A las seis de la mañana, ocho soldados y dos cabos acompañados por un teniente nos ponen las esposas y marchamos hacia Barranquilla en un camión militar. Hacemos los ciento ochenta kilómetros en tres horas y media. A las diez de la mañana, estamos en la prisión llamada la «80», en la calle de Medellín, Barranquilla. ¡Tantos esfuerzos para no ir a Barranquilla y, pese a todo, estar aquí! Es una ciudad importante. El primer puerto colombiano del Atlántico, pero situado en el interior del estuario de un río, el río Magdalena. En cuanto a su prisión, hay que decir que es importante: cuatrocientos presos y casi cien vigilantes. Ha sido organizada como cualquier prisión de Europa. Dos muros de ronda, de más de ocho metros de altura.
Nos recibe el estado mayor de la prisión con don Gregorio, el director, al frente. La prisión se compone de cuatro patios. Dos a un lado, dos en el otro. Están separados por una larga capilla donde se celebra misa y que también sirve de locutorio. Nos ponen en el patio de los más peligrosos. Durante el registro, han encontrado los veintitrés mil pesos y las flechitas. Considero mi deber advertir al director que están emponzoñadas, lo cual no es como para hacernos pasar por buenos chicos.
—¡Hasta tienen flechas envenenadas esos franceses!
Encontrarnos en esta prisión de Barranquilla es, para nosotros, el momento más peligroso de nuestra aventura. Pues aquí, en efecto, es donde seremos entregados a las autoridades francesas. Sí, Barranquilla, que para nosotros se reduce a su enorme prisión, representa el punto crucial. Hay que evadirse a costa de cualquier sacrificio. Debo jugarme el todo por el todo.
Nuestra celda está en medio del patio. Por lo demás, no es una celda, sino una jaula: un techo de cemento que descansa sobre gruesos barrotes de hierro con los retretes y los lavabos en uno de los ángulos. Los otros presos, un centenar, están repartidos en celdas abiertas en los cuatro muros de ese patio de veinte por cuarenta, por una reja que da al patio. Cada reja está rematada por una especie de sobradillo de chapa para impedir que la lluvia penetre en la celda. En esa jaula central sólo estamos nosotros, los franceses, expuestos día y noche a las miradas de los presos, pero, sobre todo, de los guardianes. Pasamos el día en el patio, de las seis de la mañana hasta las seis de la tarde. Entramos y salimos como queremos. Podemos hablar, pasear y hasta comer en el patio.
Dos días después de nuestra llegada, nos reúnen a los seis en la capilla en presencia del director, de algunos policías y de siete u ocho periodistas gráficos.
—¿Son ustedes los evadidos del presidio francés de la Guayana?
—No lo hemos negado nunca.
—¿Por qué delitos habéis sido condenados tan severamente cada uno de vosotros?
—Eso no tiene ninguna importancia. Lo importante es que no hemos cometido ningún delito en tierra colombiana y que su nación no sólo nos niega el derecho a rehacer nuestra vida, sino que también sirve de cazador de hombres, de gendarme, al Gobierno francés.
—Colombia cree que no debe aceptaros en su territorio.
—Pero yo, personalmente, y otros dos camaradas estábamos y estamos muy decididos a no vivir en este país. Nos detuvieron a los tres en alta mar y no en vías de desembarcar en esta tierra. Por el contrario, hacíamos todos los esfuerzos posibles para alejarnos de ella.
—LOS franceses, —dice un periodista de un diario católico— son casi todos católicos, como nosotros los colombianos.
—Es posible que ustedes se digan católicos, pero su forma de obrar es muy poco cristiana.
—¿Qué nos echa usted en cara?
—El ser colaboradores de los esbirros que nos persiguen. Es más, el hacer la labor de estos. De habernos despojado de nuestra embarcación con todo lo que nos pertenecía y que era muy nuestro, donación de los católicos de la isla de Curasao, tan notablemente representados por el obispo Irénée de Bruyne. No podemos encontrar admisible que no queráis correr el riesgo de la experiencia de nuestra problemática regeneración y que, por si fuese poco, nos impidáis ir más lejos, por nuestros propios medios, hasta un país donde, quizás, aceptarían correr ese riesgo. Eso es inaceptable.
—¿Nos guardáis rencor a los colombianos?
—No a los colombianos en sí, sino a su sistema policiaco y judicial.
—¿Qué quiere usted decir?
—Que cualquier error puede ser rectificado cuando se quiere. Déjennos ir por mar a otro país.
—Intentaremos conseguir eso.
Cuando de nuevo estamos en el patio, Maturette me dice:
—¡Vaya! ¿Has comprendido? Esta vez no hay que hacerse ilusiones, macho. Estamos en la fritada y no nos va a ser nada fácil saltar de la sartén.
—Queridos amigos, no sé si, unidos, seríamos más fuertes. Yo sólo os digo que cada uno puede hacer lo que mejor le parezca. En cuanto a mí, es preciso que me fugue de esta famosa «80».
El jueves me llaman al locutorio y veo a un hombre bien vestido, de unos cuarenta y cinco años. Le miro. Se parece asombrosamente a Louis Dega.
—¿Eres tú Papillon?
—Sí.
—Soy Joseph, hermano de Louis Dega. He leído los periódicos y vengo a verte.
—¿Viste a mi hermano allí? ¿Le conoces?
Le cuento exactamente la odisea de Dega hasta el día en que nos separamos en el hospital. Me hace saber que su hermano está en las Islas de la Salvación, noticia que le ha llegado desde Marsella. Las visitas tienen lugar en la capilla, 207 los jueves Y dice que, en Barranquilla, viven una docena de franceses venidos a buscar fortuna con sus mujeres. Todos son chulos de putas. En un barrio especial de la ciudad, una docena y media de prostitutas mantienen la alta tradición francesa de la prostitución distinguida y hábil. Siempre los mismos tipos de hombres, los mismos tipos de mujer que, desde El Cairo al Líbano, de Inglaterra a Australia, de Buenos Aires a Caracas, de Saigón a Brazzaville, pasean por la tierra su especialidad, vieja como el mundo, la prostitución y la forma de vivir de ella.
Joseph Dega me comunica algo sensacional: los chulos franceses de Barranquilla están preocupados. Tienen miedo de que nuestra llegada a la prisión turbe su tranquilidad y cause perjuicio a su floreciente comercio. En efecto, si uno o varios de nosotros se fugan, la Policía irá a buscarles en las casetas de las francesas, aunque al evadido nunca se le ocurra pedir asistencia allí. De ahí, indirectamente, la Policía puede descubrir muchas cosas: documentación falsa, autorizaciones de residencia caducadas o irregulares. Buscarnos provocaría verificaciones de identidad y de residencia. Y hay mujeres y hasta hombres que, si son descubiertos, podrían sufrir graves molestias.
Ya estoy bien informado. Añade que él está a mi disposición para lo que sea y que vendrá a verme los jueves y domingos. Le doy las gracias a ese buen chico, quien después me demostró que sus promesas eran sinceras. Me informa asimismo de que, según los periódicos, nuestra extradición ha sido concedida a Francia. ¡Bien! Señores, tengo muchas cosas que decirles.
—¿Qué? —exclaman los cinco a coro.
—En primer lugar, que no debemos hacernos ilusiones. La extradición es cosa hecha. Un barco especial de la Guayana francesa vendrá a buscarnos para devolvernos allí de donde vinimos. Luego, que nuestra presencia es causa de preocupación para nuestros chulos, bien afincados en esta ciudad. No para el que me ha visitado. Este se ríe de las consecuencias, pero sus colegas de corporación temen que, si uno de nosotros se evade, les ocasionemos molestias.
Todo el mundo suelta la carcajada. Creen que me guaseo. Clousiot dice:
—Señor chulo Fulano de tal, ¿me da usted permiso para evadirme?
—Basta de bromas. Si vienen a vernos putas, hay que decirles que no vuelvan. ¿Entendido?
—Entendido.
En nuestro patio hay, como dije, un centenar de presos colombianos. Distan de ser unos imbéciles. Los hay auténticos, buenos ladrones, falsificadores distinguidos, estafadores de mente ingeniosa, especialistas del atraco a mano armada, traficantes de estupefacientes y algunos pistoleros especialmente preparados en esa profesión, tan trivial en América, para numerosos ejercicios. Allí, los ricos, los políticos y los aventureros que han tenido éxito alquilan los servicios de esos pistoleros, que actúan por ellos.
Las pieles de esos hombres son de colores varios. Van del negro africano de los senegaleses a la piel de té de nuestros criollos de la Martinica; del ladrillo indio mongólico de cabellos lisos negro violáceo, al blanco puro. Establezco contactos, trato de darme cuenta de la capacidad y del espíritu de evasión de algunos individuos escogidos. La mayoría de ellos son como yo: porque temen o han cumplido ya una larga pena, viven en permanente esperanza de evasión.
Por los cuatro muros de este patio rectangular discurre un camino de ronda muy alumbrado por la noche, con una torreta donde se cobija un centinela en cada ángulo del muro. Así, día y noche, cuatro centinelas están de servicio, más uno en el patio, delante de la puerta de la capilla. Este, sin armas. La comida es satisfactoria y varios presos venden comida y bebida, café o zumos de fruta del país: naranja, piña, papaya, etc., que les traen del exterior. De vez en cuando, esos pequeños comerciantes son víctimas de un atraco a mano armada ejecutado con sorprendente rapidez. Sin haber tenido tiempo de sospechar nada, se encuentran con una gran toalla que les aprieta la cara para impedirles gritar, y un cuchillo en los riñones o el cuello que penetraría profundamente al menor movimiento. La víctima es despojada de la recaudación antes de poder decir esta boca es mía. Un puñetazo en la nuca acompaña el ademán de quitar la toalla. Nunca, pase lo que pase, habla nadie. A veces, el comerciante guarda lo que vende como quien cierra la tienda —y trata de averiguar quién ha podido hacerle esa mala jugada. Si le descubre, hay pelea, siempre a navaja.
Dos ladrones colombianos vienen a hacerme una proposición. Les escucho con mucha atención. En la ciudad, al parecer, hay policías ladrones. Cuando están de vigilancia en un sector, avisan a cómplices para que puedan acudir allí a robar.
Mis dos visitantes les conocen a todos y me explican que sería muy mala pata si, durante la semana, alguno de esos policías no viniese a montar guardia delante de la puerta de la capilla. Sería conveniente que yo me hiciese entregar una pistola a la hora de visita. El policía ladrón aceptaría sin dificultad ser obligado, aparentemente, a llamar a la puerta de salida de la capilla que da a un pequeño puesto de guardia de cuatro o cinco hombres a lo sumo. Sorprendidos por nosotros, pistola en mano, estos no podrán impedirnos ganar la calle. Y, entonces sólo restaría perdernos en el tránsito, que es muy intenso en ella.
El plan no me gusta mucho. La pistola, para poder ocultarla, sólo puede ser de pequeño calibre, a lo sumo una «6.35». Aun con eso, hay el peligro de no intimidar lo suficiente a los guardias. O uno de ellos puede reaccionar mal y vernos obligados a matar. Digo que no.
El deseo de acción no sólo me atormenta a mí, sino también a mis amigos. Con la diferencia de que, tras algunos días de abatimiento, ellos llegan a aceptar la idea de que el barco que venga a buscarnos nos encuentre en la prisión. De eso a considerarse derrotados no hay más que un paso. Incluso discuten sobre el, modo como nos castigarán allí y del trato que nos aguarda.
—¡No quiero ni oír vuestras memeces! Cuando queráis hablar de tamaño porvenir, hacedlo lejos de mí, id a discutirlo a un rincón donde yo no esté. La fatalidad de la que habláis sólo es aceptable cuando se es impotente. ¿Sois impotentes? ¿Han capado a uno de vosotros? Si ha sido así, avisadme. Pues, os diré una cosa, machos: cuando pienso en pirármelas, pienso en que nos las piraremos todos. Cuando mi cerebro estalla a fuerza de pensar cómo hacer para evadirse, doy por sentado de que nos fugaremos todos. Y no resulta fácil, seis hombres. Porque, os diré una cosa, si veo que la fecha se avecina demasiado sin haber hecho nada, no me lo pensaré: mato a un policía colombiano para ganar tiempo. No van a entregarme a Francia si les he matado un policía. Y, entonces, tendré tiempo por delante. Y como estaré solo para evadirme, resultará más fácil.
Los colombianos preparan otro plan, no mal pensado. El día de la misa, domingo por la mañana, la capilla siempre está llena de visitas y de presos. Primero oyen misa todos juntos y, luego, terminado el oficio, en la capilla se quedan los presos que tienen visita. Los colombianos me piden que vaya el domingo a misa para enterarme bien de cómo va eso, a fin de poder coordinar la acción para el domingo que viene. Me proponen que sea el jefe de la revuelta. Pero rehúso ese honor: no conozco bastante a los hombres que van a actuar.
Respondo de cuatro franceses, pues el bretón y el hombre de la plancha no quieren participar. No hay problema, sólo tienen que dejar de ir a la capilla. El domingo, nosotros, los cuatro que estaremos en el ajo, asistimos a misa. Esa capilla es rectangular. Al fondo, el coro; en medio, a ambos lados, dos puertas que dan a los patios. La puerta principal da al puesto de guardia. La cierra una reja detrás de la cual están los guardianes, unos veinte. Por último, detrás de estos, la puerta de la calle. Como la capilla está llena a rebosar, los guardias dejan la reja abierta y, durante el oficio, permanecen de pie en fila apretada. Entre las visitas deben venir dos hombres y armas. Las armas serán traídas por mujeres bajo las faldas. Las distribuirán una vez haya entrado todo el mundo. Serán de gran calibre, «38» o «45». El jefe del complot recibirá un revólver de gran calibre de una mujer que se retirará acto seguido. A la señal del segundo campanillazo del monaguillo, debemos atacar todos. Yo debo poner un enorme cuchillo bajo la garganta del director, don Gregorio, diciendo:
—Da la orden de dejarnos pasar, si no, te mato.
Otro debe de hacer lo mismo con el cura. Los otros tres, desde tres ángulos distintos, apuntarán sus armas contra los policías que están de pie en la reja de la entrada principal de la capilla. Orden de cargarse al primero que no tire su arma. Los que no vayan armados, deben ser los primeros en salir. El cura y el director servirán de escudo a la retaguardia. Si todo sucede normalmente, los policías tendrán sus fusiles en el suelo. Los hombres armados de pistolas deben hacerles entrar en la capilla. Saldremos cerrando primero la reja, después la puerta de madera. El puesto de guardia estará desierto, puesto que todos los policías asisten obligatoriamente, de pie, a la misa. Fuera, a cincuenta metros, estará un camión con una escalerita colgada atrás para que podamos subir más de prisa. El camión no arrancará hasta que el jefe de la revuelta haya subido. Debe ser el último en subir. Tras haber asistido a la celebración de la misa, doy mi conformidad. Todo ocurre como me lo ha descrito Fernando.
Joseph Dega no acudirá a la visita este domingo. Sabe por qué. Hará preparar un falso taxi para que nosotros no subamos al camión y nos llevará a un escondrijo que también él se encargará de disponer. Estoy muy excitado toda la semana y espero la acción con impaciencia. Fernando ha podido agenciarse un revólver por otros medios. Es un «45» de la Guardia Civil colombiana, un arma de veras temible. El jueves, una de las mujeres de Joseph ha venido a verme. Es muy simpática y me dice que el taxi será de color amarillo, no podemos equivocarnos.
—O. K. Gracias.
—Buena suerte.
Me besa gentilmente en ambas mejillas y hasta me parece que está un poco emocionada.
—Entra, entra. Que esta capilla se llene para escuchar la voz de Dios —dice el cura.
Clousiot está en su puesto, preparado. A Maturette le brillan los ojos y el otro no se despega de mí. Muy sereno, ocupo mi sitio. Don Gregorio, el director, está sentado en una silla, al lado de una mujer gorda. Estoy de pie junto al muro. A mi derecha, Clousiot, a mí izquierda, los otros dos, vestidos decorosamente para no llamar la atención del público si logramos ganar la calle. Llevo el cuchillo abierto sobre el antebrazo derecho. Está sujeto por un grueso elástico y tapado por la manga de la camisa caqui, bien abrochada en el puño. Es el momento de la elevación, cuando todos los asistentes bajan la cabeza como si buscasen algo, cuando el monaguillo, tras haber agitado muy de prisa su campanilla, debe hacer tres toques separados. El segundo es nuestra señal. Cada cual sabe lo que debe hacer entonces.
Primer toque, segundo… Me abalanzo sobre don Gregorio y le pongo el cuchillo bajo su grueso cuello arrugado. El cura grita:
—Misericordia, no me mate.
Y, sin verles, oigo a los otros tres ordenar a los guardias que tiren el fusil. Todo va bien. Agarro a don Gregorio por el cuello de su bonito traje y le digo:
—Siga (sic) y no tengas miedo, no te haré daño.
El cura está quieto con una navaja de afeitar bajo la garganta, cerca de mi grupo. Fernando dice:
—Vamos, francés, vamos a la salida.
Con la alegría del triunfo, del éxito, empujo a toda mi gente hacia la puerta que da a la calle, cuando restallan dos tiros de fusil al mismo tiempo. Fernando se desploma y uno de los que van armados, también. De todos modos, avanzo un metro más, pero los guardias se han rehecho y nos cortan el paso con sus fusiles. Afortunadamente, entre ellos y nosotros hay mujeres. Eso les impide disparar. Dos tiros de fusil más, seguidos de un pistoletazo. Nuestro tercer compañero armado acaba de ser derribado tras haber tenido tiempo de disparar un poco a bulto, pues ha herido a una muchacha. Don Gregorio, pálido como un muerto, me dice:
—Dame el cuchillo.
Se lo entrego. De nada hubiese servido continuar la lucha. En menos de treinta segundos, la situación ha cambiado.
Más de una semana después, he sabido que la revuelta fracasó a causa de un preso de otro patio que presenciaba la misa desde el exterior de la capilla. Ya a los primeros segundos de la acción, avisó a los centinelas del muro de ronda. Estos saltaron del muro de más de seis metros al patio, uno a un lado de la capilla y el otro, en el otro y, a través de los barrotes de las puertas laterales, dispararon primero a los presos que, subidos en un banco, amenazaban con sus armas a los policías. El tercero fue derribado algunos segundos después, al pasar por su campo de tiro. La continuación fue una hermosa corrida. Yo me quedé al lado del director que gritaba órdenes. Dieciséis de los nuestros, entre ellos los cuatro franceses, nos hemos encontrado con grilletes en un calabozo, a pan y agua.
Don Gregorio ha recibido la visita de Joseph. Me hace llamar y me explica que, en atención a él, me hará volver al patio con mis camaradas. Gracias a Joseph, diez días después de la revuelta todos estábamos de nuevo en el patio, incluso los colombianos y en la misma celda de antes. Al llegar a ella, pido que dediquemos a Fernando y a sus dos amigos muertos en la acción unos minutos de recuerdo. Durante la visita, Joseph me explicó que había hecho una colecta y que entre todos los chulos había reunido cinco mil pesos con los cuales pudo convencer a don Gregorio. Aquel gesto hizo aumentar nuestra estima por los chulos.
¿Qué hacer, ahora? ¿Qué inventar de nuevo? ¡Pese a todo no voy a darme por vencido y esperar a la bartola la llegada del barco!
Tendido en el lavadero común, al resguardo de un sol de justicia, puedo examinar, sin que nadie se fije en mí, el ir y venir de los centinelas en el muro de ronda. Por la noche, cada diez minutos, cada uno grita por turno: «¡Centinela, alerta!». Así, el jefe puede comprobar que ninguno de los cuatro duerme. Si uno no contesta, el otro repite su llamamiento hasta que conteste.
Creo haber dado con un fallo. En efecto, de cada garita, en las cuatro esquinas del camino de ronda, cuelga un bote atado a una cuerda. Cuando el centinela quiere café, llama al cafetero, quien le vierte uno o dos cafés en el bote. El otro, no tiene más que tirar de la cuerda. Ahora bien, la garita del fondo de la derecha tiene una especie de torreta que sobresale un poco sobre el patio. Y me digo que si fabrico un grueso gancho atado al extremo de una cuerda trenzada, conseguir que quede sujeto a la garita será cosa de coser y cantar. En pocos segundos, he de poder salvar el muro que da a la calle. Sólo hay un problema: neutralizar al centinela. ¿Cómo?
Veo que se levanta y da unos cuantos pasos por el muro de ronda. Me da la impresión de que el calor le agobia y lucha por no quedarse dormido. ¡Eso es, maldita sea! ¡Es menester que se duerma! Primero, confeccionaré la cuerda y, si encuentro un gancho seguro, le dormiré y probaré suerte. En dos días, queda trenzada una cuerda de casi siete metros con todas las camisas de tela fuerte que hemos podido encontrar, sobre todo las de color caqui. —El gancho ha sido fácil de encontrar. Es el soporte de uno de los sobradillos fijados en las puertas de las celdas para protegerlas de la lluvia. Joseph Dega me ha traído una botella de somnífero muy potente. Según las indicaciones, sólo puede tomarse diez gotas de él. La botella contiene aproximadamente seis cucharadas soperas colmadas. Acostumbro al centinela a aceptar que le convide a café. El me manda el bote y yo cada vez, le mando tres cafés. Como todos los colombianos gustan del alcohol y el somnífero sabe un poco a anís, me procuro una botella de anís. Digo al centinela:
—¿Quieres café a la francesa?
—¿Cómo es?
—Con anís.
—Primero, probaré.
Varios centinelas han probado mi café con anís y, ahora, cuando convido a café, me dicen:
—¡A la francesa!
—Como quieras.
—Y, ¡zas!, les echo anís.
La hora H ha llegado. Sábado al mediodía. Hace un calor espantoso. Mis amigos saben que es imposible que tengamos tiempo de pasar dos, pero un colombiano de nombre árabe, Alí, me dice que subirá detrás de mí. Acepto. Eso evitará que un francés pase por cómplice y sea castigado en consecuencia. Por otra parte, no puedo llevar encima la cuerda y el gancho, pues el centinela tendrá tiempo de sobra para observarme cuando le dé el café. En nuestra opinión, a los cinco minutos estará K. O.
Son «menos cinco». Llamo al centinela.
—Bien.
—¿Quieres tomarte un café?
—Sí, a la francesa, sabe mejor.
—Espera, te lo traigo.
Voy al cafetero: «Dos cafés». En mi bote he echado ya todo el somnífero. ¡Si con eso no se desploma como una piedra…! Llego bajo él y me ve echar anís ostensiblemente.
—¿Lo quieres cargado?
—Si.
Echo un poco más, lo vierto en su bote y él lo sube en seguida.
Cinco minutos, diez, quince. ¡Veinte minutos! Sigue sin dormirse. Más aún, en lugar de sentarse, da algunos pasos, fusil en mano, ida y vuelta. Sin embargo, se lo ha bebido todo. Y el cambio de guardia es a la una.
Como sobre ascuas, observo sus movimientos. Nada indica que esté drogado. ¡Ah! Acaba de tambalearse. Se sienta delante de la garita, con el fusil entre las piernas. Ladea la cabeza. Mis amigos y dos o tres colombianos que están en el secreto siguen tan apasionadamente como yo sus reacciones.
—¡Rápido! —digo al colombiano—. ¡La cuerda!
Se dispone a arrojarla, cuando el guardia se levanta, deja caer su fusil en el suelo, se despereza y mueve las piernas como si quisiera marcar el paso. El colombiano se para a tiempo. Quedan dieciocho minutos antes del relevo. Entonces, me pongo a llamar mentalmente a Dios en mi auxilio: «¡Te lo ruego, ayúdame otra vez! ¡Te lo suplico, no me abandones!». Pero es inútil que invoque a ese Dios de los cristianos, tan poco comprensivo a veces, sobre todo para mí, un ateo.
—¡Parece mentira! —dice Clousiot, acercándose a mí—. ¡Es extraordinario que no se duerma el memo ese!
El centinela se agacha para recoger su fusil y, en el momento mismo que va a hacerlo, cae cuan largo es en el camino de ronda, como fulminado. El colombiano lanza el gancho, pero el gancho no queda prendido y cae. Lo tira otra vez. Ya está enganchado. Tira un poco de él para ver si está bien sujeto. Lo compruebo y, en el momento que pongo el pie contra el muro para hacer la primera flexión y empezar a subir, Clousiot me dice:
—¡Lárgate, que viene el relevo!
Tengo el tiempo justo de retirarme antes de ser visto. Movidos por ese instinto de defensa y de camaradería de los presos, una docena de colombianos me rodean rápidamente y me mezclan a su grupo. Un guardia del relevo nota a la primera ojeada el gancho y el centinela desplomado con su fusil. Corre dos o tres metros y aprieta el timbre de alarma, convencido de que ha habido una evasión.
Vienen a buscar al dormido con una camilla. Hay más de veinte policías en el camino de ronda. Don Gregorio, está con ellos y hace subir la cuerda. Tiene el gancho en la mano. Algunos instantes después, fusil en ristre, los policías rodean el patio. Pasan lista. A cada nombre, el interpelado debe meterse en su celda. ¡Sorpresa: no falta nadie! Encierran a todo el mundo bajo llave, cada cual en su celda.
Segunda lista y control, celda por celda. No, no ha desaparecido nadie. Hacia las tres, nos dejan ir de nuevo al patio. Nos enteramos de que el centinela está durmiendo a pierna suelta y de que todos los medios empleados para despertarle no han dado resultado. Mi cómplice colombiano está tan desesperado como yo. ¡Estaba tan convencido de que nos iba a salir bien! Dice pestes de los productos americanos, pues el somnífero era americano.
—¿Qué vamos a hacer?
—¡Hombre, pues volver a empezar!
Es todo lo que se me ocurre decirle. Cree que quiero decir: volver a dormir a un centinela; pero yo pensaba: encontrar otra cosa. Me dice:
—¿Crees que esos guardias son lo bastante imbéciles como para que encontremos a otro que quiera tomarse un café a la francesa?
Pese a lo trágico del momento, no puedo menos que reírme.
—¡Seguro, macho!
El policía ha dormido tres días y cuatro noches seguidos. Cuando, por fin, despierta, desde luego dice que, seguramente, fui yo quien le durmió con el café a la francesa. Don Gregorio me manda llamar y me carea con él. El jefe del cuerpo de guardia quiere golpearme con su sable. Pego un bote hasta el rincón de la pieza y le provoco. El otro levanta el sable, don Gregorio se interpone, recibe el sablazo en pleno hombro y se desploma. Tiene la clavícula fracturada. Grita tan fuerte que el oficial sólo se ocupa de él. Le recoge. Don Gregorio pide socorro. De los despachos contiguos acuden todos los empleados civiles. El oficial, otros dos policías y el centinela que yo dormí se pelean con una docena de paisanos que quieren vengar al director. En esta tangana, varios quedan levemente heridos. El único que no tiene nada soy yo. Lo importante no es ya mi caso, sino el del director y el del oficial. El sustituto del director, mientras a este le transportan al hospital, me lleva de nuevo al patio:
Más tarde nos ocuparemos de ti, francés.
El día siguiente, el director, con el hombro escayolado me pide una declaración escrita contra el oficial. Declaro de buena gana todo lo que quiere. Se han olvidado por completo de la historia del somnífero. Eso no les interesa, afortunadamente para mí.
Han pasado unos cuantos días, cuando Joseph Dega se ofrece a organizar una acción desde fuera. Como le he dicho que la evasión, de noche, es imposible a causa del alumbrado del camino de ronda, busca el medio de cortar la corriente. Gracias a un electricista, lo encuentra: bajando el interruptor de un transformador situado fuera de la cárcel. A mí me toca sobornar al centinela de guardia del lado de la calle, así como al del patio, en la puerta de la capilla. Fue más complicado de lo que creíamos Primero, tuve que convencer a don Gregorio de que me entregase diez mil pesos so pretexto de mandarlos a mi familia por mediación de Joseph, «obligándole», desde luego, a aceptar dos mil pesos para comprarle un regalo a su mujer. Luego, tras haber localizado al que establecía los turnos y las horas de guardia, tuve que sobornarle a su vez. Recibirá tres mil pesos, pero no quiere intervenir en las negociaciones con los otros dos centinelas. A mí me toca encontrarlos y hacer tratos con ellos. Después, le da los nombres y él les asignará el turno de guardia que yo le indique.
La preparación de ese nuevo intento de fuga me costó más de un mes. Por fin, todo está cronometrado. Como no habrá que gastar cumplidos con la policía del patio, cortaremos el barrote con una sierra para metales con montura y todo. Tengo tres limas. El colombiano del gancho está sobre aviso. El cortará su barrote en varias etapas. La noche de la acción, uno de sus amigos, que se hace el loco desde tiempo atrás, golpeará un trozo de chapa de cinc y cantará a voz en cuello. El colombiano sabe que el centinela sólo ha querido hacer tratos para la evasión de dos franceses y ha dicho que si subía un tercer hombre, le dispararía De todos modos, quiere probar suerte y me dice que si trepamos bien pegados uno a otro en la oscuridad, el centinela no podrá distinguir cuántos hay. Clousiot y Maturette han echado a suerte quién se iría conmigo. Ha ganado Clousiot.
La noche sin luna llega. El sargento y los dos policías han cobrado la mitad de los billetes que les corresponden a cada uno. Esta vez, no he tenido que cortarlos, ya lo estaban. Deben ir a buscar las otras mitades al Barrio Chino, en casa de la mujer de Joseph Dega.
La luz se apaga. Atacamos el barrote. En menos de diez minutos, está aserrado. En pantalón y camisa oscuros, salimos de la celda. El colombiano se nos reúne de paso. Va completamente desnudo, aparte un slip negro. Trepo la reja del calabozo que está en el muro, rodeo el sobradillo y lanzo el gancho, que tiene tres metros de cuerda. Llego al camino de ronda en menos de tres minutos sin haber hecho ningún ruido. Tendido de bruces, aguardo a Clousiot. La noche es muy oscura. De repente, veo, o más bien adivino, una mano que se tiende, la agarro y tiro de ella. Entonces, se produce un ruido espantoso. Clousiot se ha pasado entre el sobradillo y el muro y se ha quedado enganchado a la chapa por el reborde de su pantalón. El cinc calla. Tiro otra vez de Clousiot, pensando que se ha desenganchado ya, y, en medio del estruendo que hace la chapa de cinc, le arranco por fuera y le aúpo hasta el camino de ronda.
Disparan de los otros puestos, pero no del mío. Asustados por los tiros, saltamos hacia el lado malo, a la calle que está a nueve metros, en tanto que, a la derecha, hay otra calle que está sólo a cinco metros. Resultado: Clousiot vuelve a romperse la pierna derecha. Yo tampoco puedo incorporarme: me he roto los dos pies. Más tarde, sabré que se trataba de los calcáneos. En cuanto al colombiano, se descoyunta una rodilla. Los disparos de fusil hacen salir a la guardia a la calle. Nos rodean con la luz de una potente linterna eléctrica, apuntándonos con los fusiles. Lloro de rabia. Por si fuese poco los policías no quieren admitir que no pueda incorporarme. Así, pues, de rodillas, arrastrándome bajo cientos de bayonetazos, vuelvo a la prisión. Clousiot, por su parte, anda a la pata coja y el colombiano, igual. Sangro horriblemente de una herida en la cabeza producida por un culatazo.
Los tiros han despertado a don Gregorio quien, por suerte, estaba de guardia aquella noche y dormía en su despacho. De no ser por él, nos hubiesen rematado a culatazos y bayonetazos. El que más se ensaña conmigo es, precisamente, el sargento a quien había pagado para que pusiese a los dos guardias cómplices. Don Gregorio detiene esa cruel brutalidad. Les amenaza con entregarles a los tribunales si nos hieren gravemente. Esta palabra mágica les paraliza a todos.
El día siguiente, la pierna de Clousiot es escayolada en el hospital. Al colombiano le ha encajado la rodilla un preso ensalmador y lleva un vendaje «Velpeau». Durante la noche, como mis pies se han inflamado hasta el punto de que son tan gordos como mi cabeza, rojos y negros de sangre, tumefactos en los talones, el doctor me hace meter los pies en agua tibia salada y, luego, me aplican sanguijuelas tres veces diarias. —Cuando están repletas de sangre, las sanguijuelas se desprenden por sí mismas y hay que ponerlas a vaciarse en vinagre. Seis puntos de sutura han cerrado la herida de la cabeza.
Un periodista falto de informaciones publica un artículo sobre, mí. Cuenta que yo era el jefe de la revuelta de la iglesia, que «envenené» a un centinela y que, en última instancia, organicé una evasión colectiva en complicidad con el exterior, puesto que cortaron la luz del barrio causando desperfectos en el transformador. «Esperemos que Francia venga lo antes posible a desembarazarnos de su gángster número Uno», concluye diciendo.
Joseph ha venido a verme acompañado de su mujer, Annie. El sargento y los tres policías se han presentado por separado para cobrar la mitad de los billetes. Annie viene a preguntarme qué debe hacer. Le digo que pague, porque ellos han cumplido su compromiso. Si hemos fracasado, ellos no tuvieron la culpa.
Hace una semana que me paseo por el patio en una carretilla que me sirve de cama. Estoy tendido, con los pies en alto, descansándolos sobre una tira de lona tendida entre dos palos colocados verticalmente en los brazos de la carretilla. Es la única postura posible para no sufrir demasiado. Mis pies enormes, inflados y congestionados de sangre coagulada no pueden apoyarse en nada, ni siquiera en posición horizontal. En cambio, de este modo, sufro un poco menos. Casi quince días después de haberme roto los pies, se han desinflado a medias y me hacen una radiografía. Los dos calcáneos están rotos. Tendré los pies planos toda mi vida.
El diario de hoy anuncia para fin de mes la llegada del barco que viene a buscarnos con una escolta de policías franceses. Es el Mana, dice el periódico. Estamos a 12 de octubre. Nos quedan dieciocho días, hay que jugar, pues, la última carta. ¿Pero cuál, con mis pies rotos?
Joseph está desesperado. En la visita, me cuenta que todos los franceses y todas las mujeres del Barrio Chino están consternados de haberme visto luchar tanto por mi libertad y de saberme a sólo algunos días de ser devuelto a las autoridades francesas. Mi caso conmueve a toda la colonia. Me consuela saber que esos hombres y sus mujeres están moralmente conmigo.
He abandonado el proyecto de matar a un policía colombiano. En efecto, no puedo decidirme a quitarle la vida a un hombre que no me ha hecho nada. Pienso que puede tener un padre o una madre que dependen de él, la mujer, hijos. Sonrío pensando que me haría falta —encontrar un policía malvado y sin familia. Por ejemplo, podría preguntarle: «Si te asesino, ¿de verdad que no te echará nadie de menos?». Esa mañana del 13 de octubre estoy triste. Contemplo un trozo de piedra de ácido pícrico que debe, tras habérmela comido, provocarme ictericia. Si me hospitalizan, quizá pueda hacerme sacar del hospital por gente pagada por Joseph. El día siguiente, 14, estoy más amarillo que un limón. Don Gregorio viene a verme en el patio. Estoy a la sombra, medio tendido en mi carretilla, patas arriba. Rápidamente, sin ambages, sin prudencia, ataco:
—Diez mil pesos para usted si me hace hospitalizar.
—Francés, lo intentaré. No tanto por los diez mil pesos como porque me da pena verte luchar en vano por tu libertad. Sin embargo, no creo que te guarden en el hospital, a causa de ese artículo aparecido en el periódico. Tendrán miedo.
Una hora después, el doctor me manda al hospital. Pero ni siquiera lo he pisado. Bajado de la ambulancia en una camilla, volvía a la cárcel dos horas después de una visita minuciosa y un análisis de orina sin haberme movido de la camilla.
Estamos a 19, jueves. La mujer de Joseph, Annie, ha venido acompañada por la mujer de un corso. Me han traído cigarrillos y algunos pasteles. Esas dos mujeres, con sus palabras afectuosas, me han causado un bien inmenso. Las cosas más bonitas, la manifestación de su pura amistad, han transformado, en verdad, este día «amargo» en una tarde soleada. Nunca podré expresar hasta qué punto la solidaridad de las gentes del hampa me ha hecho bien durante mi estancia en la prisión «80». Ni cuánto debo a Joseph Dega, quien ha llegado hasta arriesgar su libertad y su posición por ayudarme a fugarme.
Pero una palabra de Anníe me ha dado una idea. Charlando, me dice.
—Mi querido Papillon, ha hecho usted todo lo humanamente posible para conquistar su libertad. El destino ha sido muy cruel con usted. ¡Sólo le queda volar la «80»!
—Y, ¿por qué no? ¿Por qué no habría de volar esta vieja prisión? Les haría un magnífico favor a los colombianos. Si la hago volar, quizá se decidan a construir otra nueva, más higiénica.
Al abrazar a esas dos encantadoras muchachas a quienes digo adiós para siempre, murmuro a Annie:
—Diga a Joseph que venga a verme el domingo.
El domingo, día 22, Joseph está aquí.
—Escucha, haz lo imposible para que alguien me traiga el jueves un cartucho de dinamita, un detonador y una mecha «Bickford». Por mi parte, haré lo necesario para conseguir un berbiquí y tres taladros.
—¿Qué vas a hacer?
—Volaré la tapia de la prisión en pleno día. Promete cinco mil pesos al taxi de marras. Que esté detrás de la calle de Medellín todos los días de las ocho de la mañana a las seis de la tarde. Cobrará quinientos pesos diarios si no ocurre nada y cinco mil si pasa algo. Por el agujero que abrirá la dinamita, saldré a hombros de un forzudo colombiano hasta el taxi, lo demás es cosa tuya. Si el falso taxista está conforme, manda el cartucho. Si no, todo se habrá perdido y adiós esperanzas.
—Cuenta conmigo —dice Joseph.
A las cinco, me hago llevar en brazos a la capilla. Digo que quiero rezar a solas. Me llevan allí. Pido que don Gregorio venga a verme. Viene.
—Hombre, ya sólo faltan ocho días para que me dejes.
—Por eso le he hecho venir. Tiene usted quince mil pesos míos. Quiero entregarlos a un amigo antes de irme para que los mande a mi familia. Le ruego que acepte usted tres mil pesos que le ofrezco de corazón por haberme protegido siempre de los malos tratos de los soldados. Me haría un favor si me los entregase hoy con rollo de papel de goma a fin de que, de aquí al jueves, los arregle para dárselos preparados a mi amigo.
—Conforme.
—Vuelve y me entrega, partidos por la mitad, doce mil pesos. Se queda tres mil.
De nuevo en mi carretilla, llamo al colombiano que salió conmigo la última vez a un rincón solitario. Le digo mi proyecto y le pregunto si se siente capaz de llevarme a cuestas durante veinte o treinta metros hasta —el taxi. Se compromete formalmente a hacerlo. Por este lado, la cosa marcha. Actúo como si estuviese seguro de que Joseph se saldrá con la suya. El lunes por la mañana temprano me sitúo bajo el lavadero, y Maturette que, con Clousiot, sigue siendo el «chófer» de mi carretilla, va a buscar al sargento a quien di tres mil pesos y que tan salvajemente me pegó cuando la última evasión.
—Sargento López, tengo que hablarle.
—¿Qué quiere usted?
—Por dos mil pesos quiero un berbiquí muy fuerte de tres marchas y seis taladros. Dos de medio centímetro, dos de un centímetro y dos de un centímetro y medio de espesor.
—No tengo dinero para comprarlo.
—Ahí van quinientos pesos.
—Mañana los tendrás al cambio de guardia, a la una. Prepara los dos mil pesos.
El martes, a la una, lo tengo todo en el cubo vacío del patio, una especie de papelera que vacían cuando se cambia de guardia. Pablo, el forzudo colombiano, lo recoge todo y lo esconde.
El jueves 26, en la visita, Joseph no está. A la terminación de la visita, me llaman. Es un viejo francés, muy arrugado, que viene de parte de Joseph.
—En esta hogaza está lo que pediste.
—Ahí van dos mil pesos para el taxi. Cada día, quinientos.
—El taxista es un viejo peruano en buena forma. Por ese lado, no te preocupes. Ciao.
—Ciao.
En una gran bolsa de papel, para que la hogaza no llame la atención, han puesto cigarrillos, fósforos, salchichas ahumadas, un salchichón, un paquete de mantequilla y un frasco de aceite negro. Mientras registra mi paquete, le doy al guardia de la puerta un paquete de cigarrillos, fósforos y dos salchichas. Me dice:
—Dame un pedazo de pan.
—¡Lo que faltaba!
—No, el pan te lo compras, ahí tienes cinco pesos. ¡Apenas habrá bastante para nosotros seis!
¡Uf! De buena me he librado. ¡Qué idea ofrecer salchichas al tipo ese! La carretilla se aleja rápidamente de ese patoso Policía. He quedado tan sorprendido por semejante petición que todavía sudo.
—Los fuegos artificiales serán mañana. Todo está aquí, Pablo. Hay que hacer el agujero exactamente bajo el saliente de la torreta. El guardián de arriba no podrá verte.
—Pero podrá oírlo.
—Lo tengo previsto. Por la mañana, a las diez, ese lado del patio está en sombra. Es necesario que uno de los caldereros se ponga a aplanar una hoja de cobre contra la pared, a algunos metros de nosotros, al descubierto. Si son dos, tanto mejor. Les daré quinientos pesos a cada uno. Busca a los dos hombres.
Los encuentra.
—Dos amigos míos martillearán el cobre sin parar. El centinela no podrá distinguir el ruido del taladro. Pero tú, con tu carretilla, tendrás que estar un poco apartado del saledizo y discutir con los franceses. Eso distraerá un poco al centinela del otro ángulo.
En una hora, el agujero está hecho. Gracias a los martillazos sobre el cobre y el aceite que un ayudante vierte en el taladro, el centinela no sospecha nada. El cartucho es metido en el agujero y el detonador colocado, así como veinte centímetros de mecha. El cartucho está calzado con arcilla. Nos apartamos. Si todo va bien, la explosión abrirá una brecha. El centinela caerá con la garita y yo, a través del agujero, a caballo sobre Pablo, llegaré al taxi. Los otros se espabilarán como puedan. Lógicamente. Clousiot y Maturette, aunque salgan después que nosotros, estarán en el taxi antes que yo.
Antes de prender fuego, Pablo advierte a un grupo de colombianos:
—Si queréis evadiros, dentro de unos instantes habrá un agujero en el muro.
Prendemos fuego. Una explosión de todos los diablos hace retemblar el barrio. La torreta se ha venido abajo con el policía. El muro tiene grandes resquebrajaduras en todas partes, tan anchas que se ve la calle al otro lado, pero ninguna de esas aberturas es lo bastante espaciosa para que se pueda pasar por ella. Ninguna brecha suficientemente grande se ha producido y sólo en este momento admito que estoy perdido. Mi destino, es, sin duda, volver allá, a Cayena.
El zafarrancho que sigue a la explosión es indescriptible. Hay más de cincuenta policías en el patio. Don Gregorio sabe a qué atenerse.
—Bueno, francés. Esta vez es la última, ¿no?
El jefe de la guarnición está loco de rabia. No puede dar orden de pegar a un hombre herido, tendido en una carretilla y yo, para evitar que la tomen con los otros, declaro en voz alta que todo lo he hecho yo y sólo yo. Seis guardias delante del muro rejado, seis más en el muro de la cárcel y otros seis fuera, en la calle, montarán guardia permanentemente hasta que los albañiles hayan reparado los desperfectos. Por fortuna el centinela que cayó del muro de ronda no se hizo el menor daño.