En esta sala hay dos hombres taciturnos que no se comunican con nadie. Siempre pegados uno al otro, sólo hablan entre sí, en voz tan baja que nadie puede oír nada. Un día, ofrezco a uno de ellos un cigarro americano de un paquete que me ha traído Sierra. Me da las gracias y, luego dice:
—¿Es amigo tuyo, Francois Sierra?
—Sí, es mi mejor amigo.
—Tal vez, algún día, si todo va mal, te mandaremos nuestra herencia por mediación suya.
—¿Qué herencia?
—Mi amigo y yo hemos decidido que si nos guillotinan, te cederemos nuestro estuche para que puedas evadirte otra vez. Entonces, se lo daremos a Sierra y él te lo entregará.
—¿Pensáis ser condenados a muerte?
—Es casi seguro, hay pocas posibilidades de que nos salvemos.
—Si tan seguro es que vais a ser condenados a muerte, ¿por qué estáis en esta sala común? —Creo que tienen miedo de que nos suicidemos, si estamos solos en una celda.
—¡Ah! Claro, es posible. ¿Y qué habéis hecho?
—Hemos dado a comer un moro a las hormigas carnívoras. Te lo digo porque, desgraciadamente, tienen pruebas indiscutibles. Nos pillaron con las manos en la masa.
—¿Y dónde ocurrió eso?
—En el Kilomètre 42, en el «Campo de la Muerte», junto a la caleta Sparouine.
Su compañero se acerca a nosotros, es de Toulouse. Le ofrezco un cigarrillo americano. Se sienta al lado de su amigo, frente a mí.
—Nunca hemos preguntado la opinión de nadie —dice el recién llegado—, pero tengo curiosidad por saber qué piensas tú de nosotros.
—¿Cómo quieres que te diga, sin saber nada, si tuviste razón o no de dar a comer vivo un hombre, aunque sea un chivo, a las hormigas? Para darte mi opinión, sería necesario que conociese todo el asunto de pe a pa.
—Te lo voy a contar dice el de Toulouse. El campo del Kilomètre 42, a cuarenta y dos kilómetros de Saint-Laurent, es un campamento forestal. Allí, los presidiarios están obligados a cortar cada día un metro cúbico de leña dura. Cada tarde, tienes que estar en la selva, junto a la leña que has cortado, bien apilada. —Los vigilantes, acompañados por llaveros árabes, acuden a comprobar si has cumplido tu tarea. En el momento de la recepción, cada estéreo de leña es marcado con pintura roja, verde o amarilla. Depende de los días. Sólo aceptan el trabajo si cada trozo es de leña dura. Para que salga mejor, se forman equipos de dos. Muy a menudo, no podíamos terminar la tarea encomendada—. Entonces, por la noche, nos encerraban en el calabozo sin comer, y, por la mañana, nos ponían a trabajar de nuevo con la obligación de hacer lo que faltaba de la víspera, más el estéreo del día. —Íbamos a morir como perros.
»Cada día estábamos más débiles y éramos menos capaces de efectuar el trabajo. Por si fuese poco, nos pusieron un guardián especial que no era un vigilante, sino un árabe. Llegaba con nosotros al tajo, se sentaba cómodamente, con su vergajo entre las piernas, y no paraba de insultarnos. Comía haciendo ruido con sus mandíbulas para darnos dentera. Total, un tormento continuo. Teníamos dos estuches que contenían tres mil francos cada uno, para evadirnos. Un día, decidimos comprar al árabe. La situación se volvió peor. Afortunadamente, el siempre creyó que sólo poseíamos un estuche. Su sistema era fácil: por cincuenta francos, por ejemplo, nos dejaba ir a robar a los estéreos que ya habían sido entregados la víspera, trozos de leña que habían escapado a la pintura, y así hacíamos nuestro estéreo de la jornada. De este modo, de cincuenta y cien francos, en cincuenta y cien francos, nos sonsacó casi dos mil francos.
»Cuando nos hubimos puesto al día con nuestro trabajo, quitaron al árabe. Y, entonces, pensando que no nos denunciaría, puesto que él nos había despojado de tanto dinero, buscábamos en la selva estéreos registrados para hacer la misma operación que con el árabe. Un día, este nos siguió paso a paso, a hurtadillas, para ver si robábamos la leña. De pronto, se presentó:
»¡Ah! ¡Ah! ¡Tú robar la leña todavía y no pagar! Si tu no dar quinientos francos a mí, te denuncio.
»Creyendo que sólo se trataba de una amenaza, nos negamos. El día siguiente, vuelve.
»—Tú pagas o esta noche tú estás en calabozo.
»Volvemos a negarnos. Por la tarde, vuelve acompañado de guardianes. ¡Fue horrible, Papillon! Tras habernos puesto en cueros vivos, nos llevan a los estéreos donde habíamos cogido leña y, perseguidos por aquellos salvajes, golpeados a vergajazos por el árabe, nos obligaron, corriendo, a deshacer nuestros estéreos y a completar cada uno de los que habíamos robado. Aquella corrida duró dos días, sin comer ni beber. Nos caíamos con frecuencia. El árabe nos hacía levantar a patadas o a vergajazos. Al final, nos tumbamos en el suelo, no podíamos más. ¿Y sabes cómo logró hacernos poner de pie? Cogió uno de esos nidos, parecidos a los de avispas, en que viven moscas de fuego. Cortó la rama de la que pendía el nido y nos la aplastó encima. Locos de dolor, no sólo nos incorporamos, sino que corrimos como locos. Es inútil decirte lo que sufrimos. Ya sabes lo dolorosa que es una picadura de avispa. Figúrate, cincuenta o sesenta picaduras. Y esas moscas de fuego abrasan aún más atrozmente que las avispas.
»Nos dejaron a pan y agua en un calabozo durante diez días, sin curarnos. Pese a que nos poníamos orina encima, las picaduras nos abrasaron diez días sin parar. Yo perdí el ojo derecho con el que se habían ensañado una docena de moscas de fuego. Cuando nos reintegraron al campamento, los otros condenados tomaron la decisión de ayudarnos. Decidieron entregar cada uno un trozo de leña dura cortada al mismo tamaño. Aquello nos representaba casi un estéreo y nos ayudaba mucho, pues sólo nos quedaba un estéreo que hacer entre los dos. Nos costó Dios y ayuda conseguirlo, pero lo conseguimos. Poco a poco —recobramos fuerzas. Comíamos mucho. Y por casualidad se nos ocurrió la idea de vengarnos del chivo con las hormigas. Buscando leña dura, encontramos un enorme nido de hormigas carnívoras en un soto, que estaban devorando una cierva grande como una cabra.
»El chivo seguía haciendo sus rondas en el tajo y, un buen día, de un golpe con el mango del hacha, lo dejamos tieso y, luego, lo arrastramos junto al nido de hormigas. Le pusimos en cueros y le atamos a un árbol, tumbado en el suelo en arco, con pies y manos ligadas con gruesas cuerdas de las que sirven para atar la leña.
»Con el hacha, le hicimos algunas heridas en diferentes partes del cuerpo. Le llenamos la boca de hierba para que no pudiese gritar, además de amordazarlo y aguardamos. Las hormigas no atacaron hasta que, tras haber hecho subir algunas en una vara metida en el hormiguero, las esparcimos sobre su cuerpo.
»No hubo que esperar mucho. Media hora después, las hormigas atacaban a millares. ¿Has visto hormigas carnívoras, Papillon?
—No, nunca. He visto grandes hormigas negras.
—Esas son diminutas y rojas como la sangre. Arrancan pedazos microscópicos de carne y los llevan al nido. Si nosotros sufrimos con las avispas, figúrate lo que debió de sufrir él, despedazado vivo por aquellos millares de hormigas. Su agonía duró dos días completos y una mañana. Al cabo de veinticuatro horas, ya no tenía ojos.
»Reconozco que nuestra venganza fue despiadada, pero hay que fijarse en lo que él nos había hecho No habíamos muerto de milagro. Naturalmente, buscaron al chivo por todas partes, y los otros llaveros árabes, así como los guardianes, sospechaban que nosotros no éramos ajenos a aquella desaparición.
»En otro soto, cada día cavábamos un poco para hacer un hoyo donde meter sus restos. Aún no se había descubierto nada del árabe, cuando un guardián vio que estábamos cavando. Cuando salíamos para el trabajo, él nos seguía para ver lo que hacíamos. Fue lo que nos perdió.
»Una mañana, nada más llegar al tajo, desatamos al árabe todavía lleno de hormigas, pero ya casi hecho un esqueleto, y cuando lo arrastrábamos hacia la fosa (no podíamos hacerlo sin que las hormigas nos mordiesen con saña), fuimos sorprendidos por tres árabes llaveros y dos vigilantes. Aguardaban pacientemente, bien escondidos, a que hiciésemos aquello: enterrarle.
»¡Y ya está! Nosotros dijimos que primero lo matamos y que luego lo dimos a las hormigas. La acusación respaldada por el médico forense, dice que en su cuerpo no hay ninguna herida mortal: sostiene que lo hicimos devorar vivo.
»Nuestro guardián defensor (pues, allí los vigilantes se erigen en abogados), nos dice que si nuestra tesis es aceptada, podemos salvar la cabeza. Si no, tienen derecho a ella. Francamente, no nos hacemos muchas ilusiones. Por eso, mi amigo y yo te hemos escogido como heredero.
—Esperemos que no tenga que heredaros, lo deseo de corazón.
Encendemos un cigarrillo y veo que me miran como queriendo decir: «Bueno, ¿qué opinas?».
—Escuchadme, machos, veo que esperáis que os conteste a lo que me habéis preguntado antes de contarme vuestra historia: cómo juzgo vuestro caso como hombre. Una última pregunta que no tendrá ninguna influencia en mi decisión: ¿Qué piensan la mayoría de los que están en esta sala y por qué no habláis con nadie?
—La mayoría piensa que hubiésemos debido matarle, pero no hacer que las hormigas se lo comiesen vivo. En cuanto a nuestro silencio, no hablamos con nadie porque hubo una ocasión de fuga sublevándose y la desecharon.
—Voy a deciros mi opinión. Habéis hecho bien devolviéndole centuplicado lo que os hizo él: lo del nido de avispas o moscas de fuego es imperdonable. Si os guillotinan, en el último momento pensad muy intensamente en una sola cosa: «Me cortan la cabeza, eso durará más o menos treinta segundos, entre el tiempo de atarme, empujarme bajo la cuchilla y hacerla caer. Su agonía duró sesenta horas, salgo ganando». Pero en lo que se refiere a los hombres de la sala, no sé si tenéis razón, pues habéis podido creer que una revuelta, aquel día, podía permitir una fuga en común, y los otros podían no ser de la misma opinión. Por otra parte, en una revuelta siempre cabe la posibilidad de tener que matar sin haberlo querido de antemano. Ahora bien, de todos los que están aquí, los únicos, creo yo, que tienen la cabeza en peligro sois vosotros y los hermanos Graville. Machos, cada situación particular entraña obligatoriamente reacciones distintas.
Satisfechos de nuestra conversación, aquellos dos desgraciados se retiran y empiezan a vivir de nuevo en el silencio que acaban de romper por mí.