Sólo veintiocho días después, por mediación del cónsul belga en Santa Marta, llamado Klausen, salgo de este antro inmundo. El negro, que se llama Palacios y salió tres semanas después de mi llegada, tuvo la idea de decirle a su madre, durante su visita, que avisase al cónsul belga que un belga estaba en estos calabozos. Se le ocurrió la idea un domingo al ver que un preso belga recibía la visita de su cónsul.
Un día, pues, me llevaron al despacho del comandante, quien me dijo:
—Usted es francés. ¿Por qué hace reclamaciones al cónsul belga?
En el despacho, un caballero vestido de blanco, de unos cincuenta años, pelo rubio casi blanco y cara redonda, fresca y rosada, estaba sentado en un sillón, con una cartera de piel sobre las rodillas. En seguida me doy cuenta de la situación.
—Usted es quien dice que soy francés. Me he escapado, eso lo reconozco, de la justicia francesa, pero soy belga.
—¡Ah! ¿Lo ve usted?, dice el hombrecillo con cara de cura.
—¿Por qué no lo dijo antes?
—Para mí, eso no tenía ninguna importancia respecto a usted, pues, en verdad no he cometido ningún delito grave en su tierra salvo haberme fugado, lo cual es normal en cualquier preso.
—Bueno, le pondré con sus compañeros. Pero señor cónsul, le advierto que a la primera tentativa de evasión le meto otra vez donde estaba. Llévenle al barbero, y, luego, déjenle con sus cómplices.
—Gracias, señor cónsul, digo en francés; —muchas gracias por haberse molestado por mí.
—¡Dios mío! ¡Cómo ha debido usted sufrir en esos horribles calabozos! Pronto, váyase, no sea que ese bestia cambie de parecer. Volveré a verle. Hasta la vista.
El barbero no estaba y me metieron directamente con mis amigos. Debía de tener una cara rara, pues, no paraban de decirme:
—Pero ¿eres tú? ¡Imposible! ¿Qué te han hecho esos canallas para ponerte como estás? Habla, dinos algo. ¿Estás ciego? ¿Qué tienes en los ojos? ¿Por qué los abres y los cierras constantemente?
—Es que no consigo acostumbrarme a esa luz. Ese resplandor es demasiado fuerte para mí, me lastima los ojos, habituados a la oscuridad.
Me siento mirando hacia el interior de la celda:
—Así es mejor.
—Hueles a podrido. ¡Es increíble! ¡Hasta tu cuerpo huele a podrido!
Me había puesto en cueros y ellos dejaron mis ropas junto a la puerta. Tenía brazos, espalda, muslos, pantorrillas plagados de picaduras rojas, como las de nuestros chinches, y de mordeduras de los cangrejos liliputienses que flotaban con la marea. Estaba horroroso, no necesitaba de espejo para darme cuenta de ello. Aquellos cinco presidiarios que tanto habían visto dejaron de hablar, turbados de verme en tal estado. Clousiot llama a un policía y le dice que si no hay barbero, hay agua en el patio. El otro le dice que espere la hora del paseo.
Salgo completamente desnudo. Clousiot trae las ropas limpias que voy a ponerme. Ayudado por Maturette, me lavo y vuelvo a lavarme con jabón negro del país. Cuanto más me lavo más mugre sale. Por fin, tras varios jabonados y enjuagues, me siento limpio. Me seco en cinco minutos al sol y me visto. Llega el barbero. Quiere raparme. Le digo:
—No. Córtame el pelo normalmente y aféitame. Te pagaré.
—¿Cuánto?
—Un peso.
—Hazlo bien —dice Clousiot, yo te daré dos.
Bañado, afeitado, con el pelo bien cortado, vestido con ropas limpias, me siento revivir. Mis amigos no paran de hacerme preguntas:
—¿Y el agua a qué altura llegaba? ¿Y las ratas? ¿Y los ciempiés? ¿Y el barro? ¿Y los cangrejos? ¿Y la mierda de los cubos? ¿Y los muertos que sacaban? ¿Eran por muerte natural o suicidas que se habían ahorcado? ¿O, tal vez «suicidados» por los policías?
Las preguntas no paraban y tanto hablar me dio sed. En el patio había un vendedor de café. Durante las tres horas que estuvimos en el patio, me tomé tal vez diez cafés cargados, endulzados con papelón. Ese café me parecía la mejor bebida del mundo. El negro del calabozo de enfrente ha venido a saludarme. En voz baja, me explica la historia del cónsul belga con su madre. Le estrecho la mano. Está. muy orgulloso de haber sido el causante de mi salida. Se va muy contento, diciéndome:
—Ya hablaremos mañana. Por hoy, basta.
La celda de mis amigos me parece un palacio. Clousiot tiene una hamaca de su propiedad, comprada con su dinero. Me obliga a dormir en ella. Me acuesto de través. Se extraña y le explico que si se pone a lo largo, es que no sabe servirse de una hamaca.
Comer, beber, dormir, jugar a damas, a cartas con naipes españoles, hablar español entre nosotros y con los policías y presos colombianos para aprender bien la lengua, todas esas actividades ocupaban nuestra jornada y buena parte de la noche. Resulta duro estar acostado desde las nueve de la noche. Entonces, acuden en tropel los detalles de la fuga del hospital de Saint-Laurent a Santa Marta, acuden, desfilan ante mis ojos y reclaman una continuación. El filme no puede pararse ahí, debe continuar, continuará, macho. ¡Déjame recuperar fuerzas y puedes estar seguro de que habrá nuevos episodios, confía en mí! He encontrado mis flechitas y dos hojas de coca, una completamente seca, la otra todavía un poco verde. Masco la verde. Todos me miran, estupefactos. Explico a mis amigos que se trata de las hojas de las que se extrae la cocaína.
—¡Nos estás tomando el pelo!
—Prueba.
—Sí, en efecto, esto insensibiliza la lengua y los labios.
—¿Venden aquí?
—No lo sé. ¿Cómo te las apañas, Clousiot, para sacar a relucir la pasta de vez en cuando?
—Cambié en Río Hacha y, desde entonces, siempre he tenido dinero a la vista de todo el mundo.
—Yo —digo— tengo treinta y seis monedas de oro de cien pesos que me guarda el comandante y cada moneda vale trescientos pesos. Un día voy a plantearle el problema.
—Son unos muertos de hambre, será mejor que hagas un trato con él.
—Es una buena idea.
El domingo he hablado con el cónsul belga y el preso belga. Ese preso cometió un abuso de confianza en una Compañía bananera americana. El cónsul se ha puesto a mi disposición para Protegernos. Ha rellenado una ficha en la que declaro haber nacido en Bruselas de padres belgas. Le he hablado de las monjas y de las perlas. Pero él, protestante, no conoce ni hermanas ni curas. Sólo conoce un poco al obispo. En cuanto a las monedas, me aconseja que no las reclame. Es demasiado arriesgado. Convendría que le avisase con veinticuatro horas de antelación nuestra salida para Barranquilla «y entonces podrá usted reclamarlas en mi presencia dice, puesto que, si no me equivoco, hay testigos».
—Sí.
—Pero, en este momento, no reclame nada. El comandante sería capaz de volver a encerrarle en esos horribles calabozos y quizás, incluso, de hacerle matar. Esas monedas de cien pesos en oro constituyen una verdadera pequeña fortuna. No valen trescientos pesos, como usted cree, sino quinientos cincuenta cada una. Es, pues, una fuerte suma. No hay que tentar al diablo. En cuanto a las perlas, es otra cosa. Déme tiempo para reflexionar.
Pregunto al negro si querría evadirse conmigo y cómo, en su opinión, deberíamos actuar. Su piel clara se vuelve gris al oír hablar de fuga.
—Te lo suplico, macho. Ni lo pienses. Si fracasas, te espera una muerte lenta, de lo más horrendo. Ya has tenido un atisbo de eso. Aguarda a estar en otro sitio, en Barranquilla. Pero, aquí, sería un suicidio. ¿Quieres morir? Entonces, estate quieto. En todo Colombia no hay un calabozo como el que tú has conocido. Entonces, ¿por qué correr el riesgo aquí?
—Sí, pero aquí la tapia no es demasiado alta, debe resultar relativamente fácil.
—Hombre, fácil, no; conmigo no cuentes. Ni para irme y ni siquiera para ayudarte. Ni tampoco para hablar de ello. —Y me deja, aterrorizado, con estas palabras—: Francés, no eres hombre normal, hay que estar loco para pensar cosas semejantes aquí, en Santa Marta.
Todas las mañanas y todas las tardes, contemplo a los presos colombianos que están aquí por delitos importantes. Todos tienen pinta de asesinos, pero se ve en seguida que están acoquinados. El terror de ser enviados a los calabozos les paraliza por completo.
Hace cuatro o cinco días, vimos salir del calabozo a —un gran diablo que me lleva una cabeza, llamado El Caimán. Goza de reputación de ser un hombre en extremo peligroso. Hablo con él y, luego, tras tres o cuatro paseos, le digo:
—Caimán, ¿quieres fugarte conmigo?
Me mira como si fuese el mismísimo demonio y me dice:
—¿Para volver a donde estuve si fracasamos? No, gracias. Preferiría matar a mi madre antes que volver allá.
Fue mi último intento. Nunca más hablaré a nadie de evasión.
Por la tarde, veo pasar al comandante de la prisión. Se para, me mira y, luego, dice:
—¿Cómo va eso?
—Bien, pero iría mejor si tuviese mis monedas de oro.
—¿Por qué?
—Porque podría pagarme un abogado.
—Ven conmigo.
Y me lleva a su despacho. Estamos solos. Me tiende un cigarro (no está mal), me lo enciende (mejor que mejor).
¿Sabes bastante español para comprender y contestar claramente hablando despacio?
—Sí.
—Bien. Me has dicho que quisieras vender tus veintiséis monedas.
—No, mis treinta y seis monedas.
—¡Ah! ¡Sí, sí! ¿Y con ese dinero pagar a un abogado? Lo que ocurre es que sólo nosotros dos sabemos que tienes esas monedas.
—No, también lo saben el sargento y los cinco hombres que me detuvieron y el comandante que las recibió antes de entregárselas a usted. Además, está mi cónsul.
—¡Ah! ¡Ah! Bueno. Incluso es mejor que lo sepa mucha gente, así obraremos a la luz del día. ¿Sabes?, te he hecho un gran favor. He callado, no he solicitado informes a las diversas Policías de los países por donde pasaste para saber si tenían conocimiento de un robo de monedas.
—Pero debió usted haberlo hecho.
—No, por tu bien valía más no hacerlo.
—Se lo agradezco, comandante.
—¿Quieres que te las venda?
—¿A cuánto?
—Bueno, al precio que me dijiste que te habían pagado tres: trescientos pesos. Me darías cien pesos por moneda por haberte hecho ese favor. ¿Qué te parece?
—No. Entrégame las monedas de diez en diez y te daré no cien, sino doscientos pesos por moneda. Eso equivale a lo que has hecho por mí.
—Francés, eres demasiado astuto. Yo soy un pobre oficial colombiano demasiado confiado y un poco tonto, pero tú eres inteligente y, ya te lo he dicho, demasiado astuto.
—Bien, entonces, ¿cuál es tu oferta?
—Mañana hago venir al comprador, aquí, en mi despacho. Ve las monedas, hace una oferta y la mitad para cada uno. Eso o nada. Te mando a Barranquilla con las monedas o las guardo mientras prosigo la indagación.
—No, ahí va mi última proposición: el hombre viene aquí, mira las monedas y todo lo que pase de trescientos cincuenta pesos por pieza es tuyo.
—Está bien, tienes mi palabra. Pero ¿dónde meterás una cantidad tan grande?
—En el momento de cobrar el dinero, mandas llamar al cónsul belga. Se lo daré para pagar al abogado.
—No, no quiero testigos.
—No corres ningún riesgo, firmaré que me has devuelto las treinta y seis monedas. Acepta, y si te portas correctamente conmigo, te propondré otro asunto.
—¿Cuál?
—Confía en mí. Es tan bueno como el otro y, en el segundo, iremos al cincuenta por ciento.
—¿Cuál es? Dime.
—Date prisa mañana y, por la tarde, a las cinco, cuando mi dinero esté seguro en el Consulado, te diré el otro asunto.
La entrevista ha sido larga. Cuando vuelvo muy contento al patio, mis amigos ya se han ido a la celda.
—Bien, ¿qué pasa?
Les cuento, toda nuestra conversación. Pese a nuestra situación, se parten de risa.
—¡Vaya zorro, el tipo ese! Pero tú has sido más listo que él. ¿Crees que se tragará el anzuelo?
—Me apuesto cien pesos contra doscientos a que está en el bote. ¿Nadie acepta la apuesta?
—No, yo también creo que tragará el anzuelo.
Reflexiono durante toda la noche. El primer asunto, ya está. El segundo el comandante estará más que contento de ir a recuperar las perlas, también. Queda el tercero. El tercero… sería que le ofreciese todo lo que se me devuelva para que me deje robar una embarcación en el puerto. Esa embarcación podría comprarla con el dinero que llevo en el estuche. Vamos a ver si resistirá la tentación. ¿Qué arriesgo? Después de los dos primeros asuntos, ni siquiera puede castigarme. Veremos a ver. No vendas la piel del oso, etc. Podrías esperar para a hacerlo en Barranquilla. ¿Por qué? A ciudad más importante, prisión más importante también, por lo tanto, mejor vigilada y con tapias más altas. Debería volver a vivir con Lali y Zoraima: me fugo cuanto antes, espero allá durante años, voy a la montaña con la tribu que posee bueyes y, entonces, establezco contacto con los venezolanos. Esa fuga debo lograrla a toda costa. Así, pues, durante toda la noche sólo pienso en cómo podría hacerlo para llevar a buen término el tercer asunto.
El día siguiente, la cosa no se demora. A las nueve de la mañana, vienen a buscarme para ver a un señor que me espera en el despacho del comandante. Cuando llego, el policía se queda fuera y me encuentro ante una persona de unos sesenta años, vestido de color gris claro, con corbata gris. Sobre la mesa, un gran sombrero de fieltro tipo cowboy. Una gran perla gris azul plata destella como en un estuche prendido en la corbata. Ese hombre flaco o enjuto no carece de cierta elegancia.
—Bonjour, Monsieur.
—¿Habla usted francés?
—Sí, señor, soy libanés de origen. Creo que tiene usted monedas de oro de cien pesos, me interesan. ¿Quiere usted quinientos por cada una?
—No, seiscientos cincuenta.
—¡Está usted mal informado, señor! Su precio máximo por moneda es de quinientos cincuenta.
—Mire, como se queda con todas, se las dejo en seiscientos.
—No, quinientos cincuenta.
Total, que nos ponemos de acuerdo en quinientos ochenta. Trato hecho.
—¿Qué han dicho?
—Trato hecho, comandante, a quinientos ochenta, la venta se hará mañana a mediodía.
Se va. El comandante se levanta y me dice:
—Muy bien. Entonces, ¿cuánto me toca?
—Doscientos cincuenta por moneda. Ve usted, le doy dos veces y media más de lo que quería usted ganar, cien pesos por moneda.
Sonríe y dice:
—¿Y el otro asunto?
—Primero, que venga el cónsul después de mediodía para cobrar el dinero. Cuando se haya marchado, te diré el segundo asunto.
—¿Así, pues, es verdad que hay otro?
—Tienes mi palabra.
—Bueno, ojalá.
A las dos, el cónsul y el libanés están ahí. Este me da veinte mil ochocientos pesos. Entrego doce mil seiscientos al cónsul y ocho mil doscientos ochenta al comandante. Firmo un recibo al comandante certificando que me ha entregado las treinta y seis monedas de oro. Nos quedamos solos, el comandante y yo. Le cuento la escena de la superiora.
—¿Cuántas perlas?
—Quinientas o seiscientas.
—Hubiese debido traértelas o mandártelas, o entregarlas a la Policía. Voy a denunciarla.
—No, irás a verla y le entregarás una carta de mi parte, en francés. Antes de hablar de la carta, le pedirás que haga venir a la irlandesa.
—La irlandesa es quien debe leer la carta escrita en francés y traducirla. Muy bien. Voy allá.
—¡Espera a que escriba la carta!
—¡Ah, es verdad! José, ¡prepara el coche con dos policías! —grita por la puerta entreabierta.
Me siento al escritorio del comandante y, en papel con membrete de la prisión, escribo la carta siguiente:
Madre Superiora del convento: Para entregar a la buena y caritativa hermana irlandesa.
Cuando Dios me condujo a su casa, donde creí recibir la ayuda a la que todo perseguido tiene derecho según la ley cristiana, tuve el gesto de confiarle un talego de perlas de mi propiedad para garantizarle que no me iría clandestinamente de su techo que alberga una casa de Dios. Un ser vil ha creído que era su deber denunciarme a la Policía que, rápidamente, me detuvo en su casa. Espero que el alma abyecta que cometió aquella acción no sea un alma que pertenezca a una de las hijas de Dios, de su casa. No puedo decirle que la perdono, a esa alma putrefacta, pues sería mentir. Por el contrario, pediré con fervor que Dios o uno de sus santos castigue sin misericordia a la o al culpable de un pecado tan monstruoso. Le ruego, madre superiora, que entregue al comandante Cesario el talego de perlas que le confié. El me las entregará religiosamente, estoy seguro. Esta carta le servirá a usted de recibo.
Le ruego, etc…
Como el convento dista ocho kilómetros de Santa Marta, el coche no regresa hasta hora y media después. El comandante, entonces, me envía a buscar.
—Ya está. Cuéntalas por si falta alguna.
Las cuento. No por saber si falta alguna, pues no sé exactamente su número, sino para saber cuántas perlas están ahora en manos de ese rufián: quinientas sesenta y dos.
—¿Es eso?
—Sí.
—¿No falta ninguna?
—No. Ahora, cuéntame.
—Cuando he llegado al convento, la superiora estaba en el patio. Encuadrado por los dos policías, he dicho: «Señora, para un asunto muy grave que usted adivinará, es necesario que hable con la hermana irlandesa en presencia de usted.»
—¿Y entonces?
—La hermana ha leído temblorosa esa carta a la superiora. Esta no ha dicho nada. Ha bajado la cabeza, ha abierto el cajón de su escritorio y me ha dicho: «Ahí está el talego, con sus perlas. Que Dios perdone a la culpable de un crimen semejante hacia ese hombre. Dígale que rezamos por él». ¡Y ya está, hombre! —termina diciendo, radiante, el comandante.
—¿Cuándo vendemos las perlas?
—Mañana. No te pregunto de dónde proceden, ahora sé que eres un matador peligroso, pero sé también que eres un hombre de palabra y persona honrada. Toma, llévate este jamón y esta botella de vino y este pan francés para que celebres con tus amigos este día memorable.
—Buenas noches…
Y llego con una botella de dos litros de chianti, un jamón ahumado de casi tres kilos y cuatro panes largos franceses. Es una cena de fiesta. El jamón, el pan y el vino menguan rápidamente. Todo el mundo come y bebe con buen apetito.
—¿Crees que un abogado podría hacer algo por nosotros?
Me echo a reír. ¡Pobrecitos, también ellos han creído en el cuento del abogado!
—No lo sé. Hay que estudiar y consultar antes de pagar.
—Lo mejor —dice Clousiot— sería pagar sólo en caso de éxito.
—Sí, hay que encontrar un abogado que acepte esa proposición.
Y no hablo más del asunto. Estoy un poco avergonzado.
El día siguiente, vuelve el libanés:
—Resulta muy complicado dice. —Primero, hay que clasificar las perlas por tamaños; luego, por oriente; después según la forma; ver si son bien redondas o raras.
En suma, no sólo es complicado, sino que, además, el libanés dice que debe traer a otro posible comprador, más competente que él. En cuatro días, terminamos. Paga treinta mil pesos. En el último momento he retirado una perla rosa y dos perlas negras para regalárselas a la mujer del cónsul belga. Como buenos comerciantes, ellos lo han aprovechado para decir que esas tres perlas valen cinco mil pesos. De todos modos, me quedo con las perlas.
El cónsul belga pone dificultades para aceptar las perlas. Me guardará los quince mil pesos. Por lo tanto, poseo veintisiete mil pesos. Ahora, el problema estriba en llevar a buen término el tercer asunto.
¿Cómo y de qué manera lo emprenderé? Un buen obrero ganaba en Colombia de ocho a diez pesos diarios. Así pues, veintisiete mil pesos son una fuerte suma. Al hierro candente, batir de repente. Es lo que haré. El comandante ha cobrado veintitrés mil pesos. Con esos otros veintisiete mil, tendrá cincuenta mil francos.
—Comandante, ¿Cuánto vale una tienda que hiciese vivir a alguien mejor de lo que vive usted?
—Un buen comercio vale, al contado, de cuarenta a sesenta mil pesos.
—¿Y qué renta? ¿Tres veces más de lo que usted gana? ¿Cuatro veces?
—Más. Produce cinco o seis veces más de lo que gano.
—¿Por qué no se hace usted comerciante?
—Necesitaría el doble de lo que tengo.
—Escucha, comandante, tengo un tercer asunto que proponer.
—No juegues conmigo.
—No, te lo aseguro. ¿Quieres los veintisiete mil pesos que tengo? Serán tuyos cuando quieras.
—¿Cómo?
—Déjame marchar.
—Escucha, francés, sé que no confías en mí. Antes, quizá, tenías razón. Pero ahora que, gracias a ti, he salido de la miseria o casi, cuando puedo comprarme una casa y mandar a mis hijos a un colegio de pago, sabes que soy tu amigo. No quiero robarte y que te maten; aquí no puedo hacer nada por ti, ni siquiera por una fortuna. No puedo hacerte evadir con posibilidades de éxito.
—¿Y si te demuestro lo contrario?
—Entonces ya veremos, pero antes piénsalo bien.
—Comandante ¿Tienes algún amigo pescador?
—Sí.
—¿Puede ser capaz de sacarme al mar y venderme su embarcación?
—No lo sé.
—¿Cuánto vale, más o menos, su barca?
—Dos mil pesos.
—Si le doy siete mil a él y veinte mil a ti, ¿qué tal?
—Francés, con diez mil me basta, guárdate algo para ti.
—Arregla las cosas.
—¿Te irás solo?
—No.
—¿Cuántos?
—Tres en total.
—Deja que hable con mi amigo pescador.
El cambio de ese tipo respecto a mí me deja estupefacto. Con su pinta de asesino, en el fondo de su corazón oculta hermosos sentimientos.
En el patio, he hablado con Clousiot y Maturette. Me dicen que obre según me venga en gana, que están dispuestos a seguirme. Ese abandono de sus vidas en mis manos me produce una satisfacción muy grande. No abusaré de ellos, seré prudente hasta el máximo, pues he cargado con una gran responsabilidad. Pero debo advertir a nuestros otros compañeros. Acabamos de terminar un torneo de dominó. Son casi las nueve de la noche. Es el último momento que nos queda para tomar café. Llamo:
—¡Cafetero!
Y nos hacemos servir seis cafés bien calientes.
—Tengo que hablaros. Escuchad. Creo que voy a poder fugarme otra vez. Desgraciadamente, sólo podemos irnos tres. Es normal que me vaya con Clousiot y Maturette, pues con ellos me evadí de los duros. Si uno de vosotros tiene algo en contra, que lo diga francamente, le escucharé.
—No —dice el bretón—, es justo desde todos los puntos de vista. Primero, porque os fuisteis juntos de los duros. Luego, porque si estáis en esta situación es por culpa nuestra, que quisimos desembarcar en Colombia. Papillon, gracias de todos modos por habernos preguntado nuestro parecer. Pero tienes perfecto derecho a obrar así. Dios quiera que tengáis suerte, pues si os cogen, la muerte es segura y en condiciones tremendas.
—Lo sabemos, dicen a la par Clousiot y Maturette.
El comandante me ha hablado por la tarde. Su amigo está conforme. Pregunta qué queremos llevarnos en la barca.
—Un barril de cincuenta litros de agua dulce, veinticinco kilos de harina de maíz y seis litros de aceite. Nada más.
—¡Carajo! —exclama el comandante—. ¿Con tan pocas cosas quieres hacerte a la mar?
—Sí.
—Eres valiente, francés.
Muy bien. Está decidido a hacer la tercera operación. Fríamente, añade:
—Hago eso, lo creas o no, por mis hijos, y, después, por ti. Lo mereces por tu valentía.
Sé que es verdad y le doy las gracias.
—¿Cómo harás para que no se note demasiado que yo estaba de acuerdo contigo?
—Tu responsabilidad no quedará en entredicho. Me iré por la noche, cuando esté de guardia el segundo comandante.
—¿Cuál es tu plan?
—Mañana empiezas por quitar un policía de la guardia nocturna. Dentro de tres días, quitas otro. Cuando sólo quede uno, haces poner una garita frente a la puerta de la celda. La primera noche de lluvia, el centinela irá a resguardarse en la garita y yo saltaré por la ventana trasera. Contra la luz que alumbra los alrededores de la tapia, es menester que encuentres el medio de provocar tú mismo un cortocircuito. Es todo lo que te pido. Puedes hacer el cortocircuito lanzando tú mismo un hilo de cobre de un metro, atado a dos piedras, contra los dos hilos que van al poste, en la hilera de bombillas que alumbran la parte alta de la tapia. En cuanto al pescador, la barca debe estar amarrada con una cadena cuyo candado habría forzado él personalmente, de forma que yo no tenga que perder tiempo, con las velas a punto de ser izadas y tres grandes pagayas para tomar el viento.
—Pero ¡si tiene un motorcito! —dice el comandante.
—¡Ah! Entonces, mejor aún: que ponga el motor en punto muerto como si lo recalentase y que se vaya al primer café a tomar unas copas. Cuando nos vea llegar, debe apostarse al pie de la barca con un impermeable negro.
—¿Y el dinero?
—Cortaré por la mitad tus veinte mil pesos, cada billete quedará partido. Los siete mil pesos los pagaré por adelantado al pescador. Primero, te daré la mitad de los medios billetes y, la otra mitad, te será entregada por uno de los franceses que se quedan, ya te diré cual.
—¿No te fías de mí? Haces mal.
—No, no es que no me fíe de ti, pero puedes cometer un error en el cortocircuito y, entonces, no pagaré, pues si no hay cortocircuito no puedo irme.
—Bien.
Todo está listo. Por mediación del comandante, he dado los siete mil pesos al pescador. Hace ya cinco días que sólo hay un centinela. La garita está colocada y esperamos la lluvia que no viene. El barrote ha sido aserrado con limas facilitadas por el comandante, la muesca bien rellena y, por si fuese poco, disimulada por una jaula donde vive un loro que —ya empieza a decir mierda en francés. Estamos sobre ascuas. El comandante tiene una mitad de los medios billetes. Cada noche, esperamos. No llueve. El comandante debe provocar, una hora después de la lluvia, el cortocircuito en la tapia, por el lado exterior. Nada nada, no hay lluvia en esta estación, es increíble. La más pequeña nube que aparece temprano a través de nuestras rejas nos llena de esperanza y, luego, nada. Es como para volverse majareta perdido. Hace ya dieciséis días que todo está a punto, dieciséis días de vela, con el corazón en un puño. Un domingo, por la mañana el comandante viene personalmente a buscarme en el patio y me lleva a su despacho. Me devuelve el paquete de los medios billetes y tres mil pesos en billetes enteros.
—¿Qué pasa?
—Francés, amigo mío, sólo te queda esta noche. Mañana a las seis os vais todos a Barranquilla. Sólo te devuelvo tres mil pesos del pescador, porque él se ha gastado el resto. Si Dios quiere que llueva esta noche, el pescador te esperará y, cuando tomes la barca, le darás el dinero. Confío en ti, sé que no tengo nada que temer.