Regreso al presidio

Tres días después, el 30 de octubre, a las once de la mañana, los doce vigilantes del presidio, vestidos de blanco, se hacen cargo de nosotros. Antes de salir, pequeña ceremonia oficial: cada uno de nosotros debe ser identificado y reconocido. Han traído nuestras fichas antropométricas, fotos, huellas dactilares y toda la pesca. Una vez comprobada nuestra identidad, el cónsul francés le firma un documento al juez del distrito, que es la persona encargada de entregarnos oficialmente a Francia. Todos los presentes están asombrados de la amistosa manera con que nos tratan los vigilantes. Ninguna animosidad, ninguna palabra dura. Los tres que estuvieron allá más tiempo que nosotros conocen varias fugas y bromean con los vigilantes como viejos amigos. El jefe de la escolta, comandante Boural, se preocupa por mi estado, me mira los pies y dice que, a bordo, me curarán, que hay un buen enfermero en el grupo que ha venido a buscarnos.

El viaje en la bodega de aquel barco asmático fue penoso sobre todo por el calor asfixiante y el tormento de estar atados de dos en dos a esas barras de justicia[11] que datan del presidio de Tolón. Sólo un incidente que destacar: el barco se vio obligado a repostar carbón en Trinidad. Una vez en el puerto, un oficial de Marina inglés exigió que nos quitasen los grilletes. Al parecer está prohibido encadenar hombres a bordo de un barco. He aprovechado este incidente para abofetear a otro oficial inspector, inglés. Con esto, trataba de hacerme detener y bajar a tierra. El oficial me dice:

—No le detendré y no le bajaré a tierra por el grave delito que acaba de cometer. Será más castigado volviendo allá.

He perdido el tiempo. No, no hay duda, estoy destinado a volver al presidio. He tenido mala suerte, pero en cualquier caso, esos once meses de evasión, de intensas y diversas luchas tan terminado lamentablemente. Y, aun así, pese al estruendoso fracaso de esas múltiples aventuras, el regreso al presidio, con todas sus amargas consecuencias, no puede borrar los inolvidables momentos que acabo de vivir.

Cerca de ese puerto de Trinidad que hemos dejado hace un momento, a pocos kilómetros, se encuentra la incomparable familia Bowen. No hemos pasado lejos de Curasao, tierra del gran hombre que es el obispo de este país, Irénée de Bruy Seguramente, hemos rozado también el territorio de los indios guajiros, donde conocí el amor más apasionado y puro en su forma más espontánea y natural. Toda la claridad de que son capaces los niños, la forma pura de ver las cosas que distingue a esa edad privilegiada, las he encontrado en esas indias llenas de voluntad, ricas de comprensión, de amor ingenuo y de pureza.

¡Y esos leprosos de la Isla de las Palomas! ¡Esos miserables presidiarios aquejados de tan horrible enfermedad y que, sin embargo, tuvieron la fuerza de hallar en su corazón la nobleza necesaria para ayudarnos!

¡Hasta el cónsul belga, hombre de una bondad espontánea hasta Joseph Dega, quien, sin conocerme, tanto se expuso por mí! Todas esas personas, todos esos seres que he conocido e esa fuga, hacen que esta haya valido la pena de haberla hecho. Incluso fallida, mi evasión es una victoria sólo porque he tenido ocasión de enriquecer mi alma con el conocimiento de esas personas excepcionales. No, no me arrepiento de haberla hecho.

Ya está, he aquí el Maroni y sus aguas cenagosas. Estamos en la cubierta del Mana. El sol de los trópicos ha comenzado ya a abrasar esta tierra. Son las nueve de la mañana, vuelvo a ver el estuario y entramos despacio por donde salí tan de prisa. Mis camaradas no hablan. Los vigilantes están contentos de arribar. La mar se ha embravecido durante el viaje y muchos de ellos respiran, por fin, con alivio.

16 de noviembre de 1934

En el atracadero, un gentío enorme. Se nota que esperan con curiosidad a los hombres que no temieron ir tan lejos. Como llegamos en domingo, el evento representa también una distracción para esa sociedad que no tiene muchas. Oigo a personas que dicen:

—El herido es Papillon. Ese, Clousiot. Aquel, Maturette…

Y así sucesivamente.

En el campamento de la penitenciaría, seiscientos hombres están agrupados delante de su barracón, junto a cada grupo, vigilantes. El primero a quien reconozco es François Sierra. Llora sin recato, sin ocultarse de los demás. Está encaramado en una ventana en la enfermería y me mira. Se nota que su pesadumbre es sincera. Nos paramos en medio del campo. El comandante de la penitenciaría toma un megáfono:

—Deportados, podéis comprobar la inutilidad de evadirse. Todos los países os encarcelan para entregaros a Francia. Nadie quiere saber nada de vosotros. Vale más, pues, que permanezcáis tranquilos y os portéis bien. ¿Qué les espera a esos seis hombres? Una dura condena que deberán cumplir en la Reclusión de la isla de San José y, para el resto de su pena, el internamiento en las Islas de la Salvación. Esto es lo que han ganado con fugarse. Espero que lo habréis comprendido. Vigilantes, llevad a esos hombres al pabellón disciplinario.

Algunos minutos después, nos encontramos en una celda especial del pabellón de extrema vigilancia. Tan pronto llego, pido que me curen los pies, todavía muy tumefactos e inflados. Clousiot dice que el escayolado de la pierna le duele. Intentamos el golpe… ¡Si nos mandasen al hospital! Llega François Sierra con su vigilante.

—Este es el enfermero —dice este último.

—¿Cómo estás, Papi?

—Estoy enfermo, quiero ir al hospital.

—Trataré de conseguirlo, pero, después de lo que hiciste, creo que será casi imposible, y Clousiot, igual.

Me fricciona los pies, me pone pomada, comprueba el escayolado de Clousiot y se va. No hemos podido decirnos nada, pues los vigilantes estaban allí, pero sus ojos expresaban tanta dulzura que me he quedado conmovido.

No, no hay nada que hacer —me dice al día siguiente mientras me da otro masaje—. ¿Quieres que te haga pasar a una sala común? ¿Te ponen la barra por la noche?

—Sí.

—Entonces, es mejor que vayas a la sala común. Seguirás llevando los grilletes, pero no estarás solo. Y, en este momento, estar aislado debe resultarte horrible.

Sí, el aislamiento, en este momento, es más difícil aún de soportar que antes. Estoy en un estado de ánimo tal, que ni siquiera necesito cerrar los ojos para vagabundear tanto en el pasado como en el presente. Y como no puedo andar, para mí el calabozo es aún peor de lo que era.

¡Ah! Ahora sí que estoy verdaderamente de vuelta en el «camino de la podredumbre». Sin embargo, había podido salirme de el muy pronto y volaba por el mar hacia la libertad, hacia el gozo de poder ser de nuevo un hombre, hacia la venganza, también. La deuda que tiene conmigo Polein, la bofia y el fiscal no debo olvidarla. En lo que se refiere al baúl, no es necesario entregarlo a los polizontes de la puerta de la Policía judicial. Llegaré vestido de empleado de los coches-cama «Cook», con una hermosa gorra de la Compañía en la cabeza. En el baúl, una gran etiqueta: «Comisario Divisionario Benolt, 36, Quai des Orfévres, París (Sena).» Subiré personalmente el baúl a la sala de informaciones, y como habré calculado que el despertador no funcionará hasta que me haya retirado, todo saldrá a pedir de boca. Haber encontrado la solución me ha quitado un gran peso de encima. En cuanto al fiscal, ya tendré ocasión de arrancarle la lengua, la manera como lo haré todavía no está establecida, pero… sí, se la arrancaré a trocitos, esa lengua prostituida.

En lo inmediato, primer objetivo: curarme los pies. Es menester que camine lo antes posible. No me presentaré ante el tribunal antes de tres meses, y en tres meses pueden pasar muchas cosas. Un mes para andar, un mes para poner las cosas a punto, y buenas noches, señores. Dirección: Honduras británica. Pero, esta vez, nadie podrá echarme el guante.

Ayer, tres días después de nuestro regreso, me han llevado a la sala común. Cuarenta hombres esperan en ella el consejo de guerra. Unos acusados de robo, otros, de saqueo, de incendio deliberado, de homicidio, de homicidio frustrado, de asesinato, de tentativa de evasión, de evasión y hasta de antropofagia. A cada lado del zócalo de madera somos veinte, todos atados a la misma barra, el pie izquierdo de cada hombre queda sujeto a la barra común por una argolla de hierro. A las seis de la mañana, nos quitan esos gruesos grilletes y, durante todo el día, podemos sentarnos, pasear, jugar a damas, discutir en lo que llaman el coursier, una especie de pasillo de dos metros de anchura que atraviesa la sala. Durante el día, no tengo tiempo de aburrirme. Todo el mundo viene a verme, por pequeños grupos, para que les cuente la fuga. Todos me llaman loco, cuando les digo que abandoné voluntariamente mi tribu de guajiros, a Lali y a Zoraima.

—Pero ¿qué buscabas, compañero? —dijo un parisiense al oír el relato—. ¿Tranvías? ¿Ascensores? ¿Cines? ¿La luz eléctrica con su corriente de alta tensión para accionar las sillas eléctricas? ¿O querías ir a tomarte un baño en el estanque de la plaza Pigalle? ¡Qué has hecho, compañero! —continúa diciendo el golfillo—. Tienes dos chavalas a cuál más estupenda, vives en cueros en plena Naturaleza con una panda de desnuditas fetén, comes, bebes, cazas; tienes mar, sol, arena caliente y hasta ostras perlíferas, y no encuentras nada mejor que abandonar todo eso y, ¿para ir adónde? ¿Dime? ¿Para tener que cruzar las calles corriendo si no quieres que te aplasten los coches, para verte obligado a pagar alquiler, sastre, factura de electricidad y teléfono y, si me apuras, un cacharro, para hacer el vago o trabajar como un imbécil para un patrono y ganar lo justo para no morirte de hambre? ¡No lo comprendo, macho! ¡Estabas en el cielo y, voluntariamente, vuelves al infierno, donde además de los afanes de la vida, tienes el de huir de todos los policías del mundo que van detrás de ti! Bien es verdad que tienes sangre fresca de Francia y no has tenido tiempo de ver menguar tus facultades físicas y mentales. Pero ni siquiera así puedo comprenderte, a pesar de mis diez años de presidio. En fin, de todas formas, bien venido seas, y, como seguramente tienes intención de volver a empezar, cuenta con todos nosotros para ayudarte. ¿Verdad, compañeros? ¿Estáis de acuerdo?

Todos están de acuerdo y les doy las gracias.

Son, de eso no hay duda, hombres temibles. Dada nuestra promiscuidad, resulta fácil percatarse de si alguien lleva estuche o no. Por la noche, como todo el mundo está en la barra de justicia común, no es difícil matar impunemente a alguien. Basta con que durante el día, por determinada cantidad de parné, el llavero árabe quiera no cerrar bien la argolla. Así, por la noche, el hombre interesado se suelta, hace lo que ha maquinado hacer y vuelve tranquilamente a acostarse en su sitio, cuidando de cerrar bien su argolla. Como el árabe es indirectamente cómplice, cierra el pico.

Hace ya tres semanas que he vuelto. Han pasado bastante de prisa. Comienzo a andar un poco apoyándome en la barra del pasillo que separa las dos hileras de mamparas. Hago las primeras pruebas. La semana pasada, en la instrucción, vi a los tres guardianes del hospital que zurramos y desarmamos. Están muy contentos de que hayamos vuelto y esperan que un día de esos vayamos a parar a algún sitio donde ellos estén de servicio. Pues después de nuestra fuga, los tres sufrieron graves sanciones: suspensión de sus seis meses de permiso en Europa; suspensión del suplemento colonial de sus haberes durante un año. En resumen, que nuestro encuentro no ha sido muy cordial. Relatamos esas amenazas en la instrucción a fin de que todos tomen nota de ellas.

El árabe se ha comportado mejor. Se ha limitado a decir verdad, sin exagerar y olvidando el papel desempeñado por Maturette. El capitán-juez de instrucción ha insistido mucho por saber quién nos había facilitado la embarcación. Hemos hecho mal contándoles historias inverosímiles, como la confección almadías por nosotros mismos, etcétera.

Por haber agredido a los vigilantes, nos dice que hará todo posible para conseguir cinco años para mí y Clousiot, y tres para Maturette.

—Ya que es usted el llamado Papillon, confíe en mí, que le cortaré las alas y le costará levantar el vuelo.

Me da miedo de que tenga razón.

Sólo dos meses de espera para comparecer ante el tribunal. Me arrepiento mucho de no haber metido en mi estuche una o dos puntas de flecha envenenada. Si las hubiese tenido, habría podido, tal vez, jugarme el todo por el todo en el pabellón disciplinario. Ahora, cada día hago progresos. Camino mucho mejor. François Sierra nunca deja, mañana y tarde, de venir a friccionarme, con aceite alcanforado. Esos masajes-visita me causan un bien enorme, tanto en los pies como en la moral. ¡Es tan bueno tener un amigo en la vida!

He observado que esa fuga tan prolongada nos ha dado un prestigio indiscutible entre todos los presidiarios. Estoy seguro de que estamos completamente a cubierto en medio de esos hombres. No corremos ningún peligro de ser asesinados para robarnos. La inmensa mayoría no admitiría el hecho y, seguramente, los culpables perderían la vida. Todos, sin excepción, nos respetan y hasta nos admiran más o menos veladamente. Y el hecho de habernos atrevido a atacar a los guardianes nos hace catalogar como hombres dispuestos a todo. Es muy interesante sentirse seguro.

Cada día camino mejor, y muy a menudo, gracias a una botella que me deja Sierra, hay hombres que se brindan a darme masaje no sólo en los pies, sino también en los músculos de las piernas atrofiadas por esa prolongada inmovilidad.