrado y pidió a un vigilante que le acompañase a su casa, so pretexto de regalarle un jamón que había recibido de su tierra. Sigilosamente, traspone la entrada, pero apenas abre la puerta de la casita, cuando un loro se pone a berrear: «¡Ahí viene el amo!», como solía hacer cuando el guardián volvía a casa. Acto seguido, la mujer grita: «¡Que me violan! ¡Socorro!». Los dos guardianes entran en la habitación en el momento que la mujer se escapa de los brazos del presidiario, quien sorprendido, salta por la ventana, mientras el cornudo le dispara. El relojero atrapa un balazo en el hombro, en tanto que, por su lado, la parienta se araña tetas y mejillas y se rasga la bata. El relojero cae, y cuando el bretón va a rematarle, el otro guardián lo desarma. Debo decirte que el otro guardián era corso y que en seguida había comprendido que su jefe le había contado un cuento y que ni había violación ni niño muerto. Pero el corso no podía decirle lo que pensaba al bretón e hizo como si creyese en el cuento de la violación. El relojero fue condenado a muerte. Hasta aquí, compañero, no hay nada extraordinario. Es después cuando el asunto se pone interesante.
»En la Royale, en el cuartel de los castigados, hay una guillotina. Cada pieza está bien guardada en un local especial. En el patio, las cinco losas sobre las que la levantan, bien juntas y niveladas. Cada semana, el verdugo y sus ayudantes, dos presidiarios, montan la guillotina con la cuchilla y toda la pesca y cortan uno o dos troncos de banano. Así, están seguros de que siempre está en buen estado su funcionamiento.
»El relojero saboyano se encontraba, pues, en una celda de condenado a muerte con otros cuatro condenados, tres árabes y un siciliano. Los cinco esperaban la respuesta a su petición de indulto hecha por los vigilantes que les habían defendido.
»Una mañana, montan la guillotina y abren bruscamente la puerta del saboyano. Los verdugos se echan sobre él, le traban los pies con una cuerda y le atan las muñecas con la misma cuerda que queda atada al nudo de los pies. Le ensanchan el cuello de la camisa con sus tijeras y, luego, despacito, recorren en la penumbra del amanecer una veintena de metros. Has de saber, Papillon, que cuando llegas ante la guillotina, te encuentras de cara con una tabla perpendicular sobre la que te atan con correas sujetas encima. Así, pues, le atan y, cuando se disponen a hacer bascular la tabla de la que sobresale su cabeza, llega el actual comandante Coco seco, quien, obligatoriamente, debe asistir a la ejecución. En la mano lleva una gran linterna sorda y, en el momento que alumbra la escena, se da cuenta de que los imbéciles de guardianes se han equivocado: iban a cortar la cabeza del relojero quien, aquel día, nada tenía que ver con la ceremonia.
»—¡Alto! ¡Alto! —grita Barrot.
»Está tan emocionado que, al parecer, ha perdido el habla Deja caer su linterna sorda, atropella a todo el mundo, guardianes y verdugos, y personalmente, desata al saboyano. Por fin, logra ordenar:
»—Acompáñale a su calabozo, enfermero. Ocúpese de él, quédese con él, déle ron. Y vosotros, so cretinos, id a buscar a Rencasseu. ¡Es a él a quien se ejecuta hoy y no a otro!
»El día siguiente, el saboyano tenía el pelo completamente blanco, tal como lo has visto hoy. Su abogado, un guardián de Calvi, escribió una nueva solicitud de indulto al ministro de justicia contándole el incidente. El relojero fue indultado y condenado a cadena perpetua. Desde entonces, se pasa el tiempo componiendo los relojes de los guardianes. Es su pasión. Los observa mucho tiempo, de ahí esos relojes colgados de su tabla. Ahora, seguramente, comprenderás que el tipo ese tenga derecho a estar un poco orate, ¿o no?
—Claro que sí, Titi, después de un choque semejante, tiene perfecto derecho a no ser demasiado sociable. Le compadezco sinceramente.
Cada día sé algo más acerca de esa nueva vida. La «cabaña A» es, en verdad, una concentración de hombres temibles tanto por su pasado como por su modo de reaccionar en la vida cotidiana. Sigo sin trabajar: espero un puesto de pocero que, después de tres cuartos de hora de trabajo, me dejará libre en la isla con derecho a ir de pesca.
Esta mañana, al pasar lista para ir a la plantación de cocoteros, designan a Jean Castelli. Este sale de la fila y pregunta:
—¿Pero eso qué es? ¿Me mandan a trabajar a mí?
—Sí, a usted dice el guardián de servicio. —Tome, coja este pico.
Fríamente, Castelli le mira y dice:
—Oye tú, auvernés, ¿no ves que hace falta venir de tu tierra para saber manejar ese extraño instrumento? Yo soy corso marsellés. En Córcega, tiramos muy lejos los utensilios de trabajo, y en Marsella, ni siquiera se sabe que existan. Guarda tu pico y déjame en paz.
El joven guardián, que todavía no está muy al corriente, según supe más tarde, levanta el pico sobre Castelli, con el mango para arriba. Al unísono, los ciento veinte hombres berrean:
—¡Carroña, no lo toques o eres hombre muerto!
—¡Rompan filas! —grita Grandet y, sin preocuparse de las posiciones de ataque que han tomado todos los guardianes, entramos en la cabaña.
La «cabaña B» desfila para ir al trabajo. La «cabaña C», también. Una docena de guardianes se presentan y, cosa rara, cierran la puerta enrejada. Una hora después, cuarenta guardianes están a ambos lados de la puerta, empuñando metralletas. Segundo comandante, jefe de guardianes, jefe de vigilantes, vigilantes, todos están ahí, salvo el comandante, que ha salido a las seis, antes del incidente, de inspección en la isla del Diablo.
El segundo comandante dice:
—Dacelli, haga el favor de llamar a los hombres, uno a uno.
—Grandet.
—Presente.
—Salga.
Sale, entre los cuarenta guardianes. Dacelli le dice:
—Vaya a su trabajo.
—No puedo.
—¿Se niega usted?
—No, no me niego, estoy enfermo.
—¿Desde cuándo? No se ha declarado usted enfermo, cuando se pasó lista por primera vez.
—Esta mañana no estaba enfermo, pero ahora sí lo estoy.
Los primeros sesenta llamados responden exactamente lo mismo, uno detrás de otro. Sólo uno desobedece francamente. Sin duda, tenía intención de hacerse mandar a Saint-Laurent para comparecer ante el Consejo de Guerra. Cuando le dicen: «¿Se niega usted?», contesta:
—Sí, me niego, por tres veces.
—Por tres veces, ¿por qué?
—Porque me da usted asco. Me niego categóricamente a trabajar para tipos tan imbéciles como usted.
La tensión era alta. Los guardianes, sobre todo los jóvenes, no soportaban que los presidiarios les humillasen de tal modo. Sólo esperaban una cosa: un gesto de amenaza que les permitiese entrar en acción con sus mosquetones, por lo demás apuntados al suelo.
—¡Todos los llamados en cueros! Y en marcha para las celdas.
A medida que las ropas caían, de vez en cuando se oía el ruido de un cuchillo que resonaba sobre el macadán del patio. En este momento, llega el doctor.
—¡Bien, alto! Ahí viene el médico. ¿Quiere usted, doctor, reconocer a esos hombres? Los que no sean declarados enfermos, irán a los calabozos. Los demás, se quedarán en la cabaña.
—¿Hay sesenta enfermos?
—Sí, doctor, salvo ese, que se ha negado a trabajar.
—Que venga el primero dice el doctor. —Grandet, ¿qué tiene?
—Una indigestión de cabo de vara, doctor. Todos somos hombres condenados a largas penas y la mayoría a perpetuidad, doctor. En las Islas, no hay esperanza de evadirse. No podemos aguantar esta vida si no hay cierta elasticidad y comprensión en el reglamento. Ahora bien, esta mañana, un vigilante se ha permitido, delante de nosotros, querer desnucar de un porrazo con el mango de un pico a un camarada apreciado por todos. No era un gesto de defensa, pues ese hombre no había amenazado a nadie. Sólo dijo que no quería trabajar a pico y pala. Esta es la verdadera causa de nuestra epidemia colectiva, juzgue usted mismo.
El doctor baja la cabeza, reflexiona un largo minuto, y luego, dice:
—Enfermero, anote: «Por razón de una intoxicación alimenticia colectiva, el enfermero vigilante Fulano tomará las medidas necesarias para purgar con veinte gramos de sulfato sódico a todos los deportados que se han declarado enfermos en el día de hoy. En cuanto al deportado, X ruego le pongan en observación en el hospital para que sepamos si su negativa a trabajar ha sido expuesta en plena posesión de sus facultades».
Vuelve la espalda y se va.
—¡Todo el mundo adentro! —grita el segundo comandante—. Recoged vuestras ropas y no os olvidéis de los cuchillos.
Aquel día, todos se quedaron en la cabaña. Nadie pudo salir, ni siquiera el repartidor de pan, hacia mediodía, en vez de sopa, el vigilante enfermero, acompañado de dos presidiario nfermeros, se presentó con un cubo de madera, lleno de purgante de sulfato sódico. Sólo tres pudieron ser obligados a tragar la purga. El cuarto se cayó encima del cubo simulando una ataque epiléptico perfectamente remedado, y echó purga, cubo y cazo por los suelos.
He pasado la tarde charlando con Jean Castelli. Ha venido a comer con nosotros. Hace chabola con un tolonés, Louis Gravon, condenado por un robo de pieles. Cuando le he hablado de pirarse, sus ojos han brillado. Me dice:
—El año pasado estuve a punto de evadirme, pero la operación se fue al traste. Ya me sospechaba que no eras tú hombre para quedarte tranquilo aquí. Sólo que hablar de pirárselas en las Islas es hablar en chino. Por otra parte, me doy cuenta de que aún no has comprendido a los presidiarios de las Islas. Así como los ves, el noventa por ciento se encuentran relativamente felices aquí. Nadie te denunciará nunca, hagas lo que hagas. Si se mata a alguien, nunca hay testigos; si se roba, ídem. —Haga lo que haga quien sea, todos se juntan para defenderle. Los presidiarios de las Islas sólo temen una cosa, que una evasión tenga éxito. Pues, entonces, toda su relativa tranquilidad queda trastornada: registros continuos, se acabaron los juegos de cartas, la música (los instrumentos son destruidos durante los registros), se acabaron los juegos de ajedrez y de damas, ¡todo sanseacabó, vaya! Nada de pacotilla, tampoco. Todo, absolutamente todo queda suprimido. Registran sin parar. Azúcar, aceite, bistecs, mantequilla, todo desaparece. Cada vez, los fugados que han logrado dejar las Islas son detenidos en Tierra Grande, en los alrededores de Kourou. Pero para las Islas, la fuga ha tenido éxito: los audaces han conseguido salir de la isla. De ahí que se sancione a los guardianes, quienes luego se vengan con todo el mundo.
Escucho con toda mi atención. Estoy asombrado. Nunca había visto la cuestión bajo ese aspecto.
—Conclusión —dice Castelli—, el día que te metas en la mollera preparar una fuga, anda con pies de plomo. Antes de tratar con un tipo, si no es un íntimo amigo tuyo, piénsalo diez veces.
Jean Castelli, ladrón profesional, tiene una voluntad y una inteligencia poco comunes. Detesta la violencia. Le apodan El Antiguo. Por ejemplo, sólo se lava con jabón de Marsella, y si me lavo con «Palmolive», me dice:
—¡Pero si hueles a marica, palabra! ¡Te has lavado con jabón de mujer!
Desgraciadamente, tiene cincuenta y dos años, pero su energía férrea da gusto de ver. Me dice:
—Tú, Papillon, diríase que eres mi hijo. La vida de las Islas no te interesa. Comes bien porque es necesario para estar en forma, pero nunca te acomodarás para vivir tu vida en las Islas. Te felicito. De todos los presidiarios, no llegamos a media docena los que pensamos así. Sobre todo, en evadirse. Hay, es verdad, muchos hombres que pagan fortunas para hacerse desinternar y, así, ir a Tierra Grande para tratar de evadirse. Pero, aquí, nadie cree en eso de darse el piro.
El viejo Castelli me da consejos: aprender el inglés y, cada vez que pueda, hablar español con un español. Me ha prestado un libro para aprender el español en veinticuatro lecciones. Un diccionario francés-inglés. Es muy amigo de un marsellés, Gardés, que sabe mucho de fugas. Se ha evadido dos veces. La primera, del presidio portugués; la segunda, de Tierra Grande. Tiene su punto de vista sobre la evasión de las Islas; Jean Castelli, también. Gravon, el tolonés, también tiene su manera de ver las cosas. Ninguna de esas opiniones concuerda. A partir de hoy, tomo la decisión de darme cuenta por mí mismo y de no hablar más de pirármelas.
Es duro, pero así es. El único punto sobre el cual están todos de acuerdo es que el juego sólo interesa para ganar dinero, y que resulta muy peligroso. En cualquier momento puedes verte obligado a liarte a navajazos con el primer matasiete que llegue. Los tres son hombres de acción y están en verdad formidables, teniendo en cuenta su edad: Louis Gravon tiene cuarenta y cinco años y Gardés, casi cincuenta.
Anoche, tuve ocasión de dar a conocer mi modo de ver y de actuar a casi toda nuestra sala. Un cabrito de Toulouse es desafiado a navajazos por uno de Nimes. El cabrito de Toulouse es apodado Sardina y el matasiete de Nimes, Carnero. Carnero, con el torso desnudo, está en medio del coursier, empuñando la navaja:
—O me pagas veinticinco francos por partida de póquer o no juegas más.
Sardina responde:
—Nunca se ha pagado nada a nadie por jugar al póquer. ¿Por qué te metes conmigo y no con los directores de juego de la marsellesa?
—No tienes por qué saberlo. O pagas, o no juegas más, o te peleas.
—No, no me pelearé.
—¿Te rajas?
—Sí. Porque corro el riesgo de ganarme un navajazo o hacerme matar por un matón como tú que nunca se ha dado el piro. Yo soy hombre de evasión, no estoy aquí para matar o hacer que me maten.
Todos, sin excepción, estamos a la espera de lo que va a pasar. Grandet me dice:
—En verdad que es bravo, el cabrito, y, además, hombre de fuga. Lástima que no se pueda decir nada.
Abro mi navaja y me la pongo bajo el muslo. Estoy sentado en la hamaca de Grandet.
—Así, pues, rajado, ¿pagas o dejas de jugar? Contesta.
Y da un paso hacia el Sardina. Entonces grito:
—¡Cierra el pico, Carnero, y deja tranquilo a ese tipo!
—¿Estás loco, Papillon? —me dice Grandet.
Sin moverme del sitio, sentado con mi cuchillo abierto bajo la pierna izquierda, y la mano sobre el mango, digo:
—No, no estoy loco, y escuchad todos lo que voy a deciros. Carnero, antes de pelearme contigo, lo cual haré si así lo exiges, aun después de haber hablado, deja que te diga a ti y a todos que, desde mi llegada a esta cabaña donde somos más de cien, todos del hampa, me he percatado con sonrojo de que la cosa más hermosa, la más meritoria, la única que de verdad importa, la fuga, no es respetada. Ahora bien, todo hombre que haya demostrado ser hombre de fuga, que tiene suficientes redaños para arriesgar su vida en una evasión debe ser respetado por todos al margen de cualquier otra cuestión. ¿Quién dice lo contrario? Silencio. —En todas vuestras leyes, falta una, por lo demás primordial: la obligación válida para todos de no sólo respetar, sino de ayudar y apoyar a los hombres de fuga. Nadie está obligado a irse y admito que casi todos hayáis decidido pasar la vida aquí. Pero si no tenéis el valor de intentar revivir, tened al menos el respeto que merecen los hombres de fuga. Y quien olvide esa ley de hombre, que se disponga a sufrir graves consecuencias. Ahora, Carnero, si sigues queriendo pelearte, en guardia.
Y, de un salto, me pongo en medio de la sala, empuñando la navaja. Carnero tira la suya y dice:
—Tienes razón, Papillon. No quiero desafiarme a navaja contigo pero sí a puñetazos, para que veas que no soy un rajado.
Entrego mi navaja a Grandet. Nos hemos pegado como perros durante casi veinte minutos. Al final, con un cabezazo afortunado, he conseguido tumbarle. Juntos, en los retretes, nos lavamos la sangre que nos brota de la cara. Carnero me dice:
—Es verdad, en estas Islas nos embrutecemos. Llevo quince años aquí y no he gastado siquiera mil francos para tratar de hacerme desinternar. Es una vergüenza.
Cuando vuelvo a la chabola, Grandet y Galgani me pegan bronca.
—¿Te has vuelto loco? ¿A qué viene eso de provocar e instar a todo el mundo? No sé por qué milagro nadie ha saltado al coursier para pelear a navajazos contigo.
—No, amigos míos, nada tiene de extraño. Todo hombre en nuestro ambiente, cuando alguien tiene de veras razón reacciona dándole precisamente, la razón.
—Está bien —dice Galgani—. Pero ¿sabes?, no te diviertas demasiado jugando con ese volcán.
Durante toda la velada han venido hombres a hablar conmigo. Se acercan como por azar, hablan de cualquier cosa y luego, antes de irse, añaden:
—Estoy de acuerdo con lo que dijiste, Papi.
Este incidente de la navaja me ha situado bien con los hombres.
A partir de ahora, seguramente estoy considerado por mis camaradas como un hombre de su ambiente, pero que no se doblega ante las cosas admitidas sin analizarlas y discutirlas. Me doy cuenta de que cuando soy yo quien lleva el juego, hay menos disputas y que, si doy una orden, obedecen en seguida.
El director de juegos, como ya he dicho, se lleva el cinco por ciento de cada apuesta ganadora. Está sentado en su banqueta, adosado a la pared para resguardarse de un asesino siempre Posible. Una manta sobre las rodillas tapa una navaja abierta. Alrededor de él, en círculo, treinta, cuarenta y a veces hasta cincuenta jugadores de todas las regiones de Francia, muchos extranjeros, árabes incluidos. El juego es muy fácil. Hay el que tiene la banca y el que talla. Cada vez que el que tiene la banca pierde, pasa las cartas a su vecino. Se juega con cincuenta y dos cartas. El que talla, reparte la baraja y se guarda un naipe tapado. El que tiene la banca saca una carta y la pone boca arriba sobre la manta. Entonces, se hacen las apuestas. Se juega sea por la talla, sea por la banca. Cuando las apuestas están colocadas en montoncitos, se empiezan a echar cartas una por una. La carta que es de igual valor que una de las dos que están en el tapete pierde. Por ejemplo, el que talla ha tapado una dama y el que tiene la banca pone boca arriba un cinco. Si saca una dama antes que un cinco, la talla pierde. Si es el contrario, o sea, si sale un cinco, pierde la banca. El director de juegos debe saber la cuantía de cada apuesta y recordar quién talla o quién tiene la banca para saber a quién corresponde el dinero. No es fácil. Hay que defender a los débiles contra los fuertes, que siempre tratan de abusar de su prestigio. Cuando el director de juegos toma una decisión en un caso dudoso, esa decisión debe ser aceptada sin rechistar.
Esta noche, han asesinado a un italiano llamado Carlino. Vivía con un joven que le servía de mujer. Los dos trabajaban en un huerto. Debía saber que su vida corría peligro, pues cuando dormía, el joven velaba, y viceversa. Bajo su lona-hamaca, habían puesto latas vacías para que nadie pudiese deslizarse hasta ellos sin hacer ruido. Y, sin embargo, ha sido asesinado por debajo. Su grito fue seguido inmediatamente de un espantoso estrépito de latas vacías derribadas por el asesino.
Grandet estaba dirigiendo una partida de marsellesa con más de treinta jugadores a su alrededor. Yo charlaba de pie cerca del fuego. El grito y el ruido de las latas vacías detuvieron la partida. Cada cual se levanta y pregunta qué ha pasado. El chico de Carlino no ha visto nada y Carlino ya no respira. El jefe de la cabaña pregunta si debe llamar a los vigilantes. No. Mañana, al pasar lista, será el momento de avisarles; dado que ha muerto, no se puede hacer nada por él. Grandet toma la palabra.
—Nadie ha oído nada. Tú tampoco, pequeño dice al amiguito de Carlino. —Mañana, al despertar, ya te darás cuenta de que ha muerto.
Y sanseacabó, el juego vuelve a empezar. Y los jugadores, como si nada hubiese ocurrido, gritan de nuevo:
—¡Talla! ¡No, banca!
Etcétera.
Espero con impaciencia ver lo que pasará cuando los guardianes descubran el homicidio. A las cinco y media, primer toque de campana. A las seis, segundo toque y café. A las seis y media, tercer toque y salida para pasar lista, como todos los días. Pero hoy es diferente. Al segundo toque, el jefe de cabaña dice al guardián que acompaña al repartidor de café:
—Jefe, han matado a un hombre.
—¿A quién?
—A Carlino.
—Está bien.
Diez minutos más tarde, llegan seis gendarmes.
—¿Dónde está el muerto? —preguntan.
—Ahí.
Ven el puñal hincado en la espalda de Carlino a través de la lona. Se lo sacan.
—¡Camilleros, llévenselo!
Dos hombres se lo llevan en una camilla. Sale el sol. Suena la tercera campanada. Con el cuchillo ensangrentado en la mano el jefe de vigilantes ordena:
—Todo el mundo fuera en formación para pasar lista. No se admiten enfermos.
Todos salimos. Al pase de la lista de la mañana están siempre presentes los comandantes y los jefes de guardianes. Pasan lista. Al llegar a Carlino, el jefe de cabaña contesta:
—Muerto esta noche. Ha sido llevado al depósito de cadáveres.
—Bien —dice el guardián que pasa lista.
Cuando todo el mundo ha contestado presente, el jefe del campamento levanta el cuchillo y pregunta:
—¿Alguien conoce este cuchillo? —No contesta nadie— ¿Alguien ha visto al asesino? —Silencio absoluto—. Entonces nadie sabe nada, como de costumbre. Pasad con las manos tendidas, uno después de otro, delante de mí, y luego, que cada cual vaya a su trabajo. Siempre ocurre lo mismo, mi comandante, nada permite saber quién lo ha hecho.
—Asunto archivado —dice el comandante—. Guarde el cuchillo. Hágale tan sólo una ficha indicando que ha servido para matar a Carlino.
Esto es todo. Vuelvo a la cabaña y me acuesto, pues no he pegado ojo en toda la noche. A punto de quedarme dormido, me digo que un presidiario no es nada. Aunque sea cobardemente asesinado, rehúsan molestarse en intentar saber quién fue el que lo mató. Para la Administración, un presidiario no es, en verdad, nada en absoluto. Menos que un perro.
He decidido empezar mi trabajo de pocero el lunes. A las cuatro y media, saldré con otro para vaciar los cubos del edificio A, los nuestros. El reglamento exige que para vaciarlos, se bajen hasta el mar. Pero pagando al conductor de búfalos, este nos espera en un sitio de la meseta donde un angosto canal de cemento baja hasta el mar. Entonces, rápidamente, en menos de veinte minutos, se vacían todos los baldes en ese canal y, para empujarlo todo, se echan tres mil litros de agua de mar, traídos en un enorme tonel. El acarreo de agua se paga a veinte francos por día al boyero, un simpático negro martiniqués. Se ayuda a que todo baje con una escoba muy dura. Como es mi primer día de trabajo, acarrear los baldes con dos varas me ha entumecido las muñecas. Pero no tardaré en acostumbrarme.
Mi nuevo camarada es muy servicial y, sin embargo, Galgani me dijo que era un hombre sumamente peligroso. Al parecer había cometido siete homicidios en la isla. Su apañadura personal es vender mierda. En efecto, cada horticultor debe hacer su estercolero. Para ello, cava un foso, mete dentro hojas secas y hierba y mi martiniqués lleva clandestinamente uno o dos baldes de detritus al huerto indicado. Por supuesto, eso no puede hacerlo solo y estoy obligado a ayudarle. Pero sé que es una falta muy grave, pues tal cosa puede, por la contaminación de las legumbres, extender la disentería tanto entre los vigilantes como entre los deportados. Decido que un día, cuando le conozca mejor, le impediré que lo haga. Desde luego, le pagaré lo que pierda para paralizar su comercio. Por lo demás, graba cuernos de buey. En cuanto a la pesca, me dice que no puede enseñarme nada, pero que en el muelle, Chapar u otro pueden ayudarme.
He aquí, pues, que soy pocero. Una vez terminado el trabajo, me tomo una buena ducha, me pongo el short y me voy a pasear todos los días libremente donde me viene en gana. Sólo tengo una obligación: estar a mediodía en el campo. Gracias a Chapar, no me faltan ni cañas ni anzuelos. Cuando vuelvo con un espetón de salmonetes ensartados por las agallas a un alambre, es raro que no me llamen desde las casitas algunas mujeres de vigilantes. Todas saben cómo me llamo.
—Papillon, véndame dos kilos de salmonetes.
—¿Está usted enferma?
—No.
—¿Tiene algún chico enfermo?
—No.
—Entonces, no le vendo mi pescado.
Capturo cantidades bastante grandes que doy a los amigos del campamento. Los trueco por barras de pan, legumbres o fruta. En mi chabola, comemos pescado por lo menos una vez al día. Un día que subía con una docena de grandes langostinos y siete u ocho kilos de salmonetes, pasé por delante de la casa del comandante Barrot. Una mujer bastante gorda me dijo:
—Buena pesca ha hecho hoy, Papillon. Sin embargo, hace mala mar y nadie sale a pescar. Hace por lo menos quince días que no pruebo el pescado. Lástima que no venda usted el suyo. Sé por mi marido que se niega usted a venderlo a las mujeres de los vigilantes.
—Es verdad, señora. Pero con usted tal vez pueda hacer una excepción.
—¿Por qué?
—Porque usted está gorda, y la carne puede hacerle daño.
—Es verdad, me han dicho que sólo debería comer legumbres y pescado hervido. Pero aquí no es posible.
—Tome, señora, quédese con estos langostinos y esos salmonetes.
Desde aquel, día, cada vez que hago una buena pesca, le doy con qué seguir un buen régimen. Ella, que sabe que en las Islas todo se vende, nunca me ha dicho más que «gracias». Hace bien, pues se habrá dado cuenta de que si me ofrecía dinero, me lo tomaría a mal. Pero a menudo me invita a entrar en su casa. Me sirve personalmente un pastís o un vaso de vino blanco. Si recibe figatelli de Córcega, me da. Madame Barrot nunca me ha preguntado nada sobre mi pasado. Sólo un día se le escapó una frase:
—Es cierto que resulta imposible fugarse de las Islas, pero vale más estar aquí, en un clima sano, que pudrirse como un animal en Tierra Grande.
Ella es quien me ha explicado el origen del nombre de las Islas. Durante una epidemia de fiebre amarilla de Cayena, los Padres Blancos y las hermanas de un convento se refugiaron en ellas y se salvaron todos. De ahí el nombre de Islas de la Salvación.
Gracias a la pesca, voy a todas partes. Hace tres meses que soy pocero y conozco la isla mejor que nadie. Voy a fisgar en los huertos so pretexto de ofrecer mi pescado a cambio de legumbres y frutas. El horticultor de un huerto situado junto el cementerio de los vigilantes es Matthieu Carbonieri, quien hace chabola conmigo. Trabaja solo allí y me ha dicho que, más adelante, se podría enterrar o preparar una balsa en su huerto. Dentro de dos meses, el comandante se va. Entonces tendré libertad de acción.
Me he organizado; pocero titular, salgo como para vaciar los cubos, pero es el martiniqués quien lo hace en mi lugar, a cambio de dinero, claro está. He entablado amistad con dos cuñados condenados a perpetuidad, Naric y Quenier. Les llaman los cuñados de la Carretilla. Se cuenta que fueron acusados de haber transformado en bloque de cemento a un cobrador que habían asesinado. Al parecer, hubo testigos que les vieron transportar en una carretilla un bloque de cemento que arrojaron al Mame o al Sena. La indagación determinó que el cobrador se había personado en su casa para liquidar una letra y que, desde entonces, no se había vuelto a ver. Ellos negaron siempre. Hasta en el presidio, decían que eran inocentes. Sin embargo, si bien nunca encontraron el cuerpo, sí la cabeza, envuelta en un pañuelo. Ahora bien, en casa de ellos había pañuelos de igual dibujo e igual hilo —«según los expertos». Pero los abogados y ellos mismos demostraron que miles de metros de aquel tejido habían sido transformados en pañuelos. Todo el mundo tenía. Finalmente, a los dos cuñados les endilgaron cadena perpetua y a la mujer de uno, hermana del otro, veinte años de reclusión.
He logrado intimar con ellos. Como son albañiles, pueden entrar y salir del taller de obras. Podrían, quizá, pieza tras pieza, sacarme material para hacer una balsa. Sólo es necesario convencerlos.
Ayer, encontré al doctor. Yo llevaba un pescado de, por lo menos, veinte kilos, muy fino, un mero. Subimos juntos hacia la meseta. A media cuesta, nos sentamos en un murete. Me dice que con la cabeza de ese pescado se puede hacer una sopa deliciosa.
Se la ofrezco, con un buen pedazo del pescado. Se queda extrañado de mi rasgo y dice:
—No es usted rencoroso, Papillon.
—Sepa, doctor, que eso no lo hago solamente por mí. Se lo debo porque usted hizo lo imposible por salvar a mi amigo Clousiot.
Hablamos un poco y, luego me dice:
—Te gustaría evadirte, ¿verdad? Tú no eres un presidiario. Das la impresión de ser otra cosa.
—Tiene usted razón, doctor, no pertenezco al presidio, tan sólo estoy de visita, aquí.
Se echa a reír. Entonces, ataco:
—Doctor, ¿cree usted que un hombre puede regenerarse?
—Sí.
—¿Aceptaría usted suponer que puedo servir en la sociedad sin ser un peligro para ella y convertirme en un honrado ciudadano?
—Creo, sinceramente, que sí.
—Entonces, ¿por qué no me ayuda usted a conseguirlo?
—¿Cómo?
—Desinternándome por tuberculoso.
Entonces, él me confirma algo de lo que yo ya había oído hablar.
—No es posible, y te aconsejo que no hagas nunca eso. Es demasiado peligroso. La Administración sólo desinterna a un hombre por enfermedad después de una estancia de un año en un pabellón destinado a su enfermedad, por lo menos.
—¿Por qué?
—Me da un poco de vergüenza decírtelo. Creo que es para que el hombre en cuestión, si es un simulador, sepa que tiene todas las probabilidades de ser contaminado por la cohabitación con los otros enfermos y que eso ocurra. No puedo, pues, hacer nada por ti.
A partir de entonces fuimos bastante amigos, el galeno y yo. Hasta un día en que estuvo a punto de hacer matar a mi amigo Carbonieri. En efecto Matthieu Carbonieri, de común acuerdo conmigo, había aceptado ser el ranchero de los jefes de vigilantes. Era para estudiar si había posibilidad, entre el vino, el aceite y el vinagre, de robar tres toneles y encontrar el medio de untarlos y hacerse a la mar. Naturalmente, cuando se hubiese marchado Barrot. Las dificultades eran grandes, pues la misma noche, hacía falta robar los toneles, llevarlos hasta el mar sin ser vistos ni oídos y juntarlos con cables. Sólo sería factible en una noche de tempestad, con viento y lluvia. Pero con viento y lluvia, lo más difícil sería poner la balsa en el mar, que, necesariamente, sería muy mala.
Así, pues, Carbonieri es cocinero. El jefe ranchero le da tres conejos para preparar para el día siguiente, domingo. Carbonieri manda, afortunadamente despellejados, un conejo a su hermano, que está en el muelle, y dos a nosotros. Después, mata tres grandes gatos y hace con ellos un filete estupendo.
Desgraciadamente para él, el día siguiente, invitan al doctor a compartir la comida y, cuando este saborea el conejo, dice:
—Monsieur Filidori, le felicito por su yantar. Este gato es delicioso.
—No se burle usted de mí, doctor, nos estamos comiendo tres hermosos conejos.
—No —dice el doctor, terco como una mula—. Es gato. ¿Ve usted las costillas que me estoy comiendo? Son aplastadas, y los conejos las tienen redondas. Así, pues, no cabe duda: estamos comiendo gato.
—¡Maldita sea, Cristacho!, dijo el corso. —¡Llevo gato en la barriga!
Y sale corriendo hacia la cocina, pone su pistola bajo la nariz de Matthieu y le dice:
—Por muy napoleonista que seas como yo, te mataré por haberme hecho comer gato.
Tenía los ojos de loco y Carbonieri, sin comprender cómo había podido saberse aquello, le dijo:
—Si llama usted gatos a lo que me ha dado, no es culpa mía.
—Te di conejos.
—Bueno, pues es lo que he guisado. Fíjese, las pieles y las cabezas todavía están ahí.
Desconcertado, el guardián ve las pieles y las cabezas de los conejos.
—Entonces, ¿el doctor no sabe lo que se dice?
¿El doctor ha dicho eso? —pregunta Carbonieri, respirando—. Le está tomando el pelo. Dígale que no le venga con bromas de mal gusto.
Calmado, convencido, Filidori vuelve al comedor y dice:
—Hable, diga usted lo que quiera, doctor. Pero el vino se le ha subido a la cabeza. Sean aplastadas o redondas sus costillas yo sé que lo que he comido es conejo. Acabo de ver sus tres pieles y sus tres cabezas.
De buena se había librado Matthieu. Pero prefirió presentar la dimisión de cocinero algunos días después.
Se avecina el día en que podré actuar libremente. Sólo algunas semanas y Barrot se va. Ayer, fui a ver a su mujer quien, dicho sea de paso, ha adelgazado mucho gracias al régimen de pescado hervido y legumbres frescas. Esa mujer me hizo entrar en su casa para ofrecerme una botella de quina. En la sala están los baúles que van siendo llenados. Preparan la marcha. La comandanta como la llama todo el mundo, me dice:
—Papillon, no sé cómo agradecerle las atenciones que ha tenido para conmigo todos estos meses. Sé que, algunos días de mala pesca, me ha dado usted todo lo que había capturado. Se lo agradezco mucho. Gracias a usted me siento mucho mejor, he adelgazado catorce kilos. ¿Qué podría hacer para testimoniarle mi agradecimiento?
—Una cosa muy difícil para usted, señora. Facilitarme una buena brújula. Precisa, pero pequeña.
—No es gran cosa, y al mismo tiempo, mucho lo que me pide, Papillon. Y en tres semanas, me va a ser difícil.
Ocho días antes de su marcha, esa noble mujer, contrariada por no haber logrado procurarse una buena brújula, tuvo el rasgo de tomar el barco de cabotaje e ir a Cayena. Cuatro días después, volvía con una magnífica brújula antimagnética.
El comandante y la comandanta Barrot se han ido esta mañana. Ayer, él transfirió el mando a un vigilante de igual graduación, oriundo de Túnez, llamado Prouiflet. Una buena noticia: el nuevo comandante ha confirmado a Dega en su puesto de contable general. Es algo muy interesante para todo el mundo, sobre todo para mí. En el discurso que dirigió a los presidiarios reunidos en cuadro en el patio grande el nuevo comandante ha dado la impresión de ser un hombre muy enérgico, pero inteligente. Entre otras cosas, nos dice.
—A partir de hoy, tomo el mando de las Islas de la Salvación. Habiendo comprobado que los métodos de mi antecesor han dado resultados positivos, no veo razón para cambiarlos. Si por vuestra conducta no me obligáis a ello, no veo, pues, la necesidad de modificar vuestra forma de vida.
He visto marchar a la comandanta y a su marido con alegría muy explicable, aunque estos meses de espera forzosa se hayan pasado con una rapidez inaudita. Esta falsa libertad de que gozan casi todos los presidiarios de las Islas, los juegos, la pesca, las conversaciones, las nuevas relaciones, las disputas, las peleas son derivativos poderosos y no se tiene tiempo de aburrirse.
Sin embargo, no me he dejado absorber por el ambiente. Cada vez que me hago un nuevo amigo, me pregunto: «¿Podría ser un candidato a la evasión? ¿Es acertado ayudar a otro a preparar una fuga si este no quiere irse?».
Sólo vivo para esto: evadirme, evadirme sólo o acompañado, pero, como sea, darme el piro. Es una idea fija, de la cual no hablo a nadie, como me lo aconsejó Jean Castelli, pero que me tiene obsesionado. Y, sin desfallecer, llevaré a cabo mi ideal: pirármelas de aquí.