Una lancha está a punto. De los diecinueve reclusos diez se van en la primera lancha. Soy llamado para salir. Fríamente, Dega dice:
—No, ese saldrá en el último viaje.
Desde que llegué, estoy asombrado de ver la manera como hablan los presidiarios. No se nota disciplina alguna y ellos parecen reírse de los guardianes. Hablo con Dega, que se ha puesto a mí lado. Ya sabe toda mi historia y la de mi evasión. Hombres que estaban conmigo en Saint-Laurent vinieron a las Islas y se lo contaron todo. No me compadece, es demasiado sutil para hacerlo. Una sola frase, de corazón:
—Merecías tener éxito, hijo. ¡Será la próxima vez!
Ni siquiera me dice: ánimo. Sabe que lo tengo.
—Soy contable general y estoy a partir un piñón con el comandante. Pórtate bien en la Reclusión. Te mandaré tabaco y comida. No carecerás de nada.
—¡Papillon, en marcha!
Es mi turno.
—Hasta la vista a todos. Gracias por vuestras buenas palabras.
Y embarco en la canoa. Veinte minutos después, arribamos a San José. He tenido tiempo de notar que sólo hay tres vigilantes armados a bordo para seis presidiarios remeros y diez condenados a reclusión. Hacernos con esta embarcación sería cosa de risa. En San José, comité de recepción. Dos comandantes se presentan a nosotros: el comandante de la penitenciaría de la isla y el comandante de la Reclusión. A pie, custodiados, nos hacen subir el camino que va a la Reclusión. Ningún presidiario en nuestro recorrido. Al entrar por la gran puerta de hierro sobre la que está escrito: RECLUSIÓN DISCIPLINARIA, se comprende en seguida la seriedad de esta cárcel. Esta puerta y las cuatro altas tapias que la rodean ocultan, primero, un pequeño edificio en el que se lee: «Administración-Dirección», y tres edificios más, A, B, C. Nos hacen entrar en el edificio de la Dirección. Una sala fría. Cuando los diecinueve estamos formados en dos filas, el comandante de la Reclusión nos dice:
—Reclusos, esta casa es, ya lo sabéis, una casa de castigo para los delitos cometidos por hombres ya condenados a presidio. Aquí, no se trata de regeneraros. Sabemos que es inútil. Pero se procura meteros en cintura. Aquí hay un solo reglamento: cerrar el pico. Silencio absoluto. —Telefonear resulta arriesgado, podéis ser sorprendidos y el castigo es muy duro. Si no estáis gravemente enfermos, no os apuntéis para la visita. Pues una visita injustificada, entraña un castigo. Eso es todo lo que debo deciros. ¡Ah!, queda rigurosamente prohibido fumar. Vamos, vigilantes, cacheadlos a fondo y ponedlos a cada uno en una celda. Charriére, Clousiot y Maturette no deben de estar en el mismo edificio. Ocúpese usted de eso, Monsieur Santori.
Diez minutos después, me encierran en una celda, la 234 del edificio A. Clousiot está en el B y Maturette, en el C. Nos decimos adiós con la mirada. Al entrar aquí, todos hemos comprendido inmediatamente que si queremos salir vivos, hay que obedecer ese reglamento inhumano. Les veo irse, a mis compañeros de tan larga fuga, camaradas altivos y esforzados que me acompañaron con valentía y nunca se quejaron ni se arrepienten ahora de lo que hicieron. Se me encoge el corazón, pues al cabo de catorce meses de lucha codo con codo para conquistar nuestra libertad, hemos trabado para siempre entre nosotros una amistad sin límites.
Examino la celda donde me han hecho entrar. Nunca hubiese Podido suponer ni imaginar que un país como el mío, Francia, madre de la libertad en el mundo entero, tierra que dio a luz los Derechos del hombre y del ciudadano, pueda tener, incluso en la Guayana francesa, en una isla perdida del Atlántico, del tamaño de un pañuelo, una instalación tan bárbaramente represiva como la Reclusión de San José. Figuraos doscientas cincuenta celdas una al lado de otra, cada cual adosada a otra celda, con sus cuatro gruesas paredes únicamente horadadas por una puertecita de hierro con su ventanilla. Sobre cada ventanilla, pintado a la puerta: «Prohibido abrir esta puerta sin orden superior». A la izquierda una tabla con una almohada de madera, el mismo sistema que en Beaulieu: la tabla se alza y se sujeta en la pared; una manta; por taburete, un bloque de cemento, al fondo, en un rincón; una escobilla; un vaso de soldado, una cuchara de palo, una plancha de hierro vertical que oculta un cubo metálico al que está sujeta por una cadena. (Puede sacarse desde fuera para vaciarlo y de dentro para usarlo). Tres metros de alto. Por techo, enormes barrotes de hierro, gruesos como un raíl de tranvía, cruzados de tal forma que por ellos no puede pasar nada que sea ligeramente voluminoso. Luego, más arriba, el verdadero techo del edificio, a unos siete metros del suelo aproximadamente. Pasando por encima de las celdas adosadas unas a otras, un camino de ronda de un metro de ancho más o menos, con una barandilla de hierro. Dos vigilantes van continuamente desde un extremo hasta la mitad del recorrido donde se encuentran y dan media vuelta. La impresión es horrible. Hasta la pasarela llega una luz bastante clara. Pero, en el fondo de la celda, hasta en pleno día, apenas se ve nada. En seguida, me pongo a andar, esperando que toquen el silbato, o no sé qué, para bajar las tablas. Para no hacer ningún ruido, presos y guardianes van en zapatillas. Pienso en seguida: «Aquí, en la 234, va a tratar de vivir sin volverse loco Charriére, alias Papillon, para cumplir una pena de dos años, o sea, setecientos treinta días. A él le toca desmentir el apodo “comedora de hombres” que tiene esta Reclusión».
Un, dos, tres, cuatro, cinco, media vuelta. Un, dos, tres, cuatro, cinco, media vuelta. El guardián acaba de pasar frente a mi techo. No le he oído venir, le he visto. ¡Zas! Se enciende la luz, pero muy arriba, colgada en el techo superior, a más de seis metros. La pasarela está alumbrada, las celdas quedan en penumbra. Camino, la péndola vuelve a estar en movimiento. Dormid tranquilos, enchufados del jurado que me habéis condenado, dormid tranquilos, pues creo que si supieseis adónde me mandasteis, os negaríais, asqueados, a ser cómplices de la aplicación de semejante castigo. Resultará harto difícil escapar a los vagabundeos de la imaginación. —Casi imposible. Vale más, creo yo, encarrilarlos hacia temas que no sean demasiado deprimentes más bien que suprimirlos por completo.
En efecto, un toque de silbato anuncia que puede bajarse la tabla. Oigo un vozarrón que dice:
—Para los nuevos, sabed que, a partir de este instante, si queréis, podéis bajar las tablas y acostaros.
Sólo presto atención a esas palabras: «Si queréis». Entonces, sigo andando, el momento es demasiado crucial para dormir. Es menester que me acostumbre a esta jaula abierta por el techo. Un, dos, tres, cuatro, cinco, en seguida he cogido el ritmo de la péndola; con la cabeza gacha, ambas manos a la espalda, la distancia de los pasos exactamente medida, como un péndulo que oscila, voy y vuelvo interminablemente, como un sonámbulo. Cuando llego al final de cada cinco pasos, ni siquiera veo la pared, la rozo al dar media vuelta, incansablemente, en este maratón que no tiene llegada ni tiempo determinado para terminar.
—Sí, Papi, la verdad, no es ninguna broma esta «comedora de hombres». Y produce un efecto raro ver la sombra del guardián proyectarse contra la pared. Si se le mira levantando la cabeza, aún es más deprimente: como si uno fuese un leopardo caído en la trampa, observado desde arriba por el cazador que viene a capturarlo. La impresión es horrible y necesitaré meses para acostumbrarme.
Cada año, trescientos sesenta y cinco días; dos años: setecientos treinta días, si no hay ningún año bisiesto. Me sonrío al pensarlo. Mira, que sean setecientos treinta días o setecientos treinta y uno da igual. ¿Por qué da igual? No, no es lo mismo. Un día más son veinticuatro horas más. Y veinticuatro horas tardan en pasar. Más tardan setecientos treinta días de veinticuatro horas. ¿Cuántas horas sumarán? ¿Sería capaz de calcularlo mentalmente? ¿Cómo hacerlo? Es imposible. ¿Por qué no? Sí, se puede hacer. Vamos a ver. Cien días son dos mil cuatrocientas horas. Multiplicado por siete, es más difícil, suma dieciséis mil ochocientas horas por una parte, más treinta días que quedan a veinticuatro que suman setecientas veinte horas. Total: dieciséis mil ochocientas más setecientas veinte deben arrojar, si no me he equivocado, diecisiete mil quinientas veinte horas. Querido señor Papillon, tiene usted que matar diecisiete mil quinientas veinte horas en esta jaula especialmente fabricada, con sus paredes lisas, para contener fieras. ¿Cuántos minutos he de pasar aquí? Eso carece en absoluto de interés, hombre, las horas bueno, pero los minutos… No exageremos. ¿Por qué no los segundos? Que tenga importancia o no, no me interesa. ¡De algo hay que llenar esos días, esas horas, esos minutos, a solas consigo mismo! ¿Quién estará a mi derecha? ¿Y a mi izquierda? ¿Y detrás de mí? Esos tres hombres, si las celdas están ocupadas, deben, a su vez, preguntarse quién acaba de ingresar en la 234.
Un ruido sordo de algo que acaba de caer detrás de mí, en mi celda. ¿Qué puede ser? ¿Habrá tenido mi vecino la habilidad de echarme algo por la reja? Trato de distinguir qué es. Veo con dificultad una cosa larga y estrecha. Cuando voy a recogerla, la cosa que adivino más que veo en la oscuridad se mueve y se desliza rápidamente hacia la pared. Cuando esta cosa se ha movido, yo he retrocedido, llegada a la pared, comienza a trepar un poco y, luego, resbala hacia el suelo. La pared es tan lisa que esta cosa no puede agarrarse suficientemente para subir. Dejo que intente tres veces la escalada de la pared y, luego, a la cuarta, cuando ha caído, la aplasto de una patada. Es blanda, bajo la zapatilla. ¿Qué puede ser? Me arrodillo y la miro lo más cerca posible y, por fin, consigo distinguir qué es: un enorme ciempiés, de más de veinticinco centímetros de largo y de dos dedos pulgares de ancho. Me invade tal asco que no lo recojo para echarlo al cubo. Lo empujo con el pie bajo la tabla. Mañana, con luz, ya veremos. Tendré tiempo de ver muchos ciempiés; caen del techo. Aprenderé a dejar que se paseen sobre mi cuerpo sin intentar atraparlos ni molestarlos si estoy acostado. Asimismo, tendré ocasión de saber que un error de táctica, cuando están encima de uno, puede costar caro en sufrimientos. Una picadura de ese bicho asqueroso provoca una fiebre de caballo durante más de doce horas y abrasa horrorosamente durante casi seis.
De todas formas, será una distracción, un derivativo para mis pensamientos. Cuando caiga un ciempiés y me despierte, con la escobilla lo atormentaré el mayor tiempo posible o me divertiré con el dejando que se esconda para luego, algunos instantes después, tratar de descubrirlo.
Un, dos, tres, cuatro, cinco… Silencio total. Pero ¿aquí nadie ronca? ¿Nadie tose? Claro que hace un calor asfixiante. ¡Y es de noche! ¡Qué será de día! Estoy destinado a vivir con ciempiés. Cuando el agua subía en el calabozo submarino de Santa Marta, venían en grandes cantidades, aunque eran más pequeños, pero, de todos modos, de la misma familia que estos. En Santa Marta, había la inundación diaria, es verdad, pero se hablaba, se gritaba, se oía cantar o se escuchaban los gritos y las divagaciones de los locos temporales o definitivos. Es ilógico lo que estás diciendo, Papillon. Allá, la opinión unánime era que lo más que podía resistir un hombre eran seis meses. Ahora bien, aquí, hay muchos que deben quedarse cuatro o cinco años y hasta más. Que les condenen a cumplirlos, es una cosa; pero que los cumplan, ya es otro cantar. —¿Cuántos se suicidan? No veo como podría uno suicidarse. Sí, es posible. No resulta fácil, pero puedes ahorcarte. Te haces una cuerda con los pantalones, la atas a un extremo de la escobilla y, subiendo en la tabla, puedes pasar la cuerda a través de un barrote. Si haces esa operación a ras de la pared del camino de ronda, es probable que el guardián no vea la cuerda. Y cuando acabe de pasar, te balanceas en el vacío. Cuando el guardián vuelve, ya estás listo. Por lo demás, el no se deberá dar prisa por bajar, abrir tu calabozo y descolgarte. ¿Abrir el calabozo? No Puede hacerlo. Está escrito en la puerta: «Prohibido abrir esta puerta sin orden superior». Entonces, no temas nada, el que quiera suicidarse tendrá todo el tiempo necesario antes de que le descuelguen «por orden superior».
Describo todo esto que quizá no sea muy animado e interesante para las personas que gustan de la acción y la pelea. Estas podrán saltarse las páginas, si les aburren. Sin embargo, las primeras impresiones, los primeros pensamientos que me asaltaban al tomar contacto con mi nueva celda, las reacciones de las primeras horas de entierro en vida, creo que debo pintarlas con la máxima fidelidad.
Hace ya mucho rato que camino. Percibo un murmullo en la noche, el cambio de guardia. El primero era alto y flaco, este es bajo y gordo. Arrastra sus zapatillas. Su roce se percibe dos celdas antes y dos celdas después. No es ciento por ciento silencioso como su camarada. Sigo caminando. Debe de ser tarde. ¿Qué hora será? Mañana no me faltará con qué medir el tiempo. Gracias a las cuatro veces que cada día debe de abrirse la ventanilla, sabré aproximadamente las horas. En cuanto a la noche, sabiendo la hora de la primera guardia y su duración, podré vivir con una medida bien establecida: primera, segunda, tercera guardia, etcétera.
Un, dos, tres cuatro, cinco. Automáticamente, reanudo esta interminable paseata y, con ayuda de la fatiga, despliego fácilmente las alas de mi fantasía para ir a hurgar en el pasado. Por contraste, tal vez, con la oscuridad de la celda, estoy a pleno sol, sentado en la playa de mi tribu. La embarcación con la que pesca Lali se balancea a doscientos metros de mí en ese mar verde ópalo, incomparable. Escarbo la arena con los pies. Zoraima me trae un gran pescado asado a la lumbre, bien envuelto en una hoja de banano para que se mantenga caliente. Como con los dedos, naturalmente, y ella, con las piernas cruzadas, me contempla sentada frente a mí. Está muy contenta de ver cómo los grandes pedazos de pescado se desprenden fácilmente y lee en mi cara la satisfacción que me embarga de saborear un manjar tan delicioso.
Ya no estoy en la celda. Ni siquiera conozco la Reclusión, ni San José, ni las Islas. Me revuelvo en la arena, y me limpio las manos frotándolas contra ese coral tan fino que parece harina. Luego, voy al mar a enjuagarme la boca con esa agua tan clara y también tan salada. Recojo agua con el cuenco de las manos y me rocío la cara. Al frotarme el cuello, me doy cuenta de que llevo el pelo largo. Cuando Lali regrese, haré que me lo afeite. Toda la noche la paso con mi tribu. Quito el taparrabo a Zoraima y sobre la arena, allí a pleno sol, acariciado por la brisa marina, la hago mía. Ella gime amorosamente como suele hacer cuando goza. El viento, quizá, lleva hasta Lali esa música amorosa. De todas formas, Lali no puede menos que vernos y distinguir que estamos abrazados, está demasiado cerca para no ver claramente que hacemos el amor. Es verdad, debe de habernos visto, pues la embarcación vuelve hacia la costa. Lali desembarca, sonriente… Durante el regreso, se ha soltado las trenzas y alisado con sus largos dedos los mojados cabellos que el viento y el sol de este día maravilloso empiezan ya a secar. Voy hacia ella. Me rodea el talle con su brazo derecho y me empuja para subir la playa hacia nuestra Choza. Durante todo el recorrido, no para de darme a entender: «Y yo, y yo». Una vez en la choza, me derriba sobre una hamaca doblada en el suelo en forma de manta y olvido en Lali que el mundo existe. Zoraima es muy inteligente, no ha querido entrar hasta haber calculado que nuestro retozo había terminado. Ha llegado cuando, saciados de amor, todavía estamos tendidos completamente desnudos sobre la hamaca. Se sienta a nuestro lado, da unas palmaditas en las mejillas de su hermana y le repite una palabra que, seguramente, debe significar algo así como: Glotona. Luego, castamente, ajusta mi taparrabo y el de Lali, con ademanes henchidos de púdica ternura. Toda la noche, la he pasado en la Guajira. No he dormido en absoluto, Ni siquiera me he acostado para, con los ojos cerrados, ver a través de mis párpados esas escenas que he vivido realmente. Ha sido caminando sin parar en una especie de hipnosis, sin esfuerzo de mi voluntad, como me he vuelto a trasportar a aquella jornada tan deliciosamente hermosa, vivida hace ya seis meses.
La luz se apaga y puede distinguirse que sale el sol, invadiendo la penumbra de la celda, expulsando esa especie de niebla vaporosa que envuelve todo lo que hay abajo, a mi alrededor. Un toque de silbato. Oigo las tablas que golpean la pared y hasta el gancho del vecino de la derecha cuando lo pasa en la anilla fijada en la pared. Mi vecino tose y oigo un poco de agua que cae ¿Cómo se lava uno aquí?
—Señor vigilante, ¿cómo se lava uno aquí?
—Recluso, esta vez le perdono porque no lo sabe. Pero no está permitido hablar con el vigilante de guardia sin sufrir un grave castigo. Para lavarse, sitúese usted sobre el cubo y vierta el agua de la jarra con una mano. Lávese con la otra. ¿No ha desenrollado su manta?
—No.
—Dentro, seguramente, hay una toalla de lona.
¡Esa sí que es buena! ¿No se puede hablar al centinela de guardia? ¿Por ningún motivo? ¿Y si te asalta, vete a saber qué enfermedad? ¿O si te estás muriendo? ¿Una angina de pecho, una apendicitis, un ataque de asma demasiado fuerte? ¿Está prohibido, entonces, pedir auxilio, hasta en peligro de muerte? ¡Eso es el colmo! Pero no, es normal. Sería demasiado fácil armar un escándalo cuando, llegado al límite de la resistencia, los nervios se te rompen. Sólo para oír voces, sólo para que te hablen, incluso sólo para que te digan: «¡Revienta, pero cállate!», quizá veinte veces al día una veintena de los doscientos cincuenta tipos que debe de haber aquí provocarían cualquier discusión para deshacerse, como a través de una válvula de escape, de ese exceso de presión de gas que les rompe el cerebro.
No puede haber sido ningún psiquiatra quien tuvo la idea de construir estas leoneras: un médico no se deshonraría hasta ese extremo. Tampoco ha sido un doctor quien ha establecido el reglamento. Pero los dos hombres que han realizado este conjunto, tanto el arquitecto como el funcionario, que han cronometrado los menores detalles de la ejecución de la pena, son, tanto uno como otro, dos monstruos repugnantes, dos psicólogos viciosos y malignos, llenos de odio sádico hacia los condenados.
De los calabozos de la central de Beaulieu, en Caen, por muy profundos que sean, dos pisos bajo tierra, podía filtrarse, llegar al público algún día, el eco de las torturas o malos tratos infligidos a uno u otro preso castigado.
Prueba de ello es que cuando me quitaron las esposas y las empulgueras, vi verdadero miedo en las caras de los guardianes, miedo de tener dificultades, sin duda alguna.
Pero aquí, en esta Reclusión del presidio, donde solamente pueden entrar los funcionarios de la Administración, están muy tranquilos, no puede pasarles nada.
Clac, clac, clac, clac: se abren todas las ventanillas. Me acerco a la mía, me arriesgo a dar una ojeada, y, luego, saco un poco la cabeza, después toda, al pasillo, y veo, a derecha e izquierda, multitud de cabezas. En seguida comprendo que tan pronto abren las ventanillas, las caras de todos se asoman precipitadamente. El de la derecha me mira con ojos vacuos. Sin duda, está embrutecido por la masturbación. Descolorido y grasiento, en su pobre rostro de idiota no hay asomo de luz. El de la izquierda me dice rápidamente:
—¿Cuánto?
—Yo, cuatro. He cumplido uno. ¿Nombre?
—Papillon.
—Yo, Georges, Jojo el Auvernés. ¿Dónde caíste?
—En París, ¿y tú?
No tiene tiempo de contestar: el café, seguido del chusco, llega a la segunda celda anterior a la suya. Mete la cabeza y yo hago lo mismo. Tiendo mi cazo, lo llenan de café y, luego, me dan el chusco. Como no me apresuro a coger el pan, al cerrarse la ventanilla el chusco rueda por el suelo. En menos de un cuarto de hora, ha vuelto el silencio. Debe de haber dos repartos, uno por pasillo, pues se termina en seguida. A medio día, una sopa con un trozo de carne hervida. Por la noche, un plato de lentejas. Este menú, durante dos años, sólo cambia por la noche: lentejas, alubias coloradas, guisantes, garbanzos, judías blancas y arroz con tocino. El de mediodía siempre es el mismo.
Cada quince días, también, sacamos todos la cabeza por la ventanilla y un presidiario, con una máquina de barbero nos corta la barba.
Hace tres días que estoy aquí. Una cosa me preocupa sobre todas. En Royale, mis amigos me dijeron que me mandarían comida y tabaco. No he recibido nada todavía y me pregunto, por lo demás, cómo podrían hacer un milagro semejante. Por lo que no me extraña demasiado no haber recibido nada. Fumar debe de ser muy peligroso y, de todos modos, es un lujo. Comer, sí, debe de ser vital, pues la sopa, a mediodía, es agua caliente y un pedacito de carne hervida de cien gramos aproximadamente. Por la noche, un cazo de agua en la que flotan algunas judías y otras legumbres secas. Francamente, echo menos la culpa a la Administración de que no nos den una ración decorosa, que a los reclusos que distribuyen y preparan la comida. Esta idea se me ocurre porque, por la noche, es un marsellés el que reparte las legumbres. Su cazo va hasta el fondo del perol y, cuando es él, tengo más legumbres que agua. Con los otros ocurre lo contrario, no hunden el cazo y cogen por arriba tras haber revuelto un poco. Resultado: mucha agua y pocas legumbres. Esa subalimentación es sumamente peligrosa. Para tener voluntad moral, hace falta cierta fuerza física.
Barren en el pasillo. Me parece que barren mucho rato frente a mi celda. La escoba chirría con insistencia contra mi puerta Miro con atención y veo asomar un pedacito de papel blanco. Comprendo en seguida que me han deslizado algo bajo la puerta, pero que no han podido introducir más. Esperan a que lo retire antes de ir a barrer más lejos. Tiro del papel, lo despliego Son unas palabras escritas con tinta fosforescente. Espero que haya pasado el guardián y, rápidamente, leo:
Papi, todos los días en el cubo a partir de mañana habrá cinco cigarrillos y un coco. Masca bien el coco cuando lo comas si quieres que te aproveche. Traga la pulpa. Fuma por la mañana cuando vacían los cubos. Nunca después del café de la mañana, sino de la sopa del mediodía inmediatamente después de haber comido y, por la noche, de las legumbres. Adjunto un trocito de mina de lápiz. Cada vez que necesites algo, pídelo en un pedacito de papel adjunto. Cuando el barrendero frote la puerta con su escoba, rasca con los dedos. Si él rasca también, empuja tu nota. No la pases nunca antes de que él conteste. Ponte el trocito de papel en el oído para que no tengas que sacar el estuche, y el pedazo de mina en cualquier sitio o en un resquicio de la pared de tu celda. Animo. Un abrazo. Ignace-Louis.
Son Galgani y Dega quienes me mandan el mensaje. Algo me oprime la garganta: tener amigos tan fieles, tan abnegados, me reconforta. Y todavía con más fe en el porvenir, seguro de salir vivo de esta tumba, empiezo de nuevo a andar con paso alegre y ágil: un, dos, tres, cuatro, cinco, media vuelta, etc. Y mientras camino, pienso: «¡Qué nobleza! ¡Qué deseos de hacer el bien hay en esos dos hombres! Seguramente, corren un grave riesgo, quizá sus puestos de contable y de cartero. Es en verdad grandioso lo que hacen por mí, sin contar con que les debe costar muy caro. ¡A cuántas personas deben tener que comprar para llegar de Royale hasta mí en mi calabozo de la “comedora de hombres”!».
Lector, debes comprender que un coco seco está lleno de aceite. Su pulpa dura y blanca está tan cargada de él que, rallando seis cocos y con sólo poner la pulpa en agua caliente, el día siguiente se recoge en la superficie un litro de aceite. Este aceite, cuerpo graso de cuya falta es de lo que más sufrimos con nuestro régimen, también tiene muchas vitaminas. Con un coco cada día, tienes casi asegurada la salud. Por lo menos, no te deshidratas ni mueres de descomposición.
Hasta la fecha, hace ya más de dos meses que he recibido sin ningún tropiezo comida y tabaco. Cuando fumo, tomo precauciones de sioux, tragando hondamente el humo y luego echándolo, poco a poco, agitando el aire con la mano abierta en abanico, para que desaparezca.
Ayer, pasó una cosa curiosa. No sé si obré bien o mal. Un vigilante de guardia en la pasarela se apoyó en la barandilla, miró hacia mi celda. Encendió un cigarrillo, dio unas cuantas chupadas y, luego, lo dejó caer en mi celda. Después, se fue. Esperé a que volviese para pisar ostensiblemente el cigarrillo. El breve ademán de detenerse que hizo no duró mucho: tan pronto se dio cuenta de mi gesto, se fue otra vez. ¿Tuvo compasión de mí, o vergüenza de la Administración a la que pertenece? ¿O sería una trampa? No lo sé, y eso me tiene preocupado. Cuando sufrimos, nos volvemos hipersensibles. No quisiera, si ese vigilante quiso, durante unos segundos ser un hombre bueno, haberle apenado con mi gesto de desprecio.
Ya hace dos meses que estoy aquí. Esta Reclusión es la única a mi juicio, donde no hay nada que aprender. Porque no hay ninguna combina. Me he adiestrado perfectamente a desdoblarme. Tengo una táctica infalible. Para vagabundear en las estrellas con intensidad, para ver aparecer sin dificultades diferentes etapas pasadas de mi vida de aventurero o de mi infancia, o para construir castillos de arena con una realidad sorprendente, primero tengo que cansarme mucho. Necesito andar sin sentarme durante horas, sin parar, pensando en cualquier cosa. Después, cuando literalmente rendido me tumbo en mi tabla, reclino la cabeza sobre la mitad de la manta y doblo la otra mitad sobre mi cara y la boca. Entonces, el aire enrarecido ya de la celda me llega a la nariz con dificultad, filtrado por la manta. Eso debe provocarme en los pulmones una especie de asfixia, y la cabeza empieza arderme. Me ahogo de calor y de falta de aire y entonces, de repente, despliego las alas de mi fantasía. ¡Ah! Esas galopadas del alma, ¡qué indescriptibles sensaciones han producido en mí! He tenido noches de amor en verdad más intensas que cuando era libre, más turbadoras, con más sensaciones aún que las auténticas, que las que de verdad experimenté. Sí, esa facultad de viajar en el espacio me permite sentarme con mi madre, que murió hace diecisiete años, juego con su vestido y ella me acaricia los rizos del cabello, que me dejaba muy largo, como si fuese una niña, a los cinco años. Acaricio sus dedos largos y finos, de piel suave como la seda. Se ríe conmigo de mi intrépido deseo de querer zambullirme en el río como he visto hacer a los chicos más grandes, un día de paseo. Los menores detalles de su peinado, la mimosa ternura de sus ojos claros y brillantes, de sus dulces e inefables palabras: «Mi pequeño Riri, sé bueno, muy bueno, para que tu mamá pueda quererte mucho. Más adelante, cuando seas un poco mayor, también te zambullirás desde muy alto en el río. De momento, eres demasiado pequeño, tesoro mío. Anda, pronto llegará, demasiado pronto incluso, el día en que ya serás un grandullón».
Y, cogidos de la mano, bordeando el río, volvíamos a casa. Porque estoy de veras en la casa de mi infancia. Lo estoy de tal modo que tapo los ojos de mamá con las manos para que no pueda leer la partitura y, sin embargo, continúe tocando el piano. Estoy allí, pero de verdad, no con la imaginación. Estoy allí con ella, subido en una silla, detrás del taburete donde se sienta, y aprieto fuertemente con mis manitas para cerrar sus grandes ojos. Sus dedos ágiles continúan rozando las notas del piano para que yo oiga La viuda alegre hasta el fin.
Ni tú, inhumano fiscal, ni vosotros, policías de dudosa honestidad, ni tú, miserable Polein, que negociaste tu libertad a costa de un falso testimonio, ni vosotros, los doce enchufados que fuisteis lo bastante cretinos para haber seguido la tesis de la acusación y su manera de interpretar las cosas, ni tampoco vosotros, guardianes de la Reclusión, dignos socios de la «comedora de hombres», ni nadie, absolutamente nadie, ni siquiera las gruesas paredes ni la distancia de esta isla perdida en el Atlántico, nada absolutamente, nada psíquico o material impedirá mis viajes deliciosamente teñidos del rosa de la felicidad cuando despliego las alas hacia las estrellas.
Cuando al contar el tiempo que he de quedarme solo conmigo mismo sólo hablé de «horas-tiempo», me equivoqué. Es un error. Hay momentos en que debe medirse por «minutos tiempo». Por ejemplo, después de la distribución del café y el pan, cuando viene el vaciado de los cubos aproximadamente una hora después. Cuando me devuelvan el cubo vacío encontraré el coco, los cinco cigarrillos y, a veces, una nota fosforescente. No siempre, pero a menudo, cuento entonces los minutos. Es bastante fácil, pues ajusto el paso a un segundo y, poniendo el cuerpo en péndulo, cada cinco pasos, en el momento de la media vuelta, digo mentalmente: uno. A los doce, suma un minuto. No vayáis a creer, sobre todo, que tenga ansia de saber si podré comer de ese coco que, en resumidas cuentas, es mi vida, si tendré cigarrillos, placer inefable el poder fumar en esta tumba diez veces en veinticuatro horas, pues cada cigarrillo lo fumo en dos veces. No, de cuando en cuando, me sobrecoge una especie de angustia en el momento de la entrega del café y, entonces, tengo miedo, sin razón particular, de que les haya pasado algo a las personas que, con peligro de su tranquilidad, me ayudan tan generosamente. Así es que espero y sólo respiro cuando veo el coco. Está ahí; entonces, todo va bien…, para ellos. Despacio, muy despacio, van pasando las horas, los días, las semanas, los meses. Hace ya casi un año que estoy aquí. Exactamente once meses y veinte días que no he conversado con alguien más de cuarenta segundos, y aún a base de palabras entrecortadas y más murmuradas que articuladas. He cambiado, sin embargo, algunas palabras en voz alta. Me había resfriado y tosía mucho. Pensando que aquello justificaría el salir para ir a la visita, me apunté de «pálido».
He aquí al doctor. Con gran extrañeza de mi parte, la ventanilla se abre. A través de la abertura, asoma una cabeza.
—¿Qué tiene usted? ¿Qué le duele? ¿Los bronquios? Vuélvase. Tosa.
¡Pero, hombre! ¿Es una broma? Sin embargo, es rigurosamente cierto. Ha venido un médico de la Infantería colonial para examinarme a través de la ventanilla, hacerme volver a un metro de la puerta y auscultarme pegando el oído a la abertura, Luego, me dice:
—Saque el brazo.
Iba a sacarlo maquinalmente cuando, por una especie de respeto para conmigo mismo, le digo al extraño médico:
—Gracias, doctor, no se moleste tanto. No merece la pena.
Por lo menos, he tenido la fuerza de ánimo de darle a entender con toda claridad que no me tomaba en serio su examen.
—Como quieras —tuvo el cinismo de responder.
Y se fue. Afortunadamente, pues estuve a punto de estallar de indignación.
Un, dos, tres, cuatro, cinco, media vuelta. Un, dos, tres, cuatro, cinco, media vuelta. Camino, camino infatigablemente, sin pararme, hoy camino con rabia, mis piernas están tensas, y no, como de costumbre, relajadas. Diríase que después de lo que acaba de pasar, necesito pisotear algo. ¿Qué puedo pisotear con mis pies? Debajo de ellos, hay cemento. No, pisoteo muchas cosas caminando así. Pisoteo la apatía de ese matasanos que, por congraciarse con la Administración, se presta a cosas tan asquerosas. Pisoteo la indiferencia por el sufrimiento y el dolor de una clase de hombres por otra clase de hombres. Pisoteo la ignorancia del pueblo francés, su falta de interés o de curiosidad por saber a dónde van y cómo son tratados los cargamentos humanos que cada dos años salen de Saint-Martin-de-Ré. Pisoteo a los periodistas de las crónicas negras que, tras haber escrito escandalosos artículos sobre un hombre, por un crimen determinado, algunos meses después ni siquiera se acuerdan de que haya existido. Pisoteo a los que han recibido confesiones y que saben lo que pasa en el presidio francés y se callan. Pisoteo el sistema de un proceso que se transforma en un torneo oratorio entre quien acusa y quien defiende. Pisoteo la organización de la Liga de los Derechos del Hombre y del Ciudadano que no eleva la voz para decir: Poned fin a vuestra guillotina seca, suprimid el sadismo colectivo que existe en los empleados de la Administración. Pisoteo el hecho de que ningún organismo o asociación interrogue nunca a los responsables de ese sistema para preguntarles cómo y por qué en el camino de la podredumbre desaparece, cada dos años, el ochenta por ciento de su población. Pisoteo los partes de fallecimiento de la medicina oficial: suicidios, descomposición, muerte por subalimentación continua, escorbuto, tuberculosis, locura furiosa, chochez. ¿Qué sé yo lo que pisoteo? Pero, en cualquier caso, después de lo que acaba de pasar, ya no camino normalmente, a cada paso que doy, aplasto algo.
Un, dos, tres, cuatro, cinco… y las horas que discurren despacio calman por cansancio mi muda rebelión.
Diez días más y habré cumplido la mitad de mi pena de reclusión. Es en verdad un hermoso aniversario que festejar, pues aparte de esa fuerte gripe, gozo de buena salud. No estoy loco, ni en vías de estarlo. Estoy seguro, hasta ciento por ciento seguro, de salir vivo y equilibrado a fines del año que va a empezar.
Me despiertan unas voces veladas. Oigo:
—Está completamente tieso, Monsieur Durand. ¿Cómo no lo ha notado usted antes?
—No lo sé, jefe. Como se ha ahorcado en el rincón del lado de la pasarela, he pasado varias veces sin verle.
—No tiene importancia, pero confiese que es ilógico que no lo haya visto antes.
Mi vecino de la izquierda se ha suicidado. Por lo menos, eso comprendo. Se lo llevan. La puerta se cierra. El reglamento ha sido rigurosamente respetado, puesto que la puerta ha sido abierta y cerrada en presencia de una «autoridad superior», el jefe de la Reclusión, cuya voz he reconocido. Es el quinto que desaparece cerca de mí en diez semanas.
El día del aniversario ha llegado. En el cubo he encontrado un bote de leche condensada «Nestlé». Es una locura de mis amigos. Un precio de locura para procurársela y graves riesgos para pasarla. He tenido, pues, un día de triunfo sobre la adversidad. Por lo que he decidido no desplegar las alas hacia otros parajes. Estoy en la Reclusión. Ha pasado un año desde que llegué y me siento capaz de pirármelas mañana mismo, si tuviese la oportunidad. Es una puntualización positiva y estoy orgulloso de ella.
Por el barrendero de la tarde, cosa insólita, he tenido unas letras de mis amigos: Animo. Sólo te falta un año. Sabemos que gozas de buena salud. Nosotros estamos bien. Te abrazamos. Louis-Ignace. Si puedes, manda en seguida unas letras por el mismo conducto que te entrega estas.
En el papelito en blanco adjunto a la carta, escribo: Gracias por todo. Estoy fuerte y espero estar igual gracias a vosotros dentro de un año. ¿Podéis dar noticias Clousiot, Maturette? En efecto, el barrendero vuelve, rasca en mi puerta. Raudo, le paso el papel, que desaparece inmediatamente. Toda esta jornada y parte de la noche he pisado tierra firme y en el estado como me había prometido encontrarme repetidas veces. Un año, y estaré en una de las islas. ¿Royale? ¿San José? Me hartaré de hablar, fumar y combinar la próxima evasión.
El día siguiente inicio con confianza en mi destino el primer día de esos trescientos sesenta y cinco que me quedan por pasar. Tenía razón respecto a los ocho meses siguientes. Pero al noveno, las cosas se echaron a perder. Esta mañana, en el momento de vaciar el cubo, el portador del coco ha sido pillado con las manos en la masa cuando empujaba el cubo, después de haber metido ya dentro el coco y los cinco cigarrillos.
El incidente era tan grave que durante unos minutos han olvidado el reglamento del silencio. Los golpes que recibía aquel pobre desgraciado se oían muy claramente. Luego, el estertor de un hombre herido de muerte. Se abre mi ventanilla y una cara congestionada de guardián me grita:
—¡Tú no pierdes nada por esperar!
—¡A tu disposición, so imbécil! —le respondo, encorajinado por haber oído el trato infligido a aquel pobre sujeto.
Eso pasó a las siete. Hasta las once no vino una delegación encabezada por el segundo comandante de la Reclusión. Abrieron aquella puerta que desde hacía veinte meses estaba cerrada sobre mí y que nunca había sido abierta. Me encontraba al fondo de la celda, con mi vaso de soldado en la mano, en actitud de defensa, con el propósito incontrovertible de atizar todos los golpes posibles, por dos razones: primero, para que algunos guardianes no me pegasen impunemente, Y segundo, para que me dejasen sin sentido más pronto. Pero no ocurrió nada de eso:
—Recluso, salga.
—Si es para pegarme, esperad a que me defienda, pues no tengo por qué salir para ser atacado por todos los lados. Estoy mejor aquí para dejar tieso al primero que me ponga las manos encima.
—Charriére, no van a pegarle.
—¿Quién me lo garantiza?
—Yo, el segundo comandante de la Reclusión.
—¿Es usted hombre de palabra?
—No me insulte, es inútil. Por mi honor, le prometo que no será usted golpeado. Vamos, salga.
Contemplo el vaso que tengo en la mano.
—Puede usted dejarlo, no tendrá que usarlo.
—De acuerdo, está bien.
Salgo y, rodeado por diez vigilantes y el segundo comandante, recorro todo el pasillo. Cuando llego al patio, la cabeza me da vueltas y mis ojos, lastimados por la luz, no pueden permanecer abiertos. Por fin, percibo la casita donde fuimos recibidos. Hay una docena de vigilantes. Sin empujarme, me hacen entrar en la Administración. En el suelo, ensangrentado, gime un hombre. Al ver un reloj de pared que señala las once, pienso: «Hace cuatro horas que están torturando a ese pobre tipo». El comandante está sentado tras su escritorio y el segundo comandante se sienta a su lado.
—Charriére, ¿cuánto tiempo hace que recibe usted comida y cigarrillos?
—Ya se lo habrá dicho él.
—Se lo pregunto a usted.
—Padezco de amnesia, ni siquiera puedo saber lo que ha pasado la víspera.
—¿Se burla usted de mí?
—No, me extraña que eso no conste en mi expediente. Soy amnésico a consecuencia de un golpe que recibí en la cabeza.
El comandante se queda tan asombrado de mi respuesta que dice:
—Preguntad a Royale si hay alguna mención al respecto sobre él.
Mientras telefonean, continúan preguntándome:
—¿Se acuerda usted bien de que se llama Charriére?
—De eso sí. —Y, rápido, para desconcertarle más, digo como un autómata—: Me llamo Charriére, nací en 1906 en el departamento de Ardéche y me condenaron a cadena perpetua en París, Sena.
Pone unos ojos como naranjas, noto que he conseguido desconcertarlo.
—¿Ha recibido su café y su pan esta mañana?
—Sí.
—¿Qué legumbre le sirvieron anoche?
—No lo sé.
—Entonces, si hemos de creerle, ¿no tiene usted memoria en absoluto?
—De lo que pasa, en efecto. De las caras, sí. Por ejemplo… sé que usted me recibió un día. ¿Cuándo? No lo sé.
—Entonces, ¿no sabe cuánto tiempo le queda por cumplir?
—¿De la condena perpetua? Hasta que me muera, creo.
—No me refiero a eso, sino a su pena de reclusión.
—¿Tengo una pena de reclusión? ¿Por qué?
—¡Ah! ¡Esto ya es el colmo! ¡Por Dios! No conseguirás sacarme de mis casillas. ¡No irás a decirme que no te acuerdas de que estás purgando dos años por evasión!
Entonces, le aplano completamente:
—¿Por evasión, yo? Comandante, soy un hombre serio y capaz de adquirir responsabilidades. Venga conmigo a visitar mi celda y verá usted si me he evadido.
En este momento, un guardián le dice:
—Le llaman de Royale, mi comandante.
El comandante coge el aparato:
—¿No hay nada? Es raro, él pretende estar aquejado de amnesia… ¿La causa? Un golpe en la cabeza… Comprendido, es un simulador. Vaya a saber… Bien, dispense, mi comandante, lo comprobaré. Hasta la vista. Sí, le tendré al corriente.
—So comediante, deja que vea tu cabeza. ¡Ah, sí! Hay una herida bastante larga. ¿Cómo es posible que recuerdes que ya no tienes memoria después de recibir ese golpe? ¿Eh? ¿Dime?
—No me lo explico, sólo sé que me acuerdo del golpe, que me llamo Charriére y alguna que otra cosa más.
—En resumen, ¿qué quiere usted decir o hacer?
—Es lo que se discute aquí. ¿Usted me pregunta desde cuándo me mandan comida y tabaco? He aquí mi respuesta definitiva: no sé si esta es la primera vez, o la que hace mil. En razón de mi amnesia, no puedo contestarle. Eso es todo, haga lo que quiera.
—Lo que quiero es muy sencillo. Has comido demasiado durante todo ese tiempo: bien, pues, a partir de ahora, vas a adelgazar un poco. Que se le suprima la cena hasta el fin de su pena.
El mismo día, con el segundo barrido tengo una nota. Desgraciadamente no puedo leerla, no es fosforescente. Por la noche, enciendo un cigarrillo que me queda de la víspera y que ha escapado al registro, por estar muy bien escondido en la tabla. Entre chupada y chupada, consigo descifrar con su lumbre: El limpiador no ha cantado. Ha dicho que sólo era la segunda vez que te mandaba comida, por iniciativa propia. Que lo hizo porque te conoció en Francia. Nadie será molestado en Royale. Animo.
Así, pues, estoy privado de coco, de cigarrillos y de noticias de mis amigos de Royale. Por si fuese poco, me han suprimido la cena. Me había acostumbrado a no padecer hambre y, además, las diez sesiones de cigarrillo me llenaban el día y parte de la noche. No sólo pienso en mí, sino también en el pobre diablo que han molido a golpes por mi culpa. Esperemos que no le castiguen cruelmente.
Un, dos, tres, cuatro, cinco, —media vuelta… Un, dos, tres, cuatro, cinco, media vuelta. No aguantarás así como así ese régimen de hambre y, quizá, dado que comerás poco, haya que cambiar de táctica. Por ejemplo, quedarse acostado todo el tiempo posible para no gastar energías. Cuanto, menos me mueva, menos calorías quemaré. Estar sentado muchas horas a lo largo del día. Es una forma muy diferente de vida la que debo aprender. Cuatro meses, son ciento veinte días que pasar. Con el régimen que me han impuesto, ¿cuánto tiempo será necesario para que empiece a estar anémico? Por lo menos dos meses. Por lo tanto, tengo por delante dos meses cruciales. Cuando me encuentre demasiado débil, las enfermedades tendrán terreno maravillosamente abonado para atacarme. Decido quedarme tumbado desde las seis de la tarde a las seis de la mañana. Caminaré desde el café hasta después de la recogida de los cubos, más o menos dos horas. A mediodía, después de la sopa, dos horas aproximadamente. Total, cuatro horas de marcha. El resto del día, estaré sentado o acostado.
Será difícil desplegar las alas sin que esté fatigado. De todos modos, intentaré hacerlo.
Hoy, tras haber pasado largo rato pensando en mis amigos y en el desdichado que ha sido maltratado tan duramente, comienzo a adiestrarme en esa nueva disciplina. Lo consigo bastante bien, aunque las horas me parecen más largas y mis piernas, que no funcionan durante horas enteras, me parecen estar llenas de hormigas.
Hace diez días que dura este régimen. Ahora, siempre tengo hambre. Empiezo a sentir una especie de dejadez permanente que se ha apoderado endémicamente de mí. Sufro un horror la falta de ese coco, y un poco por los cigarrillos. Me acuesto muy temprano y, con bastante rapidez, me evado virtualmente de mi celda. Ayer, estuve en París, en el «Rat Mort», bebiendo champaña con amigos: Antonio de Londres (oriundo de las Baleares, pero que habla francés como un parisiense e inglés como un auténtico rosbil de Inglaterra). El día siguiente, en el «Marronnier», bulevar de Clichy, mataba de cinco tiros de pistola a uno de sus amigos. Entre la gente del hampa, los cambios de amistad en odio mortal son tan rápidos como frecuentes. Sí, ayer estuve en París, bailando a los sones de un acordeón en el salón del «Peti Jardin», avenida de Saint-Ouen, cuya clientela está compuesta por entero de corsos y marselleses. Todos los amigos desfilan en ese viaje imaginario con un verismo tal, que no dudo de su presencia, ni de mi presencia en todos esos lugares donde he pasado tan hermosas noches.
Así, pues, sin andar demasiado, con ese régimen alimenticio tan reducido consigo el mismo resultado que buscando el cansancio. Las imágenes del pasado me sacan de la celda con un poder tal que, verdaderamente, vivo más horas de libertad que de reclusión.
Sólo me falta cumplir un mes. Hace ya tres que sólo ingiero un chusco y una sopa caliente sin feculentos a mediodía con un pedazo de carne hervida. El hambre continua hace que me ponga a examinar el trozo de carne tan pronto me lo sirven, para ver si no es, como suele ocurrir, sólo un pellejo.
He adelgazado mucho y me percato de cómo aquel coco que tuve la suerte de recibir durante veinte meses ha sido esencial para el mantenimiento de mi buena salud y de mi equilibrio en esta terrible exclusión de la vida.
Esta mañana, tras haberme tomado el café, estoy muy nervioso. Me he abandonado a comerme la mitad del pan, cosa que nunca hago. Habitualmente, lo parto en cuatro trozos más o menos iguales y los como a las seis, a mediodía, a las seis de la tarde y por la noche. "¿Por qué lo has hecho?" —Me riño a mi mismo.
¿Ahora que todo termina tienes flaquezas tan graves? Tengo hambre y me siento tan sin fuerzas. No seas tan pretencioso ¿Cómo vas a estar fuerte, comiendo lo que comes? Lo esencial, y en esto puedes considerarte vencedor, es que estás débil, es verdad, pero no enfermo. La «comedora de hombres», lógicamente esto con un poco de suerte, debe perder la partida contigo. Me he sentado, tras mis dos horas de marcha, en el bloque de cemento que me sirve de taburete. Treinta días más, o sea, setecientas veinte horas, y después se abrirá la puerta y me dirán: «Recluso Charriére, salga. Ha terminado sus dos años de reclusión». ¿Qué diré? Esto: «Sí, por fin he terminado esos dos años de calvario». ¡Nada de eso, hombre! Si es el comandante al que le fuiste con el cuento de la amnesia, debes continuar con él, fríamente. Le dices: «¿Cómo, estoy indultado, me voy a Francia? ¿Ha terminado mi cadena perpetua?». Sólo para ver la cara que pone y convencerle de que el ayuno al que te condenó es una injusticia. Pero ¿qué te pasa? Injusticia o no, al comandante le importa un pito haberse equivocado. ¿Qué importancia puede tener eso para su retorcida mentalidad? ¡No tendrás la pretensión de que el comandante tenga remordimientos por haberte infligido una pena injustamente! Te prohíbo suponer, tanto mañana como más adelante, que un esbirro sea un ser normal. Ningún hombre digno de este nombre puede pertenecer a esa corporación. Nos acostumbramos a todo en la vida, hasta a ser un canalla durante toda nuestra existencia. Quizá sólo cuando esté cerca de la tumba, el temor de Dios, si es religioso, le asuste y le haga arrepentirse. Desde luego, no será por verdadero remordimiento de las cochinadas que haya cometido, sino por miedo de que, en el juicio de su Dios, sea él el condenado.
Así, cuando vayas a la isla, sea la que sea a donde te destinen, ya desde ahora, sabed que ningún compromiso deberá ligarte a esa raza. Cada cual se encuentra a un lado de una barrera claramente trazada. A un lado, la abulia, la pedante autoridad desalmada, el sadismo intuitivo, automático en sus reacciones; y en el otro, yo con los hombres de mi categoría, que, seguramente, han cometido delitos graves, pero en quienes el sufrimiento ha sabido crear cualidades incomparables: piedad, bondad, sacrificio, nobleza, coraje.
Con toda sinceridad, prefiero ser un presidiario que un esbirro.
Sólo veinte días. Me siento, en verdad, muy débil. He notado que mi chusco siempre es de los más pequeños. ¿Quién puede rebajarse tanto hasta escoger sañudamente mi chusco? En mi sopa, desde hace varios días, no hay más que agua caliente, y el trozo de carne siempre es un hueso con muy poca carne o un poco de pellejo. Tengo miedo de caer enfermo. Es una obsesión. Estoy tan débil que no he de esforzarme nada para soñar, despierto, cualquier cosa. Esa profunda fatiga acompañada de una depresión en verdad grave me preocupa. Trato de reaccionar y, con penas y fatigas, logro pasar las veinticuatro horas de cada día. Rascan en mi puerta. Atrapo rápidamente un papel. Es fosforescente. Lo envían Dega y Galgani. Leo: Manda unas letras. Muy preocupados por tu estado de salud. 19 días más, ánimo, Louis Ignace.
Hay un pedazo de papel en blanco y una punta de mina de lápiz negra. Escribo: Aguanto, estoy muy débil. Gracias, Papi.
Y como la escoba vuelve a frotar de nuevo, mando el papel. Estas letras sin cigarrillos, sin coco, significan para mí más que todo eso. Esta manifestación de amistad, tan maravillosa y constante, me da el fustazo que necesitaba. En el exterior, saben cómo estoy, y si cayese enfermo, el doctor seguramente recibiría la visita de mis amigos para impulsarle a cuidarme correctamente. Tienen razón, sólo diecinueve días, estoy a punto de terminar esa carrera agotadora contra la muerte y la locura. No caeré enfermo. De mí depende hacer cuanto menos movimiento posible para no gastar más que las calorías indispensables. Voy a suprimir las dos horas de marcha de la mañana y las dos de la tarde. Es el único medio de aguantar. Por lo que, toda la noche, durante doce horas, estoy acostado, y las otras doce horas, sentado sin moverme en mi banco de piedra. De vez en cuanto, me levanto y hago algunas flexiones y movimientos de brazos. Luego, me siento de nuevo.
Sólo diez días.
Me estoy paseando por Trinidad, los violines javaneses de una sola cuerda me acunan con sus melodías quejumbrosas, cuando un grito horrible, inhumano, me devuelve a la realidad. Ese grito procede de una celda que está detrás de la mía o, en todo caso, muy cerca. Oigo:
—Canalla, baja aquí, a mi fosa. ¿No estás cansado de vigilar desde arriba? ¿No ves que te pierdes la mitad del espectáculo por culpa de la poca luz que hay en este hoyo?
—¡Cállese, o será castigado severamente! —dice el guardián.
—¡Ja, ja! ¡Deja que me ría, so imbécil! ¿Cómo puedes encontrar algo más cruel que este silencio? Castígame todo cuanto quieras, pégame, si te apetece, horrible verdugo, pero nunca encontrarás nada comparable con el silencio en el que me obligas a estar. ¡No, no, no! ¡No quiero, no puedo seguir sin hablar! Cochino imbécil, hace ya tres años que debía de haberte dicho: ¡mierda! ¡Y he sido lo bastante estúpido para esperar treinta y seis meses en gritarte mi asco por miedo de un castigo! ¡Mi asco por ti y todos los de tu calaña, podridos esbirros!
Algunos instantes después, la puerta se abre y oigo:
—¡No, así no! ¡Ponédsela al revés, es mucho más eficaz!
Y el pobre tipo que chilla:
—¡Ponla como quieras, tu camisa de fuerza, podrido! Al revés, si quieres, estréchala hasta ahogarme, tira fuerte con tus rodillas de los cordones. ¡Eso no me impedirá decirte que tu madre es una marrana y que por eso no puedes ser más que un montón de basura!
Deben de haberle amordazado, pues ya no oigo nada más. La puerta ha sido cerrada de nuevo. Esa escena, al parecer, ha conmovido al joven guardián, puesto que, al cabo de algunos minutos, se para delante de mi celda y dice:
—Debe de haberse vuelto loco.
—¿Usted cree? Sin embargo, todo lo que ha dicho es muy sensato.
El guardián se queda de piedra, y me suelta, marchándose:
—Vaya, ¡esta me la apunto!
Este incidente me ha apartado de la isla de las buenas personas, los violines, las tetas de las hindúes, el puerto de Port of Spain, para devolverme a la triste realidad de la Reclusión.
Diez días más, o sea, doscientas cuarenta horas que aguantar.
La táctica de no moverme da sus frutos, a menos que sea porque los días transcurren despacio, o a causa de las pequeñas cartas de mis amigos. Creo más bien que me siento más fuerte a causa de una comparación que se impone en mí. Estoy a doscientas cuarenta horas de ser liberado de la Reclusión, me encuentro débil, pero mi mente sigue intacta, mi energía sólo pide un poco más de fuerza física para volver a funcionar perfectamente. En tanto que ahí, detrás de mí, a dos metros, separado por la pared, un pobre sujeto entra en la primera fase de la locura, quizá por la puerta peor, la de la violencia. No vivirá mucho, pues su rebeldía da ocasión a que puedan atiborrarle a saciedad de tratamientos rigurosamente estudiados para matarle lo más científicamente posible. Me reprocho sentirme más fuerte porque el otro está vencido. Me pregunto si soy también uno de esos egoístas que, en invierno, bien calzados, bien enguantados, con abrigos de pieles, ven desfilar ante sí las masas que van a trabajar, heladas de frío, mal vestidas o, cuando menos, con las manos amoratadas por la helada matutina, y que comparando ese rebaño que corre para atrapar el primer «Metro» o autobús, se sienten mucho más abrigados que antes y disfrutan de su pelliza con más intensidad que nunca. Muy a menudo, todo está hecho de comparaciones, en la vida. Es verdad, tengo diez años, pero Papillon tiene la perpetua. Es verdad, tengo la perpetua, pero también tengo veintiocho años, mientras que él tiene quince años, pero ha cumplido los cincuenta.
Vamos, ya llego al final y, antes de seis meses, espero estar bien en todos los aspectos —salud, moral, energía—, en buena disposición para una fuga espectacular. Se ha hablado de la primera, pero la segunda quedará grabada en las piedras de uno de los muros del presidio. No me cabe la menor duda, me iré, estoy seguro, antes de seis meses.
Esta es la última noche que paso en la Reclusión. Hace diecisiete mil quinientas ocho horas que he ingresado en la celda 234. Han abierto mi puerta una vez, para conducirme ante el comandante con el solo fin de que me castigase. Aparte de mí vecino, con quien, algunos segundos al día, cambio unos cuantos monosílabos, me han hablado cuatro veces. Una vez, el primer día, para decirme que al toque de silbato había que bajar la tabla. Otra vez el doctor: «Vuélvase, tosa». Una conversación más larga y agitada con el comandante. Y, el otro día, cuatro palabras con el vigilante conmovido por el pobre loco. ¡No es como para divertirse! Me duermo tranquilamente sin pensar en otra cosa que mañana abrirán definitivamente esta puerta. Mañana veré el sol y, si me mandan a Royale, respiraré el aire del mar. Mañana seré libre. Me echo a reír. ¿Cómo que libre? Mañana comienzas oficialmente a purgar tu pena de trabajos forzados a perpetuidad. ¿A eso llamas ser libre? Ya sé que esa vida no es comparable con la que acabo de soportar. ¿Cómo encontraré a Clousiot y a Maturette?
A las seis, me dan el café y el pan. Tengo ganas de decir. —«¡Pero si hoy salgo! ¡Os equivocáis!». En seguida pienso que soy «amnésico» y ¡quién sabe si el comandante, al darse cuenta de que le había tomado el pelo, no sería capaz de infligirme treinta días de calabozo! Pues, de todas formas, según la ley, he de salir de la Reclusión Celular de San José, hoy, 26 de junio de 1936. Dentro de cuatro meses, cumpliré treinta años.
Las ocho. Me he comido todo el chusco. Encontraré comida en el campamento. Abren la puerta. El segundo comandante Y. dos vigilantes están ahí.
—Charriére, ha cumplido usted su pena, estamos a 26 de junio de 1936. Síganos.
Salgo. Al llegar al patio, el sol brilla ya bastante para deslumbrarme. Tengo una especie de desfallecimiento. Las piernas me flojean y manchas negras bailan ante mis ojos. Sin embargo, no he recorrido más que unos cincuenta metros, treinta de ellos al sol.
Cuando llegamos ante el pabellón de la Administración, veo a Maturette y a Clousiot. Maturette está hecho un verdadero esqueleto, con las mejillas chupadas y los ojos hundidos. Clousiot está tendido en una camilla, lívido y huele a muerto. Pienso: «No tienen buen aspecto mis compañeros. ¿Estaré yo en igual estado?». Ardo en deseos de verme en un espejo. Les digo:
—¿Qué tal?
No contestan. Repito:
—¿Qué tal?
—Bien dice quedamente Maturette.
Me dan ganas de decirle que, una vez terminada la pena de reclusión, tenemos derecho a hablar. Beso a Clousiot en la mejilla. Me mira con ojos brillantes y sonríe.
—Adiós, Papillon —me dice.
—No, hombre, no.
—Ya está, eso se acabó.
Algunos días más tarde, morirá en el hospital de Royale. Tenía treinta y dos años y había sido encarcelado a los veinte por el robo de una bicicleta que no cometió. Llega el comandante:
—Hacedles pasar. Maturette y usted, Clousiot, se han portado bien. Por lo tanto, en sus fichas pongo: «Buena conducta». Usted, Charriére, como ha cometido una falta grave, le pongo lo que se ha merecido: «Mala conducta».
—Perdón, mi comandante, ¿qué falta he cometido?
—¿De verdad que no se acuerda usted del hallazgo de los cigarrillos y el coco?
—No, sinceramente.
—Vamos a ver, ¿qué régimen ha seguido durante cuatro meses?
—¿Desde qué punto de vista? ¿Desde el punto de vista de la comida? Siempre el mismo desde que llegué.
—¡Ah! ¡Esto es el colmo! ¿Qué comió anoche?
—Como de costumbre, lo que me dieron. ¡Yo qué sé! No me acuerdo. Quizá judías o arroz con tocino, u otra legumbre.
—Entonces, ¿por la noche come?
—¡Caray! ¿Cree usted que tiro mi escudilla?
—No, no es eso, renuncio. Bien, retiro lo de «mala conducta». Hágale otra ficha de salida, Monsieur X… Te pongo «buena conducta», ¿te vale?
—Es lo justo. No he hecho nada para desmerecerla.
Y con esta frase nos vamos de la oficina.
La gran puerta de la Reclusión se abre para darnos paso. Escoltados por un solo vigilante, bajamos despacio el camino que va al campamento. Desde lo alto, se domina el mar brillante de reflejos plateados y de espuma. La isla de Royale, enfrente, llena de verdor y de tejados rojos. La del Diablo, austera y salvaje. Pido permiso al vigilante para sentarme unos minutos. Me lo concede. Nos sentamos, uno a la derecha y otro a la izquierda de Clousiot, y nos cogemos de las manos, sin siquiera darnos cuenta. Este contacto nos produce una extraña emoción y, sin decir nada, nos abrazamos. El vigilante dice:
—Venga, muchachos. Hay que bajar.
Y despacio, muy despacio, bajamos hasta el campamento, en el que yo y Maturette entramos de frente, cogidos todavía de la mano, seguidos de los dos camilleros que llevan a nuestro amigo agonizante.