El juicio

Esta mañana, recién afeitados y rapados, con uniforme nuevo a listas rojas, calzando zapatos, esperamos en el patio el momento de comparecer ante el Tribunal. Hace quince días que a Clousiot le quitaron el escayolado. Camina normalmente, no ha quedado cojo.

El Consejo de Guerra empezó el lunes y estamos a sábado por la mañana. Se llevan, pues, cinco días de procesos diversos: el proceso de los hombres de las hormigas ha requerido un día entero. Condenados a muerte los dos, no he vuelto a verles. A los hermanos Graville les endiñan cuatro años tan sólo (por falta de pruebas del acto de antropofagia). Su proceso ha requerido más de un día y medio. El resto de homicidios, de cuatro a cinco años.

Por lo general, de los catorce inculpados comparecidos, las penas infligidas han sido más bien severas, pero aceptables, sin exageración.

El Tribunal comienza a las siete y media. Estamos en la sala cuando un comandante, con uniforme de meharista, entra acompañado de un viejo capitán de Infantería y un teniente que actuarán de asesores.

A la derecha del Tribunal, un vigilante con galones, un capitán, representa a la Administración, a la acusación.

—Caso Charriére, Clousiot, Maturette.

Estamos a cuatro metros aproximadamente del Tribunal. Tengo tiempo de observar la cara curtida por el desierto de ese comandante de cuarenta o cuarenta y cinco años, de sienes canosas. Pobladas cejas coronan unos ojos negros, magníficos, que nos miran directamente a los ojos. Es un auténtico militar. En su mirada no hay asomo de maldad. Nos escruta, nos sopesa en unos segundos. Mis ojos se clavan en los suyos y luego, deliberadamente, los bajo.

El capitán de la Administración ataca exageradamente, lo que le hará perder la partida. Califica de intento de asesinato la eliminación momentánea de los vigilantes. En cuanto al árabe, afirma que fue un milagro que no muriese de los múltiples golpes que le dimos. Comete otro error diciendo que somos los presidiarios que, desde que existe el presidio, han ido a llevar más lejos el deshonor de Francia:

—¡Hasta Colombia! Dos mil quinientos kilómetros, señor presidente, han recorrido esos hombres, Trinidad, Curasao, Colombia, todas esas naciones han escuchado seguramente los comentarios más falaces sobre la Administración penal francesa.

»Pido dos condenas con acumulación de pena, o sea, en total, ocho años: cinco años por tentativa de homicidio, por una parte, y tres años por evasión, por otra. Eso para Charriére y Clousiot. Para Maturette, pido tan sólo tres años por evasión, pues se desprende de la indagación que no participó en la tentativa de asesinato.

El presidente:

—El Tribunal tendría interés en oír el relato más breve Posible de esa larguísima odisea.

Cuento, olvidando en parte Maroni, nuestro viaje por mar hasta Trinidad. Describo a la familia Bowen y sus bondades. Cito la frase del jefe de Policía de Trinidad: «No tenemos por qué juzgar a la justicia francesa, pero en lo que no estamos de acuerdo es en que manden a la Guayana a sus condenados, por esto les ayudamos»; Curasao, el padre Irénée de Bruyne, el incidente del talego de florines; luego Colombia, por qué y cómo fuimos a Colombia. Muy rápidamente, una breve explicación de mi vida entre los indios. El comandante escucha sin interrumpirme. Me pide tan sólo unos cuantos detalles más sobre mi vida con los indios, episodio que le interesa enormemente. Después, las prisiones colombianas, en particular el calabozo submarino de Santa Marta.

—Gracias, su relato ha ilustrado al Tribunal y, a la par le ha interesado. Vamos a hacer una pausa de quince minutos. No veo a sus defensores, ¿dónde están?

—No tenemos. Le ruego que me permita llevar la defensa de mis compañeros y la mía propia.

—Puede usted hacerlo, los reglamentos lo admiten.

Un cuarto de hora después, se reanuda la sesión.

El presidente:

—Charriére, el Tribunal le autoriza a llevar la defensa de sus compañeros y la suya propia. Sin embargo, le advertimos que este Tribunal le quitará la palabra si falta usted al respeto al representante de la Administración. Puede defenderse con entera libertad, pero con expresiones decorosas. Tiene usted la palabra.

—Pido al Tribunal que descarte pura y simplemente el delito de tentativa de asesinato. Es inverosímil y voy a demostrarlo. Yo tenía veintisiete años el año pasado, y Clousiot, treinta. Nos encontrábamos en plena forma, recién llegados de Francia. Medíamos metro setenta y cuatro y metro setenta y cinco. Golpeamos al árabe y a los vigilantes con las patas de hierro de nuestro catre. Ninguno de los cuatro quedó gravemente herido. Fueron golpeados, pues, con mucha precaución con objeto, que logramos, de dejarles sin sentido haciéndoles el menor daño posible. El vigilante acusador ha olvidado decir, o ignora, que los trozos de hierro estaban envueltos en trapos para evitar el riesgo de matar a nadie. El Tribunal, compuesto por hombres de carrera, sabe perfectamente lo que un hombre forzudo puede hacer golpeando a alguien en la cabeza de plano con una bayoneta. Entonces, puede figurarse también lo que puede hacerse con una pata de cama de hierro. Hago observar al Tribunal que ninguna de las cuatro personas atacadas fue hospitalizada.

»Por tener cadena perpetua, creo que el delito de evasión es menos grave que para un hombre condenado a una pena menor. Es muy difícil aceptar, a nuestra edad, no volver a la vida nunca más. Pido para los tres la indulgencia del Tribunal.

El comandante musita con los dos asesores y, luego, golpea la mesa con el mazo.

—¡Acusados, en pie!

Los tres, tiesos como estacas, esperamos.

El presidente:

—El Tribunal descarta la tentativa de asesinato; no tiene por qué dictar sentencia, ni siquiera de absolución, por ese hecho.

»En cuanto al delito de evasión, son ustedes reconocidos culpables en segundo grado. Por ese delito, el Tribunal les condena a dos años de reclusión:

A coro, decimos:

—Gracias, mi comandante.

Y yo añado:

—Gracias al Tribunal.

En la sala, los guardianes que asistían al proceso no daban crédito a sus oídos.

Cuando volvemos al edificio donde están nuestros compañeros, todo el mundo se alegra de la noticia, nadie tiene envidia. Al contrario. Hasta los que la han pringado nos felicitan sinceramente por nuestra suerte.

François Sierra ha venido a abrazarme. Está loco de contento.